Bomarzo (35 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Alejandro, desentendiéndose de la interrupción, tornó a encararse con Hipólito:

—Claro, a Su Señoría no le interesa porque goza de un lugar asignado en medio de los cardenales y probablemente ayudará a sostener la capa imperial en San Petronio.

—Alguna ventaja debe recaer en quien ha abandonado las glorias de la tierra por otras más altas. Aunque preferiría irme al Mugello a cazar, si fuese posible.

Hipólito sonreía, y los Orsini escuchaban boquiabiertos.

—¡Le arrancaré el mundo al duque de Baviera!

—El mundo —suspiró el cardenal, santiguándose— no es de Su Excelencia ni es del bávaro. Tampoco es de Carlos Quinto. Es de Dios.

Se enderezó más todavía, con el garbo de sus veinte años atléticos, y conteniendo la réplica de su primo, que sería agraviante, acaso una blasfemia, dibujó una cruz en el aire:

—Los bendigo, in nomine Pater, Filius et Spiritus Sanctus. Repórtate, Alejandro de Médicis.

Me puso una mano en el hombro y terminó:

—Vamos, Pier Francesco.

Nos inclinamos y salimos, precedidos por la algarabía de los africanos. Uno de ellos sujetaba a Rodón con una traílla de plata.

—¿Por qué dijiste eso, Lorenzino? —preguntó el prelado.

—Por burla, por risa.

—Quizás ignores —agregó Hipólito dirigiéndose a mí— que Clarice Strozzi ha muerto.

Me entristeció la noticia. La nieta del Magnífico había entregado su alma hacía dos años y no me lo había comunicado nadie. Recordé su frente pura, la gracia de su óvalo, su firmeza, su arrogancia, cómo le obedecíamos sin discutir.

—Aquí no hacemos más que acalorarnos por tonterías. ¡Si supieras, Vicino! Esta coronación ha sido un infierno… que Dios me perdone.

De repente, los bustos de los filósofos que rodeaban a Alejandro me parecieron de barro; el duque me pareció un mulato rencoroso; las telas en las cuales habían sido pintados los trofeos que decoraban las calles me parecieron míseras, el alto pasadizo y los doseles, unos tinglados de feria; los soldados esparcidos en las plazas, unas tropas ocupantes, que estaban ahí para acallar las protestas del pueblo: en general, esos personajes y esos actos impresionan mucho más a través de las descripciones fervorosas de los cronistas, encargados de dorar telones, que vistos como los vi yo. El 24, día de San Mateo, cumpleaños del emperador augusto, y quinto aniversario de la fecha en que los capitanes de Carlos detuvieron al rey de Francia, en Pavía, llevó el globo del mundo el duque de Baviera, y Alejandro mordió el freno.

Cuando nos separamos de Hipólito, apretados por la multitud que se encrespaba alrededor de su silla de manos, comenté a mis acompañantes, lánguidamente:

—En Florencia peleaban por cualquier cosa. Pero son ambos muy discretos. El disimulo les viene de la sangre Médicis. Si hablaron delante de ustedes de asuntos tan íntimos fue porque yo estaba ahí, que soy como de la familia.

Y de ese modo, para brillar ante mi hermano y los Orsini rústicos, no vacilé en emparentar con los bastardos.

Dejamos los caballos a los pajes y regresamos a pie, pues era más cómodo. En un remolino de gente creí ver a Juan Bautista Martelli, como antes creí haber visto a Abul. Se lo indiqué a Maerbale, pero desapareció. Juan Bautista era rubio y delicado, tipo que se reiteraba entre los muchachos de su edad que servían en las casas pudientes, de modo que, como en el caso anterior, atribuí el hallazgo a una coincidencia de semejanzas. El populacho de Bolonia escamoteaba los espectros de mi pasado. En otro remolino, mientras procurábamos asegurar nuestra marcha con los codos, topamos con Pier Luigi Farnese, el hijo del futuro papa, el que había conducido los restos de mi padre desde Florencia hasta Bomarzo.

—¡La plebe anda levantada, señores! —nos gritó—. ¡Duro con ella y adelante!

Su enérgico perfil sobresalía sobre las caras temerosas. Algunas pústulas emparchadas denotaban, en sus mejillas, las huellas del mal terrible que inspiró a Fracastoro el poema
Syphilidis
, publicado en Venecia ese mismo año y que sostiene que la presencia de ese mal se debe a la conjunción de los tres planetas superiores, Saturno, Júpiter y Marte, la cual es muy rara. Lo que en cambio no era nada raro es el morbo en cuestión, que los italianos achacaban a los franceses, y los franceses a los italianos, y que muchos proclamaban traído de América por los españoles, de suerte que los pueblos de Europa se descargaban los unos en los otros de su responsabilidad. Tantos estragos ejercía, que su destrucción prometía sobrepasar las de las enfermedades epidémicas conocidas desde hacía siglos: la peste, la tisis, la sarna, la erisipela, el ántrax, la lepra, el tracoma.

Pier Luigi tomó cariñosamente el brazo de Segismundo Orsini, asombrado de tal privilegio:

—No nos separaremos, amigos. Juntos, nos protegeremos mejor.

Seguimos así, apartando comparsas, y advertí que Farnese hablaba al oído del menor de los Orsini. Imaginé lo que le iría soplando, porque nadie ignoraba sus inclinaciones.

Por la tarde, de acuerdo con lo combinado por nuestro abuelo, concurrí con Maerbale a testimoniar mis respetos al papa y al emperador. De camino, mi hermano me señaló un grupo de damas, arracimado en un ventanal, desde el cual arrojaba flores a los paseantes.

—¡Aquélla! —exclamó sin retenerse—, ¡qué hermosa es!

Acompañé su mirada y divisé, en el centro de las doncellas, una que con su belleza las eclipsaba. Vestía de color ocre, con mangas anchísimas, agobiantes. Una gruesa red, también ocre, que le descendía sobre el cuello, aprisionaba su pelo castaño, undoso. Marcábansele, bajo el collar de corales, los pechos pequeños y firmes. Sus anchos ojos claros se posaron sobre nosotros un segundo, y luego los alejó. No le importábamos.

—Jamás he visto a nadie así —prosiguió Maerbale—. Quisiera conocerla.

Yo también lo quería. Sentí clavado, un instante, el aguijón de los celos. Se me ocurrió que con sólo observarla y desearla, Maerbale me estaba despojando de algo que me pertenecía porque, por el mero hecho de ser yo el duque de Bomarzo, ninguno de mi casa debía ambicionar nada sin consultarme. Los celos han sido siempre uno de mis grandes motores. Pero al mismo tiempo me gustó que, en momentos en que nos dirigíamos a enfrentar lo que relumbraba pirotécnicamente como una de las principales emociones de nuestra vida, Maerbale se distrajera de su preocupación suntuosa con pormenores sensuales, pues eso probaba que, a pesar de todo, los Orsini seguíamos siendo lo que siempre habíamos sido, gente temperamental, de fácil enamoramiento, y aquel rasgo íntimo pasaba antes que las exigencias que nos imponían las circunstancias, por solemnes y codiciadas que éstas fuesen. Los demás irían a ver al papa y al emperador, como si fueran a recibir el Santísimo. Nosotros no; nosotros lo hacíamos familiarmente, sin otorgar a ese episodio más trascendencia que la de un trámite burocrático derivado de nuestra posición, mientras que nada —ni siquiera la idea alarmante de que poco después nos hallaríamos ante los dueños omnímodos de almas y haciendas, elegidos por Dios para esa tarea incomparable— podía desviarnos de lo que esencialmente y desde hacía varias centurias había constituido nuestra máxima y gozosa inquietud. Y entonces redoblaron mis celos porque al ser Maerbale quien me daba el aristocrático ejemplo de su desinterés cortesano y de su fidelidad a una actitud que evidenciábamos, cotidianamente, me demostraba que él era más Orsini que yo, más digno de serlo, y ello, por emulación exasperada, excitó mi curiosidad hacia la niña que provocaba tales reacciones de independencia.

Interrogué a los vecinos, pero desconocían quién era la joven de los ojos claros. Envié a Silvio a averiguarlo, y regresó sin noticias.

En el palacio nos introdujeron en una cámara densa de gentileshombres que aguardaban la ocasión de saludar a los jefes de la cristiandad. El cardenal Orsini, sostenido por un paje, vino a rescatarnos de aquella masa dorada, anónima pese al lujo de los trajes y los nombres. Las cruces de las órdenes españolas —Santiago, Calatrava, Alcántara, Montesa— se repetían sobre las capas, alrededor. Nos llevaron a otro aposento, donde debimos esperar largamente.

—Al papa se le besa el pie —volvió a aleccionarnos el cardenal—, y al emperador, la mano.

La recomendación carecía de utilidad: durante una semana habíamos ensayado la liturgia de las genuflexiones, y había aprendido yo lo que correspondía que el duque de Bomarzo, en un breve discurso, transmitiera a las sacras personas. De nada me sirvió esto último. Se me trabó la lengua o experimenté, de repente, un gran cansancio, en tanto valoraba la superfluidad de mis preparativos y de cuanto sucedía, pues se me antojó que aquellas escenas no pertenecían a la realidad y que, como las que León Bautista Alberti había inventado el siglo anterior, con cámaras en las cuales aparecían el sol, la luna y misteriosos paisajes, eran vanas ilusiones ópticas.

Ambas entrevistas fueron muy rápidas. Formamos en la hilera que, conducida por el dédalo de muchas habitaciones desnudas, desfilaba delante de Su Santidad y de Su Majestad Cesárea. El papa corroboró que era más político que el Habsburgo o que necesitaba más apoyo. Me levantó y tuvo un recuerdo para mi padre.

—Encomendamos en nuestras oraciones a Gian Corrado Orsini. Ha sido un caballero católico de singular valía, lo mismo que vuestro abuelo, el cardenal.

Mientras eludía sus espléndidos ojos, recordé fugazmente los desmanes paternos, las muchachas violadas en Bomarzo, la vejación de los magistrados, los impuestos y la horca.

—El cardenal Hipólito me ha hablado de ti con elogio, duque.

Mascullé una frase de agradecimiento, furioso conmigo mismo, con mi poquedad.

El emperador no dijo una palabra. Me sorprendió la palidez de sus treinta años, el color plateado que Pablo Giovio cita; el frío de sus ojos azules; el mentón heredado, célebre, que como la nariz borbónica y la hemofilia de la casa de Hesse, constituye para las monarquías un certificado de autenticidad regia. En mi caso, la giba era única; sólo la compartía con Carlotto Fausto. Si todos los Orsini la tuviesen, me hubiera incomodado no poseerla. Por un dolor de cabeza, al partir de Barcelona, el emperador se había cortado el cabello, que hasta entonces se usaba largo en España, y fue como si con esa decisión la Edad Media terminase. Los señores hispanos lo imitaron, pues no en vano apunta Shakespeare que los grandes no siguen las modas, sino las originan. A la sazón se comentó que algunos de ellos habían llorado al separarse de sus luengos bucles, pero me cuesta creerlo. Probablemente serían los vasallos de Flandes y Alemania, países tan fieles después a esa costumbre, por hábito de ciega obediencia, que hasta hoy van en primer término, en materia de rapes militares de raíz. Besamos la diestra imperial, y luego ésta ascendió hacia el Toisón de Oro, despidiéndonos con una mímica parca. Otros príncipes nos pisaban los talones, para repetir el juego ritual.

—Es un fatuo —le confié a Maerbale al salir—, o un tímido.

Tal vez el amo del mundo participara de ambas flaquezas. Volví a acercarme a él al día siguiente, cuando me armó caballero.

Esa noche —procedíamos en Bolonia, precursoramente, como unos turistas que aspiran a aprovechar cada minuto de su tiempo y que, luego de recorrer la galería de retratos históricos, no quieren perderse ni el
dancing
comentado ni el barrio de mala fama— Maerbale fue con Silvio a una casa de rameras. Me propusieron que los acompañara, pero no accedí. Me irritaba que hubieran combinado la aventura sin prevenirme; me irritaba también la amistad, la complicidad que implicaba esa resolución. Si mi hermano ganaba el afecto de Silvio de Narni, me despojaba de lo único que poseía auténticamente, por mis solos méritos, pues lo demás —los honores, el castillo, las vastas heredades— era fruto del azar cronológico… aunque no, también era fruto de un episodio sucedido en el Tíber, de los manoteos de un muchacho que se ahogaba, del silencio de mi abuela; nada mío, si bien se mira, fue fruto azaroso; todo lo conquisté con penurias. Pero Silvio constituía algo especial dentro de mi vida. Quería para mí, para mí solo, a ese personaje flaco, desdentado y temible. Pensé prohibirles que fuesen, pero advertí que eso disminuiría mi autoridad, en lugar de afirmarla, y probablemente robustecería su alianza. El peor de los enemigos es el aguafiestas; y si el aguafiestas es jorobado y las va de mandón, resulta insoportable. Me mordí los labios y, consolándome sin conseguirlo, me dije que al permanecer en nuestra residencia marcaba la distancia que separaba al príncipe del segundón y del paje, pues no debía el duque de Bomarzo andar entre prostitutas; eso quedaba para los de menor responsabilidad y cuantía. Me metí en la cama, abrí el poema de Fracastoro y, sin ni siquiera confesármelo a mí mismo, aguardé su regreso. Los celos, los celos más ruines que son aquellos a los cuales no tiene acceso el amor sino otros sentimientos, más tristes y oscuros, me roían. No logré enfrascarme en la lectura del poema latino, tan inesperadamente dedicado al que sería cardenal Bembo. La historia larga y enrevesada del pastor Sifilo, atacado por la enfermedad venérea porque había ultrajado a Diana, y del trasplante del morbo de América a Europa, llevado por los marineros profanadores, me dejaba impasible. Para mí, la sífilis no eran los discursos de unas ninfas ni las profecías de un pájaro herido, ni las torpezas alambicadas de un pastor, sino las horrendas bubas que había visto en las caras de los soldados españoles e italianos y que las mujeres de nuestro pueblo transmitían con ahínco mortal.

Silvio volvió muy tarde, cuando ya mis nervios no daban más y me aprontaba a salir en su busca, repitiéndome, para no mirar cara a cara las razones de mi zozobra, que podía haberles acontecido algo peligroso. Lo recibí duramente pero mi reacción violenta cedió al observar que venía vendado y que una mancha de sangre enrojecía el lienzo que le tapaba la mejilla. Me narró su singular aventura.

En casa de las hembras se habían encontrado con Porzia, la hija de Messer Manucio Martelli, mi antiguo administrador. Ella y su hermano Juan Bautista —nuestras víctimas del sepulcro de Piamiano— habían huido de la custodia de su padre, poco antes de llegar a Florencia, donde Messer Manucio se proponía revelar el delito a Gian Corrado Orsini y reclamar su venganza. Los mellizos vagaron de pueblo en pueblo, ocultándose en las granjas, viviendo de la caridad de los paisanos. Por fin no les quedó más remedio que usar el cuerpo de Porzia, para mantenerse, y de ese modo se adiestraron en el negocio carnal a una edad en que debían estar estudiando gramática. Alcanzaron así a Bolonia, engolosinados por el anuncio del gran concurso de gente que allí habría con motivo de las fiestas de la coronación, lo cual facilitaría su pobre comercio. La belleza y la juventud de la muchacha llamaron la atención de una mala pécora embaidora que rondaba los mercados, dedicada a organizar entrevistas rítmicas entre personas inquietas, de sexos opuestos, y por ese motivo la niña había terminado en casa de las meretrices, convirtiéndose pronto en su atracción principal. A Maerbale, que como se recordará no había participado en la violación del sepulcro subterráneo, Porzia lo había fascinado con su encanto ingenuo que no había perdido a pesar de ejercer una profesión en la que la ingenuidad suele decolorarse y desaparecer en breve. Estaban, pues, entregados a manejos agradables, cuando Juan Bautista, presumiblemente escaso de fondos, apareció por la mancebía. En poco tiempo, las dificultades de la vida lo habían endurecido. Nadie hubiera reconocido en él al mocito cuya traza delicada se confundía con la de su gemela, y de quien habíamos usado y abusado con tan desenvuelta fruición. Era ahora un hombre de pies a cabeza, y quizás un hombre de cuidado. Traía un espadón sonoro y dos compañeros mayores, de tajo en la cara y blasfemia a flor de boca, y no bien vio a Maerbale y a Silvio, olvidando que el primero había sido el aliado de su padre después de la tropelía, desnudó el acero, cosa que sus edecanes imitaron, y arremetió contra los huéspedes, a quienes ya no les quedaba nada por desnudar. En los relámpagos de las hojas blandidas, Juan Bautista saltaba como una gacela y brillaba como un dios. Mi hermano y mi paje se defendieron débilmente, con unos taburetes, ayudados por otro muchacho que, para su desgracia, compartía sus juegos eróticos. Porzia y las demás meretrices chillaron como si las asesinaran; surgió la ronda; Maerbale se dio a conocer, lo mismo que su socio circunstancial, que resultó ser un Farnese; y los tres bravucones —además de las inocentes
enamoradas
— salieron rumbo a la cárcel por atacar a señores de tanto fuste. Entonces Farnese, Fabio Farnese, muy enterado de los lazos que a Orsinis y Farneses unían, propuso a Maerbale correrse hasta el palacio donde se alojaba, para pasar allí el trago áspero, compensándolo con otro de buen vino. En el palacio encendieron luces, alborotóse la servidumbre, y presentáronse azoradas las hermanas del muchacho: Julia, Yolanda y Battistina, bajo el mando de su padre, el magnífico Galeazzo Farnese. ¡Cuál no sería el asombro de Maerbale cuando comprobó que Julia era la misma doncella angelical cuya hermosura lo había hechizado, desde el florido balcón, cuando regresamos de la visita regia! Relataron un lance confuso, con lansquenetes ebrios de Antonio de Leiva —riñas así sucedían con cualquier pretexto—, y fueron inmediatamente lavados, vendados y agasajados, lo mismo que Silvio de Narni. Se sirvió vino, se hizo música; todo terminó en fiesta. A Galeazzo Farnese le gustaba reír y seguramente intuyó la verdadera causa del desorden, pero eso no hizo más que intensificar su entusiasmo de hombre ya retirado de las lides rijosas, que vive de anécdotas, de reflejos. Con vanidad bonachona explicó a Maerbale que era primo hermano de Pier Luigi Farnese, como hijo de Bartolomé, señor de Montalto y hermano de Julia la Bella, la mujer de Orsino Orsini, aquel de la memorable desventura matrimonial. Claro que eso último no se mencionó. Mientras los caballeros conversaban, las niñas circulaban alrededor, con jarros de vino tibio, con dulces. La sorpresa agrandaba sus ojos claros, violetas (pensé en los ojos de Adriana dalla Roza). Julia tañó el laúd; cantó Battistina; bailó Yolanda. Hablaron después de artistas; mostraron un camafeo que les había tallado Benvenuto Cellini; aludieron a las visitas de Tiziano, el pintor a quien había encargado su retrato Carlos Quinto. Y Maerbale quedó en volver.

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