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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (78 page)

BOOK: Bomarzo
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La calma duró poco. Tres meses después, en abril de 1553, a pesar de que la gota no le concedía armisticio, Carlos Quinto mandó fuerzas frescas a la frontera del norte, en la parte de Picardía. Allá nos fuimos, por campos inundados. Aunque íbamos a caballo, el agua nos mojaba las botas, y los de infantería chapoteaban a nuestro lado y protestaban que nunca se habían encontrado en lance peor. Y el más ufano de los nuestros era Horacio Farnese, porque ahora, a la necesidad de lucimiento que le imponía el prestigio de su casa, se sumaba la que procedía de su carácter de flamante esposo, ansioso por brillar ante su mujer. Aprovechando la breve tregua, Enrique II lo había casado con su hija natural, Diana de Francia, habida en Felipa Duci, a ocultas de Madama de Poitiers, y con ello prosiguió la singular política de las alianzas impuestas por medio de los ilegítimos, recordando sin duda que el hermano de Horacio, el duque de Parma, era el marido de una hija natural del emperador. Los Farnese, como se ve, absorbían los grandes productos naturales de la época. De Felipa Duci sólo oí que Diana de Poitiers la hizo desaparecer en un convento y que, ya que ella no le había dado al rey ningún vástago, resolvió que aquel fruto espurio ostentara su nombre soberbio, y se la llamó Diana de Francia, creando la consiguiente confusión acerca de su origen. Las fiestas de la boda, a las cuales asistí, fueron estupendas. Como se realizaron un día de carnaval, hubo una mascarada fantástica en la que nos disfrazamos todos. Eso nos hizo olvidar pasajeramente de las penurias de la guerra, pero a poco fue menester partir por azarosos caminos sumergidos, rumbo a Thérouanne. Mi armadura, a pesar del tapiz que la envolvía, se cubrió de salpicaduras de lodo, y los pajes tardaron horas en devolverle su inmaculado esplendor.

La campaña de la frontera de Flandes no pudo ser más desgraciada. Cuando la evoco, se me eriza la piel. El duque Antonio de Vendôme, realizando un auténtico prodigio, había conseguido transportar los carros de artillería sobre voraces pantanos, hasta Hesdin. Cegó el foso de esa ciudad y entró en ella victoriosamente, lo cual irritó al emperador sobremanera. Carlos Quinto había quedado con sangre en el ojo, luego del episodio de Metz, y decidió que la pujanza plena de su dominio cayera como una gigantesca maza aplastante sobre la disputada región. Destacó para sojuzgarla a 50.000 hombres, con viejos capitanes experimentados, como el conde de Reuss y Martin van der Rosen. Nosotros teníamos a Roberto de la Marck, duque de Bouillon, yerno de Diana de Poitiers, y a un hijo del condestable de Montmorency. El duque de Vendôme multiplicó los milagros. Lo que había hecho fuera de la ciudad, cuando hasta su recinto guió la artillería, dentro de ella lo renovó con porfía indudable. Aguardaba la prometida aparición de Enrique II, y el rey no se daba prisa. En cambio nos enfrentó Manuel Filiberto de Saboya, con las desplegadas banderas imperiales. También flameó la mía en Thérouanne, junto a las lises de los Farnese y al estandarte personal de Horacio, que mostraba el emblema que para él inventó Aníbal Caro, a solicitud de su hermana, la duquesa Victoria de Urbino, y que representaba al adolescente Aquiles adiestrado por el centauro Quirón, aludiendo a las enseñanzas que Horacio Farnese recibiera de Francisco I, con la divisa
Chirone Magistro
. Banderas nos sobraban, pero nos faltaban tropas. Cayó a la postre Thérouanne y fue destruida hasta los cimientos; tomaron preso al hijo del condestable y nosotros nos replegamos sobre Hesdin, con el duque de Bouillon Un error suyo, imperdonable, entregó esa desventurada ciudad, de suerte que tanto en Metz, donde Aumale cayó prisionero, como en Hesdin, los yernos de la favorita no hicieron más que
gaffes
, pero ella los disculpó después ante Enrique II, a quien llevaba de la nariz como los húngaros a sus osos domésticos. Quien se portó con intrepidez pasmosa fue Horacio Farnese. Yo, por no ser menos, no me apartaba de su costado, y en más de una ocasión me rogó que no me expusiera tanto a las balas. Ahora pienso que lo que en verdad acontecía es que yo, con mi pesada, sofocante armadura, que entorpecía mis menores ademanes, lo incomodaba en su acción, pues a cada instante tropezaba conmigo, no bien se volvía de la saetera para dar órdenes o requerir refuerzos. Invadió el de Saboya el recinto y nos refugiamos en la fortaleza, hasta que se comprendió que la defensa era imposible.

—¡Quítate esa armadura! ¡Apártate! —me gritó Horacio Farnese.

Fueron sus palabras postreras. Un tiro de mosquete le desgarró la espalda. Cayó al suelo, convulso, y me incliné penosamente para alzarle la cabeza. Ya no vivía. Ya estaba con los héroes, en el Olimpo de las armas radiantes donde los capitanes se refieren sus trofeos y sus equivocaciones. En ese momento, una sacudida atroz me envió por los aires, como si mi coraza fuera de plumas, entre las banderas que volaban, abiertas como alas multicolores, y me precipitó en una zanja. La pólvora que habíamos acumulado en el castillo se incendió, por culpa de Roberto de la Marck, y la furia del fuego, extendiéndose hacia las minas con las cuales nos había sitiado Manuel Filiberto de Saboya, hizo añicos enormes trozos de muro. Más de trescientos perecieron en el estallido brutal, entre ellos mi primo Orso y mi bello alabardero. A mí me salvó la zanja y quizás la hasta entonces engorrosa armadura, que atenuó los choques. Surgieron a mi vera mis inseparables Mateo y Segismundo, reptando, negros de tierra. Segismundo había perdido el parche y exhibía la fea cavidad de la órbita. Lo principal era disimularnos, sacando partido del desorden, y que no nos prendieran como prendían en ese instante mismo al incapaz Bouillon y a Ambroise Paré, a quien el duque de Saboya cedió al gobernador de Gravelines para que le curara una úlcera de la pierna, con lo cual recuperó la libertad. ¡La libertad! Sólo en ella pensábamos; ni tiempo teníamos de llorar a Orso. Las explosiones se sucedían entre tanto y nos refugiamos los tres en una abandonada casuca, hasta donde me transportaron a duras penas, por la carga de mi herrería, como si arrastraran un gran cocodrilo muerto. El cielo nos socorrió. Encontramos allí, en un cofre, unas vestiduras de mujer, y planeamos disfrazarnos de gitanas, cosa que se me ocurrió al recordar que Lorenzino de Médicis adoptaba esa máscara cuando visitaba en Venecia a la hermosa Barozza. Era menester, ante todo, despojarme de la armadura, lo cual no resultaba nada fácil, pues con los golpes se había abollado terriblemente, como si regresara de un torneo encarnizado, hundiéndoseme en el cuerpo y magullándome las carnes. Me la arrancaron a tirones, luchando con el tonelete, con las espinilleras, con el casco beocio que amenazaba ahorcarme. Las desencajadas piezas se desparramaron en el suelo. El yelmo, con sus tres plumas lacias, yacía como un ave aparatosa, que los perros hubieran robado de un festín. Nos pusimos las ropas mujeriles, nos atamos a la cabeza unas pañoletas, y en verdad nos hubieran podido tomar por tres cíngaras, pues éramos los tres morenos y enjutos, y mi joroba y el ojo ausente de Segismundo, contribuían, tanto como la gracia de Mateo, a crear la sugestión propia de las mujeres bohemias que van con los carros por esas sendas de Dios, diciendo la buenaventura, hurtando gallinas y ofreciendo hierbas y filtros sensuales. Así ataviados, atravesamos las tropas, no sin que Mateo fuera blanco de hartos requiebros y pellizcos, ni sin sufrir tampoco las exigencias de los matones que aspiraban a saber su futuro y nos tendían unas palmas sucias para que interpretáramos sus líneas, pero todo lo soportamos y ofrecimos a la Providencia a cambio de nuestra salvación, que de lo contrario nos hubiera tocado compartir el infortunio del desdichado Horacio Farnese, del desdichado Orso y del desdichado alabardero.

¿Qué hubiera pensado de mí entonces la princesa de Taranto, la amazona? ¿Qué hubiera pensado su marido Raimondello Orsini del Balzo, el que anduvo en la conquista del Santo Sepulcro?, ¿y la Orsini casada con Andrónico, emperador de Oriente?, ¿y el Orsini casado con la nieta de Carlomagno? ¿Hubieran reconocido a un príncipe de su sangre en el histrión embozado, con atuendo de gitana, que temblaba delante de la palma tendida de un valentón?

En París nos hicimos de algunos escudos, compramos ropas adecuadas, saludamos a la reina Catalina de Médicis, mi amiga de infancia y, a cortas etapas, emprendimos el retorno a Bomarzo. Escasos fueron, de quienes me habían seguido a la campaña, los que volvieron al pueblo. Ninguno trajo un plato de oro o una jofaina de plata, como yo no traje ni siquiera mi costosa armadura. Hubiera querido recuperarla, para ubicarla en la galería de los césares, cerca del arnés etrusco, del de mi padre, del de mi abuelo. ¿Cuál habrá sido su destino, luego que abandoné aquellas piezas fastuosas en una covacha de Hesdin? ¿Habrán relampagueado en otras refriegas, ceñidas por el bravo que las merecía? Tres años atrás, en la Real Armería de Madrid, me detuve súbitamente, azarado, porque creí descubrirlas dentro de una vitrina del salón principal. El casco, por lo menos, el casco digno de Marte, con su áurea ronda de Baco, Sileno y Ariadna, es el mismo. Sin embargo no estoy seguro de que ésas sean mis armas, ¡las usé tan poco y hace tanto tiempo!

Nada conservé, como testimonio de mi vida militar, pero aquella experiencia me brindó los medios de hablar de la guerra con conocimiento de causa y, como no había capturado un solo pendón, para agregarlo a los apresados por mis mayores, tuve un gesto irónico que hubiera divertido al Aretino y a Lorenzaccio de Médicis, y yo mismo confeccioné en secreto una bandera imperial, de águila explayada y columnas de Hércules, valiéndome de la apócrifa falda de gitana y de antiguos retazos, con la ayuda de Segismundo, y la hice colgar solemnemente en la escalinata del castillo, sobre unos cruzados mosquetes y unas espadas dudosas, en memoria de mi empresa de Metz, de Thérouanne y de Hesdin, que me curó por un tiempo de las magníficas tentaciones de la guerra.

En Bomarzo, durante el año de mi ausencia, la vida transcurrió sin mudanzas. Empero, al volver advertí un cambio. Era un cambio sutil y procedía de una como intensificación de las actitudes, que los no iniciados no hubieran podido valorar. Así, por ejemplo, la distancia que me separaba de Julia parecía haberse dilatado por alguna razón misteriosa que tenía que ver con su físico, con su salud. Como siempre, trajinaba con los niños, paseaba de tarde por el jardín, cortaba rosas, bordaba, leía, pero se la sentía lejana, desprendida, más lenta, y aunque ningún síntoma evidente subrayaba el proceso destructivo que se verificaba en su interior, la rodeaba una atmósfera de melancolía en la que vacilaban indicios mortales. Mis hijos se movían en torno, como si captaran presencias secretas, con su delicada intuición infantil, y ellos también habían impreso un nuevo ritmo, sosegado, expectante, a sus evoluciones. Mientras estuve en Francia, Cecilia Colonna había regresado a Bomarzo, porque el rumor de la herejía acosaba a Julia Gonzaga y a sus hijos valdesianos, y eso ponía en peligro a la viuda de Maerbale y al pequeño Nicolás. No tuve ánimos para enviarlos a sus tierras, como la vez anterior. La princesa ciega, más pálida, más delgada, quedaba las tardes enteras en una de las terrazas, como si escuchara voces escondidas. Sonreía sin motivo aparente. Ella también había variado, como si el dolor que la aquejaba desde la muerte de Maerbale hubiera descendido a zonas más oscuras, allí donde las sombras espesas que se apretaban sobre sus ojos se establecían en la última profundidad de su alma, a modo de negros minerales macizos entre los cuales vagaba la trémula luz del recuerdo que la hacía sonreír. Los dos Orsini que podían ser primos y podían ser hermanos, Horacio y Nicolás, tan semejantes, tan agraciados en el florecer de su pubertad, andaban alrededor de ella, escuchando sus cuentos repetidos, cosas de Maerbale, de la época en que guerreaba con Valerio Orsini, por la República Serenísima. Echados a sus pies, se aislaban en un mundo estremecido y remoto, y cuando yo acertaba a pasar a su lado cesaba bruscamente su cuchicheo. Experimenté la sensación diabólica de estar exiliado entre los míos, porque lo mismo acontecía si me aproximaba a mis hijos y a Julia. No trascendía de su actitud ninguna exclusión, ningún repudio; jamás pronunciaron una palabra hostil, pero era como si yo no perteneciese a su círculo estrecho de conspiradores, como si no fuera capaz de compartir sus emociones furtivas. Silvio, en cuyo gabinete pensé encontrar un refugio, había avanzado en el fantástico camino de las ascesis mágica, despojado de inquietudes terrenales, y se agitaba como un espectro, con su flotante ropón, en el vapor de los alambiques, de suerte que se lo hubiera tomado por una emanación de las mezclas herméticas que preparaba, y era arduo decir, al entrar en su reducto, cuál era el ser humano, vivo, y cuales las pintadas figuras que oscilaban en la niebla de su laboratorio. Si lo interrogaba respondía apenas, perdido en cálculos y en sueños, como sonámbulo. Y cuando, fatigado de la opresión que reinaba en el castillo y que me expulsaba de una habitación a la otra, salía a recorrer la apretujada aldea, en ella encontraba un clima que no hubiera acertado a definir, hecho de desazón y de desgano, quizás como fruto de las decepciones que acarreó la triste campaña de Metz, con su secuela de muertes. Me encerraba entonces, acompañado por Mateo y Segismundo, a escuchar los laúdes. El duque de Mugnano, Porzia, Fabio, Violante y Pantasilea, aparecían algunas veces, y aunque en esas ocasiones se alegraba la fría majestad de la sala del Minotauro, en breve la conversación que nos relegaba a Mateo, a Segismundo y a mí en un ángulo de la galería, recaía sobre el furor y la vanidad de la guerra, y mi propia imagen —la de la tortuga negra y oro que se desplazaba lentamente, estérilmente, en los bastiones de Hesdin y Thérouanne, entorpeciendo con su caparazón a los ávidos de gloria— volvía a atravesar con grotesco balanceo el proscenio genealógico que flanqueaban los bustos imperiales, y a enrostrarme mi incapacidad.

Comprendí que había llegado a una altura crucial de mi existencia, pues pronto cumpliría cuarenta años, y que se imponía que me apresurase si aspiraba a dejar una huella de mi paso por el castillo. Entonces —porque todo se resolvía para mí en soluciones decorativas— decidí emprender la tarea de llevar a los muros interiores de mi casa las escenas, a menudo esbozadas, que proclamarían los triunfos de mi estirpe. Entre ellas, como elemento central, se destacaría un retrato que agruparía a los míos a los más cercanos, alrededor del duque Pier Francesco Orsini, creando así la ilusión de que el resto, la amplia floresta de hazañas seculares, era una proyección de mi intimidad meditabunda. Sería una pintura similar al famoso fresco de Mantegna, en la Cámara de los Esposos, de Mantua. Yo estaría en el medio, con Julia, con Cecilia, con mis hijos, con Horacio, con Nicolás, y en un segundo plano se vería a mis primos Orsini, a mi astrólogo Silvio de Narni, a mi dómine Pandolfo y a aquellos intelectuales, como Madruzzo, Aníbal Caro y Sansovino, que solían ser mis huéspedes. El pincel diestro nos transmutaría en dioses. Inventaríamos el Olimpo de Bomarzo. Mi armadura ausente, que el pintor reconstruiría sobre la base de nuestras descripciones prolijas, me daría la traza de un Marte opulento, emplumado, barbado, sin corcova, sin vacilaciones, afirmado en el rigor de su escudo y de su lanza; Julia sería Venus; Horacio sería Apolo; los niños se distribuirían otros símbolos del amor y de la fecundidad, con cestas volcadas, con cornucopias; Cecilia haría las veces de Juno; Silvio, las de Hermes; mis primos, las de Patroclo y Aquiles; los escritores, las de un coro de sabios, con Ulises y Néstor y Calcas. Dentro del gran teatro de mis antepasados, vibrante de victorias, se insertaría mi teatrillo personal, en el que cada uno representaría un papel mitológico admirable. Y allí quedaríamos eternamente, estáticos, estupendos, más fuertes que el Tiempo y que la Verdad, para maravilla de quienes nos sucedieran. Pero había que apurarse, porque los demás actores empezaban a huir de la escena con su hostilidad disimulada, con su claro propósito de no participar de mi vida, o más bien de que yo no participase de las suyas. Debía convocarlos y encerrarlos en mi escenario alegórico, para que no se me escapasen, porque allí adentro, en el Olimpo de Bomarzo, entre laureles, yelmos, tirsos, túnicas y pechos y brazos desnudos, estarían como hechizados para la inmortalidad.

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