Armáronse en la
loggia
los andamios que se habían dispuesto en la otra galería lejana cuando Jacopo del Duca comenzó su interrumpida tarea, y Zanobbi se escondió allí con sus colores. Temía encontrarme, y yo, por mi lado, prefería al principio no verlo. Sin duda, aunque la oculté cuando ocurrió, la noticia del robo, unida a la de la partida brusca de los sicilianos, había trascendido, y nada me irritaba tanto como las habladurías derivadas de mis flaquezas, de modo que aparenté tratarlo como a un servidor más y me sacrifiqué suprimiendo las entrevistas. Asomado a la terraza del
Ninfeo
, miraba hacia la jaula de la
loggia
, hacia la jaula de finas columnas inventada por mi padre, en cuyo interior se movía, saltando de barrote en barrote, el pájaro moreno. El día entero se afanaba en su cárcel aérea, y no bien caían las sombras del atardecer, el remoto temblor de las luces anunciaba que Zanobbi seguía su obra. Pero a veces yo no resistía a la tentación, y fortalecido por el pretexto de que debía vigilar la prosecución de la pintura, entraba en el reducto del artista. En lo alto de la escalera, Zanobbi consultaba su dibujo y mojaba sus pinceles. Me sonreía desde su puesto elevado, buscando mi aprobación, y apenas cambiábamos palabras.
—Esta lucha de los gigantes —me dijo una mañana— es mi lucha.
Y yo pensé en la guerra que le daban a su juventud las pasiones, la ambición, el ansia de medrar, el ansia de lograr algo bello, descollante, que levantara su nombre como una bandera, y el ansia de recuperar lo malogrado y de alcanzar el pleno indulto de su perfidia.
—Es también la lucha mía —le contesté.
Creía, de buena fe, al expresarme así, que me refería sólo a mi batalla en pos de la inmortalidad, semejante a la que los titanes habían reñido para apoderarse del Cielo, pero por debajo de esa idea espléndida, que iluminaba mi vida con glorioso resplandor, pugnaba, ramplona, insinuándose, la idea mísera del combate que mi desesperación contrahecha libraba —entonces como siempre— a la desdeñosa hermosura.
Detrás de los andamios, la
Gigantomaquia
de Zanobbi Sartorio invadía las paredes con el ímpetu y el fuego de su convulsión. El trazo se apartaba mucho de lo perfecto, y sin embargo, de aquel entrevero barroco, de aquellos enlaces tentaculares ardientes, trenzados y crispados alrededor del seguro desprecio de los dioses, surgía una sensación brutal de fuerza que comunicaba a la
loggia
una especie de vibración cruel, producto del choque de los enconos. Parecía imposible que un muchacho tan débil y escurridizo, todo ojos y pelo alborotado, fuese capaz de una empresa de tal envergadura. Quizás el siciliano hubiese volcado en ella su ira, su odio de villano, de pobre artista dependiente, contra los señores a quienes lo sometían las circunstancias, pero lo cierto es que, si se lo propuso, los dioses, los príncipes, llevaban en su composición las de ganar, no sólo porque lo imponía el rigor del tema, sino porque de su parte estaba la firme certidumbre que brota del privilegio divino. El comprobarlo me infundió una paz nueva, como cada vez que mi angustia topaba con la confirmación de que a la larga sería mía la victoria, puesto que ese privilegio, para justificarse, debía tener un sentido supremo, y entonces, más allá de los resentimientos que nos separaban, creció en mí, hacia él, una indulgencia emancipada de las trabas de la pasajera y triste sensualidad.
Horacio y Nicolás retornaron a Bomarzo entre dos campañas. Venían de Venecia, donde el Senado había confiado sesenta galeras a Hierónimo Zane. La Cristiandad observaba con inquietud creciente los manejos de los turcos. Quío y Naxos cayeron en poder del sultán, y a Venecia no le quedaban, en el Levante, más que Chipre y Candia. Los dos Orsini abundaban en noticias frescas. Al escucharlas, medí cuán estrecho era mi encierro egoísta. Nombres que hasta entonces no había oído, de tropas otomanas, resonaron en las salas de Bomarzo; los
jenízaros
, instituidos por Morad II a imitación de la falange alejandrina; su jefe, el
Aga Grande
, que comandaba 12.000 hombres y era yerno de su señor; los
bolucbassi
, capitanes de cien jenízaros; los
deli
, los pintorescos y feroces
bravos
turcos, ceñidos con pieles de leopardo, érguidos sobre caballos cubiertos con pieles de león, y todos ellos erizados de plumas, hasta el escudo que parecía un ala abierta encima de la cual fulguraban el lanzón y la cimitarra. El extraño, peligroso Oriente invadió mi asilo, rodeando con su prestigio diabólico a los jóvenes militares. Eran ambos tan hermosos y tan honestamente viriles, que los objetos espléndidos de mi gabinete retrocedían ante su claridad. Hablaban de mujeres exóticas que se depilaban con sangre de vampiro, con jugo de hiedra y con hiel de cabra y que se lavaban la boca con vino de canela y de maíz. Describían sus cuerpos como si los abrazaran, crispando las manos. Hacían pensar en los héroes antiguos cantados por los rapsodas; evocaban el tiempo primitivo, eficaz y simple, en el que se ignoraban nuestras refinadas complicaciones y en el que los hombres responsables distinguían estrictamente al bien y al mal ubicándolos con justicia en campos adversos.
Los conduje a la
loggia
, para que apreciaran el adelanto de la pintura, y los oí criticar la
Gigantomaquia
no como artistas sino como soldados. Zanobbi descendió de su escalera y, cuando se inclinó delante de los príncipes me pareció mezquino, vil, insustancial: un mico entre cachorros de tigre, haciendo monerías, jugando con potes de color. Nos asomamos al parapeto, para mirar desde arriba el Sacro Bosque. Arrastrábase el ocaso, pesadamente, como un manto de turbios rojos y amarillos, sobre las esculturas. Los obreros regresaban a la aldea y, en la soledad del valle donde dialogaban los arroyuelos, las rocas esculpidas parecían interpelarse, alzando los brazos enfáticos, torciendo las cabezotas cerriles. Pronto comenzó a flotar la luna sobre los montes, y el largo proscenio adquirió una majestad religiosa. Los chistidos de los búhos y de los murciélagos se mezclaron con las voces trémulas del agua.
Rieron los muchachos cuando les referí que los campesinos eran detenidos por espectros, en la espesura, y que en el Tíber habían divisado una barca tripulada por demonios.
—Los demonios van por el mar Adriático, por el mar Egeo —dijo Nicolás.
—Vienen de la Sublime Puerta, a matarnos —dijo Horacio Orsini.
Permanecimos en silencio. La bruma se insinuaba sobre el río distante. Se platearon los monstruos de piedra.
—Es como un teatro —murmuró Nicolás.
—Es muy bello —murmuró Horacio—. Es como si nos hallásemos fuera del mundo.
Zanobbi, que estaba a mi lado, me rozó con el codo, pero ese roce no era casual. Recordé, a años y años de lejanía, una sensación semejante, en Florencia. Adriana y yo nos rozamos levemente en la escalinata del palacio, en momentos en que partían los cazadores de Hipólito. Me volví hacia el pintor y lo enfrenté con dureza. Luego tomé por el brazo a los dos muchachos y pasé con ellos a la sala de los emperadores.
—Habría que dar aquí una gran fiesta —les comuniqué—, para celebrar vuestro regreso.
Encendiéronse los ojos de Horacio:
—En el parque… y con antorchas.
—Y con disfraces —añadió Nicolás— una maravilla… los trajes… las máscaras… entre los monstruos…
Les prometí que lo haría, aunque mi obra no estuviese pronta aún. Mandaríamos invitaciones a nuestros grandes parientes, a Roma, a todas partes. Un baile a la luz de las antorchas, con personajes disfrazados de sátiros, de ninfas… con escenas de la guerra turca en el archipiélago… con osos y aves raras y Djem adornado de guirnaldas púrpuras, llevado por Segismundo que vestiría de príncipe persa… la mitad de la cara bajo la venda tachonada de rubíes… Violante mostrando los pechos desnudos, frotados con cicuta, con alcanfor, con incienso y con vinagre, como los de Friné… y las emperatrices y las reinas seculares de la casa de Orsini entrando a caballo, detrás de pajes portadores de teas humosas, y fuegos de artificio y, alrededor, los monstruos, la tortuga, la ballena, las sirenas, los luchadores, el hermafrodita, los gigantes, los arcos de triunfo cargados de flores y de emblemas…
Los guerreros se convirtieron velozmente en cortesanos. Copiaban listas de nombres. No había que olvidar a las hijas de la duquesa de Poli, sobrinas de Julia Farnese, cuyos cuerpos eran tan rítmicos, cuando caminaban, que parecían estar danzando… ni al cardenal Hipólito de Este… había que deslumbrarlo… pero no vendría, porque le zumbaban los oídos… ni al duque de Bracciano, que pretendía, sin razón alguna, ser el jefe de los Orsini… ni al riquísimo León Orsini, el que había terminado por acumular ávidamente las propiedades de su rama… ni a las hermanas del conde de Montegualandro, que se aburrían en Perusa, entre tapices y orfebrerías fabulosas.
Yo los dejaba hacer. Tuve, de repente, la impresión de que no vivirían mucho, y fue como si un puño de metal me apretase el pecho. Reían, se frotaban las manos jóvenes, más habituadas a esgrimir los aceros que a deslizar las plumas sobre papeles. Por el resquicio de la puerta que conducía a la
loggia
, Zanobbi nos espiaba. Durante cinco días, creció nuestro entusiasmo feliz. Bajábamos al parque, calculábamos emplazamientos… Aquí, Zanobbi Sartorio colocaría un obelisco de madera, rodeado de inscripciones latinas alusivas a las victorias del amor… allá, Silvio de Narni aportaría unos símbolos misteriosos… Al sexto día llegó una carta de la Señoría de Venecia. Los llamaban. Cuatro galeras musulmanas habían sido arrojadas a la costa, cerca de Fortor, y desde Fiume y Trieste avistaron al eterno enemigo, los estandartes de la media luna. Horacio y Nicolás partieron en seguida. Apenas aguardaron a que les herrasen de nuevo las cabalgaduras. Le entregué a Horacio mi espada, la de la cazoleta de perlas, la de Carlos Quinto. El baile de Bomarzo no se realizaría jamás. El castillo y el bosque quedaron desiertos.
Algún tiempo después, Silvio predijo la muerte del gran maestre de la Orden de Malta, Jean de la Valette. Se supo luego que varios astrólogos la habían previsto, al enterarse de que el gerifalte que le había regalado el rey de Francia, y su papagayo rojo de las Molucas y la leona domesticada que dormía en su aposento, habían muerto poco antes. Lo singular es que en el escudo del comendador provenzal que lo acompañaba en los instantes últimos de su tránsito, figuraban un gerifalte de plata y un león de oro. También se supo que el día en que entregó su alma a Dios, los señores reunidos en su cámara oyeron una terrible descarga de arcabuces, tan violenta que estremeció las paredes. La Valette envió a uno de sus ayudantes en busca de noticias. Nada excepcional acontecía bajo el cielo calmo en el cual, evidentemente, había reventado el súbito estruendo. Los peces huyeron del mar. Los hubo, más robustos que delfines, que se precipitaron sobre la bahía de Marsa Scirocco. Silvio ignoraba esos presagios y sin embargo anunció la muerte del príncipe. Desde entonces, resolví prestar más atención a sus vaticinios y renació mi fe en su conocimiento arcano, que había perdido cuando se equivocó tan feamente a propósito de Pier Luigi, duque de Parma.
Pero no pude aprovechar su sabiduría. Silvio de Narni falleció ese mismo año de 1568, en noviembre. Había visto con pasmosa lucidez el trance supremo del gran maestre de Malta, ocurrido a leguas y leguas y leguas de su laboratorio, en una isla que batía el olear del Mediterráneo, y no había presentido que su existencia se quebraría en breve. Lo hallaron desnucado, en uno de los fosos vecinos del templete votivo donde celebraba sus ritos nocturnos, a un paso del Cerbero infernal de tres cabezas. Me contaron que alrededor del cadáver flotaba un hedor espeso, fétido, que no podía atribuirse a ninguna bestia conocida. Le arrancaron de las manos rígidas los manuscritos de Dastyn. No conseguí durante meses, a pesar de los sahumerios, borrar aquel olor que, cuando desplegaba el pergamino, se levantaba como un aliento nauseabundo.
La muerte de Silvio, la partida de Horacio y Nicolás y el alejamiento de mis vástagos casados —Faustina había contraído matrimonio, entre tanto, con el barón de Paganica y Marzio con la hija de Vincenzo Vitelli— despoblaron al castillo. Sólo me quedaban los menores de mis descendientes, Corradino y Maerbale. Algunos nietos comenzaron a nacer, vagamente, en Perusa y en Bolonia. Los llevaban a Bomarzo, pero quedaban apenas allí. Mis yernos y yo no nos entendíamos. Se sentían más cómodos entre sus propios deudos. Desaprobaban mi parque, mis colecciones, mi excentricidad, lo que habían averiguado de mi vida. Sobre todo, desaprobaban mis gastos. Aparecían por el castillo, levantadas las narices, como si husmeasen. En verdad, la despreocupación con que entregué, desde que recibí mi herencia, el gobierno de mis finanzas, las malversaciones y rapacidades de mis apoderados, las compras costosas que realicé incesantemente, las obras de Bomarzo y las dotes de mis hijos, socavaron una fortuna cuyos límites nunca conocí y que mi padre y mis abuelos habían comprometido seriamente. Faltábanme los sueldos y presas que enriquecían a los condottieri, con los que mis antecesores reparaban las fisuras, y la administración de mis propiedades se caracterizaba por su incongruencia. En distintas ocasiones, como otros príncipes, debí empeñar alhajas, y hasta vendí unos cuadros que jamás recuperé. Pero luego adquirí nuevas pinturas —como un Giorgione admirable y una serie de retratos de Tiziano— y la entrega por mi intendente Bernardino Niccolini de remesas inexplicables siguió manteniendo la ficción de una holgura que no existía, pero que me permitía continuar mi tren ostentoso de gran señor romano que satisfacía sin trabas sus gustos.
Esos problemas no me inquietaban. No medí su trascendencia, habituado a imponer mi capricho. En cambio me preocupaba mi soledad. El laboratorio de Silvio, cuya única llave conservaba yo, se llenó de polvo. Cuando, de tarde en tarde, me introducía en él, los crisoles apagados, los alambiques vacíos y los gruesos textos incomprensibles, me descorazonaban. Tampoco me atraía el gabinete del
Ninfeo
, donde, puesto que ya no escribía mi poema, nada tenía que hacer. Caminaba entre sus acumuladas rarezas, rozando al pasar los suspendidos esqueletos, que oscilaban levemente, como peregrinas lámparas de marfil, o deteniéndome a observar, alzándola con dos dedos, algunas delicada pieza de oro, que había perdido el brillo pues prohibí que las tocasen.