Cuando el templo estuvo pronto, el cardenal Madruzzo lo consagró en una ceremonia a la cual asistieron mis vasallos y para la cual convoqué a amigos y parientes. Monseñor León Orsini, Claudio Tolomei, el capitán Camilo Caula, Capello, vinieron, a mi invitación. Betussi leyó los versos que había compuesto en honor de Julia Farnese:
De vuestro ingenio angélico y celeste,
del alma bella y del ardoroso pensar,
de fuego inmortal y purísimo,
da fe clarísima a todos
la belleza que hubisteis por don del cielo.
Eran, evidentemente, unos versos ramplones, pero fueron muy alabados. Madruzzo, en mitad de la misa, pronunció el elogio engolado de la pobre Julia y añadió algunos conceptos acerca de la manera en que yo exaltaba su nobleza para la eternidad. Me abrazaron mis cuñadas con hartos gimoteos, y llegué a la conclusión de que había pagado mi deuda a la mujer que había sido mi compañera distante y a quien empujé a pecar. De hinojos entre los cirios, me dije que, al fin y al cabo, yo le había procurado sus solas alegrías: sus hijos y los brazos fugaces de Maerbale. Horacio Orsini, de pie detrás de mí, apoyó su mano en mi hombro. Cecilia Colonna, Nicolás y mis vástagos me rodearon, y tuve la impresión irónica de que yo, hombre para quien la familia valía como parte de un mecanismo genealógico de espléndidas vanidades, era también un hombre de hogar.
Ese día partió Jacopo del Duca, al que recompensé pródigamente. Adujo que lo requerían los Zuccari, en Roma, y yo fingí creerlo. Las rojas mejillas de Zanobbi Sartorio me indicaron después que su maestro lo había abofeteado, pero jamás comentamos el incidente. Pensé enviar unos esbirros a acabar con Jacopo y vengar a quien ocupaba mi ánimo con tanta exclusividad pero mi cobardía me aconsejó que no aventara un asunto susceptible de suscitar, entre los de Mantua, los de Urbino y los de Florencia, ridículos comentarios. Por la noche, Silvio de Narni me sugirió que inauguráramos por nuestra cuenta el nuevo templo. Muy tarde, nos escurrimos hasta la capilla cuya cúpula espejeaba al claror de la luna, presidiendo el laberinto de fosos, de piedras y de herramientas abandonadas extendido hacia las faldas de la colina que remata el castillo de Bomarzo. El astrólogo trazó en el suelo, debajo de la cúpula, los polígonos de la estrella de David, y colocó en sus ángulos delgados cirios negros. En el centro ubicó unos pergaminos anudados y yo de rodillas en el almohadón bordado con mis armas, desde el lugar que había ocupado durante el oficio religioso de la mañana, pálido, ojeroso, punzante la proa de la espalda, enfundado en un traje color humo (
le ténébreux, le veuf, l’inconsolé
), reconocí las cartas manoseadas del alquimista Dastyn. Dos ángeles del Perugino, que pertenecieron a mi abuelo Franciotto, nos espiaban con azoro desde el altar. Silvio balanceó el incensario y se esparció alrededor un perfume como de almizcle. Los nombres casi olvidados de Amón, Saracil, Satahiel y Jana, que yo había oído por primera vez de labios de Palingenio en la via Flaminia, resonaron en la mágica invocación. Pero no acudió ningún demonio. Sólo un insecto entró, peludo, agresivo, revoloteando sobre las ceras y proyectando su sombra loca las bóvedas. Quizás fuese un embajador extraordinario, Silvio no se inmutó y continuó sus preces. Luego se acercó al altar, juntó las manos y rezó tres avemarías. El largo trato con los estudiosos del más allá le había enseñado a mantener buenas relaciones con Dios y con el Diablo. Su rito me pareció una pantomima, sin más valor que el meramente decorativo que tanto atraía a mi gusto por lo excepcional. Por si acaso, rogué también, silenciosamente, sin dirigirme en particular a ninguna potencia ultraterrena y abarcándolas a todas en mi devoción, para que se aclarara el misterio de los manuscritos y se me concediera la vida sin fin. Iba a pedir además que Zanobbi me acompañara en las alternativas de ese viaje eterno, pero se me ocurrió que no debía extremar la pretensión difícil, y permanecí inmóvil, unidas las palmas, mientras Silvio sacudía el incensario cuyo brasero subía y bajaba, como un pájaro rojo, entre los cirios. Salimos a la mudez de la noche. Nubes espesas ocultaban la luna y disimulaban las siluetas de piedra que emergían, como velámenes extraños, de la tristeza del valle talado, violado, desventrado, revuelto como las olas de un hosco mar. Me estremecí. Estaba en un hechizado paisaje del Ariosto, digno de sus héroes, y sin embargo me estremecí y hundí la cabeza en el capuz del
lucco
.
—Cuídate de ese niño, señor duque —murmuró el de Narni—. Cuídate de Zanobbi.
Me encogí de hombros. Nada me importaba mucho. Quería verlo al siciliano, tenerlo cerca. No quería más. El destino combinaría los detalles mediocres de nuestro vínculo. Quería verlo avanzar, grave y delicado, a la sombra de las esculturas inmensas que narraban mi vida. Él quedaría en las memorias como otra escultura, breve y movediza; quedaría como el resumen vibrante, en medio de los quietos colosos, de mi inquietud, de mi desesperación, de mi ansia de sobrevivir, de ser.
La realización material de los monumentos, dirigida por Zanobbi y por Andrea, estaría a cargo de los propios artesanos de Bomarzo. He referido, hace muchas páginas, la impresión que me causó, cuando regresé de Florencia al castillo y empecé a traducir a Lucrecio, observar que algunos de los obreros que llevaban a cargo las modificaciones arquitectónicas impuestas por mi padre, aprovechando el reposo, labraban piedras de blando
peperino
local, y dije que les daban unas formas fantásticas y toscas que traían al magín la tradición etrusca de nuestro suelo. Esos hombres serían quienes tomarían sobre sí la labor. Puesto que yo deseaba madurar una obra distinta, también serían distintos sus ejecutantes: ni artistas famosos o avezados, ni sabios técnicos; sólo unos hombres del lugar, unos hombres, cualesquiera, crecidos en esas oquedades volcánicas y enraizados en su tierra rebelde; unos hombres de aquellos que, al cabalgar yo a través de la calleja aldeana, se ponían a las puertas de sus casucas, en las tardes de estío, charlando y tallando, para distraerse, para ocupar las manos hábiles, fragmentos de piedra dócil. Si Miguel Ángel Buonarotti no podía esculpir las rocas de Bomarzo, no las esculpiría ningún otro maestro. Quedaría esa responsabilidad para sus hijos, para quienes, como yo, habitaban en esa zona desde el amanecer de los tiempos y la sentían como no sería capaz de sentirla ningún esteta contratado.
Por intermedio del intendente, cité a los que más condiciones parecían tener para la faena. Me escucharon con asombro y, no obstante que les anuncié remuneraciones tentadoras, trataron de esquivar mi capricho, porque los asustaba un compromiso tan inesperado, tan diverso de su heredada dedicación al pastoreo, a la labranza. Pero yo barrí con un ademán sus réplicas y mandé que sirvieran vino del mejor. Con los vasos en las manos, deslumbrados por la majestad de los bustos imperiales y por el espanto del Minotauro —pues los recibí aparatosamente en la galería espléndida, para conferir a la entrevista una ejemplar significación—, se miraban los unos a los otros. No mencioné, como es natural, la idea de que esos gigantescos monstruos simbolizarían episodios de mi existencia. Les dije, en cambio, que siglos atrás, cuando era mayor la grandeza cesárea de Roma, en los jardines del teatro de Pompeyo que fue luego palacio de los Orsini, había una colección de
fictae ferae
, de simulacros de quimeras y animales feroces, de mármol, y que lo que yo deseaba era dotar a Bomarzo de algo semejante, utilizando para ello las propias rocas en sus emplazamientos. Azuzé su ufanía lugareña, explicándoles que no sólo ni en Mugnano, ni en Bracciano, ni en Caprarola, ni en Bagnaia, sino tampoco en Roma y en Florencia, habría nada que se comparase con nuestras colosales esculturas. Mateo Orsini, escéptico, me oía desde un rincón. Para él, la única forma digna de destacarse fincaba en la gloria militar, y sus ojos se volvían con nostalgia hacia el estandarte que proclamaba nuestra lucha en Hesdin y que, a pesar de haber sido confeccionado con la falda de una gitana, investía ya los atributos de la definitiva autenticidad… que por lo demás merecía. Segismundo me prestaba atención también. Brillaba su ojo solitario, junto a la negrura del parche. Él era todavía más escéptico. Deslizaba sus dedos huesudos, como sobre las cuentas de un rosario, sobre el lapislázuli y las perlas del collar que conservaba como testimonio de su amistad con Pier Luigi Farnese, y calculaba sin duda que la notoriedad envidiable no deriva ni de la audacia artística ni de la victoria bélica, porque las satisfacciones del arte y de la guerra palidecen ante las que provee el triunfo mundano de la elegancia señorial en las cortes refinadas. Y los dos sicilianos, Zanobbi y Andrea, finos como ángeles morenos, pasaban con los pajes en medio de los labriegos aturdidos, llenándoles las copas y susurrándoles palabras de entusiasmo.
Desde entonces, por los caminos del Lacio, comenzó a florecer la leyenda de que el duque de Bomarzo proyectaba llevar a cabo, en su dominio medieval, algo nunca visto. El fisgoneo trajo hasta mis tierras a muchos patricios, ganosos de saber qué haría yo exactamente, porque las
villas
que se levantaban en los alrededores de Roma a imitación de las clásicas
delicias agrestes
, engendraban tormentas de soberbia, de rivalidad y de rencor. Pero no vieron más que unas zanjas, unos parapetos y unos niveles incultos, y unas rocas en torno de las cuales se afanaban los aldeanos con escoplos de cantería y con martillos, guiados por dos muchachos inexpertos. Ni siquiera el cardenal Hipólito de Este, hijo de Lucrecia Borgia, gobernador de Tívoli, que por esos años se ocupaba de transformar la vieja residencia de esos funcionarios, antiguo convento, en el palacio más maravilloso, captó, con ser sutil, la singularidad de lo que yo planeaba. Estuvo a visitarme, acompañado por un séquito de tal boato que, como era en otoño, hasta los criados vinieron envueltos en pieles de zorro gris. Fue mi huésped durante dos días. Hablamos de nuestros lazos familiares, de mi admiración por Isabel de Este, de la gota que lo atormentaba, del zumbido que martirizaba sus oídos —y es curioso que optara por una solución tan sonora como la de las construcciones acuáticas, con sus murmullos y ecos incesantes, que debía enloquecerlo—, y de la osadía de su creación. Su villa se dibujaba como una arquitectónica ofrenda destinada a exaltar los trofeos del agua, mientras que la mía sería la exaltación de la piedra, de suerte que no conseguimos comprendernos. Él había llegado a Tívoli de muy lejos, imbuido de historias linajudas que no guardaban relación alguna con ese sitio, en tanto que yo estaba afincado en Bomarzo, espiritual y físicamente, desde el comienzo de las centurias. Yo era un etrusco y él era un cosmopolita, mitad italiano y mitad español. El agua que brotaba de mil fuentes entrelazadas, subrayaba en Tívoli, con su prodigiosa orquestación que se deshacía en chorros, en espumas y en frías irisaciones, la inconsistencia volandera, casual, de su vínculo. Las estatuas esparcidas entre las fuentes, las escalinatas, las grutas y los belvederes de Tívoli, parecían de agua también, agrietadas por las erosiones, bajo la felpa de los musgos húmedos, asomando entre los plumajes y las cortinas de frescura trémula que multiplicaron los sucesores del Ferrara Borgia. En cambio las rocas de Bomarzo expresarían solemnemente, reciamente, lo íntimo de las ataduras que a ellas me unían y que por su intermedio, hundiéndose en sus opacas materias y atravesándolas, alcanzaban al corazón de la tierra y de los sepulcros arcaicos. Dos conceptos se enfrentaban: el frívolo, el cortesano y el grandilocuente del cardenal Hipólito, que se destacaba sobre el fondo rumoroso de sus cascadas, y el feudal, esotérico, inquietante, personalísimo, del duque de Bomarzo, que se perfilaba sobre la perspectiva inmóvil y muda de sus monstruos de piedra. Por un lado, la vaporosa arrogancia, la transparencia de los penachos multicolores que se burlan del tiempo, porque el tiempo se desvanece en sus burbujas; por el otro, la asentada terquedad, la fuerza estática, petrificada, de los siglos. Y aunque esa disparidad no correspondía a la realidad misma de los promotores de ambos conjuntos plásticos, nos tocó a Hipólito de Este y a mí encarnar dos criterios divergentes de la vida y del mundo, puesto que nuestras obras, cuando son grandes, nos trascienden, nos dejan atrás en su libre evolución dinámica. Probablemente, mientras andábamos por las terrazas de mi propiedad —él apoyado en el brazo del giboso y quejándose de la gota—, los dos columbramos las esencias de ese antagonismo superior a nosotros, si bien ciertos rasgos del cardenal participaban del concepto afirmado por la alegoría de Bomarzo, y varias de mis características fundamentales correspondían a lo que la Villa de Este representaba; pero lo cierto es que no nos entendimos y que los elementos contrarios, el Agua y la Piedra, en los cuales se concretaba la raíz de nuestra disparidad, nos separaron. Me bastó oírle decir al prelado que en mi caso hubiera suprimido totalmente las rocas, sustituyéndolas por fuentes simétricas, o que de cualquier modo hubiera procedido de manera que no entorpecieran la exactitud reiterada del diseño, para deducir que jamás nos comprenderíamos. El jardín de su villa era incomparablemente más vasto y suntuoso que el parque de mi castillo, pero el mío era mío y había sido siempre nuestro, en tanto que el suyo procedía de los gobernadores burocráticos de Tívoli. No podía interpretarme; no podía discernir lo que para mí significaban esas rocas. Y se fue, con su largo séquito, riendo, bromeando, disimulando sus dolores con ademanes majestuosos, dispuesto a contar, seguramente, que yo me aprestaba a arruinar un noble paraje con muñecones de feria, con engendros enormes y absurdos, que por suerte se elevarían lejos de las vías transitadas por los viajeros, porque conspirarían contra la célebre hermosura de la campiña romana.
Al partir, Hipólito de Este me dejó de regalo un cachorro de leopardo, al cual puse por nombre Djem, en recuerdo del desventurado musulmán, hermano de Bayaceto e hijo del conquistador de Constantinopla, a quien su carcelero, el papa Alejandro Borgia, abuelo del cardenal de Este, hizo matar con un veneno lento. Como él, el felino era un príncipe y un cautivo; como él era bello y elástico; y era peligroso como él, a pesar de su aparente sumisión. Lo entregué, para que lo adiestrase y cuidase, a Segismundo, quien se encariñó tanto con la fiera que fueron inseparables desde entonces. A mí me irritaba ese gran señor prisionero. Algo así me sucedió con el oso de la duquesa de Camerino, que el otro cardenal Hipólito, mi adorado Hipólito de Médicis, obsequió a mi prima Violante. Me sacaba de quicio ver reducidos y humillados a los príncipes. Quizás, inconscientemente, removían en mi ánimo la triste imagen del que fui cuando Girolamo y Maerbale me acosaban. Pero el pequeño Djem no daba la impresión de una víctima. Se aferraba a la grupa del caballo de Segismundo, en las cacerías, y corría detrás de su amo, lanzándose en saltos cadenciosos que atemorizaban a los campesinos y que encendían la altanera sangre del decadente Segismundo con un ramalazo del poder pretérito, imperial, de su raza. Horacio, Nicolás y los demás muchachos de la familia jugaban con él en las salas del castillo, y en más de una ocasión fue necesario salvar nuestros tapices de sus zarpas nacientes.