Bomarzo (75 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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La reacción del papa sobrepasó lo imaginable. Transido de dolor, convocó al Consistorio —tenía casi ochenta años— y declaró con serenidad tremenda: «He descubierto que Gonzaga es el culpable de la felonía. A Pier Luigi Farnese, duque de Parma y de Plasencia, yo, Alejandro, padre suyo, como padre no lo vengaré jamás, pero como Pablo III, pontífice máximo y jefe de la Iglesia, a Pier Luigi, hijo y gonfaloniero de la Santa Iglesia, lo vengaré, aunque para ello debiera ir al martirio, como muchos otros».

Acudí a besar su bordado pantuflo, entre los miembros de la familia. La abrazó a Julia sollozando. Me miró, acurrucado, viejísimo; ya no parecía un zorro, o en todo caso parecía un zorro que había escapado de los cazadores durante largo tiempo, pero al que había alcanzado una alevosa ballesta. Nunca pensé que reaccionaría así, que amaría tanto a ese vástago vicioso a quien sin embargo temía. Nos hizo prometer —estaba alrededor lo más significativo de su estirpe, y a mí el agravio me implicaba no sólo a causa de mi alianza matrimonial, pues Pier Luigi era esposo y nieto de dos Orsini— que lo secundaríamos en su venganza. Ese vocablo, venganza, resonaba ásperamente en la boca del legado de Cristo. Por supuesto, le prometimos cuanto nos pidió. Temblaba en su trono, y las ropas de los cardenales circuían con su fulguración llameante al anciano encogido, como si ardiese en el centro de una hoguera. Murió dos años después, sin haber conseguido que el emperador restituyera Plasencia a su nieto Octavio. Éste se había afirmado en Parma, en seguida después del asesinato de su progenitor, y Don Ferrante invadió una gran zona del territorio. Aprovechando una tregua, al papa se le ocurrió, puesto que corría el riesgo de perder ambas ciudades, reivindicar Parma para el estado pontificio, y ordenó a Octavio que entregara su posesión a Camilo Orsini, quien actuaba a la sazón como gobernador general de la Iglesia. El nuevo duque accedió al principio, pero pronto empezó a intrigar con Carlos Quinto, que al fin y al cabo era su suegro y que, luego de liquidar a su padre, por lo menos le debía eso al marido de Margarita de Austria, para que le concediera aunque más no fuese aquel dominio. El corazón de Pablo III desbordó como un vaso colmado e, incapaz de resistir el último golpe, falleció sacudido por las convulsiones de una fiebre violenta.

No me atravesó el magín la idea de ocuparme de la política sangrienta de mis parientes. En la atmósfera enrarecida de Bomarzo, los desvelos seguían distinto rumbo. Vivíamos como si soñáramos un sueño extraordinario. El laboratorio secreto donde Silvio alimentaba los crisoles, y el gabinete de las maravillas, cuyos colgados autómatas y esqueletos de animales fantásticos se balanceaban sobre el manuscrito de mi poema inútil, constituían lo esencial de mi existencia, como si, a semejanza de los muros pétreos que en Parma aislaban a Octavio Farnese del enemigo, invisibles baluartes nos separaran del resto del mundo.

A comienzos de 1548, Juan Bautista Martelli me envió desde Venecia una extensa carta. Su descontento transpiraba a través de la endiablada escritura. Lorenzaccio lo tenía prácticamente prisionero, en un caserón vecino de la iglesia de San Polo, donde vivía con su tío Alejandro Soderini. Sólo muy de tarde en tarde y disfrazados salían de su encierro, con escolta porque presentían que los vigilaban. Iban a visitar a una dama, Elena Barozza, casada con el patricio Antonio Centani, que habitaba en la parte de San Tomá. Para estar cerca de su bella, Lorenzino se había trasladado del palacio de Roberto Strozzi al de San Polo, y eso no le parecía de buen augurio a Juan Bautista, porque la protección que habían usufructuado en dicho palacio era incomparablemente mayor. La rubia Barozza se había enamorado del Médicis, no bien éste inició el galanteo, y, lo cual es muy raro, dado su carácter, Lorenzino se había enamorado de ella. Amaba por primera vez y componía versos.

Mientras continuaba la lectura, comprendí la razón que había impulsado a mi amigo a arrojarse en brazos de esa mujer cuyo encanto Juan Bautista ponderaba, y que había encendido en su pecho un ardor que hasta entonces desconocía. Se sentía solo. No tenía a nadie. Y se sentía defraudado. La consideración cada vez más espaciada que le demostraban los desterrados florentinos, pues la muerte del duque Alejandro en nada había modificado la situación, no bastaba para tranquilizar su miedo ni para calmar el hambre de su orgullo. El amor surgió en él como una necesidad de amparo, o como un ignorado estímulo exaltador. Y se entregó al amor del cual había huido en la corte de su familia. Se hacía llamar Messer Dario, pensando que los asesinos que sin duda rondaban por las calles de Venecia no lo descubrirían, bajo el rótulo anodino, como no lo descubrirían bajo las máscaras insólitas —la de gitana, por ejemplo— que adoptaba cuando se decidía a abandonar el palacio.

Para Martelli esa vida se había tornado insoportable. Se comía poco y mal; se andaba siempre con zozobra; los peligros aumentaban cada noche, porque el ansia de ver a la hermosa Barozza impulsaba a su amante a salir más seguido y, aunque eso libraba a Juan Bautista del tedio de su prisión, tampoco en la residencia de la veneciana se divertía especialmente, pues allí su única tarea consistía en guardar la puerta del aposento dentro del cual la pareja se dedicaba a olvidar sus respectivos pesares. Juan Bautista me señalaba que el marido, el patricio Antonio Centani, era un notable coleccionista de numismática y un generoso mecenas y que, loco por la música, reunía en conciertos refinados a la nobleza de la ciudad. Lorenzino asistía a las fiestas, disimulándose. Le decían Messer Dario, pero sabían quién era, y la inclusión en las reuniones del caballero nervioso, flaco, moreno y ambiguo (tanto que podía disfrazarse de gitana), que había extirpado de este mundo a su primo el duque de Florencia —utilizando, lo cual resultaba casi increíble, esas manos finas de autor de comedias de burla, en las que se posaban las miradas de las señoras con súbito escalofrío—, añadía a los bailes del palacio Centani un atractivo de novedad que la dueña de casa explotaba con destreza, porque si bien varios de los asistentes habían despachado a punta de acero a algún congénere, ninguno había entre ellos que hubiera muerto a un duque para salvar a su patria. Lo que Juan Bautista no había logrado desentrañar, era si Centani estaba al tanto de los manejos que existían entre Lorenzino y su mujer, aunque su ceguera parecía imposible, pues se realizaban delante de su propia nariz. Aquella actitud despertaba en mi antiguo paje ásperos recelos: por un lado acechaban los albores de la amorosa intriga; por el otro, las perspectivas de una puñalada clavada en las sombras. Los espadachines a sueldo de Cosme de Médicis, o los que el veneciano concluiría por contratar, terminarían con Lorenzaccio y su servidor. Y esas angustias y esos aburrimientos (Juan Bautista detestaba la música grave, tanto como la adoraba el cabrón filarmónico) producían compensaciones magrísimas, casi nulas. Todo consistía en vagar por la casa de San Polo, persiguiendo por las galerías a las ratas enormes; en ondularle el pelo a Lorenzino, cosa que mi paje hacía, lo sé por experiencia, muy bien; en afilar los puñales, en deslizarse por las calles, embozado, la mano en la empuñadura, sin perder pisada a su amo inquieto; en escuchar por décima vez los malditos violines; en montar guardia, como custodio del amor, sin gozar de amor alguno. Juan Bautista me subrayaba lo último. Su amo flamante le había asegurado, cuando de Bomarzo partieron, que en Venecia disfrutaría, como un enviado del sultán, de amores de toda índole. Y nada. Ah, Bomarzo… Bomarzo… Cuando llegaba a esta altura de su carta, sentí latir el corazón del mellizo de Porzia. Bomarzo, donde había nacido, donde había sido feliz… Bomarzo… las tardes en el jardín, las cacerías, las partidas de pesca en el Tíber, las palabras suntuosas de Messer Betussi, de Messer Molza, de Messer Pandolfo, la elegancia cordial del señor Segismundo Orsini… ¿Cómo, por qué demencia se le había ocurrido dejarlo? Añadió una frase conmovedora: «Me asomo al agua turbia de los canales, que arrastran inmundicias, y pienso en nuestro campo verde. Cierro los ojos, Excelencia, y escucho el rumor de las abejas en las terrazas».

Le escribí que regresara cuando quisiese, que en Bomarzo siempre tendría un techo. Pero mi carta no llegó a sus manos. Los dos homicidas que ultimaron a Lorenzaccio y a su tío Soderini, cuando se dirigían una vez más a la cita con la blonda Barozza, tendieron a Juan Bautista de una estocada y lo arrojaron a uno de esos mismos canales repugnantes. Tan poca importancia le dieron, que en la relación que el asesino principal, Cecchino da Bibbona, redactó de su crimen, ni siquiera consigna el fin del pobre Juan Bautista. Lo único que a Cecchino y a Bebo da Volterra, su cómplice, les importaba, era suprimir al matador de Alejandro de Médicis y ganar con ello la protección del nuevo duque. No sólo la obtuvieron, sino alcanzaron la del propio Carlos Quinto. Se cobijaron, con los blancos jubones manchados de rojo, llevando en los coseletes las huellas de las cuchilladas de los agredidos, en casa del embajador de España, Diego Hurtado de Mendoza, aquel a quien se atribuye
El Lazarillo de Tormes
, que los regaló con esplendor señorial, y luego, confundidos dentro de su largo séquito, escaparon a Florencia, a través de la nube de espías del dux. El aristócrata Centani nada tuvo que ver con el asunto. Él continuaba clasificando monedas, limpiando medallas, hablando del joven Palestrina, escuchando violas.

Aquellas noticias me anonadaron. Descendí a la capilla y me puse a rezar, como cuenta el malvado Cecchino da Bibbona que rezó, implorando la ayuda divina, juntas las manos que enrojecía la sangre. Eso era extraño. No era extraño que yo, asesino de mi hermano, rezase; ni que rezara el asesino de Lorenzaccio y de Juan Bautista; ni que, luego de apuñalar al duque de Milán, Girolamo Olgiati elevara sus preces a San Ambrosio, ni que Benvenuto Cellini, de hinojos delante de Clemente VII, implorara su absolución; ni que Paolo Bóscoli, el que pretendió atentar contra la vida de los Médicis, comulgara con fervor antes de ser ejecutado por el verdugo. Probablemente rezaban los que habían terminado con Pier Luigi. Rezábamos todos. Uno de los que, excepcionalmente, no lo hacían, era el infeliz Lorenzaccio. Si a alguien le rezaba, pues muchos lo consideraban santo, sería a Platón. Me cubrí los párpados con las manos y rogué a Dios por las almas de las víctimas. Tres de los muchachos cuya adolescencia compartí en la ciudad del lirio —Hipólito, Lorenzino y Alejandro— habían muerto de mala muerte. Los recordé, echados en la hierba fragante, alrededor de su prima Catalina, la
Duchessina
, la que sería reina de Francia. Adriana dalla Roza tejía guirnaldas de jazmines, para coronarlos y, detrás, Abul asomaba entre los pinos, como una estatua de mármol negro y de mármol turquesa. Hipólito cantaba, Alejandro marcaba el compás y Lorenzo se puso de pie y comenzó a bailar solo, haciéndole reverencias al aire. Las lágrimas me empañaron los ojos. Y pensé en Juan Bautista. Lo vi, flotando entre los desperdicios que bogaban sobre el reflejo de cristal de los palacios, el pelo claro abierto como una flor, lo mismo que había visto a mi hermano Girolamo flotando en las aguas del Tíber. Un día, en Venecia, el día del incendio del palacio Cornaro, yo lo había arrojado a Juan Bautista, por despecho, desnudo, a la corriente del Gran Canal, en medio de las burlas de Pier Luigi Farnese, y había presenciado cómo se alejaba nadando, mascullando improperios, hacia los pórticos. Pero ahora sus brazos y sus piernas no se movían. Flotaba, yerto, en el sudario nauseabundo que jaspeaba el fulgor de las antorchas. Mientras enhebraba los vagos paternóster, evoqué encuentros lejanos, la ocasión en que Silvio y yo los habíamos llevado a él y a Porzia, riendo, jugando, trémulos de ansiedad, al sepulcro de Piamiano donde nos rodeaban los héroes equívocos. Podía rezar y podía, simultáneamente, acariciar en la memoria imágenes de pecado. Esa doble posibilidad contradictoria era característica de la época. Nos valíamos de ella como de una coraza defensiva. No intentaré justificarla. Refiero lo que pasaba dentro de mí, complejo; eso, pagano y cristiano, que hoy no entendería nadie.

Oí unos pasos sigilosos y hundí la cara más aún entre los dedos. A través de su enrejado distinguí en su urna al esqueleto misterioso que quizás acogía mis confusas oraciones. Alguien se había detenido junto a mí, en la incertidumbre de la media luz. Me volví hacia él y retrocedí medroso, porque creí que de la tiniebla en la que palpitaban los débiles cirios emergía, bañado en llanto, el rostro espectral de Juan Bautista. Pero no era él. Era su melliza, Porzia, tan idéntica a su hermano que asombraba. Dobló las rodillas a mi lado, y allí quedó sin que cambiáramos palabra alguna. Sus sollozos se escuchaban apenas, ahogados, en la soledad de la capilla donde las figuras infantiles de Maerbale y Girolamo estiraban las diestras pintadas hacia los rosarios virginales, y donde oscilaba como una llama blanca el cuerpo de efebo de San Sebastián. También Porzia había sido mía; también había sido mía aquella carne que el tiempo había modelado en opulencia sin restarle hermosura. Giré el rostro una vez más hacia el suyo y, a través del velo que humedecían las lágrimas, la besé en los labios largamente. Porzia se inclinó, sorprendida; traté de retenerla, pero salió del templo. Regresaba a Mugnano. Cuando, a mi turno, abandoné la nave, advertí en la penumbra del portal a Silvio, allí donde el oso de los Orsini alza el lirio de los Farnese.

No sé si se había cruzado con su mujer, si habían hablado. De cualquier modo, eso carece de trascendencia. A Silvio —es interesante apuntar esta mudanza más de su carácter, pues se recordará que luego de su casamiento se apartó de Porzia y que lo que lo impulsó por el camino de la alquimia fue el hallazgo de la fórmula del oro que le permitiría reconquistarla— ya no le importaba la hermana de Juan Bautista. Había renunciado a ella. Este cambio psicológico es tan difícil de entender, para nuestro criterio actual, como la actitud de mis contemporáneos del siglo XVI que anoté más arriba y que mezcla la piadosa unción con los gestos y las memorias culpables. La constante lectura de los tratados y grimorios relativos a la Piedra había provocado en él una especie de iluminación, que es, por otra parte, lo que perseguían los alquimistas
puros
, los no contaminados por anhelos exclusivamente materialistas. La Piedra, el Gran Elixir, dejaba de ser un fin en sí, y se convertía en un medio que guiaba hacia la perfección del conocimiento. El Azufre, el Mercurio y la Sal se vinculaban íntimamente con las personas de la Santísima Trinidad, para quienes practicaban ese modo extraño de ascesis. La Piedra debía purificar de tal suerte el cuerpo y el alma, que el que la poseyera vería como en un espejo, encerrado en la oscuridad de su laboratorio, los movimientos celestes de las constelaciones, y comprendería las influencias de los astros, sin observar el firmamento. Para esos místicos del fuelle y del alambique la aventura científica resultaba inseparable de la aventura espiritual. Sabios alquimistas lo proclamaban, a lo largo de grimorios en los que el tema religioso aparecía permanentemente. Frases como las de Arnoldo de Villanova, famosa autoridad en lo que concierne a la medicina y a la teología, hacían soñar a Silvio. He aquí una: «Tomad el oro puro y hacedlo fundir en momentos en que el sol entre en Aries. Más tarde, haceos un sello redondo, y decid al mismo tiempo: "Levántate, Jesús, luz del mundo, tú eres en verdad el cordero que borra los pecados del mundo…" Luego repetid el salmo
Domine Dominus noster
. Poned de lado el sello, y cuando la Luna está en Cáncer o en Leo, y el Sol en Aries, grabad sobre una cara la imagen de un carnero, y en el contorno
arahel juda v et vii
, y encima de ese contorno grabad las palabras sacras: "El Verbo se ha hecho carne…", y en el centro: "Alpha y Omega y San Pedro"». Este texto de Villanova y tantos otros que Silvio leía y releía, citaban a cada paso a las Sagradas Escrituras, como si los alquimistas quisieran conjurar con ellos la reputación de hechiceros de que gozaban. El viaje espiritual, la catarsis que tenía por meta a la Piedra y que, una vez lograda y aplicada ésta, facilitaría al vencedor el privilegio de hacer descender la gran claridad a las profundidades de su cuerpo y de su conciencia, había transformado a Silvio, aparentemente en otro hombre. La transmutación de los metales había pasado a un segundo o tercer plano, en su preocupación, o, mejor dicho, constituía ahora sólo una parte en la búsqueda de la verdad que lo turbaba y cuyo hallazgo le conferiría infinito poder. El proceso entero revestía la majestad de una liturgia. No por nada se lo rodeaba del hermetismo propio de una iniciación. Para alcanzar el triunfo, habría que ser casi un demonio, pero también casi un santo. Como sus colegas más ilustres, Silvio había incorporado a su gabinete experimental un oratorio, frente al cual, antes de reanudar sus cotidianas investigaciones, se recogía unos instantes, y era singularísima la impresión que producían las efigies de Hermes, de Iris, de Apolonio, de Cheops, de tantas deidades y filósofos y reyes, pintarrajeadas en una maraña de coronas, de tirsos, de cetros, de báculos y de mágicas insignias, distribuidas como una corte fantástica alrededor de la pequeña cruz y de los incensarios que sahumaban su austera gloria.

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