Bomarzo (37 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Logré alejarme por fin y, aprovechando que Julia había quedado entre Pier Luigi y Segismundo, me aproximé a iniciar, ruboroso, timorato, una corte tan torpe y absurda —movida, más que por el directo interés, por la rivalidad de mi hermano— que inmediatamente vi pasar por su rostro sin afeites las sombras de la ironía, la sorpresa y el desaire. Volvió Maerbale, con un refresco para la doncella, y mi animosidad burbujeó frente a su gracia. Por malevolencia, sin pararme a reflexionar, hice algo loco: empujé su brazo y el líquido se volcó sobre la falda celeste de la niña. Antes de que reaccionaran, porque evidentemente la culpa era mía sola, giré hacia Maerbale y lo apostrofé por su descuido. Se me encendieron las mejillas, y Julia retrocedió, asustada.

—¡Quién no sabe andar entre damas y no conoce más trato que el de las meretrices —grité—, entre damas no debe andar!

Me arrepentí inmediatamente de mi imbecilidad y mi grosería, pero ya era tarde para volver sobre lo avanzado. Galeazzo Farnese acudió, palaciego, conciliador, meciendo la hinchazón colosal del vientre, estiradas las zarpas que cubrían los zafiros y los rubíes exorbitantes.

—¡No es nada! —repetía—. ¡No es nada, señor duque!

Julia esbozó una reverencia y se retiró. Maerbale se refugió en la tapizada penumbra, confundiéndose con ella. No la abandonó hasta que partimos, y yo, miserable de mí, extraviado, perdidos los estribos, únicamente conseguí aumentar la impresión de barbarie palurda que había causado mi exabrupto, pues me dediqué a enumerar delante de Galeazzo las propiedades que constituían mi patrimonio, sin ton ni son, con pretextos infantiles, esperando disparatadamente ganar su voluntad con ello, como si Galeazzo, Alejandro e Hipólito hubieran sido tres traficantes orientales y no tres grandes señores pontificios, de suerte que —y me di muy bien cuenta de ello, pues todo el tiempo, mientras lo hacía, sufría y me odiaba—, más que el heredero de una tradición ilustre, antigua como Roma, más que el miembro de una familia de emperatrices y conquistadores, de papas y héroes, parecía un advenedizo vulgar, que explayaba su fortuna ante los príncipes, asombrado de lo que poseía, esperando deslumbrar a quienes sonreían interiormente, pues no necesitaban —no les importaba— deslumbrarme a su vez, cosa que hubieran podido hacer si lo hubieran querido, ya que sus posiciones y fortunas superaban en mucho a las mías, mal pese a los Orsini y a su magnificencia inmemorial. Han transcurrido cuatro siglos y no he olvidado ni una minucia de aquella primera entrevista con los Farnese de Galeazzo. Todavía hoy, cuando la recuerdo, me sube a la cara una ola quemante. La memoria de nuestras ridiculeces, de nuestros grotescos desbarros, puede más que la de nuestros éxitos.

Maerbale y yo no cambiamos palabra mientras regresábamos a nuestro alojamiento. Al que más se le oyó la voz fue a Segismundo. No salía de su sorpresa, ante el rápido interés que había suscitado en un individuo tan encumbrado como Pier Luigi. Para no decepcionarlo, callé lo que sabía acerca de esos intereses súbitos del militar, dirigidos a menudo a gente de la más baja estofa. Segismundo se había hecho su composición de lugar, diciéndose —y repitiéndonos— que si había provocado tales reacciones ello se debía a que Pier Luigi había reconocido en él al Orsini, al gran señor, pese a su condición disminuida, pero esa argumentación no valía de nada, fuera de salvaguardar su hombría, pues Orsini éramos todos. Además, de tanto en tanto y ya que las auténticas razones de la atracción resultaban tan claras que no se podían disfrazar, acalorábase nuestro primo ante las pretensiones de Farnese, que evidentemente perseguían fines muy concretos relacionados con el sexto mandamiento de la Ley de Dios. Observé que Orso y Mateo, que habían ido a esperarnos a la puerta del palacio, en lugar de burlarse de él por la situación creada, tan opuesta a sus principios varoniles de secuaces de Girolamo en numerosas orgías con hembras del pueblo, trataban el asunto con naturalidad, y que hasta Mateo llegaba a argüirle que no fuera tonto y no desbaratara por prejuicios una intimidad que acaso facilitase su progreso en el mundo. Ellos eran así, inescrupulosos. También lo era yo. También lo era, ya que de esto hablamos, el Renacimiento. Y observé que esa complicidad confesada en torno de algo turbio y productivo contribuía a romper el hielo que los separaba de mí (pues conocían, por Maerbale, mi intervención en el asunto de Juan Bautista y Porzia), y que mi actitud reprochable en casa de Galeazzo Farnese, cuando increpé a mi hermano, en vez de debilitar mi posición con su torpeza, ablandaba la de Maerbale, arbitrariamente insultado por mí en público. Estaban habituados desde la niñez a formar en las filas del más fuerte, y entendían, según su corto criterio, que con mi violencia caprichosa yo había demostrado que, si lo quería, podía proceder, aun ante los grandes, con el inmotivado despotismo propio de los duques de Bomarzo. Maerbale captó esas mudanzas sutiles, y sospecho que él, igualmente, tuvo la sensación, por vez primera, de que yo era capaz de imponer mi antojo, y eso lo sumió en recelosa inquietud. Desunido de sus aliados circunstancialmente, se limitó a callar y a proclamar su cólera con miradas que no osaban ser demasiado despreciativas puesto que nos incluían a los cuatro restantes.

Llegamos a la casa donde nos hospedábamos; gané mi habitación y en ella hallé a Silvio de Narni, a quien puse al tanto de lo sucedido. El ex paje y actual secretario estaba entregado a una curiosa tarea. Había fabricado dos muñecas de estopa, burdamente vestidas con retazos.

—Ésta —me comunicó— es Julia Farnese; y ésta es Porzia. Julia te pertenecerá y Porzia será mía, no sólo porque me gusta sino porque me ofendió su mellizo.

Temí que sus manejos provocaran algún daño a la hija de Galeazzo y así se lo dije, pero me tranquilizó al punto.

—Nada malo pasará; pasarán cosas buenas. Ya verás, señor duque.

—Quiero casarme con ella.

—No lo dudes. Amón, Saracil, Sathiel y Jana, los demonios cuyo imperio se encuentra cerca de la Luna y que vagan por la carretera de Roma, son mis amigos.

Continuó aderezando las efigies, y luego humedeció una de ellas con su saliva; se pinchó el brazo y dejó caer unas gotas de sangre en la cara de la muñeca que correspondía a Porzia. Después me deslizó la mano por la boca y sentí asco de esa piel ácida. Mojó la figurilla que representaba a Julia, con mi saliva y con mi sangre, que obtuvo punzándome un dedo con una aguja.

—He aquí la sangre de sapo —agregó, alzando un frasco oscuro—. La sangre de sapo es infalible. La receta proviene de un hechicero francés, de Carcasona.

Destapó el pomo y volcó su contenido sobre las muñecas. Un hedor repugnante se fue iniciando en la habitación en penumbra.

—Ahora sacrificaremos una mariposa, sólo una mariposa. La idea parece singular, pero da resultados óptimos. Y es poética.

Abrió una cajita y sacó una mariposa negra y blanca, que aleteó desesperadamente.

—Ha sido difícil conseguirla. En Forli, cuando enfermaste, trabé relación con un muchacho que las colecciona. Había hallado ésta en pleno invierno, y se la compré, pensando que podría servirme. La pagué cara.

—Aquí tienes un ducado.

La atravesó con la misma aguja y la acercó al candil sujetándola por el minúsculo estoque. En seguida ardió; chisporroteó su cuerpo; transformáronse sus alas en unas llamas breves.

—Amón —invocó Silvio de Narni—, en ti confío. Te liberé de mi redoma; libéranos tú a nosotros. No queda más —terminó dirigiéndose a mí— que colocar cada muñeca en la puerta de la casa que corresponde.

Envolvió los trapos en su capa y salió. Yo aguardé su regreso. Imágenes de mi vida flotaron durante una hora en la atmósfera que, aunque empujé los postigos y dejé entrar por la ventana el aire frío de febrero, no se purificó de sus miasmas insinuantes. Las mujeres que me habían preocupado dibujaron en los muros su ronda discorde: mi abuela Diana diosa sin edad, Parca que tejía la tela de mi existencia, para quien, tratándose de mí, nada debía ser imposible; Clarice Strozzi, azote de usurpadores como una romana de los grandes siglos, sostén de un ideal dinástico de inteligencia y de vigor, muerta antes de haber realizado su altivo sueño; Adriana dalla Roza, lírico frenesí, alerta generosa de la infancia, a quien tal vez amé con un amor pleno y que fue, de cualquier modo, lo más próximo al amor por una mujer que había conocido; Pantasilea, dorada alegoría de mi humillación en el cortejo de pecado que se compra; Nencia, pasión litúrgica de los Orsini, que me robó en una capilla (digo bien: me robó) una virtud que yo no poseía ya; las vagas aldeanas de Bomarzo, sobre cuyos cuerpos dóciles pretendí imitar las acrobacias dictatoriales de mi padre y de Girolamo, proclamando así mis derechos a un dominio que se fundaba en costumbres orgullosamente concupiscentes, las cuales requerían el testimonio de esos cuerpos vejados para afianzar la permanencia imperiosa de una viejísima tradición; Porzia Martelli, bifurcación del torrente pasional o exaltación aceptada de otras turbaciones de más trastornador escalofrío, a causa de ese Juan Bautista tan inseparable de ella, tan enraizado en su carne gemela que ambos formaban una sola y bicéfala seducción; y por fin Julia Farnese, ansia de legitimidad, de orden, al amparo de la intacta hermosura, y también fiebre devoradora de los celos que exigen la propiedad no compartida. La ronda femenina de mis dieciocho años giraba en la estancia donde había ardido una mariposa blanquinegra, paradójico homenaje al Macho Cabrío, y yo, en medio de las impalpables beldades, aguardaba al paje desdentado que gobernaba con ademanes mágicos la posibilidad de prolongar esos giros en una guirnalda de pechos y caderas que se internaría, vibrando, en las cavernas sin luz del Tiempo. Me sentía insignificante y agotado, mientras las fuerzas herméticas trabajaban alrededor, como si no estuviese en la habitación normal de una casa burguesa, sino en un taller donde maquinarias inexplicables y silenciosas trabajaban para mí —o contra mí— con obstinada presión.

Cuando volvió, Silvio me informó que no había tropezado con inconvenientes.

—Delante del palacio del rey Enzo de Cerdeña, Amón se me manifestó, en una columna de fuego, y me confió que Mearbale debía cuidarse del día de mañana.

—Dile tú a Maerbale que se cuide.

—Se lo diré.

Supuse que no le diría nada y que, por otra parte, exageraba su relación con los demonios para aumentar ante mí su prestigio. Esa familiaridad de los agentes maléficos con un pequeño paje de Narni resultaba inarmónica. Creía yo todavía que los demonios, siendo príncipes, deben entenderse con los príncipes directamente, tan metido tenía en el ánimo el concepto de las jerarquías.

Ya no pude dormir, pues al amanecer se ubicó en la plaza principal lo mejor de las infanterías española y alemana, con harto ruido. Comenzaban los preparativos de la coronación imperial. Mandé buscar a Segismundo Orsini, y lo envié ante Galeazzo Farnese, con mi sortija de Benvenuto. Era lo que más apreciaba, y como el padre de Julia la había alabado, resolví regalársela. Había meditado largamente, antes de resignarme a desprenderme de mi talismán, del aro de acero y oro que significaba para mí algo tan importante como lo que su topacio había sido, en Florencia, para Adriana dalla Roza. Mi yerro del día anterior era de los que imponen una reparación trascendente. A poco retornó con el anillo y palabras afectuosísimas de Galeazzo. Ningún argumento —expresaba su mensaje— hubiera justificado que aceptara mi obsequio, pues había comprendido cuánto valoraba yo la joya. En cambio me sugería que, luego de las ceremonias en San Petronio, acaso al otro día, no dejara de visitarlos. Julia había preguntado por mí. Estaba de pie, muy temprano, alistándose para los festejos.

—¿Qué cuentas, Segismundo?

—Repito lo que me dijo: que Julia Farnese ha preguntado por ti.

Un segundo, se asomó a mi recuerdo la forma basta de la muñeca de Silvio. Confundí a Julia y al pelele de estopa en una sola imagen. La niña se convirtió en un títere con los ojos pintados de violeta y una falda celeste sobre la cual se extendía la mancha del refresco que le ofreciera Maerbale.

De repente la figurilla ardió, como ilustrando el refrán de España: «El hombre es fuego, la mujer estopa; viene el Diablo y sopla». Quizás ese fuego procedía de la mariposa quemada o de la columna candente de Amón, si esa columna y Amón existían en verdad. Interrumpió estas reflexiones peligrosas la llegada de un lacayo de Pier Luigi Farnese. Traía, para Segismundo, en nombre de su amo, un gracioso birrete de terciopelo color avellana, con una transparente pluma azul, fija por un broche de perlas barrocas. Se lo probó ante un espejo, encantado a pesar de mis ironías.

—¿Crees que debo conservarlo?

—Creo que sí. Los regalos afluyen esta mañana, y si Galeazzo no debió guardar el mío, tú, en cambio, debes guardar el de Pier Luigi.

Salió corriendo, bailando, a mostrarlo a sus primos. Ya no parecía como cuando entramos en Bolonia, un pequeño halcón altanero, todo contenida violencia, sino un pájaro lujoso de jaula cortesana, con un leve airón azul. Hasta los modales del muchacho, bruscos y agresivos, empezaban a aflojarse y a cambiarse por otros, afelpados, rebuscados, fruto de la sutil metamorfosis que se iba operando en él como consecuencia de la constante vigilancia de sí mismo que ejercía, ahora que tenía una nueva e inesperada conciencia de su valor, y que lo impelía a exhibirse bajo un aspecto que consideraba, por refinado, más atrayente, pero que en realidad lo era mucho menos que la personalidad que hasta entonces le conocíamos, casi hosca de tan varonil. Verifiqué de esa manera qué endeble había sido la psicológica armadura que había ceñido en la época de su amistad con Girolamo y hasta unas horas atrás, y cómo es posible que los hombres muy jóvenes, por razón de una influencia que les abre inéditas perspectivas, se modifiquen rápidamente, adaptándose a situaciones que ignoraban o detestaban, y cuyas semillas estaban presentes, listas para germinar, aunque ellos mismos no lo supieran, en lo más secreto de su modo de ser.

Deslicé la sortija en el meñique y fui a vestirme para la ceremonia. Silvio, gravemente, sin comentar la reacción de Julia, que le referí, me acomodó las pieles en la espalda y me ayudó a poner el manto rojo y el bonete ducal con la media corona. Hubiera querido que mi padre me viese así, majestuoso como un monarca antiguo, pero claro que eso no pasaba de ser una fantasía, pues en tal caso quien hubiese llevado el manto sobre los hombros y la corona sobre la cabeza hubiera sido él. Y, como otras veces, la cara de Gian Corrado Orsini se me apareció, la fracción de un instante, brumosa, y luego se esfumó sin que yo consiguiera redimirla de su misterioso olvido.

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