Bomarzo (92 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Las novedades que tenían para nosotros los de Venecia no podían ser peores. Chipre ardía por los cuatro costados. Famagusta seguía resistiendo, y las mujeres, desde las murallas, arrojaban pequeñas bolsas rellenas de pólvora contra los fuegos turcos. Las fuerzas del sultán habían saqueado, a un paso de la tierra firme de Grecia, la isla de Zante, y luego se habían dirigido a la de Cefalonia, con el propósito de tornar inexpugnable al golfo de Patrás. Pero ahí estaban, en Messina, para reconfortarnos, los bajeles de la Serenísima República: cincuenta y siete galeras y once galeazas. Faltaban todavía once galeras, que a las órdenes de Canale y Quirini se aprontaban a abandonar a Candia para incorporarse al pabellón de Veniero.

La hija de Marcantonio, Dona Giovanna, esposa del duque de Mondragone, murió por esos días, y el general dispuso que su casa militar y sus guardias vistieran de luto, y que sobre la pintura roja de sus naves extendieran una capa de color negro, fúnebre. Fue, con breve distancia, el segundo mal presagio que nos aquejó, pues poco antes había fallecido el marqués de Pescara, virrey de Sicilia. Había sido un notable espadachín, inventor de estocadas famosas. En casa de su padre, el marqués de Guasto, lo vi una tarde poner de rodillas a cinco contrincantes.

Los españoles tardaron un mes más en llegar. Se reunieron con nosotros el 23 de agosto de ese glorioso, fatigoso año de 1571. No he olvidado las fechas. En Génova, Juan Andrea Doria, almirante de Felipe II, que desde la edad más tierna había participado en todas las campañas del gran Andrea, su ilustre tío, ofreció un baile de disfraz en honor de Don Juan. Don Juan tenía veintitrés años. Su belleza irradiaba, como la de los arcángeles. Danzó admirablemente, en la diestra, en vez del bastón de mando, la máscara inútil. Los ecos de ese baile lo precedieron hasta Messina, con los de la recepción napolitana, durante la cual el cardenal Granvela le confió el estandarte bendecido por Pío V, mientras murmuraban los hidalgos lugareños porque los duques de Urbino y de Parma, muy jóvenes ambos también, acompañaban al bastardo de Carlos Quinto en las ceremonias, cuando en realidad dicha honra correspondía a los barones del reino. Aburridos en el puerto siciliano, esas noticias suntuosas estremecían de nostalgias a la mocedad romana. Horacio y Nicolás, en un burdel, locamente, bailaron con las meretrices una pavana y un pie de gibao, arqueándose, esponjándose, con tal donosura que Don Juan de Austria no lo hubiera hecho mejor. Antonello los remedaba gravemente.

El arribo de los españoles inundó a Messina de príncipes. El de Parma, Alejandro Farnese, vino a visitarme, por el parentesco. Lo recibí con mi primo, el duque de Bracciano. Me habló de Don Juan como si fuera un dios, un Apolo, un Marte. Todos hablaban así de él, el marqués Cibo, el conde de Santa Fiora, el de Procena, su hermano, que unían las sangres de Sforza y de Farnese. Rodeado de tantos deudos, mayor que ninguno, viví momentos de singular prestigio. La edad comporta también ventajas. Me entusiasmaron esos aristócratas italianos, tan vehementes, tan puntillosos, empenachados como gallos de riña, como me entusiasmaron los de Iberia, el bizarro, legendario Don Álvaro de Bazán, Don Juan de Cardona, Don Luis de Requeséns, gran comendador de Castilla; como me habían entusiasmado, en Metz, el duque de Guisa, el de Aumale, el de Enghien, el príncipe de la Roche-sur-Yon. Pero a los demás (esto no lo revelé a nadie) preferí los españoles, vestidos de negro, entintados de la cabeza a los pies, sin más luz en el traje que una cadena de oro y una breve golilla, parcos, sombríos, llameantes las miradas; de suerte que se dijera que se quemaban por dentro, contrastando con el lujo multicolor de italianos y franceses, como aguiluchos en una faisanería. Y por encima del resto me maravilló Don Juan, cuando acudí a rendirle pleitesía a bordo. Por algo se llama
bastarda
, en las galeras, la vela mayúscula, la que más viento recoge. El hijo del amor —y Dios sabe si detesté a los bastardos, en una época, empero, en que los vástagos de los papas fundaban líneas dinásticas—, el hijo espurio de Carlos Quinto iluminaba las naves y los salones, con su presencia, como una antorcha.

Reanudé durante mi estada en Messina, mi relación con el expoliado duque de Naxos, Giacomo IV Crispi, gentilhombre inteligente y superficial, infatigablemente mundano, cuya mínima corte había igualado en libertinaje, como la de su padre, los episodios que narran los antiguos historiadores de Roma. Fue, en ese sentido, un tradicionalista. Sólo dos años gobernó (sin gobernar) a su ducado, bajo el dominio turco. Luego, despojado de él, se lo vio en las antecámaras de Pío IV, contando diez y cien veces a los cardenales su fuga de Constantinopla, adonde había ido con la mira de sobornar a los funcionarios de la Sublime Puerta. Con él escapó su hermana, la señora de la isla de Andros, casada con Gian Francesco Sommaripa, a las posesiones venecianas del sur de Grecia, y de ahí, por Ragusa, a la capital de la Cristiandad. El papa lo agasajó rumbosamente y le fijó una pensión; también la Señoría de Venecia. Hasta acaudilló un grupo de partidarios y se trasladó a la isla de Tinos, para tratar de recuperar el perdido bien, pero el sultán se pronunció rotundamente en favor del judío Nasí… y ahora el duque marchaba, bajo las enseñas pontificales, a vengarse del turco. Tantas desgracias no habían corroído su humor. Era sumamente ingenioso. Cuando platicaba sobre sus propiedades perdidas, sobre su castillo de la acrópolis, sobre su amado archipiélago que se estiraba al sol, en la espuma del Egeo transparente, como un conjunto de sirenas perezosas, Giacomo se volvía súbitamente medieval. Hasta su rostro asumía una expresión de otro tiempo, una patricia rigidez, como pintado en una tabla arcaica, y quienes lo escuchábamos teníamos la impresión de que a sus ojos se asomaban, como a velados balcones, con relámpagos de espadas, sus antepasados heroicos. Pero en seguida, juzgando sin duda poco elegante su actitud, en desacuerdo con su delicada ironía, y temiendo que lo tomáramos por un provinciano cargoso —algo así habían insinuado los cardenales—, soltaba una insólita burla, recitaba un epigrama del Aretino, se mofaba de los empleados otomanos y del propio sultán, abundaba en detalles alarmantes sobre los eunucos del serrallo, rompía a reír y nos proponía que saliéramos a aventar de la memoria, entre cómodas mujeres obedientes, las desventuras de Milo, de Thira, de Syros, de Ios, de Anafi y de su duque vagabundo que conservaba como amuleto, en un precioso joyel suspendido sobre el pecho, un trocito de mármol de su isla de Paros, con el cual jugueteaba sin cesar. Se advertía, sin embargo, cuánto le dolía la ruina de sus rocas celebérrimas que pertenecían a los Crispi de Verona desde el siglo XIV, y en nuestra guerra se condujo, al frente de quinientos hombres, con un denuedo inesperadamente ejemplar para alguien de tan frívola apariencia. No obstante nunca recobró a Naxos.

Una noche, regresaba yo al puerto, con Giacomo Crispi y Antonello. Las naves fondeadas componían un espectáculo mágico, balanceándose suavemente, con las farolas encendidas en sus mástiles. Desaparecía el mar, bajo el entrecruzamiento de mascarones, de palos, de cordajes, de velas, bajo el parpadeo de los fuegos que se confundían con la temblorosa luminaria estelar, de modo que era imposible medir dónde empezaba y dónde terminaba el firmamento nocturno. Había allí trescientos bajeles, todos encendidos, todos vibrantes, como aves inmensas, del papa, de España, de Venecia, de Nápoles, de Saboya, de Génova, de Sicilia, de Malta… Casi ochenta mil soldados se agolpaban en la dársena, en las tabernas y en los figones, en los lupanares y en las calles que resonaban con el estrépito. Se topaba con ellos doquier. Y no disimulaban su inquietud. Reñían por cualquier futesa, pese a las severas prohibiciones, a los duros castigos.

Más o menos donde se encuentra hoy la estatua de Don Juan de Austria, frente a la iglesia normanda de la Annunziata del Catalani, caímos sobre una pandilla de genoveses beodos, enzarzados en una disputa incoherente con varios sicilianos. El duque de Naxos quiso intervenir y separarlos. Nunca lo hiciera. Los contendientes, frenéticos por efecto del vino, no reconocieron nuestra calidad. Ni tiempo nos dejaron de declarar quiénes éramos. Se nos arrojaron encima, repentinamente solidarios y desentendidos de la querella inicial, y, antes de que desenvaináramos, de una estocada tendieron a Crispi y a mí me alcanzaron con un garrote en el hombro, en el sitio mismo que el leopardo desgarró con sus zarpas agudas. Reabrióse la herida y me desvanecí, mientras Antonello chillaba como condenado, y los miserables, tambaleantes, abandonaban el campo de su fechoría.

Cuando recuperé el sentido, me hallé en mi cámara, entre el de Naxos, ya repuesto pues lo suyo había sido leve, gracias a la protección de la cota, los dos Orsini, Antonello, que seguía gimoteando, y Samuel Luna, que vigilaba la puerta, firme y sólido, para impedir el acceso de los intrusos. Me moví un poco y fue como si me hubieran hundido una daga en el hombro izquierdo. Lancé un grito.

—Sosiégate, amigo mío —dijo por lo bajo Giacomo Crispi—. Esto pasará. Con tanto infortunio, hemos tenido suerte. Se la debemos a este caballero.

De la penumbra del habitáculo emergió la fina cara aguileña de un joven, cuyo nombre pronunció el duque sin que yo lo captara, en mi turbación sufriente, pues vino embarullado dentro de un aluvión de palabras que describían la intromisión oportuna del extranjero y la forma en que, atraído por las voces de Antonello y del propio Crispi, que ya había vuelto en sí, me había recogido y me había llevado en brazos hasta la nave. Era un español, paje del cardenal Julio Aquaviva. Me esforcé por expresarle mi reconocimiento, pero no lo toleró el muchacho, que con tono vivaz respondió a las preguntas formuladas por quienes me rodeaban. Lo oí confusamente, tanto me entorpecía el largo desmayo. Hablaba de cómo había trabado relación con el cardenal en Madrid, en ocasión de la embajada que presidió ante Felipe II, para significarle el pesar de Pío V por la muerte de su hijo Don Carlos, y de cómo lo había acompañado luego a Roma, en su séquito. El cardenal —yo lo conocí en casa de su padre, el duque de Atri, y conversé con él después en la de mi suegro Farnese— se destacaba por su cultura, y el paje (nos lo confesó sonriendo) también había hecho ensayos poéticos y hasta compuso una elegía con motivo del fallecimiento de Doña Isabel de Valois, tercera esposa del rey. Luego, solicitado por el oficio de las armas, más acorde con su ánimo que el ajetreo de palacio, se incorporó a la compañía del capitán Diego de Urbina, de guarnición en Italia y separada de su tercio que presto se le reunió. Viajaba con él a bordo de la
Marquesa
.

La presencia de mi desconocido salvador me infundió nuevo brío. Emanaba de sus ojos, de sus ademanes, de su personalidad, un poderoso influjo. La mención de sus inclinaciones líricas me impulsó a manifestarle, sin desprenderme de mi aire condescendiente, que yo era asimismo poeta, y mandé a Antonello que buscara el ejemplar de Ariosto del cual no me separaba nunca. Lo entregué al paje de Aquaviva y le pedí que lo conservara, en recuerdo de mi gratitud. Él lo tomó con respeto y algo dijo de cuánto admiraba al
Furioso
.

—Permita Vuestra Excelencia —expresó— que a mi vez le deje el libro de un autor excelso, de un poeta de Castilla.

Sacó de su faltriquera un volumen muy manoseado, y Horacio leyó, a la luz escasa, que se trataba de las obras de Garcilaso de la Vega, publicadas el año anterior. Añadió el huésped que me interesarían especialmente, por la influencia que sobre él habían ejercido Petrarca y Sannázaro, que estimuló Andrés Navajero, embajador de la Señoría de Venecia, cuando le sugirió a Garcilaso, en Granada, la posibilidad de utilizar los metros italianos en su lengua.

El duque de Naxos nos escuchaba, con desplantes de conocedor, si bien poco sabía de estas cosas y mucho de mujeres, de halcones y de manjares, y yo, aunque mi juicio no era muy claro, tampoco quise pasar por lego en el asunto, y le contesté que ya en Bolonia, hacía cuarenta años, durante las fiestas de la coronación de Carlos Quinto, había tenido mentas de la hermosura de las églogas de Garcilaso, quien estaba allí entre los mancebos más próximos a la Majestad Cesárea. El cardenal Bembo lo había elogiado fervorosamente, y Bernardo Tasso fue su amigo en Nápoles.

—Garcilaso ha sido —añadió el muchacho— poeta y guerrero, como Su Excelencia. Murió en Francia, en el asedio de una fortaleza, camino de Fréjus. Lo destrozaron bajo una piedra enorme; cayó al foso. Tenía treinta y tres años.

Yo, tonto de mí, en lugar de alentarlo para que continuase refiriéndome episodios de la vida del héroe me puse a explicar lo que representaba mi propia creación literaria. Me referí a
Bomarzo
, mi poema inexistente, definitivamente descartado, como si en realidad lo hubiese escrito. Él me atendía con solicitud cortés. He guardado en la mente su imagen nítida: la frente alta, los ojos negros bajo las cejas de preciso dibujo, los pómulos modelados, la nariz fuerte y sensible, las sonrisas que lo esclarecían, los dedos largos que acariciaban las tapas del Ariosto.

Entró el médico de Marcantonio Colonna para cambiarme los vendajes. Salieron todos, menos Antonello que, ufano de su responsabilidad, se quedó para presentar al físico los lienzos limpios y la escudilla, pero torcía la cara, rehuyendo la visión de los paños ensangrentados. Antes de que se fuese, pedí al paje del cardenal Aquaviva que tornase a visitarme. Prometió hacerlo, pero al día siguiente no apareció por la
Capitana
, y al otro, 8 de setiembre, se efectuó en Messina la revista general de la flota. Ya no lo vi nunca más, y concluí por olvidarlo. Siglos más tarde he pensado infinitas veces en él, con desesperación. Durante el resto del viaje, leí los poemas de Garcilaso. Sólo entonces noté en la segunda página del ejemplar, la firma de quien me lo diera. Estaba trazada en dos líneas unidas por el diseño de la rúbrica, y en ellas se apretaba un nombre que jamás había oído de labio alguno: Miguel de Cervantes Saavedra.

¡Ay, si yo hubiera sabido, si hubiera adivinado! Pero ni siquiera pude enterarme de la edición del Quijote, para la cual faltaban treinta y cuatro años todavía, ni de nada, ni de nada… Cervantes se redujo a eso, para mí: a un paje, un camarero del cardenal Aquaviva y Aragón; un soldado del capitán Diego de Urbina, del tercio de Don Miguel de Moncada, que me transportó en brazos desde la plaza de la Annunziata del Catalani hasta la galera del duque de Pagliano, como Samuel Luna me había trasladado otras veces; un poeta, un muchacho a quien di mi volumen de Ariosto y que me dio el suyo, de Garcilaso de la Vega… Unos ojos negros, una leve sonrisa… Mi sangre manchó sin duda su jubón, en tanto me sostenía, me abrazaba… Junto al mío, el corazón de Cervantes… Y yo, imbécil, le mentí mi
Bomarzo
retórico, en cuarenta cantos fantasmales, en un diluvio de estrofas invisibles, cuando él callaba y aprobaba mis pobres frases preñadas de vanidad… ¡Si hubiera sabido! Lo hubiera aposentado en mi castillo; lo hubiera festejado como a un monarca, mejor que al cardenal de Este, mejor que al duque de Urbino, mejor que a la marquesa de Mantua, mejor que a ninguno… Pero se esfumó de mi lado, temeroso quizás de importunarme, de incomodar al gran señor romano que escribía un poema destinado a los triunfos inmortales. Y el Garcilaso se extravió. Lo habrán perdido mis hijos, o mis nietos, o los Lante della Rovere. ¿Quién iba a fijarse en un librejo sobado? ¿Quién iba a fijarse, si ni yo, ni el duque de Naxos, ni Horacio, ni Nicolás Orsini —ni nadie, ni absolutamente nadie, dentro del ejército de ochenta mil hombres—, en momentos en que lo único que nos apasionaba era averiguar qué resolvía Don Juan, a quién favorecía Marcantonio, qué problemas creaba la testarudez del viejo Sebastián Veniero, qué se contaba de Alejandro Farnese, del marqués de Santa Cruz, de los caballeros de Santo Stefano, de los malteses, nadie presintió que entre nosotros pasaba, recatándose, oscura, encarnada en un muchacho de Alcalá que dejó una mano en la empresa, la dolorosa gloria? Pero ahora, si pienso que mi sangre salpicó su jubón, acaso sus dedos y su rostro, en el acecho de Messina, se me calientan las venas y tiemblo.

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