Combiné la profanación, aleccionado por Silvio. Con un pretexto, valiéndome de mi autoridad, envié a Manucio a Rieti, por el día, y no bien partió a la siesta, invité a los mellizos a que visitaran con nosotros las tumbas etruscas del lado de Piamiano. Picaba el sol y allá fuimos, aprovechando que en el palacio y en el pueblo dormía la gente y que no tropezaríamos con intrusos. Nos abrazábamos furtivamente en el camino, riéndonos, descalzándonos para hundir los pies en el agua, comiendo frutas del cesto que llevábamos. Encendimos una antorcha para iluminar la oscuridad fría del sepulcro. Sentíamos, pegados contra nosotros, temblar a los mellizos, de miedo, de inquietud, de espera. Alrededor, las fragmentarias pinturas de los héroes desnudos nos contemplaban con sus ojos carcomidos que la humedad leprosa tornaba más irreales. Lo mismo que en la capilla de Benozzo Gozzoli, plásticas figuras me rodeaban en el subterráneo con su quieta morbidez, y ahora las dos escenas se superponen y complementan en mi memoria, por virtud de esas decoraciones distintas y análogas, como indicándome que en el Renacimiento hasta los sucesos abominables, si no se justifican en sí mismos, por lo menos se metamorfosean y embellecen estéticamente, como parte de la cresta de una gran ola triunfal que cubre todos los actos y amalgama en su promiscuidad lujosa a lo culpable con lo glorificador. Pero en el palacio florentino, la cabalgata de los Reyes Magos, testigo de mi angustia novel frente a Nencia, había puesto al episodio un marco refinado de áurea cortesanía, mientras que en el ámbito de los duques Orsini los frescos primitivos de Etruria intensificaban con su rudeza ritual y brutal el frenesí de la violación; y lo que destaca cuán rápido fue mi progreso en esas lides, es que mientras que entre los dioses mundanos de Florencia yo había sido el poseído, fui el posesor entre los dioses impetuosos de Bomarzo.
Huían por los muros de la necrópolis las arañas, las bestezuelas silenciosas. Un sapo se hinchaba en una esquina. Como éstas son las memorias sinceras de un señor cautivo del Diablo y no una novela pornográfica —aunque no sé de qué modo las clasificará la imprevisible censura actual— no abundaré en pormenores. Sólo diré que, por la expresión espantada de los mellizos, me percaté, cuando caímos en la tierra húmeda, de que me había equivocado al pensar que ya estaban sazonados para la aventura definitivamente. Sus pupilas iguales se dilataron por igual en el penumbroso reducto que la Muerte regía. Y diré que sus cuerpos magros, color arena, de caderas enjutas, eran tan iguales que costaba reconocerlos a la escasa luz. Al aflojar el enlazamiento, ambos escaparon, como dos animalitos, y Silvio y yo quedamos tendidos sobre la tierra. Apagóse la antorcha, y las arañas, una a una, regresaron a la paz de los rincones, a tejer de nuevo, encima de los rostros inmutables de los etruscos, sus velos de bruma.
No contábamos con lo imprevisto que, por lo demás, suele producirse en estos casos en la misma forma que aquella vez. No contábamos con que Messer Manucio Martelli, amodorrado por los vapores de la siesta, a la cual renunció con mil suspiros, olvidaría ciertos papeles imprescindibles para sus transacciones en Rieti, y tendría que volver grupas al caballo cuando ni siquiera había alcanzado a Narni. Mientras buscaba los documentos en sus gavetas, llegaron a la casa del escudo, furtivamente, Porzia y Juan Bautista y tropezaron con él. Su aspecto, su desorden, sus lágrimas, su rubor, fueron más elocuentes que sus balbuceos contradictorios. En escasos minutos, Messer Manucio los obligó a confesar. El buen hombre quedó anonadado por el horror. Jamás se le había ocurrido que algo así pudiera acontecer por culpa de sus amos. Ni siquiera había imaginado, en su sencillez limitada, que cosas así sucedieran. Si en alguna ocasión había oído mentar hechos semejantes, sin duda pensó que los narradores exageraban y que, de cualquier modo, ellos constituían algo remoto, casi fantástico, el triste privilegio de las cortes disolutas, pero que eran imposibles en Bomarzo, en un lugar sano y simple, poblado por gente que sólo vivía para trabajar y honrar a Dios. Su sensibilidad de aldeano burócrata no captaba la inusitada atmósfera sensual en la que Bomarzo estaba prisionero y que era como una de las telarañas de los sepulcros próximos, viscosa y viejísima, urdida a lo largo del tiempo con hilos etruscos, romanos, bárbaros y, más recientemente, entretejida con las hebras áureas de los Orsini, una malla de filamentos oscuros que de repente chisporroteaba y que se balanceaba entre el castillo y las tumbas, entre el Tíber y las rocas, y sofocaba al lugar con su trama eterna.
Probablemente lo primero que decidió fue acudir al palacio, a pedir justicia a Diana Orsini y al cardenal, pero pronto abandonó la idea porque mis abuelos eran demasiado ancianos para que se les planteara el problema y dictaran el castigo. Conocía la debilidad con que mi abuela encaraba cuanto se refería a mí, y Franciotto no servía ya de nada. Además, para él, el señor seguía siendo Gian Corrado, y el condottiero estaba a la sazón guerreando frente a las fortificaciones de Florencia, entre las huestes mandadas por Clemente VII a recuperar la ciudad para la familia del pontífice. Tal vez habrá vacilado, sin resolverse, abrumado por el dolor y la perplejidad, hasta que acordó partir con sus hijos hacia Florencia. Le abrió su corazón únicamente a Maerbale y éste tomó partido y optó por acompañarlos, calculando quizás que de todo ello sacaría alguna ventaja, pues cuanto contribuyera a ennegrecer mi figura ante mi padre —harto propenso a fallar contra el vástago que odiaba— redundaría en beneficio del menor de los Orsini y contribuiría, vaya uno a saber cómo, a robustecer las ocultas pretensiones al ducado que nutría seguramente desde que había renunciado al capelo.
De noche, pues, como unos salteadores, salieron de Bomarzo. Los mellizos irían llorando en silencio. Ataron a los cascos de las cabalgaduras unos paños, para que no se los oyese, y sólo por la mañana, cuando Silvio se asomó a la ventana de Porzia, a recoger las impresiones de la aventura y a proyectar la manera de prolongarla esa tarde en mayor escala, se enteró de la partida de los Martelli y de que Maerbale se había ido con ellos. Dedujimos de inmediato lo sucedido y que galopaban en pos del condottiero. Eso, como se supondrá, me sumió en las más terribles zozobras. Gian Corrado poseía ahora una razón más para regresar a su castillo, armado del rayo justo, y fulminar a su despreciado sucesor. Un instante pasó por nuestras mentes la idea de la fuga, pero la rechazamos en la certidumbre de que la cólera paterna nos alcanzaría donde nos escondiésemos. Pesamos también el pro y el contra de comunicarle la situación a mi abuela, presentándola con los tonos más propicios para ganar su alianza, y nos inclinamos al fin por callar, pues la materia del asunto era demasiado ardua para que se la expusiésemos a una mujer de noventa años… o a ninguna mujer. Después de todo, no resulta fácil decirle uno a su abuela que ha intervenido en los manejos que nosotros habíamos usado con los mellizos, por mucho que se aderecen los detalles y muy indulgente y moderna que sea la interlocutora. Esperaríamos. Enfrentaríamos la borrasca. Negaríamos las acusaciones. Sostendríamos que eran inventos de Maerbale, con la complicidad de unos niños, para desplazar a su hermano. Y en cuanto a esos niños, era arduo predecir cómo reaccionarían. En el primer momento, sorprendidos, nos habían traicionado, pero ahora, más serenos, acaso nuestro influjo operase y recuperásemos el dominio que los había hecho nuestros. Había que esperar. ¿Qué podía acontecer?, ¿qué era lo peor que podía acontecer? Gian Corrado no se atrevería a matarme. No era ningún santo. Su biografía estaba sembrada de episodios peores que el que me enrostraría. O tal vez me matara… Tal vez me encerrara con el esqueleto y me dejara morir allí, de hambre, y de angustia. Huir… implorar el socorro de Hipólito de Médicis… El brazo de mi padre se prolongaría, armado de hierro, sobre el palacio del cardenal. Los Médicis no podían rehusarle nada a su amigo. Ocultarnos en Narni… Sería estúpido. Mi joroba me delataría siempre.
Esperamos hasta la noche. Tarde ya, cuando nos aprestábamos a dormir —o a no dormir, a desesperarnos; dormíamos juntos, en el mismo lecho, de acuerdo con la promiscua costumbre de la época—, me arriesgué a dar el gran paso. No me quedaba qué perder. Ningún arbitrio humano sería capaz de ayudarme. Restaban los otros arbitrios, los que no dependen de los humanos. En la oscuridad, medio cubierta la cara por las sábanas, con voz insegura le revelé a Silvio lo que Palingenio me había referido en la carretera de Roma, el encuentro con los demonios, y le pedí que, si sabía hacerlo, invocara su auxilio. Sonó entonces, en la profundidad del parque, el grito de un ave extraña. Salimos a la ventana, pero nada se veía entre las densas sombras. La ventana de mi abuela se iluminó súbitamente y la anciana apareció en su recuadro encendido, con una toca blanca. Agitó los brazos como un títere.
—¡Un pavo real! —exclamó—, ¡hay un pavo real en el jardín!, ¡lo he oído gritar!, ¡qué lo busquen!, ¡mala suerte para los de Bomarzo!
Flamearon algunos hachones, que se pusieron a brincar locamente. En el terciopelo enlutado de la campiña que apenas acusaba las formas del paisaje bajo su funda tétrica, brillaban las luciérnagas como diamantes esparcidos, y era como si la noche arrastrara su manto por el suelo.
—No se lo ve —decían los servidores—. No hay nada.
—Debió ser una ilusión —comentó una voz de mujer.
—No hay ningún pavo real —apuntó Messer Pandolfo—. Es la noche que gime. La noche gime como Dido:
Quid moror
?, ¿para qué seguir viviendo?
Pero nosotros lo habíamos oído, como Diana Orsini. Retrocedimos lentamente hasta el centro de la habitación y Silvio prendió las velas de un candelabro. Nos cubrimos porque estábamos desnudos.
—Mala suerte para los de Bomarzo… —murmuré, repitiendo las palabras fatales de mi abuela.
—Haré lo que pueda —susurró Silvio—. Hoy es miércoles, día de Mercurio, en que Eva engendró a Caín, día adverso. Tengo lo necesario: una rama de avellano salvaje que corté con un cuchillo nuevo, hace dos días, en momentos en que el sol aparecía en el horizonte. Habrá que traer dos cirios benditos.
Comprendí entonces la razón por la cual, de repente, abandonaba el lecho al alba. Iba, como los brujos herbolarios, a buscar las plantas de los conjuros. Me eché el ropón florentino sobre la carne y descendí a la iglesia. De camino, descolgué del clavo del cual pendía, junto a la puerta de la habitación de mi padre, la gruesa llave del templo. Salí después del castillo, atravesé la plazuela y entré en la iglesia, iluminándome con una farola. A ambos lados del altar mayor, ardían en la penumbra unas lámparas tenues. De una parte, a la izquierda, estaba el cuadro de la Virgen que distribuía rosarios a los señores de nuestra estirpe, y que yo aborrecía tanto, porque mi padre había hecho pintar a Girolamo y a Maerbale a sus pies, excluyéndome. De la otra, se desdibujaba el óleo de San Sebastián, su lívida desnudez flechada destacándose sobre un fondo azul. En ese altar había siempre cirios. Pasé, sin mirarlas, delante de las reliquias de San Anselmo, que se veneraban en un túmulo de piedra, y tomé dos velas. La sombra de mi joroba caía sobre las losas de la nave, como un fardo negro.
Me explicó que emplearía las fórmulas del
Sanctum Regum
y que no garantizaba su eficacia.
—Sería más propicio —añadió— bajar a la zona de los sepulcros, pero tenemos que apurarnos. Lo haremos en la terraza.
El muchacho me pareció inopinadamente muy viejo. Hundiéronse más todavía las líneas profundas que le marcaban el rostro, a los costados de la boca. Sacó un frasco de una alacena y lo estudió a la luz. Contenía un líquido aceitoso.
—No olvides los cirios, señor Orsini.
Yo oficiaba de criado ahora. Salimos de nuevo a la terraza. La espesura de sombras comenzaba a aclararse, perfilando suavemente los contornos. Chistaban las lechuzas en los parapetos. Silvio se desnudó completamente, y su cuerpo huesudo, escuálido, sin gracia, brilló como un largo marfil. Con el aceite, dibujó en el suelo un triángulo, y puso a ambos lados los dos trozos de cera bendita. Temblaron dos breves corozas de fuego sobre los pabilos. Debajo de la figura, escribió el monograma sacro IHS, flanqueado por varias cruces. Luego entró en el triángulo, levantando la rama de avellano salvaje. El ritmo de su voz onduló con cadencia monótona. Se oían, en las pausas de la invocación, los llamados de las lechuzas, el aleteo de los murciélagos y, de vez en vez, el trino purísimo de un pájaro que ascendía de los valles, saludando la agonía de la noche. La noche negra y hermosa me recordó a Abul. Era como si Abul estuviera con nosotros.
—Emperador Lucifer, señor de los espíritus rebeldes, te ruego que me seas favorable, mientras convoco a tu ministro, el gran Lucífugo Rofocale. ¡Oh Astaroth, gran conde, séme favorable también, y haz que el gran Lucífugo se manifieste con traza humana y me conceda, por el convenio que he sellado con él, lo que deseo! ¡Oh gran Lucífago, te ruego que dejes tu morada, dondequiera se encuentre, y que vengas a hablar conmigo! Si te niegas a venir, te obligaré por la fuerza del Dios viviente, del Hijo y del Espíritu. Acude pronto, o te atormentaré eternamente por el poderío de mis graves palabras y por la gran Clave de Salomón, que el rey utilizó para obligar a los espíritus rebeldes a aceptar su pacto. Lo exijo. Aparece en seguida o te acosaré con la fórmula todopoderosa de la Clave: Aglon Tetragram Vaycheon Stimulamathom Erohares Retragsammathon Clyoran Icion Esition Existien Eryona Oera Erasyn Moys Meffias Soter Emmanuel Sabaoth Adonai, te conjuro, amén.
Su tono crecía en la vaguedad del amanecer y temí que alertara al palacio dormido. Cesaron los rumores. La noche, como un monstruo inmenso, escuchaba. Los fantasmas etruscos se habrían incorporado entre las rocas. Ya se distinguía, en la terraza, la osamenta de los andamios.
—Está aquí —me dijo, estremeciéndose—. Tú no lo ves, pero está aquí.
Me incorporé y escudriñé las masas lóbregas que nos rodeaban y que se movían en el palpitar de los cirios. El sudor me corría por la cara. Maquinalmente, apreté el anillo de Benvenuto Cellini, mi talismán.
—Obedéceme —comandó Silvio de Narni—, obedéceme, demonio, por la virtud del pacto. Socórreme. Que Messer Manucio Martelli no consiga llegar hasta el duque. Socórreme. Que el duque no sepa nunca lo que sucedió en la tumba de Piamiano.
Una voz rauca, que me erizó los cabellos, y que pudo ser la de Silvio, disfrazada, respondió: