Bomarzo (72 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Una noche, aquella señoril monotonía se quebró. Estaba yo solo con Silvio, junto a la chimenea del salón principal, estudiando cómo convenía trasladar a una de las paredes la pintura del horóscopo de Benedetto —no teníamos en ese momento ningún huésped, y Julia y los niños se habían retirado—, cuando escuchamos, en la cuesta del castillo, estrépito y voces. Silvio abrió una ventana y se asomó a las tinieblas. Abajo, en el viento, se revolvían las antorchas y vibró el timbre claro de Martelli:

—¡Es Messer Lorenzino de Médicis, que viene con su madre, y suplica la hospitalidad de Su Excelencia!

Ordené que los hicieran subir en seguida y los aguardé en lo alto de la escalinata. María Soderini se adelantó pausadamente, emergiendo de la penumbra de los tapices, como una velada figura irreal, pero Lorenzino trepó en cuatro brincos, ágil como siempre, y cayó en mis brazos un instante después. Ambos venían enmascarados. Detrás se apresuraban los servidores, con cofres, con armas. Mi joven amigo había cambiado bastante. Cuando se arrancó la máscara, advertí en su rostro moreno y enjuto las huellas envejecedoras de la inquietud. Extraños tics le agitaban la cara que, perdida la sonrisa, costaba reconocer. Miraba a derecha y a izquierda, con recelo. Lo serené, asegurándole que mi afecto no había variado, y besé la mejilla y las manos de María Soderini. El sufrimiento la había gastado aun más que a su hijo. Se derrumbó en un sillón y no pronunció palabra. Mandé que trajeran vino, mientras aprestaban sus habitaciones y, para honrar especialmente a Lorenzaccio, dispuse que le apercibieran la cámara en la cual mi padre había tenido su estudio y que permanecía cerrada desde entonces. En breve, su madre, rendida por el cansancio, nos abandonó. Trazó la señal de la cruz sobre la frente de Lorenzino y la acompañamos hasta su aposento donde ardía un fuego de ramas crepitantes. Volvimos luego al salón y quedamos solos. Mi amigo bebió, uno tras uno, cuatro vasos. Frente a la iglesia, resonaban las exclamaciones roncas de los que desuncían su carruaje. Y el silencio se apoderó de nosotros, cargado de expectación, porque parecía que los emperadores romanos que se alejaban hacia la galería y hacia la sombra tortuosa del Minotauro esperaran también, tensos, agudos, en tanto el viento repiqueteaba en los vidrios y retorcía, trenzándolas y destrenzándolas como a rojas Gorgonas, las llamas del hogar.

Por fin, mi huésped rompió a hablar, a tropezones. Me refirió su vida, a partir del día en que escapó de Florencia, merced a un salvoconducto del obispo Marzi, consignatario de las llaves de la ciudad, a quien con un engaño sacó de la cama. Había andado mucho. Su historia, luego de la fogarada fugaz del crimen, era la historia de una huida, porque Cosme de Médicis había puesto precio a su cabeza. Primero, Felipe Strozzi, que lo recibió como a un enviado de la Providencia, lo había mandado en misión ante el sultán de Constantinopla; luego, derrotados los del exilio, huyó, salvando fronteras. Estuvo en Venecia, en Bolonia, en Francia, regresó a Italia con el rey Francisco, y una vez más tornó a Francia, a Montpellier, a París…

—¿Viste a Benvenuto Cellini en París?

—Lo vi: a él y al tesorero Bonaccorsi y al poeta Alemanni. También a mi prima Catalina, la futura reina, que me recibió bondadosamente, y a Margarita de Navarra. Con Catalina te recordamos a menudo. Pero, ¿sabes?, los otros seguían conmigo. Eran como dos vampiros, como dos lobos; no me dejaban en paz.

—¿Qué otros?

—Los otros. Scoronconcolo, Freccia. Los que me ayudaron cuando lo de Alejandro…

—¡Ah!

—No me perdían pisada. Incomprensiblemente, junto a mí se sentían seguros. De noche oía crujir sus dientes y, si se movían en los lechos, sus dagas chocaban contra las cujas. Ni siquiera se descalzaban las botas para dormir. Por fin pude sacármelos de encima. Eran peores que Alejandro. Peores que cualquier remordimiento, si el remordimiento existiese. Los embarqué en una galera de Roberto Strozzi y respiré.

—¿No tienes remordimientos?… digo… por lo de Alejandro…

—No.

Pronto recomenzó la fuga. Falleció su tío, Giuliano Soderini, que lo socorría ocultamente con algún dinero. Ahora regresaba a Venecia, donde su existencia transcurría entre los que lo consideraban un héroe y los que lo juzgaban un traidor. Contaba con medios muy escasos, pues Pedro Strozzi, que le daba un palacio, mil quinientos escudos anuales y unos facinerosos para protegerlo, le había cortado de la ración mil escudos.

Le prometí vagamente aliviar sus arduas finanzas, alegando que todavía no había percibido mis tributos, y me agradeció con efusividad. El miedo, que no lo abandonaba nunca, que hincaba sus uñas y sus dientes más hondo que Scoronconcolo, bailoteó de nuevo en sus ojos desesperados. Espió hacia los rincones, girando la curiosa cara inquisitiva, de roedor.

—¿Estamos seguros aquí?, ¿tu gente es leal?

—Estás seguro. No temas.

Asombraba pensar que con esas manos nerviosas había arrancado la vida al duque Alejandro. Pero ¿acaso yo, con mis labios finos, con mis ojos poéticos, con mi figura frágil, no había ordenado la muerte de Maerbale?

Temblaba y reía a la vez. Para distraerlo, le hablé de su
Aridosia
, pero no paraba de temblar. ¡Qué distinto resultaba del Lorenzaccio de Musset, que jugaba con la muerte! Uno de los personajes, refiriéndose a los asesinos que lo acechan, le dice, en el último acto de la tragedia:
Tu te feras tuer dans toutes ces promenades
, y él responde, soberbio:
Cela m’amuse de les voir
. Cuando leí la obra, no reconocí a mi desventurado amigo, el que tiritaba en Bomarzo, delante de la chimenea, estirando hacia las chispas sus manos transparentes, y volvía sin cesar la cabeza para mirar a sus espaldas. Pero ya se sabe que los poetas, y sobre todo los poetas románticos, acuñan sus propias versiones de los pobres individuos. Por suerte es así.

Lo conduje hasta su aposento, llevando yo mismo las luces, como si guiara a un rey. Habían encendido el fuego, y la humedad se resistía, empañando los cristales. Nadie entraba en esa habitación. Sólo Silvio y yo la cruzábamos, porque en ella, como se recordará, se encontraba el secreto panel que abría a la galería estrecha por medio de la cual nos comunicábamos con el Ninfeo, a ocultas de todos.

Antes de que lo dejara, Lorenzino probó el cerrojo repetidamente. Me preguntó si existía otro acceso y no le revelé el del pasadizo. Apiadado de su pavor, le sugerí que Juan Bautista podía dormir junto a él y aceptó en seguida. Lo conocía de Florencia, del tiempo de las bodas del duque. Luego que los instalé, gané mi habitación del piso alto, meditabundo. Tardé en conciliar el sueño, solicitado por imágenes de mi adolescencia toscana, en las que el pequeño Médicis surgía para tenderme una mano mientras Adriana dalla Roza lanzaba el último suspiro pensando en Beppo, el infiel.

Dos horas más tarde, al alba, la bulla me despertó. Lorenzo y Juan Bautista golpeaban a mi puerta, como locos, semidesnudos, revuelto el pelo, brillantes en los puños las espadas. María Soderini, Julia, Fulvio y Messer Pandolfo aparecieron en los umbrales de sus habitaciones, con luces parpadeantes. Agolpáronse los niños detrás, y los alabarderos y los pajes subieron y bajaron las escaleras, a medio vestir también, descalzos, abrochándose los tahalíes, blandiendo los estiletes, incomodando con las partesanas, inquiriendo qué acontecía. Lorenzino vociferaba tanto que era imposible comprenderlo. Se arrojó en brazos de su madre y allí quedó, trémulo como un pájaro. Entonces Juan Bautista explicó lo sucedido.

No bien permanecieron solos, mi inquieto huésped empezó a porfiar con los peligros que lo cercaban y con la necesidad de estar alerta. Sospechaba que en la cámara de Gian Corrado Orsini había otra entrada, secreta, y a pesar de las negativas del paje se empeñó en hallarla. Registró la cuadra palmo a palmo, con la experiencia que había recogido en muchas ocasiones similares. Me azaró, en tanto peroraba Juan Bautista, que me dijera que habían encontrado el panel. Pero su descubrimiento era más sensacional. Palpando las paredes, tanteando la chimenea, recorriendo el embaldosado, Lorenzino había rozado el resorte con el cual yo no acerté en mis minuciosas investigaciones, aquel que había puesto en movimiento mi padre para accionar el mecanismo que daba paso a la celda del esqueleto. Un postigo se había deslizado quedamente, como en las novelas de espanto, y luego de una breve vacilación, ambos se escurrieron por el negro boquete. No fue menester que dijera más para comprender lo pasado. También yo, en mi niñez, había experimentado un horror similar. El esqueleto coronado de rosas de seda mustia continuaba allí, recostado, apoyado el cráneo en las falanges. La claridad de las velas le confirió la ilusión de una vida trepidante. El gusto literario de la época por lo macabro, que culminaría en la
Selena
de Gilardi, con su reina y su princesa que, durante un acto entero, esgrimen las calaveras de su hijo y de su esposo, y en la
Arcipranda
de Decio, con su famosa escena de los despedazados cadáveres, nos había familiarizado con los episodios tremebundos, pero una cosa era observarlos en el proscenio, y otra, muy distinta, enfrentarlos en la realidad. Lorenzino se detuvo un momento, hasta que retrocedió, gritando, y no había parado de gritar desde entonces. Farfullaba, confusamente, que el duque de Bomarzo había urdido esa pesadilla para atormentarlo quién sabe con qué propósito, acaso para amedrentarlo con el recuerdo fantasmal de Alejandro de Médicis. La idea no podía ser más absurda pero, en su frenesí demente de obseso, Lorenzino la repetía sin escuchar razones. En vano traté de aclarar su trastorno y de darle a entender cuánto había buscado yo esa tétrica aparición, que consideraba como la nefasta úlcera de Bomarzo. Alejé a mis parientes, a mis servidores y, cuando estuvimos solos, me esforcé para que comprendiera la tortura que yo había sufrido por culpa de esa osamenta maldita. Se negó a oírme. Declaró que partiría sin esperar más y, a grandes voces, mandó atalajar y preparar su carruaje. Recurrí a María Soderini, pero por su gesto deduje que cuando Lorenzino caía en un trance así era inútil insistir. Poseído por el miedo, veía doquier enemigos y emboscadas.

Lo extraño es que Juan Bautista me informó de su deseo de partir con él. Todavía hoy no alcanzo a columbrar los motivos que lo impulsaron a tomar una decisión tan súbita y descabellada. Era obvio que, a causa de su querella con Silvio, se propusiera abandonar mis tierras, pero lo lógico hubiera sido que se amparase en Mugnano, donde su hermana se daba aires de señora. Su ambición debía empujarlo por ese camino. Sin embargo eligió la suerte incierta, riesgosa, de Lorenzaccio. Tal vez, aunque me parece raro puesto que fue él quien la precipitó hacia la prostitución, lo avergonzara compartir un techo que su hermana había ganado con sus zorrerías de hembra. No me resta entonces más que suponer que en las horas en que estuvieron encerrados en la cámara fatal, Juan Bautista sucumbió ante la fascinación prestigiosa de Lorenzo. Nadie sabrá qué pasó entre ellos, durante el tiempo que precedió al hallazgo lúgubre. Juan Bautista era muy hermoso, y desde la niñez de Lorenzino, desde los años de su amistad ambigua con el mediocre Rafael de Médicis y de la predilección comentada del papa Clemente VII —cuya índole culpable rechazo—, las inclinaciones equívocas del joven señor habían sido harto criticadas por los burlones. Colérico, otorgué mi autorización, y hasta, sin que Lorenzo se enterase, le entregué a Juan Bautista algún dinero para aliviar las penurias de su nuevo y excitado amo. Se fueron en cuanto estuvo listo el coche, a pesar de mis protestas. Abrazado a su madre, el asesino del duque Alejandro rehusó devolver mi saludo. En cambio María Soderini y Juan Bautista me besaron.

Llovía casi dolorosamente. Mi paje galopaba entre la modesta escolta, y la gente de la aldea, advertida de que algo extraordinario se desarrollaba en el castillo, se apretó para ver alejarse el vehículo desvencijado en cuya portezuela habían sido raspadas, a fin de que no las reconociesen, las armas de los Médicis, las
palle
que habían hecho correr tanta sangre como lluvia caía ahora sobre la lividez arañada de su dibujo.

En cuanto partieron, me introduje con Silvio en la celda que me había servido de prisión. Nada se había modificado en ella, desde el día en que mi padre me había llamado «hijo de Sodoma» y me había precipitado en la lóbrega oquedad. El esqueleto, que en partes mostraba, a través del hábito desgarrado, restos de una momificación defectuosa, continuaba en su sitio. La misma corona de rosas de trapo le rodeaba la frente, y en su brazo derecho se extendía una palma marchita cubierta de polvo. Un rictus misterioso, una vaga, desdentada sonrisa, se añadía a su espanto. Quizás fuera el cuerpo de un mártir, pero se me ocurrió, como la vez pernera que me enfrenté con su fantasmón, que de él emanaba un invisible vaho maligno, un miasma infame que envenenaba el calabozo.

—Hay que sacarlo de aquí inmediatamente —dije a mi secretario—. Lo harás enterrar y mandarás rezar misas por él. Pero es menester quitarlo de aquí.

Silvio salió en pos de ayuda. Entre tanto, quedé solo con el engendro, que a veces me parecía una osamenta humana y a veces un muñeco fantástico, como los que coleccionaba en el
Ninfeo
. Mi temor no había cedido un ápice, y a él se sumaba una repugnancia que me erizaba la epidermis. Pero quise darme a mí mismo una prueba de fortaleza, ya que las pruebas que daba eran invariablemente de pusilanimidad, y triunfar sobre mi cobardía. Me acerqué despacio a su estructura, levantando sobre mi cabeza la palmatoria, y estiré una mano, hasta casi tocar con la punta de los dedos el cuerpo yacente. Trataba de no mirarlo, de no ver sobre todo sus cuencas vacías y su quijada monstruosa, mitad hueso y mitad seca y resquebrajada piel. Oí, a la distancia, las pisadas de Silvio que regresaba con algunos servidores, y eso me infundió valor. Alargué un poco más la diestra y di un empellón al muerto. El esqueleto cayó hacia un costado como si se desarmara, porque la calavera rodó a mis pies y los fragmentos frágiles que componían el simulacro se partieron al chocar con las losas. Los pétalos de trapo se esparcieron en torno. Entonces distinguí lo que hasta ese momento había ocultado el esqueleto de Bomarzo, aquello que cuidaba en su soledad de la entraña del castillo, como un guardián del trasmundo. Eran unos folios de pergamino, anudados con una cinta de terciopelo verde que había perdido el color. Apenas tuve tiempo de recogerlos y meterlos bajo la camisa. Me rasguñaron el pecho. Y en seguida entraron los hombres.

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