Alcé los ojos y, lo mismo que hacía cuatro años, vi, en una terraza cubierta por cuyo parapeto andaban dos pavos reales, a Pantasilea. Me llamaba, con graciosos mohínes; me rogaba que le devolviera su favorito maltés. Tomé en brazos al gozquecillo, dije a mis primos que se llevaran el caballo y no se ocuparan de mí, pues nos encontraríamos en nuestro albergue, y entré en la casa de la meretriz. A la ira nueva que me causaba el haber sido postergado en el orden de las jerarquías de la coronación, sumábase desde ese instante otra, antigua, que me acicateaba en el recuerdo, y que me subrayaba, en lugar de los aspectos felices de nuestro contacto fugaz —la belleza de la carne desnuda de la cortesana y sus juegos e industrias para obtener sin fruto que el niño respondiera a sus instigaciones profesionales—, las desgraciadas reminiscencias de ese encuentro, que se destacaban, vívidas, en mi ánimo ultrajado y vengativo; sus risas, sus burlas, la macabra broma de la alacena colmada de despojos humanos, de esqueletos de sapos, de horrendos líquidos, de la utilería amatoria que le habían procurado las hechiceras. Ella lo había olvidado sin duda, o no le daba importancia. Habían transcurrido desde entonces cuatro años, y los infinitos hombres que se turnaron sobre su cuerpo, en ese período, se encargaron seguramente de borrar aquella memoria fútil, con otras muchas. Además, cuando eso sucedió, yo era un muchachito sin experiencia, en tanto que en 1530 era el duque de Bomarzo, una distinta persona, una distinta entidad, responsable, ilustre, pudiente (mal pese a los secretarios de Carlos Quinto), digna de cualquier halago. Pronto corroboré la disparidad de las situaciones.
Avanzó hacia mí, en la vasta sala vacía, y me tendió los brazos, lo cual me dio a entender que conocía las muertes de mi padre y de mi hermano y mi accesión al título. Parecía aun más hermosa, pues semana a semana aprendía nuevos afeites. El cabello rojo, descubriéndole la frente, pendía a ambos lados de la cara con finos tirabuzones ceñidos por claras turquesas que enmarcaban su ovalada blancura y sus ojos verdes, espejeantes como ciertos insectos. Movía —manejaba— su cuerpo armonioso con más gravedad, con más lentitud que antes, o por lo menos tuve esa impresión, como si en el andar de cuatro años se hubiera percatado de las ventajas que, para realzar sus méritos físicos, derivaban de un ritmo lánguido. Quizás fuera esa la cadencia que utilizaba con relación a los opulentos señores y ya la empleara en su época florentina, pero en nuestra primera entrevista no me juzgó digno de tan noble despliegue, mientras que ahora —ahora que yo tenía dieciocho años y era duque— me dedicó lo mejor de su repertorio pantomímico. Me besó, y la dulce presión de sus labios gruesos avivó en mi recuerdo sensaciones dolorosas. Tomó al perrito y lo besó con igual entusiasmo; luego dio unas palmadas, y una mujer, a su orden, trajo vino y confituras. Me sugirió que me despojara de la corona y el manto, y así lo hice, casi pidiendo disculpas, pues, solamente preocupado por el reverdecer hiriente de mi encono, no había reparado en lo grotesco de mi apostura, de mi traza de giboso disfrazado de rey de naipes, la cual contrastaba, por mi rigidez de muñeco, con el desembarazo sinuoso de la meretriz, tan maravillosamente vital en su artificio. Nos sentamos en un ancho mueble oriental de cojines, de esos que tanto le gustaban, y me escanció vino de un jarro.
—Tenemos tiempo —me dijo—. Vuestra Excelencia podrá apreciar el espectáculo desde mi ventana. ¿Cómo no está en San Petronio?
Le mentí que había abandonado el templo porque me incomodaba la excesiva aglomeración. No le hubiera confesado la verdad aunque me torturasen: que había salido de allí agraviado por la injusta modestia de mi sitio. Le pregunté desde cuándo se hallaba en Bolonia, y me respondió que hacía un mes. Venía de Florencia directamente. Se nubló la luz de sus ojos verdes, al narrarme las peripecias de su partida de la ciudad asediada.
—Era imposible escapar. Ensayé cuanto medio se me ocurrió, hasta que, con harto riesgo y empleando a una de mis servidoras, que lo conocía, conseguí entrar en conversación con un capitán del príncipe de Orange. ¡Ay, señor duque! ¡Su Excelencia no imagina los momentos malísimos que pasé! ¡Aquellas zozobras para engañar a los centinelas, aquellas rápidas palabras, aquellos manoteos en la penumbra de las murallas! Por fin arreglé con él, que a cambio precisamente del collar soberbio que me había obsequiado Su Excelencia y que, luego lo supe, era regalo del cardenal, su abuelo, facilitaría mi fuga. Lo que entorpecía la operación es que por nada del mundo me hubiera resignado a dejar mis pavos reales: aunque fuese una pareja quería llevar conmigo. El capitán rió, pensando que se trataba de un capricho de mujer loca, y acabó por acceder. Así que una noche, muy tarde, me tizné las mejillas; me puse una ropa de aldeana; hice un bulto con mis joyas, que deslicé bajo mi falda; metí los pavones dentro de dos grandes cestas de mimbre que había mandado aprestar, atándoles los picos para que no alborotaran; metí allí también la figura de cristal dibujada por Messer Leonardo da Vinci y, acomodándome en un borrico como pude, con una canasta a cada lado, emprendí, más muerta que viva, la peor aventura de mi existencia.
Mientras peroraba, yo veía, suspendido de la techumbre, el célebre poliedro que rotaba delicadamente, recogiendo en sus facetas irisadas el temblor de las luces. Era el poliedro de la Divina Proporción de Fra Luca Paccioli, el que resumía en la exactitud de sus relaciones la musicalidad áurea, como un símbolo del gobernado equilibrio del Renacimiento, y esa presencia, que debía haberme tranquilizado con su mensaje cadencioso, acentuó la amarga animosidad que me carcomía, pues contribuyó a remover en mi mente remotas imágenes odiadas, de fracaso y desprecio, cuya angustia me había acompañado en el tiempo cada vez que las evoqué.
—El capitán —prosiguió Pantasilea, sin captar mis reacciones— aspiraba a algo más que el collar de zafiros de Su Excelencia, para permitir mi fuga. Era un bruto. Debí entregarme no sólo a él sino a tres de sus soldados, antes de que me franqueara el paso a través de los campamentos enemigos. A todo accedí, como comprenderá Su Excelencia. Horas después, maltrecha, asqueada, habiendo salvado mis alhajas no sé cómo, dada su ubicación, estaba fuera de riesgo. Desde entonces, mi única ambición consistía en llegar a Bolonia donde coronarían al emperador.
Pensé, al oírla, en Porzia Martelli. Ella también había soñado con llegar a la ciudad que convocaba a las mujeres de placer de Italia, alrededor de los señores más ricos del orbe, y que yo había entrevisto, en las ventanas alegres.
—Cuando me detenían en los nevados caminos —iba diciéndome la meretriz— y pretendían robarme los pavos reales, pues me había embadurnado tanto las manos, el rostro y el pelo que ya nadie aspiraba a servirse de mí, contenía a los vagabundos previniéndoles que habían sido comprados por la señora marquesa de Mantua, y que si me los quitaban ella se daría maña para hallar a los malhechores, pues un pavo real no es cosa que se esconde fácilmente. No imaginaban que, debajo de mi saya, ocultaba alhajas mucho más valiosas… y no crea Su Señoría que aludo a mi encanto personal. Así salvé a los pavones y a lo que me pertenecía y así aparecí por Bolonia, una tarde. Alquilé este palacio; tomé una criada, pues las circunstancias no permitían más por el momento; me instalé, avisé al cardenal de Médicis y a otros amigos, y luego —se echó a reír, con su admirable risa cantarina—, luego que la noticia corrió por la ciudad y me reconocieron, la gente de pro afluyó como en Florencia… Soy una mujer práctica. Lo único que deploro es el collar del señor duque. El señor duque ha crecido muy bien. ¡Y qué intensa y perfecta cara tiene!
Mis labios cortaron su última frase. La derribé ahí, encima de los almohadones; le desgarré el vestido, que no obstante el rigor de la estación seguía siendo vaporoso y delataba la gracia suave y estudiada de su cuerpo; le arañé los pechos pintados; la poseí gloriosamente, tapándole la boca para que no gritara, enredando mis piernas en las suyas, para inmovilizar sus rodillazos, redimiéndome, limpiándome de antiguas timideces y frustraciones. Sobre mí cabalgaba mi giba, que se redimía también. El perrito ladraba en torno, como en la pasada ocasión. Teniéndola tan cerca, advertí la cicatriz que debía a Benvenuto Cellini, enrojecida por los esfuerzos, y la delicada red de arrugas que le descendía a los lados de la boca, que se estiraba hacia las sienes, que le señalaba con levísimo pincel la lisura de la frente blanca.
—Eres vieja, Pantasilea —murmuré.
Quedamos abrazados, confundidos, jadeantes.
—¿Por qué has hecho esto, Orsini? —tartamudeó—. Yo hubiera cedido de buen grado.
—Eres vieja, Pantasilea; te sobran arrugas.
Se soltó una mano y me abofeteó:
—¡Vil, jorobado, puerco!
El aire retembló como si hubiera estallado la ciudad. Disparaban los cañones y los arcabuces; sonaban las trompetas, los instrumentos dementes; las campanas se echaron a volar en honor del hijo del Hermoso y de la Loca, heredero del mundo. El papa y el emperador caminaban hacia el portal de San Petronio.
—¡Ya vienen! —y los ojos de Pantasilea brillaron de entusiasmo—. ¡Vamos a la ventana!
—¡Imperio, Imperio! ¡España, España! —bramaban los legionarios de Antonio de Leiva.
Todavía la retuve con mi peso:
—¿Te acuerdas de cuando me pusiste delante de tu armario repleto de podredumbre, en Florencia?
—¡No es cierto! ¡Nunca tuve tal armario!, ¡no es verdad!
Volví a taparle la boca y la arrastré por los pasillos. Me mordía los dedos. En sus estertores sollozaba:
—¡Jorobado!, ¡sapo!
Sus ojos relampagueaban, verdes, verdes, verdes, y pensé que eran dos insectos malignos y saldrían volando por las galerías tétricas. Aún no estaba saciado, aún aspiraba a vengarme, con una idea tan pueril, tan propia de un adolescente, que si la consigno en estas páginas, con vergüenza, es porque me he prometido a mí mismo ser fiel a mis memorias, hasta en lo más estúpido. Hallé por fin lo que buscaba, una habitación interior, sin aberturas. Ella había ansiado asistir al desfile imperial; acaso exhibirse ante sus amigos, desde su ventana, entre sus pavos reales; acaso llamar a algunos de los principales para mostrarse entre ellos, como correspondía a una meretriz de tanto fuste. Pues bien, no lo haría: ni la verían a Pantasilea, ni Pantasilea vería nada. De su servidora no había rastros; habría escapado, o estaría a la puerta. Di un empellón a la cortesana, la encerré, y regresé al aposento de recibo. En el estruendo, los golpes y exclamaciones de Pantasilea se perdían. Me subí a un escaño, arranqué el cristal mágico y lo hice trizas contra el piso. Los mármoles del suelo reverberaron, como si hubiera volcado sobre ellos una lluvia de diamantes. Luego, semioculto por las colgaduras, me asomé a la ventana. Gemía el maltés a mi lado, fijándome los negros ojitos, enseñándome los dientes.
El esplendor del triunfo culminaba en la explanada. El papa en un caballo turco, y el emperador en uno blanco, aderezado riquísimamente, el uno con la tiara y el otro con la corona, avanzaban bajo un palio que sostenía la flor de los gentileshombres. Encabezaban la marcha los familiares de los cardenales y los príncipes también a caballo; los de los Médicis y los de Carlos Quinto, con telas de oro de sus colores y divisas; los cuarenta regidores de Bolonia y los doctores de los colegios; el gonfaloniero de la Justicia; los estandartes del papa, del emperador, de Roma: los trompeteros, los atabaleros, las cuatro hacaneas blancas de Su Beatitud; el colegio de los abogados consistoriales de Roma; los clérigos, los acólitos, los cubicularios; después el Santísimo Sacramento, en una engualdrapada yegua de cuyo cuello colgaba una campanilla y que precedía un subdiácono en una mula, con una linterna de cristal, doce caballeros con hachas de cera encendidas rodeaban al cuerpo de Nuestro Señor; seguían mis pares, los príncipes, duques, condes, marqueses, barones, capitanes, del inconmensurable imperio, entre pajes y lacayos de apretada hermosura, y ellos —los príncipes— hermosos también, aun los feos, aun los ancianos y seniles, con tanta cadena de oro, tanto estribo de oro, tanta brida de perlas, tanto ojo de águila, tanto pelo encrespado, tanta elegancia marcial de Italia, de España, de Alemania, de Francia, de Flandes, de Hungría; y los ballesteros de maza, y los reyes de armas de Carlos Quinto, de Francisco I, de Enrique VIII, de Carlos III de Saboya, que lo tenía por su pretensión al reino de Jerusalén; y los que sembraban puñados flamígeros de monedas tintinantes, que arrebataba la turba; y los cardenales, de dos en dos, con muchos palafreneros; mi abuelo, erguido como en sus años de guerra, haciéndome feliz, haciéndome llorar de orgullo; y los cuatro príncipes portadores de las insignias supremas; y el palio, flotando sobre el papa y el emperador, este último siempre palidísimo, como si su corona fuese de espinas; y los embajadores, los prelados que no eran cardenales, y por fin cuatro compañías de hombres de armas. La gloria efímera y espléndida del mundo atravesaba a Bolonia, como si en ella hubiera desbordado un río de metal fulgente que cabrilleaba al sol. Divisé a Tiziano dibujando en un cuaderno, volteando velozmente las páginas; a Galeazzo, que imponía por la sola majestad de su carne inmensa y dura; a mis primos, que de repente me parecieron bellos como unos ídolos de bronce; a la pluma azul de Segismundo flotando en la brisa, pero él iba más adelante, junto a Pier Luigi Farnese. Comenzaron a despedazar al buey, y las bocas se mojaron, anhelosas, empujándose, en los manantiales de vino. Uno de los pavones abrió la cola y me escondió parte de la plaza. Si me hubiera atrevido, lo hubiera lanzado sobre la muchedumbre. De cualquier modo, desdeñé la superstición y, sin retenerme, exclamé:
—¡Imperio! ¡Imperio!
Me sonrojé de mi tontería. Debía haber vivado al papa, como güelfo que era. Sonreí, me puse el bonete, contemplándome un rato ante el espejo, y descendí la escalinata.
En el
cortile
de Pantasilea se había refugiado, entre otra gente, un húngaro que conducía un oso atado a una cadena. Me acerqué demasiado y la bestia gruñó. Encendido de euforia por el espectáculo estético que acababa de presenciar y por el cobarde desquite que acababa de obtener, estiré una mano, toqué la pelambre áspera, aunque el hombre me previno que me cuidase, y la mantuve allí unos segundos, acariciando el lomo caliente. El oso se alzó en dos patas, saludándome, y los que miraban aplaudieron. Tal vez el animal estuviera bien domesticado; tal vez no fuera más que un pobre oso, manso como una oveja; o tal vez haya reconocido a su hermano, al
editus Ursae
, al osezno Orsini ante quien los osos levantaban, a lo largo de los palacios y los parques, la rosa del escudo familiar.