Bomarzo (77 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Llegó, entre tanto, una segunda carta de Horacio Farnese. Había que apresurarse. Los dados habían sido arrojados y era imposible volver atrás. Comisioné, pues, a Mateo, para que en Roma me adquiriera una armadura. Le ordené que hablara con Benvenuto Cellini, quien vivía en casa de Bindo Altoviti, del que había ejecutado un maravilloso busto que elogió Miguel Ángel. Le encarecí que ante todo le dijera que la reputación de esa escultura había alcanzado a mis oídos, y que luego le pidiera que lo secundase en la tarea de hallar unas armas para mí. Mateo regresó al cabo de una semana. Traía la armadura más bella que he visto, tan soberbia, tan única, que pensé que con ella cubierto, hasta la guerra resultaría agradable, porque gracias a ella la guerra se transformaba en una estética pantomima.

Era una alhaja de exquisitos metales, compuesta y diseñada por Julio Romano, discípulo de Rafael de Urbino, que se compró por milagro, merced a los buenos oficios de Benvenuto, pues Romano la destinaba a un príncipe que estaba fuera de Italia a la sazón. Toda ella de acero pavonado, relevado espléndidamente y con labores de oro a la damasquina, ostentaba en la borgoñota, con perfil de casco beocio, visera y cubrenuca, relieves que representaban por un lado a Baco y Ariadna y por el otro a Baco y Sileno y, en el crestón, sátiros, centauros y ondinas; algo para atiborrar de ideas mitológicas la cabeza de quien la vistiera, para hacerlo sentirse parte de una enorme alegoría triunfal en la que el Renacimiento y la edad de Aquiles convivían. En la rodela, circundada por ondulante guirnalda de frutas y genios, el artista había labrado el rapto de Helena.

Fue necesario que el herrero de Bomarzo se diera maña para adaptar ese forro dedicado a un capitán magnífico, a un Nicolás Orsini, conde de Pitigliano, sobre mi hechura. Despiadadamente, cortó, remendó, abolló, añadió, martilló, soldó en la espalda que se convirtió de lisa y armoniosa en un montuoso paisaje lleno de altibajos. Fui con Silvio a la fragua, a fiscalizar la operación, y el rojo incendio de las ascuas iluminó para mí, en los relieves, una guerra diminuta, en la que los faunos lidiaban con los héroes y en la que la muerte de los adolescentes desnudos lograba una trágica nobleza. Mateo arguyó que la destrucción del espaldar, tan bufonescamente sustituido por feos costurones, carecía de importancia, porque aquel lado se ocultaría bajo mi capa verde. Por fin me probaron la burilada defensa, y confieso que no me hizo mal efecto, tanto fulgía su esplendor, y que cuando me cubrí la cabeza con el casco en el que Baco, Ariadna y Sileno estiraban sus cuerpos felices, y fijaron en el crestón las plumas con mis colores, y cuando levanté el homérico escudo, a punto estuve de caer en la trampa de la adulación de mis primos, de Messer Pandolfo, de mi intendente, de Fabio, de Violante, de las fáciles señoras y de los muchachos logreros que me circundaban y que prorrumpieron en manifestaciones de asombro y en aplausos, asegurando que parecía un nuevo Héctor, un nuevo Ayax, un nuevo Agamenón. Era un Ayax pequeño jorobado, de manos tan finas que su pulcritud surcada por las venas celestes contrastaba con los gavilanes del espadón, como si no fuera yo quien lo gobernaba y blandía sino él quien me había cogido los dedos frágiles con su garfio rapaz.

Los primos Orsini se armaron a la buena de Dios, juntando despojos. Ellos mismos se encargaron de reclutar la gente que me acompañaría. Muchos de los bravucones estropeados que recogimos por los caminos y que juraban con blasfemias soeces que jamás volverían a arriesgar el pellejo en los campos de batallas, se nos sumaron. Antes exageraban, para mover mi caridad, las ronqueras, las toses y los suspiros; ahora hinchaban el pecho y lanzaban doquier unas miradas furiosas. Mandé que suplieran sus andrajos en lo posible. A algunos los vi ataviados con ropas viejas de Maerbale, de Girolamo; hasta salió a relucir, en un último avatar incalculable, un jubón muy traído del cardenal Franciotto. Cuando estuvimos prontos, me despedí de mis hijos y de Julia y me desgarré de Bomarzo. Me sujetó el estribo, al montar, Horacio Orsini, recién venido de Florencia. Era demasiado niño todavía, para que lo llevase conmigo. Sus ojos oscuros reverberaban en la sombra y se me apretó el corazón, porque con ese mancebo débil, Bomarzo decía adiós al duque que como tantos otros de su estirpe, en el andar de los siglos, se confiaba al misterioso azar de la guerra.

Atravesamos Italia. Mi prestigiosa armadura iba en un mulo, cubierta por un grueso tapiz. Como ese tejido se había rasgado en el lugar donde pendía el casco como un ánfora resplandeciente, se diría que viajábamos custodiando un tesoro, hacia las tierras del rey cristianísimo. El alabardero hermoso, aquel que compartió el lecho de Violante, la semana de mis bodas, después del duque de Urbino, y que le dejó una marca en el cuello, y que más tarde, cuando Porzia se distanció de Silvio de Narni, fue su amador también, antes del duque de Mugnano, iba con nosotros. Andaba abrazado, como a una voluptuosa mujer, a un largo laúd, y de vez en vez nos cantaba unos versos apasionados, en los que los émulos de Marte se despojaban de los yelmos y las cotas y gozaban a las ninfas jadeantes, entre armas esparcidas. Yo lo oía, desganado, remoto. La armadura negra y oro me parecía el cadáver de un rey y nosotros su pobre séquito fúnebre. ¿Dónde quedaban las prodigiosas aventuras de Ariosto, la pompa de las comitivas marciales, la cabalgata de los Reyes Magos de Benozzo Gozzoli, el recuerdo de mi padre, de Hipólito de Médicis, de Abul? Quien nos observara pensaría en una corte de pordioseros, de bufones, pues ni siquiera el fiero parche de Segismundo, ni la apostura garbosa de Orso, ni el centelleo de las partesanas y los mosquetes, ni tantos ojos como brasas, conseguían relevar la melancolía que brotaba de mi presencia taciturna. Sólo la armadura de Julio Romano y la voz del alabardero, trémula de portentos y de fábulas, nos comunicaban de tanto en tanto su atmósfera de lujo y de fantasía. Me dolía apartarme de Bomarzo, de mi gabinete, de los alambiques de Silvio. ¿Para esto, para esta indecisión, para sentir en la boca este sabor amargo, había provocado tantas muertes estériles? ¿No hubiera sido mejor que mis hermanos encabezaran con su ufanía la tropa? ¿Dónde estaba, dónde se escondía mi gloria, la gloria personal, particular, especial, de Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo, la gloria rara y mía que me justificaría ante los demás y ante mí mismo? La había buscado en un manuscrito indescifrable y en un poema penoso y ahora la buscaba en una guerra triste hacia la cual no me atraía ninguna vocación. ¿Existiría en verdad, existiría esa gloria?

Entrecerraba los ojos y, medio dormido, flojas las riendas, escuchaba al hermoso alabardero que describía las piernas desnudas de las ninfas, escapando como peces blancos entre el reflejo metálico de las armas que espejeaban como un agua fría y azul.

No me extenderé demasiado en la narración de la campaña de Metz, que sólo entraña para mí desilusiones dolorosas. Quienes se interesen por el relato, lo hallarán en detallados libros. Franceses, alemanes y españoles se han ocupado de esa acción, desde puntos de vista opuestos.

Llegué a Metz en momentos en que el duque de Guisa y Piero Strozzi terminaban de fortificarla. Habían reparado los muros y los baluartes, y estaban ensanchando los fosos. En los suburbios no hallamos más que ruinas porque los soldados habían abatido cuanto podía servir de reparo, hasta los monasterios. Ocho mil combatientes escogidos, con tres mil de a caballo, la flor de Francia, pululaban en las calles y se pertrechaban en los caserones. Era imposible andar por las plazas sin toparse con el príncipe de Condé, con el duque de Aumale, con el duque de Enghien, con el príncipe de la Roche-sur-Yon, con Monsieur de Nemours, con el marques de Elbeuf, con el vidame de Chartres. El mes de octubre desataba sus lluvias y endurecía sus hielos, pero ellos, emplumados como pájaros, enjoyados, ruidosos, habían transformado a Metz en una inmensa jaula de faisanes. Se divertían jugando, persiguiendo a las mujeres. Por todas partes se oía el estruendo de las obras que se levantaban y destruían, el fragor de las piezas de artillería arrastradas, de los carros de municiones, de los que trabajaban en los talleres de pólvora, de los cañones que izaban arduamente hasta los campanarios. Aquello tenía el aire de la preparación de un duelo, de un torneo colosal. Constantemente se escabullían mensajeros hacia la corte, con la relación de proezas, y Diana de Poitiers las leía en voz alta como si continuara una novela de caballería.

Horacio Farnese me acogió con entusiasmo. En seguida comprendí que no había esperado que respondiese a su pedido de ayuda. Más que mi flaca hueste, le interesó la nutrida bolsa que le llevé. Me presentó a los señores, al
Balafré
, que dirigía la defensa por Enrique II, con el título de teniente general del rey en los Tres Obispados. Francisco de Guisa me impresionó con su energía ágil. Abría trincheras él mismo, junto a la soldadesca, y bebía jarros de vino con los sargentos. Me recibió dando muestras de graciosa cortesanía, como si nos halláramos en el castillo de Anet y, tan hábil hombre de mundo como diestro jefe, a las pocas palabras me probó que estaba muy al tanto de lo que los Orsini significábamos, introduciendo, cuando me hablaba, un matiz sutil en el tono que no empleaba con Horacio, por más duque de Castro que fuese y hermano del duque de Parma. Eso me tranquilizó y me infundió alientos. Estaba donde debía estar y me trataban como debían. Para no ser menos y corresponder a su amabilidad, perdí mi dinero, a propósito, cuando jugaba con los miembros de su familia, con Aumale, con Elbeuf.

Carlos Quinto había querido asistir al sitio en persona. Declaraban los entendidos en estrategia que jamás había reunido un ejército tan pujante a su sola costa: 6.000 españoles, 4.000 italianos, 49.000 alemanes, 10.000 caballos, además de su corte y de los 100.000 hombres que luego le incorporó el marqués Alberto de Brandeburgo. Este marqués no se había aliado con el rey de Francia, por diferencias en el asunto de la paga. Era harto cuidadoso de su economía. Merodeó, con cincuenta banderas de infantería y 5.000 caballos, por los alrededores de Metz. Un día tomó prisionero al duque de Aumale, Claudio de Lorena, yerno de Diana de Poitiers, a quien su hermano el duque de Guisa había encargado que despachara al de Brandeburgo. Pero el de Brandeburgo fue más sagaz y le tendió una trampa; después se presentó, cargado de cautivos y de despojos, en el campo del emperador. El testarudo César, atenaceado por la gota que lo hacía bramar en el suplicio, había cruzado el Rin con su ejército que comandaban el marqués de Marignano y el duque de Alba, y se guareció en Thionville. Los truenos de nuestra artillería despertaban eco a más de cinco leguas. Llovía sin cesar y el frío arreciaba cuando, el 10 de noviembre, el emperador decidió abandonar aquel abrigo y acampar frente a nuestras murallas. Bajo el cielo de plomo, las llanuras, de tan anegadas, parecían ríos, y en ellas flotaban, medio hundidos en el fango helado, los cadáveres de hombres y vacunos. La tromba y los chubascos se metían en las tiendas, que chorreaban, imposibles de habitar. Las epidemias prosperaron. Dicen que de los imperiales perecieron 40.000 y que las aguas habían sido envenenadas. A mi primo Mateo lo salvó el ilustre Ambroise Paré, a quien llaman el padre de la cirugía moderna, y que logró deslizarse en la ciudad asediada, enviado por el rey, pagándole 1.500 escudos a un capitán italiano.

Yo, por ser sincero, no me conduje ni bien ni mal. No hice nada extraordinario, pero permanecí en mi puesto, con mis ganapanes. Paseaba por los baluartes, con mi espléndida armadura, más rutilante que la de Francisco de Guisa, más deslumbrante que la del duque de Enghien, que ninguna de las que se lucían en Metz, y el agua se me entraba por la celada y por las junturas, calándome hasta los huesos. Enghien quiso comprármela, sin percatarse al comienzo de las abolladuras de la espalda. Pero yo no se la hubiera vendido aunque me silbara el estómago. Cuando aparecía en los bastiones, con Orso llevándome el estoque y los guanteletes, los soldados se descubrían. Casi me hirieron, poco antes de que el emperador levantara el sitio. Fue lástima que la bala no me rozase levemente. Eso es lo que yo hubiera deseado: que una bala me rozase apenas, apenas…

Carlos Quinto resolvió irse, al ver perdida la partida. Sus quince mil cañonazos habían sido inútiles. El 26 de diciembre, después de sesenta y ocho días de asedio, dio la orden que todos, dentro y fuera de Metz, anhelaban. Si hubiera aguardado una semana más, la gente hubiera emprendido la fuga. Habíamos conjurado —o postergado— el peligro, pero el aspecto que ofrecía Metz, con su primera muralla abatida y sus tejados sembrados de agujeros por los cuales se colaba la eterna lluvia gris, no podía ser más pavoroso. A Ambroise Paré le faltaban manos para usarlas amputando miembros tumefactos. Troqué la armadura por una negra capa de pieles y me encerré, tiritando, en una habitación miserable, como un oso en su caverna. Adquirí, a disparatado precio, varios muebles preciosos que habían sobrevivido al desastre —una credencia, una mesa con columnas torneadas, un armario esculpido como una gran custodia— y los quemé en la chimenea para calentarme. Segismundo me releía el
Orlando
, a la luz de un candil, y yo soñaba con las guerras admirables de la literatura. Maerbale hubiera debido estar allí y no yo. Maerbale o Girolamo. Jamás debí permitir que Girolamo muriera en el Tíber, ni mandar a Maerbale a la muerte, luego de entregarle mi mujer. Esta vida era la suya y no la mía. La armadura que desde un rincón presidía mil cavilaciones, hubiera debido pertenecerles. Estaba viviendo de prestado, como un actor. Los mendigos de Bomarzo, que me habían seguido, alucinados por áureas promesas extravagantes, rondaban como tigres en torno de mi tabuco. Muchos habían lanzado el último suspiro en los pantanos, y sus amoratados puños, que emergían de los hoyos glaciales, continuaban amenazándome desde el infierno de escarcha. La guerra era algo horrible, repugnante, algo que no guardaba relación alguna con un casco en cuyo crestón Sileno reía y con un escudo en el que raptaban a Helena de Troya. Y la guerra de Troya, probablemente, habría sido también, sin dioses, sin bellos capitanes desnudos, con lluvia, lluvia y lluvia y hambre y frío y suciedad y llagas y muchachos que se arqueaban vomitando y cirujanos rojos de sangre que cortaban manos y piernas. Apenas si nos consolaba a Segismundo y a mí la idea de que el emperador, el amo del mundo viejo y del mundo nuevo, escapaba hacia sus palacios macabros y hacía sus papelotes y sus firmas lúgubres, loco de rabia, atados ambos pies con paños gruesos, retorciéndose de dolor, aullando de dolor. Torné a verlo, nítidamente, como cada vez que lo recordaba, la tarde en que me había armado caballero. Respiré el olor acre de su transpiración ahogada por los terciopelos; descubrí en la lejanía del tiempo sus ojos tímidos, su angustia, su azorada crueldad. Ahora se lo llevaban el viento y la lluvia y el llanto.

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