Bomarzo (33 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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El crepúsculo incendiaba las malezas y las peñas con flavo resplandor. El sitio vibraba, como bajo la acción de un hechizo. Las salpicaduras leonadas y violetas que el ocaso distribuía sobre las rocas, las metamorfoseaba en felinos y en gigantes, como si la naturaleza ensayara, premonitoria, lo que ese paraje sería alguna vez por obra mía. Cantaban los pájaros, transmitiéndose mensajes cristalinos, y la brisa empujaba, desde las viñas y las huertas, perfumes suntuosos. Nos limpiamos como pudimos, nos lavamos en el arroyo, y regresamos al caserón lentamente.

—Ha de ser una construcción muy antigua —le expliqué a Silvio—; acaso del tiempo de los barones longobardos.

—Nos conviene haberla descubierto —me respondió—. Tal vez un día tengamos que utilizarla.

Por su tono entendí que descontaba que nuestros destinos eran inseparables, y eso, que hubiera debido aportar cierto sosiego a mis perspectivas de soledad melancólica, me irritó.

De vuelta a la sala paterna, para afirmar que ni ese hallazgo, ni la ceremonia mágica de la terraza y su triángulo hermético, ni nada de lo que de mí conocía, le otorgaban mayores títulos de intimidad (lo cual no era cierto, pues la verdad es que, aunque yo no lo quisiera, estábamos ligados por lazos fuertes), le ordené que me dejase. Obedeció de mala gana. Sin duda ardía, como yo, en deseos de examinar los pergaminos que yo continuaba aferrando y que enrojecía mi sangre.

Me encerré, pues, y fui desplegando sobre la mesa los manuscritos. En uno de ellos, Gian Corrado había confeccionado —seguramente en un momento de jactancia— la lista de sus posibles vástagos de adulterio. Eran doce, y el nombre de la madre, campesina de Bomarzo o servidora de los castillos próximos, figuraba junto a cada uno. Beppo estaba entre ellos. En el texto siguiente, el condottiero había detallado lo que su suegro le adeudaba todavía en concepto de dote: 1.200 ducados. Luego había dos cartas iguales, dirigidas la una al papa y la otra al cardenal Orsini. Mi padre declaraba en ellas su voluntad de que, si Girolamo fallecía antes de sucederlo, sus prerrogativas y sus bienes pasaran a Maerbale. «Mi hijo Pier Francesco —expresaba— carece de las condiciones morales y físicas que exige la sucesión. Espero que Maerbale usará la firmeza que le impongo para recluirlo en Bomarzo. Que Dios nos perdone y que la gente olvide que Pier Francesco existió nunca». El último pergamino contenía el horóscopo de Sandro Benedetto que me auguraba vida eterna. No es difícil, dado su carácter, que mi padre lo incorporara a sus preciosos escritos, por burla. El miniado diseño era muy hermoso. Las imágenes alegóricas de Marte, de Venus y de Saturno se entrelazaban con las líneas que correlacionaban las influencias de los astros, sobre letras hebreas. A un lado, mi padre había escrito: «Los monstruos no mueren».

Permanecí largo tiempo, tal vez horas, delante de los pliegos. El duque anterior se había propuesto desheredarme por indigno, recurriendo para ello a la autoridad del Sumo Pontífice, que nuestra tradición güelfa acataba como infalible, lo mismo en lo material que en lo espiritual. ¿Por qué, entonces, no había regresado a Bomarzo, después de la muerte de Girolamo? ¿Se habría arrepentido? ¿Habría postergado, semana a semana, la vuelta que acarrearía mi destrucción? En lugar de desesperarme, me alegró esa prueba final de su odio, que refirmaba tantos indicios anteriores. Ni el fantasma de Girolamo ahogado en el Tíber, ni el de mi padre, vagando sin rostro por las cuadras del castillo, podían inquietarme ya. Al contrario, aquellas dos cartas me infundían ánimos para cumplir algo tan único que borraría sus memorias y que mostraría a los hombres sorprendidos de qué era capaz Pier Francesco Orsini. Encendí fuego en la chimenea y quemé los documentos. ¿Qué me importaba la docena de rústicos que Gian Corrado me había dado por hermanos adulterinos?, ¿qué me importaban las cartas con las cuales se había pretendido despojarme de lo mío, de ese Bomarzo que era más mío que de ningún otro? La fogata creció, devorando miserias. Corté cuidadosamente la inscripción que mi padre había añadido al horóscopo y la arroje al fuego.

Doblé el dibujo de Benedetto y lo guardé en la gaveta que custodiaba nuestras ejecutorias y las informaciones de las proezas de los Orsini. Haría copiar la pintura anunciadora, en un fresco que cubriría una de las paredes del castillo, en la sala de más aparato: la desnudez de Venus, el yelmo de Marte, los músculos de Saturno agrícola, el arco de la Luna, la áurea risa del Sol. Ese escudo me pertenecía sólo a mí y era más bello que los restantes.

Entré en la habitación de mi abuela, para rogarle que me curara las heridas. La estancia semejaba un taller de alfayates antiguos. Las mujeres se habían retirado, dejando en desorden la iniciada labor, para proseguirla al día siguiente, y por doquier se veían retazos de las ropas que Maerbale y yo tendríamos que usar en la coronación de Carlos de Habsburgo. Torpes diseños, explayados sobre los taburetes, servían de modelos. Mi manto rojo, arcaico, larguísimo, de rey mago, y el bonete con la media corona ducal, vestían a un muñeco improvisado. Se notaba la astucia artesana (y cortesana) con que las mujeres habían tratado de disfrazar mi joroba, agregando más y más pieles a un costado de la espalda. Me adelanté hacia mi abuela, entre el desbarajuste de adornos, pisando terciopelos, y le dije que había caído del caballo, en un zarzal. Necesitaba que me cuidaran, que me mimaran. Los gatos blancos se apretaron contra mí, acentuando los suaves ronroneos, y ella, a pesar de su mucha vejez y fatiga, se afanó con paños mojados, murmurando palabras de consuelo.

—Vicino… —suspiraba—, pobre Vicino…

Me adormecí en sus brazos. Soñé —siempre soñaba— que Marte y Venus me conducían por un corredor penumbroso. El olor a carroña daba náuseas. Llevaba en la cabeza mi corona de oro. La mano de Venus era firme como la de un hombre, y la de Marte, delicada como la de una mujer. Al término del camino, me aguardaba el esqueleto, y yo, sin miedo alguno, me tendía junto a él, hasta que, poco a poco, iba desapareciendo, como si el esqueleto me absorbiera, y me iba transformando en él, de modo que ambos constituíamos una sola masa tétrica. Mi diadema era sustituida por la suya de flores marchitas. A través de sus cuencas vacías miré a los dioses, al guerrero y a la enamorada que me sonreían, inclinándose ante el coronado señor que, como si se asomara a un palco de enrejados huesos, los contemplaba, más allá de la muerte.

IV
JULIA FARNESE

Iban y venían las hormigas, por todos los rumbos, entre los hormigueros italianos. Procedían en filas ondulantes. Cuando sus caravanas se cruzaban, se detenían a saludarse y a parlamentar, y luego seguían andando con sus cargamentos multicolores. Para Dios —y ahora para mí también que reveo aquel afán desde una distancia que nivela orgullos— los estandartes parecían briznas, y los armados señores eran como insectos que brillaban al sol invernal. Subían y bajaban por las colinas; entraban en los desfiladeros; cruzaban bosques; vadeaban ríos, hormigueando. ¿Era aquello una hojita verde, o era un palio? Y aquello otro, ¿era una ciudad con muchas torres, o una piedra caída entre la hierba? Iban y venían, acarreando cosas resplandecientes, pero se notaba que lo hacían sin gozo, obedeciendo a órdenes, a costumbres, a vanidades. Uno de esos hormigueros se llamaba Bolonia y había en él una hormiga especial llamada el Emperador. Sus infinitos súbditos acudían a rendirle homenaje, y sus cortejos se atravesaban constantemente, con briznas, con pendones. Llegaban de los extremos de Europa, rezumando rencor, desconfianza y avidez. Los hombres-hormigas, coruscantes, que relampagueaban en las carreteras de Italia, no le perdonaban al jefe extranjero que se aprestaban a coronar, el saqueo que habían sufrido en Roma, o la destrucción que continuaba sufriendo Florencia, y, si se contaban entre los enriquecidos por el pillaje, consideraban que sus servicios valían mucho más que las ventajas que habían logrado y que se afirmaban en las robadas joyas que lucían. Se paraban a beber en las tabernas, en las ciudades surgidas en las rutas, y los bodegoneros abrían tamaños ojos ante sus collares y ante las cruces preciosas que titilaban en sus sombreros emplumados. El papa, en cambio, el que ceñiría la corona a la Sacra Cesárea Majestad, debía bajar los párpados para no ver aquellos despojos de la Iglesia de Cristo que afluían sin cesar a Bolonia, exhibidos insolentemente. Y los enemigos más acérrimos del Vaticano, vasallos también de ese mismo emperador que tenía tantos bienes como problemas, tampoco estaban satisfechos, porque el príncipe se erguía delante de ellos como el verdugo de las extrañas ideas religiosas que alimentaban y que empezaban a roer al mundo nuevo. Tan inseguro resultaba todo, tan frágil, que ni el papa ni el emperador se habían atrevido a realizar las ceremonias en la vieja Roma, cubierta de recientes cicatrices, muchas de las cuales sangraban todavía, y que Clemente VII de Médicis, para dirigirse a Bolonia, había dado un rodeo evitando a su Florencia natal donde se execraba su nombre asociado a los de los sitiadores.

También la evité yo, con mi séquito. Era éste bastante nutrido. El cardenal ocupaba el coche de mi abuela que constituía uno de nuestros mayores lujos, a pesar de que carecía de muelles, pues en Florencia, por ejemplo, sólo en 1534 —o sea cuatro años más tarde— aparecieron los primeros carruajes, introducidos por las damas de la casa de Cibo. Sobre su techo crujiente, acomodóse parte del equipaje. El resto llevábase en un carro y en mulas. Nosotros —Maerbale, Messer Pandolfo, mis jóvenes parientes Mateo, Segismundo y Orso Orsini (la flor de los amigos de Girolamo que, mal que les pesara, tuvieron que acompañarme); los pajes encabezados por Silvio y los hombres de armas, formando un total de treinta personas— fuimos a caballo. En Bomarzo había dejado, en lugar de Manucio Martelli, de cuya suerte nada se conocía, a un nuevo administrador, Messer Bernardino Niccoloni, probablemente ansioso de medrar desfigurando números.

Durante el viaje, quizás lo más digno de ser tenido en cuenta fueron los esfuerzos de mis primos por ganarse mi buena voluntad. Yo era, a los dieciocho años, el jefe de la familia, y su destino de allegados pobres dependía de mi decisión. Me divertí observando los diplomáticos prodigios con que los tres trataron de aventar el odio que yo había acumulado contra ellos, en la época en que rodeaban y adulaban a Girolamo y conquistaban su simpatía a mis expensas pues sabían que el camino más cómodo para complacer a mi hermano mayor era vejarme. Ese cambio de táctica y de baterías, impuesto por la modificación de posiciones y por mi inesperado y veloz acceso al dominio, resultaba harto difícil de lograr, por no decir imposible, y ni siquiera su maravillosa astucia italiana, rica en heredadas sutilezas hipócritas —única herencia que poseían— lograba imponerse en seguida sobre lo delicado de la situación, porque los acontecimientos estaban demasiado próximos y habían sido demasiado intensos para que pudiéramos disimularlos. Después de la muerte de Girolamo, a quien habían servido como lacayos desde la niñez, obedeciendo los consejos de sus padres y sus propias inclinaciones lúbricas que condecían con el carácter y los gustos del presunto sucesor —cuyo cadáver habían llevado a la tumba como si con él enterraran el oro prometido de sus esperanzas— se me habían acercado tímidamente. Los gallos de ayer eran hoy dulces palomas. Imagino sus conversaciones, sus intrigas, en sus casas destartaladas del valle, ornadas con el repetido escudo de Orsini, que regía la sombra roqueña de Bomarzo. Imagino sus cálculos, su angustia. ¿Qué podían aguardar? ¿Cómo debían proceder para seducirme, para que el duque olvidara, mientras suplían las injurias con la abyección? Mateo, Segismundo, Orso… los tres algo mayores que yo; los tres, primos entre sí y primos segundos míos; los tres morenos, magros, lacios, nerviosos, inseparables, compensando con la elegancia de los ademanes la modestia de la ropa que se ennoblecía con algún regalo —broche, tahalí o pluma— de Girolamo; los tres hambrientos de rapiña y de prestigio; valientes cuando la guerra lo exigía y cobardes cuando lo había exigido la tortura del jorobado. Cabalgaban junto a mí y, aun sin mirarlos, yo sentía que sus ojos lobunos ardían en la oscuridad, como encendidos carbones cuya combustión se unía a la de las hachas humeantes. Cuando nos deteníamos, se deslizaban de los corceles y bregaban el honor de tenerme el estribo. Eran especuladores, soportarían mucho por ambición, mas también eran temibles: secretos, intrincados y peligrosos como el corredor oculto de Bomarzo. Conversaban poco, ignorando qué cuadraba decir, y vigilaban las palabras sueltas, perezosas, que yo les arrojaba como huesos. Si advertían que les cerraba todas las puertas, se conjurarían con Maerbale y me dejarían tendido a puñaladas. Al mismo tiempo que ellos jugaban su juego escabroso, yo debía jugar el mío, darles a entender que me habían ofendido y que la cólera del señor entraña riesgos imprevisibles, pero insinuarles también que mi magnanimidad grandiosa implicaba el enigma de ventajas futuras que había que merecer. Más atrás, Maerbale me espiaba, como Beppo. En aquella época los muchachos maduraban vertiginosamente. Se vivía rápido, porque en cualquier momento, a causa de un relámpago acerado, se podía cesar de vivir. Todo ello me distraía de otros pensamientos, como la inquietud que me provocaba mi próxima presentación ante Carlos Quinto, y me hacía paladear a pequeños sorbos el vino de una triste victoria. Mientras anduviéramos en grupo, flanqueados por mi escolta, nada tenía que temer. En medio de los tres lobos acechantes, yo debía parecer un osezno, con mi
lucco
, mi forrado tabardo florentino al que había mandado añadir, sobre la espalda, para esconder mi giba, un ancho cuello de pieles. Me había convertido, miméticamente, de tanto andar entre osos de piedra, de madera, de terciopelo y de oro, en un osezno. Los animales sagrados de los
editus Ursae
protegían así al duque de Bomarzo, comunicándole una ficción de fortaleza. Sólo me quitaba aquella ropa cuando, fatigado de cabalgar y de que me dolieran las coyunturas, compartía el coche con mi abuelo. Me echaba entonces el ropón sobre las rodillas y leía
El Cortesano
de Baltasar de Castiglione, manual de las buenas costumbres del Renacimiento. Hubiera querido ser intachable como si, al hacer mi reverencia ante el papa y el emperador, todos los Orsini, desde el hipotético general Caio Flavio Orso, me estuvieran juzgando.

Nos paramos de noche en Forli, en una posada. Dispuse que se descargaran los equipajes y le entregué a cada uno de mis primos un traje nuevo, rojo, plata, oro, y verde, nuestros colores. Los recibieron con algazara de entusiasmo, pues eso los redimía de la penuria de presentarse en la corte como unos desamparados, y les sugerí la probabilidad del perdón. Comimos juntos, con el cardenal, Messer Pandolfo y Maerbale, en el ajetreo del hostal lleno de gente que acudía a las fiestas de Bolonia. Desde una mesa de prelados jóvenes, nos sonreían las meretrices. Silvio pasó las fuentes. Mis primos hablaban con cautela del emperador; de los beneficios de la Paz de las Damas, firmada entre su tía Margarita de Borgoña, y Luisa de Saboya, madre de Francisco I; hablaban de la devolución de Milán a los Sforza, como gobernadores imperiales; hablaban de los sucesos de Florencia; de los proyectos de César sobre Hungría; de los luteranos; del corsario Barbarroja. Tanteaban el terreno y me atisbaban de hito en hito, detrás de las manos enrejadas, rompiendo el pan, pasándose los jarros, poniéndose de pie para escanciarme, con una mezcla de homenaje y de familiaridad. Como no penetraban el curso de mis ideas políticas, mientras conocían muy bien, en cambio, cuáles habían sido las de Girolamo, pronto a cualquier concesión provechosa, no se aventuraban a opinar, desenredando el ovillo inventado por el papa y el emperador. Reían y dejaban de reír repentinamente. Yo pronunciaba frases escasas, a menudo sin sentido, y los miraba en el fondo de los ojos. Adivinaba que se estrujaban los sesos por comprenderme, por captar el oráculo, la voz señera del castillo, del oso con joroba. Aunque los detestase, era imposible no admirar la hermosura de los tres, acentuada por la tensión que les alargaba hacia mí las facciones, que les quemaba los ojos negros, que les hundía las uñas en la mesa.

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