Cleria Clementini declaraba cuarenta y siete años. Extrañamente, seguía soltera. Se destacaba, según me dijo Violante, por su acendrada piedad y por un orgullo que le obligó a rechazar las ofertas de matrimonio que se le presentaron, algunas no desdeñables, pues las juzgaba inferiores a sus méritos. En realidad, si no había contraído nupcias, es porque al comienzo, cuando aún no había recibido su fortuna, huérfana entre sus tíos sagaces, pensó entrar en un monasterio, cosa que fue postergando, tentada quizás por otras perspectivas, acordes con los rasgos vanidosos que completaban su carácter, y porque los candidatos que surgieron en su camino resultaban mediocres para su presunción. El sustancioso caudal llegó a sus manos bastante tarde, luego de sucesivas muertes que le crearon la posición con la cual soñaba. Era indiscutiblemente opulenta. Violante la había conocido en Roma, por la relación de esos comerciantes con Savelli, su marido, y le había hablado de mí, de mi solitaria viudez, de Bomarzo. Contaba mi prima que la mención dejada caer a la ligera, de una posible alianza, había encendido su imaginación. ¡Duquesa de Bomarzo, ella! ¡Unida a una estirpe en la que abundaban los papas (auténticos), los santos (auténticos también), los boatos, los mártires, los cardenales, los arzobispos, los caballeros de San Juan de Jerusalén, los templarios, cuanto podía seducir más a su afán devoto, y en la que ya estaba muy avanzada la áurea lista que daría once reinas Orsini a otros tantos tronos, y doce Orsini casados con hijas de reyes y emperadores, lo cual halagaba, estremecía, deleitaba y encandilaba maravillosamente a su empinada soberbia! ¡Qué gloria! ¡Qué perspectiva de lograr por fin, a los cuarenta y siete años, la suprema paz victoriosa que exigía su ánimo turbulento, solicitado contradictoriamente por los resplandores del cielo y de la tierra! El hecho de que yo fuese jorobado, endeble, difícil, sesentón, cargado de hijos y de deudas, había parecido importarle poco. Sin duda se había forjado de mí una efigie especial, algo así como la estatua ecuestre que corona en Venecia la tumba de Nicolás Orsini, a modo de un San Jorge, todo plumas y acero, el príncipe por antonomasia. Quien poseía por primer antecesor a un héroe amamantado por una osa, al que la emperatriz Pulqueria concedió castillos y torres, once siglos atrás, no debía ser, a los ojos de la deslumbrada Clementini, sino un señor admirable. La imagen suya que me fui formando a través de las descripciones de Violante no cuajaba en atributos tan bellos. Cuando Segismundo se refería a la majestad de su porte, yo conjeturaba, desde la distancia de mi debilidad, el empaque propio de una hembra compacta, maciza y voluntariosa. Y no me equivoqué. Mis primos y Fabio eludían las alusiones concretas a su aspecto y a su espíritu, y rebosaban de pormenores acerca de su caudal. Sobre ese tema sí se explayaban sin eufemismos. Cleria Clementini era rica, rica, rica… La nómina de sus propiedades se equiparaba con la de nuestros santos y nuestros reyes… ¡Alabado sea Dios!, ¡y cómo me persiguieron en el período indefenso de la convalecencia! ¡Cómo reiteraron las ventajas de una compañía serena, digna, la proximidad de alguien que, consciente de mi inmensa superioridad, viviría en perpetua sumisión! ¡Y lo otro… el río dorado…! Carecía de parientes, apenas unos vagos sobrinos… la ventaja de los linajes nuevos finca en que carecen de parientes…
Yo los oía, arrebujado, absorto. Pero, ¿por ventura Segismundo Orsini no había casado con Pantasilea? ¡Ay!, recordaba que en la época en que se trató mi boda con Julia Farnese, algunos —y yo mismo— pensamos que aquel enlace implicaba una fiera desproporción y eso que los Farnese… Y yo era joven entonces, y Bomarzo florecía… Ahora, de mi juventud únicamente me quedaban los ojos y las manos, y de Bomarzo… el Demonio había entrado en Bomarzo, que no me pertenecía ya… Una mujerona, rezadora, milagrera, ambiciosa… y tanto, tanto dinero… la oportunidad de ordenar el porvenir de mis hijos… ¡quién sabe!… de obtener un equilibrio último… de enmendarme… de descansar…
Las nupcias fueron bendecidas en Bomarzo, dos meses después, por el cardenal Cristoforo Madruzzo, que había cedido la diócesis tridentina a su sobrino Ludovico y residía en Roma. Cleria no resultó con exactitud como preví. Situábase, física e intelectualmente, en la línea de Nencia, la que en la corte florentina se había apoderado de mi virtud. La situaban lo espeso y anquilosado del cuerpo, el bozo evidente, la mirada inquisitiva de los ojos azules, la pasión con que consideraba cuanto atañía a los Orsini, cierta masculina eficacia. Me trató ceremoniosamente desde el primer instante, y le devolví su actitud. Nos encontrábamos en las galerías, en el parque, en el templo, nos hacíamos unas profundas reverencias, y lo único que esperaba de mí era que le hablara de mis antepasados, que le refiriera alguna proeza, alguna singularidad y que la fuera incorporando, como si ello fuese lógico, dentro del marco ilustre de nuestra casa. Tuve la sensación rara de desandar el camino del tiempo, de regresar al palacio de la via Larga, de ser una vez más el muchachito a quien la hembra fuerte veneraba por todo lo que se acumulaba de siglos, alrededor de él. Claro que, al revés de lo que sucediera en aquella ocasión, en que desempeñó un papel tan preponderante, tan decisivo para mi adolescencia, el elemento sensual estaba excluido de nuestras relaciones. Al no ensayar yo contacto alguno, tampoco lo requirió Cleria. Probablemente, cuando comenzó a esbozarse el plan de nuestro casamiento, ella calculó que las cosas acontecerían de ese modo. Tampoco estaba yo, en la sesentona, giboso, flaco, descaecido, con la barba gris que me había dejado crecer y el pelo que raleaba, para hechizar a nadie.
Mi segunda mujer pasaba buena parte del día en la capilla y en el templete de Julia. El fervor respetuoso que me dedicaba era compartido por la memoria de Julia Farnese, pues la existencia de Cleria Clementini se deslizaba impulsada por la delicia de haber sucedido en el ducado a una sobrina de Pablo III. De tarde se vestía espléndidamente y presidía en la mesa a los convidados que, atraídos por la flamante holgura que se había aposentado en el castillo, acudían de ciudades remotas. Vi a mis hijos más a menudo. Marzio, y su esposa, Porzia Vitelli, se azararon inútilmente por conquistarme con mis nietos mayores, Horacio, el que fue capitán pontificio, Trifonia, monja futura… Lo más significativo, en el cambio, es que dejé de ver a mis fantasmas. Cleria impuso en Bomarzo un ritmo inédito. Para cruzar de una habitación a la otra, como una archiduquesa austríaca, se hacía escoltar por dos o cuatro damas. Se movía entre séquitos, entre azafatas, entre pajes, entre genuflexiones. Excluyó a Pantasilea de su círculo próximo, y no la suprimió totalmente por temor de dar un paso en falso, pues sabía mi intimidad con Segismundo y cuánto había contribuido éste a concertar mi nueva boda. Pantasilea la molestaba sin duda. Era, como ella, una Orsini exótica, y eso colocaba a la duquesa, a pesar de su fortuna y de su celosa honestidad, en el mismo sector aparte, advenedizo, de la ex meretriz. Pero Pantasilea, por su intenso trato con los grandes, se había adueñado con inconsciente (o consciente) familiaridad de nuestros usos, de nuestro tono, de nuestros tics, hacía muchos años, mientras que Cleria tenía bastante que aprender, y la exageración ritual de su boato y su etiqueta, que hubiera asombrado a Julia, servía para disfrazar sus vacilaciones. A mi cuñada Cecilia Colonna la adulaba hasta el sometimiento. La pobre ciega, atónita, salió una vez más de su retiro y se encontró en el centro de la esfera mundana. Después de las comidas, Cleria se apartaba con la viuda de Maerbale, con el duque de Mugnano y con el cardenal Madruzzo. Charlaban sosegadamente, acompasadamente. Mi mujer —me cuesta llamarla así, por la flojedad indiferente de nuestro vínculo— irradiaba satisfacción. Antonello se echaba a sus pies, con los perros, con los papagayos, con algún enano de mi primo el duque. Hasta entonces yo había prohibido que trajeran esos personajes míseros, barulleros, forrados de cascabeles, cuya presencia me avergonzaba, pero Cleria entendía que eran inseparables de las ostentaciones cortesanas, y accedí a su deseo. Se susurraba que en Mugnano, como en la antigua Grecia —donde existió un vocablo para designar esos muebles torturantes:
glootokoma
—, había cofres especiales en los que se encerraba a los niños pequeñitos, con el fin de impedir su crecimiento, pero, si bien no lo comprobé, se me ocurre que serían invenciones de los aldeanos, cuya imaginación, cuando se trataba de describir nuestras vidas, sobrepasaba ampliamente la de sus príncipes, pues nunca les parecían suficientes a sus cómputos nuestros placeres, nuestras extravagancias y nuestras demasías. El cardenal Vitelli, tío de mi nuera, hizo servir en Roma un banquete a treinta y cuatro enanos, por aquel tiempo. Cleria aspiraría posiblemente a algo igual. Entre tanto, se limitaba a observar con altanero decoro a los bufones del duque, a oír y a aprender. Aunque arriesgaba escasas palabras y se reducía a asentir por medio de gestos solemnes, haciendo oscilar apenas su rostro empastado de banquero astuto, sus ojos azules brillaban de alegría. Era feliz y yo toleraba que lo fuese, mas no me inmiscuía en su coro litúrgico y aristocrático.
Meses después, el tedio, el tedio más atroz, se adueñó de mí, y comprendí que empezaba a detestar a la intrusa que representaba una parte que no le correspondía, jugando con esfuerzo, diversamente, a la abadesa y a la duquesa, y mentando sin cesar a los condottieri de Rímini y al papa San Clemente. Nada hondo nos unía, nada genuino. En realidad, jamás me acomodé dentro de la anómala, humillante situación que Fabio y Violante habían fraguado aprovechando mi flaqueza. Percibí —Cleria no se hubiera arriesgado a manifestármelo— que la dama Clementini aborrecía a mi Sacro Bosque, sus quimeras y sus monstruos. No alcanzaba a discernir el entusiasmo que su originalidad suscitaba entre nuestros huéspedes más sutiles. Ella hubiera querido unos jardines imbéciles y lujosos, una de esas obras en cuya concepción convencional es imposible equivocarse, por obvias, con fuentes escalonadas, una caricatura reducida de la
villa
de Hipólito de Este. No me comprendía. No comprendía nada de mí, ni lo malo ni lo bueno. Asfixiada por el snobismo y por la devoción —que era en ella otra forma de snobismo, del apego a la pompa, a las dalmáticas, a los sahumerios, a las jerarquías— iba de sus conversaciones con los franciscanos a sus diálogos con Segismundo (porque advirtió mi rechazo y, prudentemente, se refugió en mi primo), para saciar sus dobles hambres en las que el vago misticismo se mezclaba con la recién aprendida heráldica, y hasta aflojó los nudos que eliminaban a Pantasilea de su grupo noble, con el objeto de engolosinar al frívolo cíclope. Segismundo, que valoró los beneficios que derivaban de la amistad de alguien tan poderoso, pues, a partir de la intromisión sentimental de Pier Luigi Farnese en su incierta vida, creía, sinceramente, que su paso por la tierra debía ser costeado por los demás, y que, luego de su connubio con la pelirroja Pantasilea, no estaba en situación de ponerle fea cara a ningún
parvenu
, le prodigaba sus atenciones y quizás obtenía algún bocado como fruto de las mismas, mientras desenroscaba para Cleria el tapiz de nuestros senadores, de nuestros prefectos, de nuestros gonfalonieros de Roma, errando, por supuesto, pues nunca dominó la ardua materia de nuestra dinastía enmarañada. La detesté a Cleria particularmente, deduzco ahora, por eso, tan penoso, que el poeta Géraldy explica con excepcional agudeza en su poema sobre los tontos: por lo que descubrí en mí que se le parecía… Sí, Cleria y yo, con ser lo más opuesto, poseíamos puntos de contacto que me indignaba percibir, por degradantes. De tal suerte llegó a mortificarme, que hasta pensé sugerirle que se fuera a Roma y que allí, en un proscenio más vasto, más propicio, se consagrara por entero a paladear, como un vino embriagador, el privilegio portentoso de ser Cleria Orsini, duquesa de Bomarzo.
Horacio me escribió por aquel tiempo, enumerando los acontecimientos que presagiaban la guerra inmediata contra el infiel. A mediados de junio, el contingente papal zarparía de Civitavecchia, en las doce galeras del gran duque de Toscana, bajo el comando de Marcantonio Colonna, general de la Iglesia, para reunirse con las fuerzas aliadas, venecianas y españolas, en Messina. Nicolás y él harían el viaje a bordo de
La Serena
, a las órdenes de Héctor Caraffa, duque de Mondragone.
Anduve una semana con la carta en la escarcela, dando vueltas a las ideas que me asediaban. El mar… el ancho mar… Constantinopla… Otros, de mi familia, habían partido en expediciones similares, para recuperar el Santo Sepulcro, para torcer la altivez del otomano. ¿Por qué no yo? ¿Por qué no iría yo? Ya estaba restablecido de mis heridas; los vapores que nublaban mi cerebro se habían disipado. ¿Por qué no yo? Puesto que me estaba vedada la inmortalidad por el camino de la alquimia, ¿por qué no lograrla, como tantos, por el de la hazaña épica? En Metz, en Thérouanne, en Hesdin, no me había conducido tan mal. Aquí debería conducirme mejor. Total… ¿qué tenía que perder?
Me decidió la propia Cleria. Una mañana, luego de sus tres misas, topé con ella en la
loggia
. Hacía mucho calor, el calor de junio que tumba a las bestias, que agosta los sembradíos. El invierno anterior había sido muy cruel. Y no llovía. Las ovejas, sedientas, balaban en lo amarillo de los campos. En alguna parte de los montes, a través de la atmósfera reverberante que comunicaba al paisaje una leve oscilación, y vibraba como si lo mirásemos tras un vaho tórrido, resonaban el llamado agónico, quejumbroso, de las trompas, los gritos espaciados de los ballesteros y los ladridos iracundos de los galgos. De vez en vez, un halcón remontaba el vuelo y planeaba, alto y seguro. Mi hijo Marzio andaba de caza con los hijos de León Orsini. Caían aves muertas entre los cipreses, y los azores traían otras en las garras. Era menester ser muy joven, para arriesgarse así bajo el sol que abrasaba las mustias heredades.
Cleria se había aligerado las ropas, pero el mazacote de las faldas rígidas y el rebozo la oprimían con su sofocación. Se dobló en una reverencia (siempre, sin motivo, me hacía unas grandes reverencias exageradas), y Violante, que estaba a su lado, sonrió ligeramente.
—Tengo que pediros algo —me dijo mi mujer.
Nunca me pedía nada. Le sobraban dineros para que su deseo más mínimo se cumpliera de inmediato. Poseía todo, todo. La transpiración le ponía en los labios un rocío trémulo. Enarqué una ceja y aguardé.