Se alejaron de Bomarzo los últimos curiosos aristocráticos y rechacé a los que esporádicamente los siguieron. Algunas veces, en mitad de las obras, distinguí a la distancia grupos confusos que nos espiaban, pero la labor continuó como si no nos percatásemos de sus presencias, hasta que cesó aquel turismo interesado. Por fin, Bomarzo y yo nos quedamos solos. Por fin, en ese apartamiento que tenía impensados aspectos místicos, me entregué plenamente, como si anulara todo otro resorte de mi voluntad, al sortilegio de la inspiración.
Cada roca encerraba un enigma en su estructura, y cada uno de esos enigmas era también un secreto de mi pasado y de mi carácter. Había que descubrirlos. Había que despojar a cada roca de la corteza que cubría la imagen esencial. Durante mucho tiempo, con Zanobbi, anduve como un iluminado, como un loco, entre las peñas, observándolas y palpándolas. Andrea, entre tanto, copiaba sobre uno de los muros de la galería de los bustos imperiales, las figuras de mi horóscopo.
Por lo pronto resolví que la roca ubicada detrás del
Ninfeo
, a un lado del ancho plano superior, estaría destinada a evocar a Abul y al elefante Annone. Puse en seguida manos a la tarea, y Zanobbi realizó el dibujo correspondiente que mostraba al esclavo sobre la testa del paquidermo cuyo lomo sustentaba un castillo. Dirigidos por el muchacho, los artesanos comenzaron su quehacer, y la piedra atónita, atacada y trizada por primera vez, voló en esquirlas. No cedió fácilmente. El trabajo era menos simple de lo que al principio pareciera, y los improvisados escultores lo acometieron con un calor en el que se traslucía el arrebato de obedecer a una vocación desconocida pero cierta, que emanaba de umbrosas urgencias ancestrales, y de cumplir algo que los rescataba de su condición de rústicos, iluminando su brío y su sudor con la llama —tan amada por los hombres del Renacimiento— propia del artista. La primavera se insinuaba ya en el valle, en las colinas, con brotes y perfumes, con una dulce languidez. Cuando empezaban a entreverse las líneas groseras del diseño, en la efigie monumental, se me ocurrió que la pétrea masa que subsistía delante de la cabezota de la bestia podría metamorfosearse en un guerrero vencido, liado poderosamente por la trompa. Ese guerrero sería Beppo, muerto por Abul. Enorme, el elefante se perfiló en las anfractuosidades del parque de Bomarzo. Fue mi obra inicial. Satisfecha mi obligación hacia Julia Farnese, en el minúsculo edificio que recordaba con la elegancia severa de su columnata la serenidad ceremoniosa de mi mujer, mi pensamiento se volcó hacia Abul. Tenía que ser así. La imagen extraña de Abul regía una época de mi vida.
No quise emprender ninguna otra obra antes de concluir la que refrendaría nuestra capacidad. Pero mientras la escultura se realizaba, las ideas bullían en mi mente. Semana a semana, el parque, el Sacro Bosque de Bomarzo, se concretó en mi espíritu. Estaba dentro de mí, recortado con obsesionante nitidez, cuando todavía no se había terminado la inaugural de sus construcciones audaces. Y la mañana en que comprobé que la imagen de Abul, Beppo y Annone estaba pronta, y en que verifiqué que correspondía exactamente a la interpretación que yo anhelaba, porque su traza tenía un aire distinto de cuanto había visto hasta entonces, más tosco y recio, más elemental y cándido, a pesar de la suntuosa proporción de las formas —algo que, como las hechuras que lo acompañaron en ese refugio del monte Cimini, entre prímulas y helechos, sólo puede parangonarse con determinadas tallas grandiosas y exóticas de la India, cuya existencia yo ni siquiera presumía a la sazón—, comprendí que había acertado con un vocabulario plástico único, tan estrechamente unido al lugar y a su alma, con ser forastera la figura, que apoyé mi frente contra el flanco rugoso de la piedra para ocultar mi emoción.
Desde ese instante se multiplicó el vasto esfuerzo. Me asistía una certeza ardiente, que me arrastraba con su impulso. Expuse a Zanobbi simultáneamente todas mis ideas, y era tan trascendente lo que pretendía hacer y lo que pretendía ver convertido en realidad presurosa, que Andrea abandonó las orlas prolijas y los dioses cortesanos del horóscopo, llamado a colaborar también en una faena que exigía la suma de nuestro ahínco. El valle se pobló, a medida que avanzaba el verano y el otoño y palidecía el invierno, con el estrépito desusado de los martillos, de las barras de hierro, de los arrancados bloques. Sobre la verde hierba, sobre las áureas hojas, sobre la tierra dura, sobre la nieve, ahuyentando serpientes y lagartijas, comadrejas y topos, escarabajos y pájaros, se levantó el muro misterioso de los exorbitantes fantasmas. Mis hijos se pasmaban alrededor, yendo de un grupo al otro, interpelando a las cuadrillas, gritando y señalando como si fueran unos chicos de hoy y estuvieran en un fabuloso parque de diversiones, en un peregrino Luna Park de piedra —que tal es, por otra parte, la impresión que Bomarzo sugirió no hace mucho al escritor Moravia—, y sólo cesaba su algarabía cuando, a la vuelta de una roca o al descender una terraza, topaban de repente con el duque, con el pequeño jorobado que pasaba sin verlos, grises los lacios mechones en las sienes, moviendo las manos cinceladas en su monólogo, entregado a la maravilla y al goce de su creación.
La peña más alta se transmutó en un Neptuno desmesurado que apoyaba el desnudo torso en un muro ciclópeo. Era, con sus barbazas y su cabellera derramadas sobre los hombros y el pecho, la alegoría pujante del mar, del infinito oceánico, de la eternidad, de la inmortalidad, del gran sueño que nació cuando abrí los ojos a la vida. Un monstruo horrible, sobre cuya testuz se irguió una esfera decorada con las barras del escudo de Orsini, fue mi propia figuración, la del contrahecho que sustentaba el fardo heráldico de la gloria familiar. Encima, mandé modelar una fortaleza, la fortaleza de Bomarzo. Los Orsini y Bomarzo me aplastaban, pero yo los sostenía, desde mi espanto, casi hundido en la tierra madre. Luego estaba la tortuga coronada por una figura musical, de la que un ingenioso mecanismo de aguas arrancaba sonidos suaves y que significaba la derrota y el ansia de mi poesía. Eruditos de hoy han declarado que esa escultura se inspira en un relato de Pausanias acerca de una estatua de Fidias, de una Afrodita que apoya su pie sobre una tortuga, y en un fresco de Vasari, de la Sala de los Elementos del Palacio Viejo de Florencia, en el que la Fortuna lleva una tortuga bajo el brazo, pero no hay tal. Tan lejos me hallaba de eso como de las quimeras hindúes. Estaba después la ballena colosal, labrada rudamente en honor del divino Ariosto, recordando la escena en que Astolfo —ese Astolfo en quien mi adolescencia intuyó una arbitraria encarnación de Benvenuto Cellini— se asiló en una isla que era en realidad un cetáceo. Historias portentosas, escuchadas en Roma, en Florencia y en Francia a antiguos marineros, me inculcaron también la incorporación de la ballena a mi bestiario, porque en ellas resonó para mí el eco de la prodigiosa fantasía ariostesca, mudada en verdad en el apasionante Nuevo Mundo. A Adriana le consagré una esfinge, que eso es lo que fue para el despertar erótico de mis años, una esfinge equívoca y adorable. Di a Pantasilea los rasgos de una ninfa abandonada, puesto que la primera vez que me ciñó con sus brazos la dejé sin poseerla; a Nencia, la de una opulenta hembra desnuda, tan enorme que los artesanos trepaban por los globos de sus senos, izándose como si escalaran un monte hasta el jarrón que resplandecía sobre su cabeza y del cual brotaba un árbol entero, queriendo expresar así que Nencia me había cubierto con su inmensa sombra, una sombra que me pareció tan amplia como el palacio de los Médicis, cuando se apoderó de mí. Y el esqueleto pavoroso que reafirmó el odio de mi padre, se delineó en la calavera y las tibias grabadas en una pilastra de pedestal triangular, en tanto que la persecución de la cual yo había sido objeto por parte de mis hermanos tuvo su alegoría en los dos personajes alados que disimulé en la base de la giganta y que tuercen boca abajo, la silueta impotente de un muchachito. El combate de un dragón y dos perros consolidó en piedra mis acciones militares. El dragón era Carlos Quinto y los dogos mis campañas de Metz y de Picardía. La muerte de Maerbale se expresaba, en cambio, por medio de la lucha de dos titanes idénticos, uno de los cuales descuartizaba al otro. Algunos han querido reconocer en el grupo feroz el episodio de Hércules y Caco, o han traído a colación a Polifemo despedazando a los compañeros de Ulises. Sólo yo sabía lo que representaba, como sólo yo sabía que una ninfa de regazo generoso, que carecía de pies porque éstos desaparecían en la negrura de la tierra, representaba a mi abuela Orsini, surgida del suelo maternal de Bomarzo. Y por fin, nadie, ni siquiera Zanobbi que esculpió esa doble cabeza, adivinó que el bifronte Jano, que mostraba un rostro femenino y uno masculino, inseparables, constituía para mí el emblema dual de Eros, que desde que abrí los ojos al amor me acosó y acongojó con sus semblantes opuestos y complementarios.
Un mundo de imágenes y de incógnitas —mi biografía fantástica— brotó de las vísceras de la heredad. He tenido que repetir, para describirlo, las palabras enorme, inmenso, gigantesco, colosal, agotando hasta la saciedad los sinónimos. Todo era formidable en el Sacro Bosque, y a las figuras mencionadas se unían muchas más, como los tritones viejos y los tritones jóvenes de la fuente, como la sierpe bífida, como la arpía con cola de ofidio, y la serie de vasos ornamentales de más de cuatro metros de altura, y las piñas soberbias y los osos que alzaban la rosa de nuestro escudo y los Cerberos infernales. Su dédalo de actitudes calmas o violentas se entrelazaba e intrincaba con las inscripciones que yo mismo redacté para turbar al visitante del laberinto, como por ejemplo:
Voi che pel mondo gite errando, vaghi
Di veder meraviglie alte e stupende,
Venite qua, dove son faccie horrende,
Elefanti, leoni, orsi, orchi et dragh;
o:
Cedan et Menphi e ogni altra meravigilia
Ch’ebbe già il mondo in pregio al Sacro Bosco
Che sol se stesso e null’altro somiglia;
o si no:
Chi con ciglia inarcate
Et labbra strette
Non va per questo loco
Manco ammira
Le famose del mondo
Moli sette;
o:
Tu ch’entri qua pon mente
Parte a parte
E dimmi poi se tante
Maraviglie
Sien fatte per inganno
O pur per arte;
o ésta, que puse junto al duelo mortal de los dos hermanos:
Se Rodi altier fu del suo colosso
Pur di questo il mio Bosco anche si gloria
E per più non poter fo’quant’io poso
Mi orgullo restallaba en esos textos que añadía a medida que progresaban las obras. Creía, sinceramente, que estaba realizando algo muy grande, y disfrazaba apenas mi vanidad bajo el irónico velo.
Determiné incluir un homenaje especial —ése, singularmente cáustico— a mis amigos intelectuales, cuando los trabajos habían avanzado tanto que se vislumbraba, si no su conclusión, por lo menos lo que sería el conjunto definitivo, e imaginé, en vez de una escultura, un edificio de proporciones reducidas, exquisitamente armoniosas, pero inclinado, levantado con un desnivel oblicuo sobre el suelo de manera que resultaba arduo caminar por sus aposentos exiguos, y en él fijé una placa en loor del buen Cristoforo Madruzzo,
príncipe Tridentino
, a la par que lo llené de breves pinturas relacionadas con el ejercicio de las letras.
En realidad los ordenamientos y las tareas del Parque de los Monstruos duraron lo que el resto de mi vida en Bomarzo. Siempre repercutió en el valle el tintineo lejano de un mazo, de un martillo; siempre hubo desde entonces grupos o siluetas solitarias, que se esforzaban, encaramados sobre una roca, por arrancarle su secreto. El tiempo siguió andando, displicente. Horacio Orsini recibió su bautismo de sangre, con Nicolás, en la última guerra del papa Pablo IV, desarrollada en la campiña de Roma; murió Carlos Quinto; murió, poco antes, el engorroso Ferrante Gonzaga; murió Enrique II en un torneo; todos morían y las coronas rodaban a sus pies, sobre los mantos ajados que se apresuraban a revestir a otros príncipes; la duquesa Margarita de Austria asumió el gobierno de los Países Bajos; Julia Gonzaga debió defenderse de las dentelladas de la Inquisición; una hija del duque Cosme casó con mi primo de Bracciano; se dio a la estampa el
Amadís
, que Bernardo Tasso leyó ante la corte de Urbino y en el que se han señalado alusiones a Vicino Orsini y a su Sacro Bosque, porque mi fama y la de mi invención aumentaban con el tiempo; Pablo Orsini, de desagradable memoria, fue creado duque de Bracciano; se publicó un libro de Pietro Crescentio Bolognese, nuevamente traducido por Sansovino, dedicado a las
villas
romanas, que me dejó frío, porque nada merecía cotejarse con mi bosque; el cardenal Madruzzo, para estar más cerca de mí, adquirió, detrás de los montes Cimini, la peña de Soriano; Horacio Orsini partió para Florencia, donde el duque Cosme de Médicis había instituido la orden de Santo Stefano, y el muchacho fue armado caballero de la misma, cosa que lo colmó de alegría (y a mí también, a pesar de que refunfuñé que para uno de nuestra casa el honor otorgado por un Médicis no pasaba de un palabreo ridículo), porque cundía en Italia —no se ha debilitado nunca— la pasión por los títulos y condecoraciones, que hacía perder la cabeza, como es natural, a los nietos de los banqueros y de los mercaderes… Y en Bomarzo proseguían las obras. Los incomparables monumentos se empinaban hacia el templo votivo de mi mujer, en el que dos franciscanos celebraban diarias misas por el reposo de su alma y en el que, en las noches sabáticas, a ocultas, Silvio de Narni oficiaba con una casulla negra sus ritos heterodoxos que yo atendía, desconfiado, de hinojos en mi almohadón.
Murió también, muy viejo, Messer Pandolfo. Lo enterramos con su Virgilio bajo la nuca. Previamente me había pedido que lo autorizara a recorrer en la silla de manos de mi abuela el parque mágico.
—Los Orsini —me dijo al regresar— son enemigos de la piedra. El condottiero Bertoldo, de la rama de Pitigliano, falleció en Oriente, donde comandaba fuerzas de la Serenísima contra los turcos, lapidado por una mujer durante el asalto de un bastión, y otro Bertoldo, senador de Roma con Luca Savelli, fue masacrado y sepultado bajo las piedras por la hambrienta plebe, en el Capitolio.