Escribía un poema en muchas estrofas. Tracé su título,
Bomarzo
, con altas letras adornadas.
Silvio de Narni bajó al
Ninfeo
sus instrumentos astrológicos. Sólo conservó en la altura los destinados a la observación directa del cielo. Sus anotados libros —el
Quadripartitum
de Ptolomeo, los de Trithemius y Agrippa, sobre todo el
De Occulta Philosophia
, y por supuesto la medieval
Tabula Smaragdina
, a la cual se reputaba, entre los alquimistas, como el texto de mayor autoridad— se ordenaron bajo la efigie del
Agatomaidon
, la serpiente egipcia que yo había visto ya en su aposento y que lleva una corona de doce rayos que representan a los doce signos del Zodíaco, en la leonina cabeza. Para mi secretario, la nueva construcción fue un refugio, como para mí. Aunque el remordimiento no lo atormentaba en absoluto, necesitaba aislarse del pasado, del recuerdo de Porzia, a quien vanamente fingía haber olvidado, y el estudio le brindaba una forma de olvido. Regresó, pues, con renovado entusiasmo, a los horóscopos y a la ciencia estrellera, pero pronto no le bastaron a su desazón. Aquél sólo era un paso más, en el camino hacia los arcanos de la magia, y Silvio se internó por la senda tenebrosa. Poseía para ello extraordinarios dones. Cuando lo tomé a mi servicio y comencé a tratarlo, en la época en que se aseguraba que, siendo paje de mi abuelo el cardenal Franciotto, había tenido encerrado al demonio Amón, que me secundó con artes negras, su conocimiento, mínimo y heteróclito, procedía, según él mismo me había confiado, de una propensión innata a familiarizarse con lo sobrenatural y a desencadenar azarosos prodigios. Luego, a medida que en el castillo se afirmaba su posición, la sabiduría de los astros lo deslumbró y quiso poseerla, para leer en la bóveda fulgente el mensaje de los destinos. Pero, después de que Porzia lo abandonó, atraída por la opulencia del duque de Mugnano, sus investigaciones tomaron un rumbo más práctico y concreto. En él revivía el viejo sueño de los alquimistas, el de la Piedra inhallable que transmuta a los metales deleznables en oro. Pensaba, sin duda, que si encontraba la Piedra reconquistaría a Porzia, que con su oro mágico la haría suya una vez más y la humillaría.
Comenzó esa búsqueda espaciadamente, alternando el tiempo que le consagraba con el que dedicaba a anotar los movimientos planetarios y a otras tareas, mas, al cabo de pocos meses, la Piedra Filosofal, el Gran Elixir, la Quintaesencia, se convirtió para él en una obsesión que lo embargó por completo. Consumido, quemado por dentro, surcada la frente de arrugas que ascendían hacia su precoz calvicie, visionarios los ojos, iba de los abiertos libros a los aparatos extraños que había instalado sucesivamente, los tres hornos, el
atanor
y el
kerotakis
, hablando en voz alta, no se sabía si solo, con el demonio Amón o con uno de esos familiares recónditos, como el gallo rojo de Cardano, con quienes los hechiceros departían en su clausura. Únicamente yo tenía acceso al escondite vecino de mi propio estudio; únicamente Juan Bautista y yo conocíamos su existencia, enclavada en el corazón del frívolo
Ninfeo
. Ni siquiera Fulvio Orsini, que a menudo entraba en la habitación barroca donde yo escribía, meditaba o paseaba como enjaulado —pues la índole de sus trabajos me obligó a brindarle la intimidad recoleta de mi refugio—, y que me consultaba sobre la procedencia de tal bronce o de tal trozo de mármol, sospechaba que detrás del muro había un aposento más —aquel, precisamente, en el cual desembocaba el secreto pasadizo— y que, oculto en él, Silvio reiteraba los ademanes ya clásicos de los adeptos del Gran Arte, maniobraba con fuelles y alambiques, alzaba las cucúrbitas, las retortas llenas de líquido destilado, y rozaba o empujaba en sus desplazamientos, con las mangas aleteantes del negro ropón, los sublimatorios, las vasijas en las que se practicaba el
descensum
, los crisoles, los almireces y sus mazos, las ampolletas, las cubetas y los botijos. El vidrio y el metal reverberaban sobre las mesas, y el fuego ardía en los hornos. Cuando el humo escapaba entre los árboles y flotaba como una gasa verdosa, azulosa, los de la aldea pensarían que habíamos encendido una de las chimeneas del
Ninfeo
. Quizás se sorprendieran de la rareza del color que la breve columna difundía, y de su olor punzante. Que pensasen lo que quisiesen, ellos y los del castillo. No iba a inquietarme yo por unas mujeres, por unos poetas, por unos niños, por unos alabarderos, por unos aldeanos.
Frecuentemente dejaba el aposento que rodeaban mis libros y mis objetos extravagantes, para abrir la disimulada puerta que lo comunicaba con el de Silvio. Sus investigaciones me fascinaban cada vez más, al tiempo en que decaía mi interés por el poema que había comenzado con un fervor nada sincero. ¡Si hubiera sido franco y honrado entonces!, ¡si hubiera expresado sencillamente lo que sentía!, ¡ay!, probablemente la literatura italiana del siglo XVI se hubiera enriquecido con la más simple y la más profunda de sus obras… Tuve, delante de mí, la ocasión de la gloria literaria, y no supe reconocerla, no supe cogerla por los cabellos, al paso. Ni tema ni inspiración me faltaban. Adoraba a Bomarzo, que conocía como nadie y cuya esencia se comunicaba hondamente con la raíz de mi sangre, y ansiaba exaltarlo en una obra que uniera para la eternidad nuestros nombres, pero dos circunstancias me trabaron y entorpecieron, impidiéndome realizar un poema inmortal, más inmortal que las victorias del conde de Pitigliano: por una parte, mi superficialidad mundana me hizo sacrificar mi pasión al gusto de la época, y envolver el asunto en una armazón alegórica, de pintados cartones, bajo cuyo enfatismo era imposible captar la grandeza de Bomarzo, su incomparable seducción y su angustia hecha de piedra y de aire, y por la otra mi condición especial de gran señor romano me estorbó también, como si fuera, paradójicamente, otra joroba, y agarrotó mi expresión libre y espontánea, abrumándome de prejuicios estúpidos e insinuándome que el duque de Bomarzo no podía encarar un tema así con directa simplicidad, sino alternando la mitológica pompa que caracterizaba a la centuria, con un dejo irónico que informaría al lector —y singularmente al lector cortesano— de que el duque seguía siendo siempre el duque, aun con la pluma entre los dedos, y que si bien amaba, como era lógico, al lugar que había heredado de sus mayores, no se ofuscaba por el hecho de poseerlo y no pretendía utilizar al verso como una propaganda rimada de su ducado, porque comprendía harto que él, como individuo, como sacra encarnación de la primacía secular de su estirpe, estaba muy por encima del sitio curioso al cual podía ensalzar bondadosamente pero sin que la sonrisa superior abandonara sus labios ilustres y sin que se debiera considerar esa tarea como algo más que un juego palatino, una prueba de su talento fácil y de la gracia que, como todo lo suyo (fuera, naturalmente, de la joroba, y ¿quién se fijaba ya en ella?), reflejaba la divina predilección.
Con esas prevenciones, el poema progresó poco. Escribí mucho y destruí mucho.
Bomarzo
estaba bien construido, pero no valía nada. Resulta imbécil, inexplicable, que en vez de interpretar la misteriosa belleza de Bomarzo, de sus valles, de sus colinas, de sus fogatas, de sus cuevas, de sus rocas, de sus tumbas temibles, que me conmovía hasta el escalofrío y hasta las lágrimas, yo recurriera a las muy trilladas pantomimas de Pomona, de Ganímedes, de Flora y de Adonis, a la repetida contradanza. Como es justo, me aburría, me fatigaba reiterando la masturbación suntuosa. Me desesperaba la certidumbre de que tampoco por esa vía toparía con la gloria que anhelaba tanto —pese a los encomios de mis amigos escritores—, y que sin embargo se balanceaba, como una áurea fruta, a un paso de mí, y en el gabinete de Silvio hallaba lo que había desertado el mío: el calor de una atmósfera de arrebato, de real maravilla, cuyo origen espurio no disminuía la intensidad de su estremecimiento vivificante. Además, como flaqueaba la inspiración y ninguna barrera espiritual me separaba del contorno miserable, acusadoras sombras me visitaban en mi estudio, deslizándose entre los esqueletos de reptiles y de murciélagos que temblaban en la altura. Maerbale, Girolamo, mi abuela, mi padre, Beppo y la ciega Cecilia Colonna rondaban la esterilidad de mi manuscrito. No iba yo a impresionarme a causa de los recuerdos; no iba a intimidarme; se es o no se es un hombre del Renacimiento, y yo lo era cabalmente; pero más de una vez mi ida al gabinete de Silvio tuvo los rasgos de una fuga.
Aparte de ellos, lo he dicho en múltiples ocasiones, la magia me sugestionaba. En su ámbito respiraba a pleno pulmón. Y las experiencias de Silvio de Narni en pos de la Piedra Filosofal que le devolvería a Porzia con más eficacia que la alianza de los demonios, armonizaban demasiado ajustadamente con la tradición de los príncipes obstinados en hallarla, rodeados de alquimistas, moviéndose entre detonaciones, hedores, llamaradas y burbujas para no encandilarme. Ese medio era el que correspondía a quien había traído al mundo una promesa mágica. Acaso ahí, en la habitación que los hornos poblaban de vaivenes escarlatas, se agazapara el Secreto, mi Secreto.
Fueron naciendo mis hijos. El día en que nació el giboso, el giboso Maerbale, lloré, no sé si de dolor o de alegría. Era mi hijo y era mi hermano, mi verdadero hermano. Entre tanto, el mayor, Horacio Orsini, se desarrollaba en hermosura. ¡Cómo me busqué en él! ¡Cómo nos descubrí en él, alternativamente, a mí y a mi hermano Maerbale! Su simpatía —yo nunca, aunque me esforcé, fui simpático— lo aproximaba más a la euforia de Maerbale, a la gracia con que divertía, bailando e inventando mímicas, a mi abuela, pero podía proceder también de la de mi suegro Galeazzo Farnese, de la de Fabio, de la de mis cuñadas, que habían logrado ya sus grandes casamientos, con un Sanvitale de Parma, con el duque de Poli, con Matías Varano, señor de Camerino, y que, cuando aparecían muy de tarde en tarde, en Bomarzo, traían a sus muros torvos un soplo de la vida mundana de Roma y una risa ante cuyos cascabeles se esfumaban los espectros. La hermosura de Horacio era tal, que junto a él los demás retrocedían, descartados. Algunas mañanas, al enterarme de que estaba bañándose en el Tíber, fui a esconderme entre las malezas, para mirarlo retozar como un pequeño dios de Bomarzo, en su espigada desnudez infantil, y así como la risa de Gerolama, de Yolanda y de Battistina conjuraba las malas sombras en el castillo, la bulla y los chapuzones del infante ahuyentaban al fantasma ensangrentado de mi hermano mayor, de la ribera donde lo había sorprendido la muerte. Horacio era un dios, un dios auténtico, y no los que yo acumulaba, ramplones y sentenciosos, cansados como actores viejos, entre los versos de mi poema.
Juan Bautista y Silvio no se hablaban ya. Su antiguo rencor había brotado nuevamente. Juan Bautista no le perdonaba a Silvio la forma en que había vuelto a apoderarse de mí. Recelaba, además, que todo el humo, las cocciones y los filtros en medio de los cuales se debatía, de fracaso en fracaso, la rabia esperanzada del de Narni iban dirigidos contra su melliza Porzia. De ella supimos que tenía ahora, en la propiedad de Mugnano, una compañera inseparable, Pantasilea. La meretriz había entrevisto en el caserón de mi primo Orsini un puerto contra las inclemencias de los años. Entre las dos mujeres esplendorosas, el duque de Mugnano vivía para el placer. La suya era: la corte del placer, dionisíaca, mientras que la mía, con tantos personajes y parásitos célebres, era la corte de la ciencia y del arte. Admito que en distintas oportunidades sentí la añoranza de una existencia como la suya, infinitamente más divertida que la que yo había escogido. Pero así era: yo la había escogido, yo había resuelto ser el culto, el refinado duque de Bomarzo, el esteta de la educación florentina; había resuelto modelar esa figura mía para lo porvenir, que triunfaría sobre mi joroba: la del duque componiendo su poema melodioso al calor de sus devotos intelectuales; la figura del duque distante, espiritual, sapiente; y de nada me servían las nostalgias. Claro que Violante, Fabio y Segismundo continuaban frecuentando mi círculo, y que con ellos me desahogaba, aun sensualmente, despojándome de la armadura que yo mismo me había forjado. Pero no los amaba. No amaba a nadie. Silvio no pasaba de ser mi cómplice; ni siquiera era mi amigo… A Julia la miraba, remota, cuando iba entre las filas de álamos y los jarrones de laureles, como hecha de bruma, o como si, a semejanza de la pobre Cecilia Colonna, fuera ciega y no pudiera verme. Ésa era la impresión atroz que me embargaba, no bien la poseía en el lecho donde su miedo y su rencor se disfrazaban de sumisa indiferencia: la de que no me veía, la de que, desde que había ceñido con sus brazos fugazmente a Maerbale, no me había vuelto a ver. Y no la quería. Su desprecio me cohibía demasiado, estaba demasiado a flor de piel, para que pudiese quererla. Antes, cuando me estrechaba contra su cuerpo, eludía mi giba; ahora sus manos se posaban sobre ella como tarántulas, recordándome que mi joroba seguía ahí y que nunca, ni aun en la embriaguez de la voluptuosidad, me desembarazaría de su peso. No quería a nadie…
Ah… pero sí, a alguien quise, a alguien quise entonces, con un sentimiento singular, confuso, vagamente incestuoso —alguien a quien Julia prefería también, porque su instinto materno discernía tal vez su esencial diferencia, que yo no alcanzaba a precisar—, y fue a ese niño que corría, esbelto, danzarín, por las callejas de la aldea, rumbo al valle y al bosque, a ese niño que se me parecía tanto, que era como mi imagen perfeccionada, pulida, como la proyección poética del retrato de Lorenzo Lotto. A Horacio Orsini. Oía el galope de su caballo, cuando partía con mis primos que le enseñaban a adiestrar halcones, y me golpeaba el corazón. Salía, con la pluma de ganso en la diestra, a la terraza del Ninfeo, y observaba a la distancia su delicada silueta que traía a mi memoria la de Girolamo, ágil, gentil, airosa. Y ya se desvanecía, como un silfo, en la reverberación lejana de los diamantes que chispeaban en el estoque, en la gorra, en el collar de Orso, en los guantes de Segismundo que se levantaban hacia el parche negro, como si en pleno día se apagaran y encendieran las luciérnagas de la espesura.
—¡Adiós! —le gritaba—, ¡adiós!
Y así como Julia no podía verme, Horacio no podía oírme. Entonces, repugnado ante la idea de regresar a la tarea que me había impuesto, ascendía lentamente hasta el castillo. Madruzzo estaba comentando el casamiento de Victoria Farnese, hija de Pier Luigi, con Guidobaldo de Urbino. El título de duque de Sanseverino, que hubiera estremecido a Stendhal, había sido otorgado a Octavio Farnese y a sus sucesores. ¡Siempre los Farnese! Y, ¡qué poco me importaban! O si no, se trataba del nacimiento de Alejandro Farnese, hijo de Octavio y de Margarita de Austria, nieto de Pier Luigi y de Girolama Orsini, nieto también de Carlos Quinto, bisnieto del papa Pablo III… ¡Cuántos prestigios acumulados sobre una sola cabeza! Yo los escuchaba desganadamente. Algo había que hacer, sacudirse, desentumecerse. Puesto a la ventana, abarcaba el paisaje que cruzaban los murciélagos, aguardando la vuelta de Horacio Orsini y de los cazadores. Era lo que había hecho en Bomarzo, desde muy pequeño: aguardar, latiéndome el corazón, la vuelta de los cazadores.