Fabio había sentido siempre celos de él. Habían sido rivales en mi favoritismo. Fue Fabio quien inventó la farsa, quien convenció a Violante y a sus amigos de que la boda les ofrecía la oportunidad de añadir una más a las distracciones de Bomarzo. Había que planear la espléndida caricatura y disfrutar de ella como de una obra de arte. Los demás se enardecieron. Cualquier cosa, con tal de quebrar la diaria monotonía del placer repetido… cualquier cosa… Segismundo y Pantasilea, ¿cabía imaginar algo más absurdo, más antinatural, más estrambótico? Encararíamos aquel desatino como algo lógico, y el contraste nos depararía un regocijo que ni soñábamos. Era menester, para ello, celebrar la ceremonia con pompa magnífica. Pantasilea vendría desde Mugnano, como si fuera la duquesa de Mantua, o Julia Gonzaga, o Julia Farnese cuando se efectuó su enlace conmigo. La desalmada ferocidad de Fabio aguzó su ingenio. Pantasilea haría el viaje triunfal en el mismo carro alegórico en el que mi mujer entró en Bomarzo para ser su dueña. Vendría caparazonada de joyas, con Segismundo, su paladín, a un lado. Y nosotros nos deleitaríamos, desde las terrazas, a costa del esperpento. Ya no pensaron en otro asunto. Hasta yo relegué mis miedos, mis sobresaltos, mis cobardías, y me contagié del virus frívolo, sádico, que apestaba el castillo.
Sacaron de la cuadra la desvencijada carroza que había albergado a innumerables gallinas, luego que la arrinconaron allí, y que, al desperezarse sobre sus ruedas herrumbrosas, imitó, provocando la algazara de la compañía, los cloqueos tantas veces nacidos en su interior. Todavía se levantaba, en su respaldo, la gran osa dorada de madera, portadora del lirio de los Farnese, que hice esculpir en ocasión de nuestro ingreso ritual. Tuve la idea, acentuando la ironía —y, en realidad, no compartí esa agudeza con los otros testigos, por el secreto que implicaba y que me interesaba guardar—, de suplir el lirio con la apócrifa bandera de Hesdin, confeccionada con una falda de gitana y unos retazos que reproducían el águila de Carlos Quinto, extendiéndola sobre una rígida armazón que mantenía con sus zarpas la osa de los Orsini.
Cuando todo estuvo pronto, envié el carromato a Mugnano. Lo escoltaba una docena de alabarderos. Nos acomodamos en las terrazas, en la
loggia
, y nos preparamos a reír. Sentí yo, gracias a aquellos preparativos, a aquellas locuras, como si me hubiesen quitado un duro peso de encima, como si tornase a ser el mismo muchacho feliz que se aprestaba a presentar a Julia a sus vasallos, el día de su casamiento y, oscuramente, me parecía que con esa liturgia grotesca me desquitaba de lejanas humillaciones, puesto que la llegada de Pantasilea y Segismundo, ridícula, antitética, pondría de relieve la alta calidad señoril del jorobado, vencedor con la majestad de su tono, de su séquito y de su mundo, sobre la arbitraria naturaleza y también sobre las pobres parodias.
La espera fue larga. La engañamos con músicas, con el ajetreo de los pajes que ofrecían refrescos y pasteles, con los epigramas de Fabio. Hasta que avistamos el cortejo que avanzaba por el camino, más allá de las atentas esculturas bronceadas por el sol. Era muy pequeño, a diferencia del mío, al que prolongaron el serpenteo de la vasta cabalgata familiar entre la cual iba el propio Segismundo, y los coches de las señoras de la casa de Farnese y los vehículos cargados de presentes y equipajes. Pantasilea ocupaba el carruaje del que tiraban seis blancas mulas. Su cabellera teñida de rojo y su vestido anchuroso, amarillo y violeta, bordado de rubíes, se encendían escandalosamente al sol, bajo el estandarte de la gitana, de suerte que a la distancia se diría que en la carroza ardía una hoguera. A un costado espejeaba la armadura de Segismundo, caballero en un caballo negro. Los seguían, también a caballo, el duque de Mugnano y Porzia. Los hombres de alabarda cerraban la comitiva. A medida que se aproximaban, recrudecían las pullas en los bastiones. Monté a mi vez, cuando estuvieron suficientemente próximos, y a la cabeza de ocho servidores fui a aguardarlos, de acuerdo con lo previsto, en la entrada del Sacro Bosque de los Monstruos. Saludé desde allí, con un ademán amplio, a los cómplices que quedaban atrás, en el castillo.
Pude ver a la pareja de cerca, pues, antes que los otros. Y en lugar de enfrentarme con un espectáculo de histriones irrisorios, lo que a mis ojos se presentaba me desconcertó con su maravilla. Los elementos que hubieran podido agravar lo bufonesco de la escena —la excesiva pintura de Pantasilea, que había engrosado y se mantenía muy derecha, como en un trono, en el balanceado sitial; las alhajas que Segismundo hacía relampaguear sobre su coraza y que atestiguaban la liberalidad erótica de Pier Luigi Farnese; el peinado complejo del novio, cuya calvicie había sido disfrazada por el arte de Porzia, con sutiles entrelazamientos del pelo sobreviviente; la fraguada bandera; la propia presencia de Porzia, viuda de mi astrólogo y querida del duque de Mugnano— en lugar de quitar brillo al conjunto, le añadían una especie de magia desconocida. Un paje llevaba a Djem, que tironeaba de la traílla; otro, en el puño, uno de los halcones de mi primo, encapirotado, aleteante. El duque de Mugnano, en cuyo jubón azul las piedras preciosas llameaban al menor movimiento, exhibía en alto la espada de Segismundo, como mi hermano Maerbale había alzado la mía. La belleza de Porzia, en la madurez, se brindaba como una soberbia fruta en sazón, y los rastros de la de Pantasilea se enriquecían con la singularidad de su atavío, con el incendio de sus trenzas rojas y sus párpados sombreados de verde, con el olímpico aire que le había otorgado el trato intenso de los hombres de alcurnia. Segismundo, erecto, terriblemente aristocrático, regía con una mano su cabalgadura y con la otra sostenía en el brazo ahuecado el follaje del casco de guerra. Era como un caballero andante, como un personaje de leyenda, de novela. Amadís u Orlando, que proclamaba con su sola prestancia la dignidad de su señora. El pelo prolijamente estirado hacia adelante, a la cesárea, sobre las sienes y el parche negro, hacía pensar en laureles grises. Me sumé al grupo, junto a Mugnano, y así trepamos, con rechinar de arneses, la cuesta empinada.
La ceremonia se realizaría en la sala de los bustos imperiales. Inundaba la gente la escalinata, porque muchos habían acudido de las vecinas propiedades. Los había en las aberturas, en los balcones, y pajes puestos en equilibrio, como volatineros, sobre las balaustradas, y damas semiocultas tras los pañuelos y los ventalles. Desde antes de desmontar, oímos las risillas, los bisbiseos. El alboroto cesó cuando entramos y ascendimos en procesión los escalones. Segismundo, estirados tres dedos, guiaba a Pantasilea, extremando el cuidado exquisito. Ella caminaba como una diosa, como había aprendido a caminar luego de años y años de fascinar a los exigentes con su porte elástico. Detrás, Mugnano conducía a Porzia. No había por qué reír. Los señores de Bomarzo, los Orsini, volvían a su palacio, con esclavos y huéspedes. Un negrillo de mi primo, el duque, se puso de hinojos para estirar sobre las losas un tapiz oriental. No había por qué reír y la decepción deslumbrada se leía en todos los rostros. Hasta la risa de Fabio se heló en su boca. Si alguien podía provocar una mofa triste era el jorobado, el cuñado de ese mismo Fabio Farnese que paladeaba su chasco acerbo, y que se columpiaba, el último, arrastrando la espada sobre el tapiz. Violante se adelantó, se dobló en una reverencia y besó a Pantasilea en los labios. Se sonrieron. Al fin y a la postre, no eran tan distintas. Y el perfume del incienso subió en columnas zigzagueantes que envolvieron al Minotauro y a los emperadores, mientras los latines de los franciscanos se mezclaban, inesperadamente, con los rugidos malhumorados de Djem.
La distracción nacida de las bodas fue pasajera. Mucho me equivoqué —como erraron los camaradas de la banda de Violante— cuando pensé que el casamiento de Segismundo nos brindaría un tema precioso, que desarrollaríamos durante largo tiempo, descubriendo siempre en él nuevos motivos de burla. Al contrario. Ni mencionamos la ceremonia. Nos abochornaba nuestro desacierto. Nos abochornaba no haber discernido que Segismundo sería un príncipe, cualesquiera fuesen las circunstancias, y que Pantasilea llevaba las de ganar en lo que a usos de corte respecta. No presentimos que lo que había de grotesco en su alianza tardía era capaz de enternecer y de revestir una nobleza diversa, y una diversa, patética, perturbadora hermosura.
Los fantasmas tornaron a acosarme. Mi actitud maligna frente a mi primo no había hecho más que subrayar mi mezquindad, mi perversidad, mi sordidez. Volví a sentirme solo, más solo aun que antes, solo como merecía. La banda ávida, insensiblemente, se apartó de mí. Aquella situación tremenda culminó a fines del verano. Una vez más, los huéspedes trataron entonces de alegrarme y de alegrarse con un espectáculo especial. La escena de Pantasilea se había frustrado, pero ésta no fracasaría. La idea de un baile de máscaras había transportado a Fabio, cuando se la referí. Aunque no diésemos la gran fiesta que había planeado con Horacio y con Nicolás, y no invitásemos a la concurrencia ilustre que imaginé convocar para mostrar mi Bosque Sagrado, ¿por qué no sacar partido de la presencia en Bomarzo de tanta gente joven y bella, para ensayar lo que sería esa diversión rumbosa? Como cuando se enteraron de la proyectada boda de Segismundo, la noticia cundió entre los ociosos, apasionándolos. Combinaron trajes y adornos y nuevamente, por una semana, los espectros desertaron el castillo. Carecían de lugar, entre tanta bulla. Yo dejaba actuar a la compañía. Los veía colocar guirnaldas entre los monstruos; fijar teas en las terrazas; preguntar por las reservas de garnacha, de trebbiano, de vinos sicilianos y griegos, de dulce malvasía y moscatel de Candia, de blancos de Gallípoli, de tintos del Asia Menor.
Cuatro días antes del que escogieron para la carnavalada, cedí a los reclamos de Fabio y los orienté hasta los desvanes. Nunca había vuelto allí, desde que Girolamo y Maerbale me humillaron con el atuendo de mujer, y el presunto heredero de Bomarzo me atravesó el lóbulo con una aguja. Seguía todo casi como lo habíamos abandonado entonces, hacía más de cuarenta años. Los pajes consiguieron empujar los ventanucos mohosos y la claridad entró, vacilando, sobre las desgarradas telarañas que contribuían a la traza fantástica del sitio. Ratones y polillas la habían emprendido contra los terciopelos y los brocados que asomaban sobre las arcas y cubrían el piso polvoriento. Gritaron los romanos de júbilo, mientras sacudían las telas y los aderezos arcaicos, y nubes de tierra y mugre se levantaron alrededor, con miasmas viejos que asqueaban a las mujeres y que desataban toses, lágrimas y estornudos. Yo los miraba, reviviendo la escena fatal de mi infancia, pero no dejaron tiempo para que se acentuara el pánico de la evocación. Descolorido, trémulo, iba de un cofre al otro, y los muchachos me tironeaban del
lucco
, indicándome tales o cuales gregüescos de comienzos de siglo, tal o cual tabardo de peladas pieles, tal o cual chato birrete cuyas plumas pendían, devoradas y mochas. Declamaban trozos de poemas cómicos, alzando como pliegues de clámides las inauditas bufandas de comadreja, de garduña. Y Fabio organizaba el saqueo y encauzaba hacia el caracol de la escalera la fuga de los desechos malolientes que saltaban de grada en grada, arrastrados, pisoteados. La gloria gótica, la esplendidez del primer Renacimiento, se transformaban así, como cualquier moda pasada, en motivos de befa. Bajé entre ellos, apretado por el dudoso oleaje que despeñaba en torno su cascada de géneros, de randas, de galones, de primores antiguos. Inconscientemente, me llevé la mano a la oreja y palpé el lóbulo abierto.
Las mañanas y las tardes siguientes, Bomarzo ofreció el aspecto singularísimo de un palacio que se preparaba para un agasajo excepcional, utilizando para ello, sin embargo, sus prendas más ruines. De todas las ventanas, de la
loggia
, de los parapetos, pendían, en lugar de nobles tapices, piezas rasgadas y arrancadas que se ventilaban al sol. Salieron a relucir agujas y tijeras. Se crearon máscaras,
baute
, extravagancias de raso, de encaje, de seda, de metales superpuestos. Cada una de las mozas de lujo que en Roma hubiera considerado un oprobio el trabajo manual, se encerró en su habitación, con sus servidores, a concebir y realizar el secreto de su indumento fantástico. Se murmuraba que Pantasilea encarnaría a la reina de las amazonas. A mí me presentó Violante un ropón naranja de mangas infladas como globos, y un yelmo adornado de frutas y perlas, además de una careta prolongada en filosa nariz, como si fuera lógico que yo también, con mi imponente marca natal, incapaz de disimulo, me disfrazase.
La noche misma de la fiesta aconteció un episodio cuyo solo recuerdo, luego de tantos años acumulados en la memoria, me hiela la sangre. Estaba yo en la habitación de las cerámicas, al crepúsculo, vistiéndome. Me ayudaba aquel negrillo gracioso, de unos trece años de edad, llamado Antonello, que desplegó el tapiz en la escalinata, cuando las bodas de Segismundo, para que lo hollara la comitiva nupcial. Su dueño, el duque de Mugnano, me había hecho el presente del pequeño esclavo, y desde que entró a mi servicio no paró de revolotear en torno, afanándose, llevando y trayendo, con mil ceremonias y apuros, cosas inútiles, mirándome en todo instante con sus ojos renegros, que fulgían como insectos, como escarabajos, alrededor de mi giba. No había, pues, nadie más en la cámara, fuera del leopardo Djem que dormitaba encadenado a una de las columnas del lecho. Sentado frente a un espejo, estudiaba yo la forma de ajustar la careta, demasiado grande. Por la abierta ventana, subían hasta nosotros los rumores del parque, algunas risas, la discordancia de los instrumentos ensayados. El aire era tan calmo que no se agitaba una hoja. Me aproximé a la terraza y observé las antorchas que comenzaban a encenderse cerca de los monstruos. A su claridad, dibujábanse las fontanas saltarinas, las mesas que cubrían pirámides de manjares, las andanzas de los criados que acarreaban más luces, el ajetreo de dos o tres máscaras —tal vez Violante y Fabio— que iban entre los domésticos y los músicos, gesticulando, desplazando unas guirnaldas para ornar con ellas la trompa del elefante enorme y, circundando la escena como las decoraciones que limitan un proscenio, los abrazados árboles y las colinas en cuya sinuosidad confusa se posaban las alas de la noche.
Regresé al espejo para encasquetarme, secundado por Antonello, el yelmo de frutas y sartas de perlas, arduo de armar. Por fin quedó terminado el apresto. Se oía, sobre el canto de los surtidores, el canto frágil de las violas, que desenroscaban, como una guirnalda más, una ondulante cadencia, respondiéndose las unas a las otras, recogiendo el tema, exaltándolo, complicándolo y reduciéndolo luego al esquema de un diseño nítido, tan suave, tan hermoso, tan conmovedor, que me detuve un instante frente al espejo, como aguardando. Veía, en la luna octogonal, mi rostro desconocido bajo el aderezo extraño que elevaba sobre mi frente su entrelazada diadema multicolor. ¡Cuánto, cuánto había envejecido! Arrugas hondas surcaban mis mejillas y descendían a los lados de mi boca. Lo único que permanecía intacto en aquella devastación, del muchacho pintado por Lorenzo Lotto, eran los ojos intensos, febriles, los labios ávidos siempre, que empezaban a palidecer. Antonello me tendió la careta. Alcé la vista una vez más y en el espejo distinguí, detrás de la mía, otra cara, que no era la del pequeño paje. Djem despertó, se estiró y gruñó sordamente. Pensé que alguien habría entrado en el aposento, sin anunciarse, pero cuando me volví hacia el interior de la cámara no había nadie. El leopardo, erizado, olfateaba y tironeaba de la cadena. Sorprendido, calculando que quizás había sido objeto de una de las alucinaciones que me perseguían, giré despacio hacia el espejo. En su agua quieta estaba aguardándome la cara alarmante, ubicada, al parecer, detrás de mí, en las sombras de la habitación. Me eché a temblar, pero procuré serenarme y apreté los puños. No podía apreciar sus rasgos, porque la envolvía una inexplicable vaguedad, como una bruma verdosa, o como si estuviera envuelta en finísimas telarañas. Tampoco hubiera podido decir si se trataba de una cara de hombre o de mujer. De lo que estaba seguro es de que antes no la había visto. No correspondía a ninguno de mis fantasmas. Un rugido feroz de Djem estremeció la estancia, y Antonello, asustado, se pegó a mí y rodeó con sus brazos uno de los míos. En el espejo, la cara hasta entonces inmóvil y que aparentemente no pertenecía a ningún cuerpo, se distorsionó en una mueca, y la telaraña se rasgó en jirones que colgaron, como andrajos de piel, alrededor del vacío de su boca. Yo hubiera deseado huir pero estaba clavado al taburete. Sólo acerté a señalar el espejo y a preguntar, con una voz que sonó ronca, forastera, irreal, más insólita aun en medio del concierto que se elevaba desde el parque con el orden perfecto de sus cuerdas encantadas: