No, a Silvio no le importaba ya de la que había sido su mujer. Ni tampoco de Juan Bautista. A medida que corría el tiempo, su alucinación lo distanciaba de la realidad cotidiana y lo embargaba cada vez más, hasta asumir los rasgos de una divina locura. Pero a mí no me sucedía lo mismo, si bien compartía con él en su laboratorio y con Fulvio en mi gabinete varias horas diarias. La muerte de Juan Bautista, luego de la de Pier Luigi, tenía para mí un valor equiparable al del instante en que el telón desciende sobre el final de un acto denso, en una tragedia. Yo contaba ya treinta y seis años. Buena parte de mi vida había transcurrido ¿en qué?… en nada… en armar juegos poéticos… en amontonar objetos rebuscados… en perseguir la sombra de una ilusión… Si de algún modo había consolidado mi personalidad, a una altura en que, quien tiene que cumplirlas, ha realizado ya sus obras perdurables o ha dejado entrever lo que serán, había sido suprimiendo sin embarazo a los que me incomodaban. Y no podía jactarme… Lo demás… lo demás era andar por el mundo apuntando muertes. Mis memorias hubieran debido llevar un subtítulo que parecería un título de novela policial, algo así como
Le duc parmi les assassins; The duke between the murderers
. Pero ese subtítulo, cambiando la designación del personaje, hubiera correspondido a los recuerdos de cualquier individuo de entonces.
El fin de Juan Bautista me obligó a meditar sobre mis fracasos, a hacer un balance de mi vida. ¿Qué? ¿Seguiría yo así, vegetando en mis tierras, aguardando a que a mi vez me asesinaran, que tal debía ser la suerte de todos mis contemporáneos de cierto relieve?
Dejé que el tiempo continuara volcando su clepsidra. El papa Pablo fue sustituido por el papa Julio III, que era un Ciocchi di Monte di San Savino, colérico y epicúreo. Los Farnese hubieron de perder el poderío que adeudaban a su antecesor. El nuevo pontífice se declaró protector del ducado de Parma, por el cual disputaban Octavio y Horacio Farnese, y hubo escaramuzas en las que intervinieron los de Francia y que se tradujeron en la destrucción de cultivos y de bonitas casas de campo, hasta que se firmó la paz y Horacio tuvo el ducado de Castro, y Octavio el de Parma. Ambos se habían salvado en un hilo. Luego Octavio consiguió pactar con Enrique II, para que lo defendiera de las hostilidades del emperador, y a la postre éste y el papa reconocieron su dignidad y prerrogativas. Y ¿qué más? Lorenzo Lotto, reducido a la miseria, en camino de concluir de oblato en la Santa Casa de Loreto, vendió los cuadros que le quedaban, desastrosamente. Yo no adquirí ninguno, como un tonto; en cambio compré sus camafeos, que nada valían, por intermedio de Sansovino. El corsario Dragut, émulo de Barbarroja, se apoderó de Túnez; el marqués Caracciolo, de la más rancia aristocracia napolitana, ex ministro de Carlos Quinto, abandonó la religión católica y se refugió en Ginebra, junto a los herejes; el Concilio fue dispersado, porque se aproximaban los bárbaros a las órdenes de Mauricio de Sajonia; en Innsbruck, el emperador escapó a través del Tirol, hacia Carintia, a lomo de mula, no se sabe cómo: casi cayó en sus manos. La guerra ardía en muchas partes.
Resolví, muy contra mi voluntad, ir a la guerra. En Bomarzo, la sensación familiar de que el tiempo se había detenido se acentuaba con indolente pesadez. El mundo se estremecía, se incendiaba, más allá de su horizonte, pero en su ámbito nos movíamos como los autómatas de mi gabinete. Las experiencias que Silvio había iniciado con tanto entusiasmo no progresaban ni un ápice. Su fervor se mantenía intacto, aun más, se acrecía continuamente, pero desde que se había apoderado de él el nebuloso misticismo, tenía yo la impresión de que le interesaban menos las realizaciones concretas que conservar y ahondar ese extraño estado de gracia. Algunas veces mis hijos se reunían en torno de él, a la luz roja de las chimeneas encendidas, cuando aullaba el viento, y les contaba historias misteriosas, de aparecidos, de dragones, hasta que se interpuso Julia, porque los niños se despertaban de noche, gritando sobresaltados, y cesaron los cuentos. Fulvio había partido. Pronto sería, a los veinticuatro años, canónigo lateranense, y su existencia se desarrollaría, entre libros y medallas, detrás de los muros de la basílica de San Juan, en cuya sacristía una inscripción lo recuerda. Y mis primos Orsini, hombres de presa, se impacientaban. Lustraban sus armas, remendaban sus cotas, cepillaban sus caballos y, a falta de otro enemigo, reñían entre ellos. Discutían sobre los pujos dominadores del César, que quizás planeaba transformar el imperio en hereditario, y sobre las concesiones hechas por Carlos a los protestantes en el Interim de Augsburgo. Escupían de lado, despreciativos, y, puesto que no había qué hacer y eso irritaba a Segismundo, le robaban su parche negro. También daban muestras de inquietud las gentes del pueblo, de los caseríos próximos. Sus padres habían guerreado con mi padre, con mi abuelo; algunos enseñaban vanidosamente objetos singulares, venecianos, turcos, que conservaban como testimonios de los saqueos. La guerra era el medio mejor para morir pronto, pero era el modo de enriquecerse, de volver a la aldea con unos platos de oro, con un collar de piedras transparentes; era también el recurso para zamarrear la monotonía, para huir del encierro de las parvas y de las bestias taciturnas. De tarde, en primavera, cuando asomaba a las ventanas a respirar el aire tibio, oía, en las callejas circundantes, el estrépito de los pequeños que jugaban a la batalla y batían cueros de tambor. Mi intendente me transmitió las quejas, los suspiros, los susurros, restándoles importancia. Carecían de ella. Ninguna opinión del pueblo la tenía. Pero Orso, Mateo y Segismundo se encrespaban como gallos irascibles; y Horacio Orsini me escribía, desde Florencia, y en sus cartas resonaban las armaduras del duque Cosme. El duque había encargado a Benvenuto Cellini su
Perseo
, que alzaría frente a la población la cabeza tronchada de la Medusa como una alegoría triunfal de la guerra del Renacimiento, hermosa y atroz. Indeciso, cerrada ya para siempre la carpeta en cuya tapa se dibujaba el nombre querido,
Bomarzo
, caminaba yo por las cámaras desiertas, y cada retrato me recriminaba con el fuego de las pupilas, de los yelmos y de los estoques. Aquél había sitiado a los Colonna en el mausoleo de Augusto y había impedido que Federico de Suabia se apoderase de Roma; aquél había luchado en San Cesario; aquél en Nápoles, aquél en pro de la Serenísima, aquél contra César Borgia. ¿Y aquél? Aquél era yo, en la efigie de Lorenzo Lotto, con las rosas deshojadas, la lagartija, las llaves, el infolio, las bellas manos ociosas, la mirada de ironía leve. ¿Ironía? ¿Por qué? Y el castillo feudal me hablaba con su voz arcana, sus ecos, sus crujidos, desde los muros que habían sufrido el salvaje empuje de los francos, los longobardos, los de Viterbo. Polimartium, ciudad de Marte. Los osos espiaban alrededor, con cascos, con escudos. Escuchaba sus pisadas de felpa.
Hice venir a mujeres alegres, que se contoneaban como danzarinas; a Pantasilea, que se presentó con dos lebreles grises, porque el duque de Mugnano había estrangulado a su perrito maltés, quizás de celos, de modo que en su vejez corrió la misma suerte que sus pavos reales. Reuní a muchachos predispuestos que comerciaban con su cuerpo amenamente, pues era lo único que poseían, y que chismeaban con una flor en la boca; invité a otros escritores, a nobles romanos. Pero los nobles no llegaban, requeridos por la política vaticana y por las ofertas de los grandes condottieri; los escritores hablaban de combates, de lo que cuesta una coraza, de dedicar un poema a Aquiles y a Patroclo; Pantasilea envejecía rápidamente, y nos sacaba de quicio con sus lebreles, que se metían entre las piernas y se dormían en las sillas, sobre los almohadones; y el resto… los labios todos tenían el mismo gusto, y ni Orso, ni Segismundo, ni Mateo deseaban probarlos ya. Deseaban, ansiosamente, ir a la guerra, a la guerra, a la guerra.
Y a la guerra nos fuimos.
A veces, en la carretera de Roma, topábamos con hombres estropeados que venían de las campañas distantes. Mendigaban, por amor de Dios, y Messer Pandolfo, que era sumamente caritativo, había llevado algunos a Bomarzo. Los arcabuzazos les habían destrozado los rostros que daba lástima verlos; les habían arrancado los brazos y las piernas. A mí me estremecían de repulsión, cuando nos reuníamos alrededor de ellos en la galería de los bustos imperiales. Ojeando como cíclopes hambrientos a las blancas meretrices, enseñando los muñones, narraban historias horrendas. El cardenal Madruzzo y Aníbal Caro, informadísimos, nos refirieron también lo que acontecía allende los Alpes. El cuadro se completó con una carta de Horacio Farnese, enviada desde Francia. El hijo de Pier Luigi había abrazado la causa del rey Enrique II contra el emperador, y requería el concurso de sus parientes. Esa carta me decidió a partir, fastidiado, pues siempre he detestado la guerra.
Horacio Farnese era joven e ingenioso. Fue, de los vástagos de Pier Luigi, aquel con quien mejor me entendía. En nada se parecía a su padre. Había logrado salvar su ducado de Castro de las acechanzas de Julio III, merced a la inteligencia de su buena madre, Girolama Orsini, que allí residía, y que consiguió disculpar a su hijo de su entendimiento con el monarca francés. El pontífice mandó a Rodolfo Baglioni a ocupar en su nombre la roca de Castro, pero su madre obtuvo que Horacio continuara gobernando el estado, por lo menos simbólicamente, y que no perdiera el título de prefecto de Roma, en el cual había sucedido a su hermano mayor. Fue entonces cuando Horacio se concertó con Piero Strozzi, ante las noticias de que Ferrante Gonzaga maniobraba para apoderarse de Parma, proponiendo en cambio la compensación del ducado de Sessa a Octavio Farnese. Horacio estaba a la sazón en Francia, y desde allí se opuso gallardamente. Su viril actitud le valió que el papa terminara reconociéndolo como definitivo señor de Castro, y eso lo dejó con las manos prestas para proseguir guerreando a las órdenes del Valois. La carta que me dirigió y las confidencias de Caro y Madruzzo pintaban la situación sin exageraciones.
Enrique II había recibido, en la sala de baile de Fontainebleau, con refinada suntuosidad, a una embajada de los príncipes alemanes convocados en la Dieta de Augsburgo. La componían más de cien caballeros, con el conde de Nassau a la cabeza. En mitad de las fiestas, los huéspedes expusieron la razón de su visita. Carlos Quinto aspiraba a establecer hereditariamente, dentro de su familia, la sucesión del imperio e incorporaba las ciudades libres a sus dominios. Los alemanes lanzaban gritos descompuestos y mostraban los puños, mientras los franceses seguían haciéndose reverencias, entre las pinturas de ese Giovanni Battista di Jacopo, llamado el Rosso, de quien era huésped Cellini cuando lo conocí en la playa de Cerveteri. En el paroxismo de la vociferación teutónica, el conde de Nassau sugirió al rey Enrique que, si los ayudaba, lo autorizarían a tomar posesión en forma provisoria de Metz, Toul y Verdun. Inflamado por los Guisa, el rey declaró la guerra. Dejó la regencia a Catalina de Médicis y avanzó sobre Alemania. Muchas ciudades (entre ellas Metz) cayeron en poder del príncipe, en cuyas filas Horacio Farnese daba pruebas constantes de arrojo. Otras, como Estrasburgo, temerosas del éxito excesivo y calculando que no les convenía eludir un amo viejo para entregarse a un amo joven, le cerraron las puertas y la campaña concluyó con resultados harto halagüeños para Francia. Los Guisa,
ceux de Guyse
, sacudían el siglo con el estruendo de su nombre. De pequeños segundones de Lorena, se habían convertido en los primeros señores del país. Decía Horacio en su carta que ningún prelado podía compararse con el cardenal, hombre voluptuoso, de espíritu raramente fino, colérico y superficial, para quien las trabas morales no existían, que había sucedido a su tío, cardenal como él, en todas sus increíbles prebendas, y era a un tiempo arzobispo de Narbona, de Reims (lo era desde la edad de nueve años) y de Lyon, obispo de Valence, de Verdun, de Luçon y de Dié, abad de Cluny, de Marmoutiers, de Saint-Ouen y de Fécamp. Su hermano Francisco, el gran guerrero a quien adoraban los parisienses, el
Balafré
, famoso por la terrible cicatriz del lanzazo que, entrándole sobre el ojo derecho, pasó entre la nuca y el occipucio, gobernaba con él a Francia. Habían casado a un hermano con una hija de Diana de Poitiers, la favorita, para asegurarse la intimidad protectora de la alcoba regia, y a una hermana con el rey de Escocia. La avidez de estos descendientes de ocho razas soberanas, entre cuyos antecesores se contaban los monarcas de Anjou aspirantes a la corona de Nápoles, cuyo recuerdo los atormentaba y exaltaba, la loca ambición de estos Guisa turbulentos y encantadores que colocaron los aguiluchos de plata, los
aguilones
de la casa de Lorena, por encima de las lises de Francia, entusiasmaba a Horacio Farnese, que no en vano era hijo de su padre. Lo fascinaba la forma en que se habían abierto paso, a codazos y a sonrisas, hasta las primeras posiciones, dejando atrás a los príncipes de la sangre, aun a los iracundos Borbón. Eran bellos, graciosos, inescrupulosos, audaces, célebres por la transparencia de su piel y por su capacidad amatoria. Francisco triunfaba en las batallas y Carlos en las intrigas de palacio. Entre ambos, el tímido rey se eclipsaba y se sentía seguro, a la sombra de Diana de Poitiers, que hubiera podido ser su madre. Horacio Farnese, encandilado, seguía sus banderas, y al amparo de esas banderas, de esos aguiluchos flameantes, me escribía, como había escrito a otros parientes, urgiéndome para que lo socorriera, para que le facilitara hombres y dinero, porque la próxima campaña lo exigía. El rey de los Romanos, hermano de Carlos Quinto, había firmado con los alemanes, en nombre del emperador, el tratado de Passau, que les acordaba cuanto exigían. Los Habsburgo querían ganar tiempo; querían sobre todo recuperar las ciudades que Enrique II, con el título de vicario imperial, había incorporado a su corona, y era evidente que Carlos Quinto marcharía sobre Metz. A defenderla, pues, a salvarla.
Mis primos ardieron como antorchas cuando les di lectura de esa correspondencia. Gritaban, chisporroteaban, desenvainaban las espadas y corrían por la galería de los bustos como si anduvieran ya entre gentes hostiles. Fueron ellos, en realidad, quienes resolvieron nuestra partida para la guerra; ellos y el clamor popular que vibraba en torno, y los retratos acusadores que me espiaban con aceros blandidos. Me trajeron el peto de plata, con la osa nielada que vencía a dragones y grifos, grabada en el centro; y el casco ornado de heráldicas figuras, de rosas y sierpes de oro. Eran los que había ceñido en la ceremonia de mi boda, el día en que escolté a Julia en su carro alegórico por los campos fragantes. Me calzaron las espuelas, me tendieron el estoque, me revistieron delante de un espejo que sostenía Segismundo. Parloteaban los tres simultáneamente, ajustando hebillas, desplazando metales. Yo los dejaba hacer como si se tratase de una fiesta de máscaras, y de hito en hito me observaba en la gran luna, grotesco, tortuoso, como un cantante wagneriano que avanzaba en la madurez y ensayaba vanamente, rodeado de sastres y empleados de la utilería teatral, ademanes bélicos. Pero esas armas no servían. Así lo dije a mis primos. Una cosa había sido desfilar por la campiña, alegremente, majestuosamente, en medio de las mariposas y de las exclamaciones de los paisanos, y otra, muy distinta, era ir a la guerra. Orso, Mateo y Segismundo no cejaron en su empeño. Arrimaron escaleras a los muros y bajaron de las panoplias las armaduras ancestrales. Retumbó el castillo con el estrépito de los guanteletes, de los cuernos, de las borgoñotas, de las rodelas, de los arneses, de los estandartes, que se les escapaban de las manos y caían, sonoros, sobre las losas del piso, arrancando chispas. Los pajes amontonaban encima de los arcones la oxidada confusión de los hierros antiguos, que pulían y lustraban. Nada me convenía, nada. Mis antepasados habían sido gigantes. Desaparecía, como dentro de escafandras, dentro de sus corazas inmensas. Mis primos se miraban entre sí, espantados, y me miraban, semidesnudo delante del espejo, flanqueado de heroicos fragmentos inútiles.