Los niños se desarrollaban más allá del círculo secreto. Crecieron entre su madre y Messer Pandolfo. Yo no tenía tiempo para dedicarles. La angustia de la inmortalidad me aprisionaba y me impedía mirar hacia sus donaires, hacia sus riñas. La inmortalidad palpitaba en el interior del
Ninfeo
, en el enigma de Dastyn, ya que no en las páginas de mi poema. De cualquier modo, todos mis hijos fueron muy distintos a mí, hasta el jorobado Maerbale, a quien su deformidad no incomodaba aparentemente. A diferencia de mí, primer giboso de mi estirpe, mi hijo Maerbale consideraría tal vez que su singularidad, que lo hacía más parecido al duque que el resto, afirmaba su primacía. Sí, fueron muy distintos. No tuvieron, como yo, el sentido esencial de la raza. Eso se advirtió después, hasta en sus matrimonios. La sangre que por alianza fueron incorporando a la familia —la de Porzia Vitelli, Marcantonio Marescotti, Nicolás Montemellini, el barón de Paganica, Margarita Savelli, hija del señor de Ariccia—, siendo de origen claro, no se comparaba con la nuestra. Y no se interesaban por nada de lo que me interesaba en realidad. En alguna ocasión traté de hacerles comprender, guiándolos por las colecciones del castillo y explicándoles la rareza de los objetos acumulados en el
Ninfeo
, lo que esas piezas significaban, como índice de refinada civilización, pero se negaron a entrar en mi juego de maravillas. No podían entenderlas. Más tarde, cuando corrieron los años, supe que entre ellos criticaban las adquisiciones que no disminuyeron nunca, porque jamás disminuyeron mi curiosidad y mi tentación frente a lo hermoso y lo único, y que murmuraban que con esos gustos extravagantes comprometía su patrimonio. Pero yo los dejé hablar. Mi patrimonio sería siempre mío. En cuanto desentrañáramos la fórmula propicia —y eso acontecería fatalmente, aunque para ello debieran transcurrir años—, se produciría mi definitiva liberación. Que intrigaran, que se quejaran, que se desahogaran. Yo iba por otro camino, entre cosas y experiencias admirables, hacia la perpetua luz.
Sólo Horacio compartía mis predilecciones. Él sentía, sí, en las venas, el soberbio calor ancestral. Me interrogaba sobre los antecesores y me escuchaba, absorto, como yo había escuchado a mi abuela. Pero no estaba cómodo junto a él. En la profundidad de sus ojos, como en la hondura de un agua densa, columbraba el brillo escondido de los ojos de mi hermano Maerbale. Era, como él, burlón e imprevisible; quizás peligroso. Me seducía, por supuesto; siempre me seducía. Había en Horacio Orsini algo que lo separaba de los demás. Probablemente mi imaginación le añadía elementos inquietantes que lo vinculaban con mi culpa de la muerte de Maerbale, pero no hay duda de que poseía una personalidad fuerte que exhalaba un imponderable encanto. No quise internarme, siguiéndolo, en una zona de amenazas evidentes. Poco a poco, confié al joven Sansovino la función de enseñarle lo que concernía a la crónica de nuestra prosapia, y ése fue el germen de la
Historia de la Casa Orsina y de los Hombres Ilustres de la Casa Orsina
, cuyos cuatro libros publicó en Venecia, el año 1565, el tenaz cortesano. Por lo demás, algún tiempo después Horacio partió para Florencia. Deseaba yo que, como mi abuelo Franciotto, mi padre y yo mismo, se educara allí, pues el duque Cosme, a semejanza de lo que luego hizo su sucesor Francisco I, casado con una archiduquesa de Austria, imitaba el rígido protocolo de la corte española, de acuerdo con su mujer, hija del virrey de Nápoles, y los niños de los principales linajes de Italia y Alemania aprendían en los palacios toscanos el oficio de pajes, con severísima ceremonia. Los Médicis acentuaban aquella liturgia mundana más que los otros príncipes de la península, quizás porque sentían lo efímero de su posición discutida y artificiosa, edificada sobre un tembladeral, y calculaban que al instituir un culto del cual participaban, como acólitos reverenciosos y regimentados, los pequeños señores venidos de los castillos distantes, donde no se practicaban esos complejos ritos, afianzaban su jerarquía, y adquirían astutamente —por lo menos en su aspecto externo— las prerrogativas incuestionables que el derecho divino otorga. Los Médicis eran como dioses, y su religioso servicio exigía una estricta atención. El largo contacto familiar con los papas, el usufructo constante de capelos y de mitras, les había enseñado desde temprano las ventajas que derivan del aparato solemne y aseguran una reglamentada veneración, y si a ello se agrega la incorporación de las inflexibles tradiciones de los españoles y los austríacos, se comprenderá que los turbulentos aristócratas aprendieran junto a ellos unas maneras insuperables, que no influían, como es natural, sobre la violencia de las pasiones y sus terribles estallidos —puesto que pocas casas han sido ensangrentadas por tantos crímenes como la del duque Cosme de Médicis—, pero recubrían las actitudes de un perfecto barniz que torna semejantes como hermanos a los adolescentes pintados por Pontormo, Salviati y Bronzino, en su galería de pómulos delicados, ojos soñadores, majestuosos ademanes y trajes tan vivientes, por su sobrio esplendor original, como los muchachos que los llevan. Allá fue Horacio Orsini a educarse, y de allá regresó a Bomarzo, estremeciéndome de orgullo, más hermoso, más fino, más señoril, de suerte que mis hijos parecían, a su lado, unos rústicos metidos a caballeros. Así era yo de paradójico: quise que lo mejor fuera para aquel de cuya paternidad dudaba, pero en esa decisión mía se mezclaron ingredientes difíciles de apreciar, entre los cuales se hallaba acaso la idea de que con ello pagaba una parte ínfima de mi participación en el fin de Maerbale, y de que daba un placer a Julia Farnese, tan despojada de alegrías, además de obedecer a una inclinación que me impulsaba a exaltar y pulir, como un admirado diamante, una personalidad que me atraía imperiosamente.
Mas, con ser grande esa atracción, mis preocupaciones me vedaban acercarme a él. Mi mundo era otro. Era un mundo tan subyugante, tan prohibido, que, como por entonces leí partes de la ardua
Maccaronea
latina de Folengo, al llegar a los versos que describen el palacio de la reina Gulfora, centro de famosas hechicerías, temí que algún día, como a la maga, las ruinas de mi alcázar me sepultaran bajo sus escombros. Pero, para que ello aconteciera, sería necesario que yo muriese y eso ya no podía suceder. La certidumbre de la inmortalidad me levantaba como un ala, como un viento. Mientras, en el castillo, proseguía la interminable discusión de los escritores, yo paseaba entre ellos como si llevara oculta bajo la ropa, sobre el corazón, una invencible reliquia.
Solíamos pasear hacia el crepúsculo, cuando el tiempo lo permitía, por las terrazas del jardín, y no sería uno de los espectáculos menos curiosos que ofrecíamos a los campesinos que atisbaban a la distancia, el del duque jorobado de Bomarzo, que caminaba con el tabardo sobre los hombros, agitando sus manos leves, en medio de los poetas. Por esa época nos dejó Molza, que concluyó guareciéndose en su Módena natal, para morir junto a su familia abandonada. Lo devoraba la sífilis, pero antes de partir nos declamó su
Ninfa Tiberina
, las ochenta y una exquisitas octavas reales que han sido comparadas con la orfebrería de Benvenuto y que son, como ella, complicadas y sutiles. Al oír su música, cuyo arabesco se desarrolla en períodos de enmarañados paréntesis, y en la que la evocación de una taza de madera ocupa cinco estrofas, comprendí —pues a la sazón alabé sinceramente la melosa confitura, el pulcro postre con diseños de pastores y de náyades— que jamás sería capaz de componer nada semejante, y que mi
Bomarzo
no valía las plumas que en él gastaba. Pero ni con esa corroboración me decidí a hacer de lado el emborronado manuscrito. Era mi pretexto, la coartada de mi soledad.
Entre tanto, los incansables escritores polemizaban. Lo hacían con argumentos de una ironía cruel, entendiendo, como el cardenal Bibbiena, según
El Cortesano
de Castiglione, que si debían rechazarse las groserías y las indecencias, las bromas de índole práctica constituían pruebas de buen gusto. Y aunque Bibbiena las condenó, las obscenidades abundaban. Cumplían la culinaria función de la sal y la pimienta, en el debate, y nuestras risas repiqueteaban, sonoras, en la paz del ocaso que subrayaban las tristes campanadas de la iglesia. Me complacía sobremanera el tono de las conversaciones respetuosas, en las que lo pornográfico vestía de urbanidad. Raras veces se rompía el acuerdo, como acaeció años más tarde, cuando Aníbal Caro, permanente secretario farnesino, glorioso por su traducción de la
Eneida
que suscitaba la envidia de Messer Pandolfo, elaboró su lisonjero poema sobre las lises del escudo de Francia y las del blasón de los Farnese, aquel que empieza cantando:
Venid a la sombra del gran lirio de oro
. Dicha obra provocó la reacción despectiva de Lodovico Castelvetro y dividió a la intelectualidad de la península en dos facciones iracundas, las cuales, apartándose del motivo retórico de la disputa, no vacilaron en acusar a Castelvetro de haber asesinado a un Longo, amigo de Caro, y a éste de haber mandado asesinar a Castelvetro, enconándose tan agriamente la discordia que obligaron a este último a expatriarse, para salvar el pellejo de la Inquisición. Sin embargo, como he dicho, era excepcional que las controversias trascendieran del plano literario. Todo consistía en burlarse agradablemente de los colegas, o en recordar, con almibarados vocablos, a las mujeres ilustres, como la meretriz Julia de Aragón, como Verónica Gambara, cuya casa más parecía una academia, y como Victoria Colonna, inseparable de la mención del Buonarotti. Les complacía bordar suposiciones insolentes en torno de la amistad de la viuda del marqués de Pescara y el maestro, porque creían que con ello eliminaban, en favor de los artistas, barreras que se consideraban insuperables. Tuve que llamarlos a la realidad, con bromas desabridas, en ciertas ocasiones, pues no podía olvidar que, al fin y al cabo, también llevaba yo sangre de Colonna, por una de mis abuelas, y que mi cuñada Cecilia era sobrina de Madonna Vittoria y vivía a su lado. Cariacontecidos, humillados, espiándose de reojo, mis huéspedes tornaban a enumerar las desventuras de Bernardo Tasso, futuro autor del
Amadís
, y a reírse de los versos que Alemanni había escrito para adular a Francisco I de Francia, como si ninguno de ellos —ni siquiera Betussi, ni Sansovino, por Dios— debiera acusarse de caer en la adulación, el melancólico y comprensible pecado de los publicistas sin recursos.
Además solían discurrir acerca de cuestiones teológicas. Cuando Cristoforo Madruzzo, ya elegido cardenal, me visitaba, esas conversaciones se ponían particularmente aventuradas y atractivas. A partir de la apertura del concilio ecuménico de Trento, los temas religiosos estuvieron de moda. Dialécticos profesionales y gentes comunes, azuzadas por la curiosidad, se enzarzaban en litigios que podían resolverse en la hoguera. Yo prefería eludirlos. Me daba mala espina que se trataran en Bomarzo, donde las prácticas arcanas de Silvio y el duque eran más que suficientes para alertar a los Torquemadas burocráticos. Al grupo reunido en Viterbo al amparo de Victoria Colonna no le había ido muy bien, desde que algunos de sus integrantes fueron sospechosos de herejía, como el predicador Ochino y luego el desgraciado Carnesecchi, tanto que el papa ordenó al cardenal Reginald Pole, el inglés, descendiente del duque de Clarence, que se distanciara de sus peligrosos amigos, y me amedrentaba que en Bomarzo pasara algo así. Por eso, no bien mis invitados citaban la sesión del concilio en la que se planteó el asunto de las Sagradas Escrituras, o aquella en la cual fue debatido el problema del pecado original y de su definición en cinco puntos, o los criterios opuestos alrededor del dilema de la justificación por la fe, yo husmeaba el riesgo y conducía la charla nuevamente hacia el campo de la literatura y de las jactancias de Aretino, que desde Venecia gobernaba a los príncipes timoratos. Los poetas volvían a enardecerse, aunque ninguno se atrevía a pronunciarse rotundamente contra el panfletario dictador y el temible encalladero cismático quedaba atrás.
Mis ojos se apartaban entonces de la compañía e iban hacia el valle, donde una columna de humo, con tenues volutas amarillas, me aseguraba que Silvio de Narni seguía entregado a su desesperada labor, y en esas oportunidades me costaba determinar cuál era la auténtica de las dos verdades que a mi vista se brindaban y cuál la absurda fantasía: si el alquimista que, hundido como un topo en el seno de la tierra, rodeado de las efigies de los supremos taumaturgos, mezclaba sus filtros buscando la fórmula del oro y de la inmortalidad, o los hombres de letras que con bellas palabras astutas, esforzándose para hipnotizarse entre sí por medio de metáforas y emblemas, practicaban otra forma de magia, preciosa y estéril.
Pier Luigi Farnese fue muerto en 1547, el 10 de setiembre, como resultado de una conspiración triunfante, en la que los nobles de Plasencia se aliaron con Ferrante Gonzaga gobernador de Milán, quien actuó evidentemente de acuerdo con Carlos Quinto. El emperador no perdonaba, y le había quedado sangre en el ojo desde que se enteró, por Cosimino de Médicis, de que Pier Luigi había proyectado asesinarlo. Eso se supo, como recordará el lector, a raíz de la revelación que el celoso Segismundo nos hizo en Bomarzo y que traicionó alguno de los presentes. De modo que el horóscopo que garantizaba larga vida al duque de Parma y de Plasencia no se cumplió. Además, la soberbia perdió al hijo de Pablo III. Había usurpado sus castillos a varios nobles de su feudo; intervino en la maquinación de los Fieschi, cuando Génova trató de sacudir el yugo español, y luego los engañó a favor de los Doria, jugando simultáneamente a dos cartas opuestas; se entendió con el tenebroso Piero Strozzi, para echar a los Médicis del gobierno florentino, y anduvo, por intermedio de su hijo Horacio, en maniobras con los franceses, a fin de que recuperasen el Milanesado. Eran demasiadas tramoyas. Él mismo se aprisionó en la red que había tejido y cuyos hilos numerosos se le escapaban de las manos que la enfermedad cubría de pústulas. Se narró por entonces, porque cuanto se refiere a él y a su padre tiene un aura mágica, que un duende, guiado por un bufón —como si los espectros requirieran que los guiasen los bufones…—, se le apareció en el frío monumental de su fortaleza, en mitad de la noche, y le aconsejó con sibilino acertijo que se cuidara de las letras PLAC, pero el duque sólo vio en ello la designación de la ciudad donde residía y a la que juzgaba fiel —
Placentia
, como se grababa en las monedas— y no penetró que correspondían a las iniciales de los conjurados: Pallavicini, Landi, Anguissola, Confalonieri… Su fin fue horrible. Arrojaron su cadáver al foso, desde una de las ventanas de la ciudadela, después de mostrarlo a la despavorida multitud, y, mientras algunos de los confabulados arengaban al pueblo, haciendo revolotear en sus discursos, como un gerifalte, la palabra libertad, tan marchita, y ofrecían a la turba, para calmarla primero y enardecerla a continuación, la perspectiva tentadora del saqueo del castillo, Don Álvaro de Luna ocupó la ciudad en representación de Carlos de Habsburgo, precediendo la entrada de Ferrante Gonzaga con los exilados de Plasencia.