Bomarzo (32 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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—Gian Corrado anda por el castillo —me respondió al fin— y no es el único que ha venido a agitarnos. También anda por aquí Girolamo. La casa está embrujada. Quisiera morirme hoy, ahora.

Los gatos volvieron a brincar sobre el lecho. Eran tan cautelosos que no añadieron una arruga a las mantas. Erectos, trémulas las colas espléndidas, fosforescentes las pupilas, me miraron. La anciana sintió mi flaqueza y suspiró, sacó la mano del resguardo tibio, me atrajo hacia ella y me acarició suavemente.

—¡Pobre nieto mío!, ¡pobre duque!, ¡cuántos pesares te esperan! Yo me iré pronto, Vicino.

Luego pareció meditar. El tambor de la lluvia batía sobre los campos. Ilumináronsele los ojos azules.

—Después de la coronación, ve a Recanati. Hay allí, en el convento de Santo Domingo, un cuadro con muchas figuras. Una de ellas… aguarda… —y mi abuela indagó, titubeante, en el vasto almacén de su memoria—… aguarda… San Segismundo… eso… San Segismundo es el retrato de tu padre… Ve a verlo.

Lo mismo que otras veces, sus palabras operaron como un bálsamo sobre mí. Claro que iría. Ardía ya en deseos de partir en busca del remedio, como si mi paz dependiera del encuentro de una imagen.

Posé los labios sobre el pergamino de esa mano abandonada. Ella notó que me aprontaba a salir y me retuvo. Se encendió de lucidez.

—Debes casarte, Vicino. Piénsalo. Ahora eres tú el duque y Bomarzo necesita una mujer. Cásate con una Farnese. La hora de los Farneses se acerca.

Parecía, entre sus gatos, una pitonisa. Me maravilló observar cómo trabajaba su inteligencia práctica, a una altura de la vida en la que lo lógico hubiera sido que se desentendiese de cuanto la rodeaba, sobre todo después del desequilibrio que para su entereza había significado la muerte de Girolamo. Me maravilló que en su aislamiento quebrantado y en su aparente renuncia al contacto con la realidad siguiera tan informada, tan alerta, porque era verdad que la estrella de los Farnese subía —su videncia lo presintió como si, de repente, desprendiéndola de la actualidad, su vejez cercana a la tumba la proyectara hacia lo porvenir—, y era verdad que aquella victoria coincidiría con el crepúsculo de los Médicis.

Más tarde medité en lo que me había dicho. Recordé que alguna vez le había oído mencionar a mi padre el políptico de Recanati. Nos había contado la inclusión de su imagen en él por el pintor Lorenzo Lotto. ¡San Segismundo!, ¿qué relación guardaba mi padre con San Segismundo y por qué lo había personificado?; ¿sería por un mero capricho del pintor o por una razón más íntima y secreta?; ¿quién fue San Segismundo? Lo pregunté a Messer Pandolfo, conocedor de hagiografías, y me contó que el santo había sido un rey de Borgoña, convertido al catolicismo, el cual, a pesar de haber mandado matar a uno de sus hijos, había sido exaltado a la gloria de los altares por la Iglesia, pues terminó como un mártir. Las noticias me dejaron caviloso. Si el duque de Bomarzo no había logrado eliminarme, como el rey de Borgoña a su vástago, no dudaba yo de que la idea le habría pasado por la cabeza más de una vez, y aunque el políptico era anterior a mi venida al mundo, apunté correspondencias alegóricas entre el santo cuya representación invistiera el condottiero, príncipe como él, y mi propia existencia acosada.

En cuanto a los Farnese, su vínculo con los Orsini se perdía en la antigüedad, si bien su jerarquía y la nuestra no podían compararse. La distancia que nos separaba de ellos no alcanzaba a tanto como la que nos apartaba de los Médicis, mercaderes toscanos, pero no la desconocía nadie un poco enterado de estas cosas. En los últimos tiempos la redujeron los enlaces: Ulises Orsini, mi tío bisabuelo, había casado con Bernardina Farnese; Ángel Farnese, hermano del próximo papa, casó con una Orsini; su hermana Julia —Julia la Bella, la que nos dio tanto trabajo—, con Orsino Orsini; y con Girolama Orsini, Pier Luigi Farnese, hijo del Santo Padre. El propio Santo Padre Pablo III tuvo sangre nuestra: su abuela materna, su abuela Caetani de Sermoneta, era una Orsini. Los Farnese y los Orsini entremezclaron sus follajes diversos, y eso había elocuentemente del progreso de las nuevas
vedettes
mundanas que, en busca de soportes aristocráticos, ponían en aprietos la imaginación de los estudiosos a sueldo, encargados de componer su genealogía, los cuales, de pequeños señores de la zona viterbesa, los habían ascendido paso a paso, gracias a muchos zurcidos y parches históricos, a la categoría de descendientes de la noble familia romana de Farnacia. No ignoraba yo —me lo había enseñado Messer Pandolfo— que cinco siglos atrás algunos miembros de esa estirpe habían participado con los nuestros, los Este, los Monaldeschi y los condes del Anguillara, en la lucha contra los gibelinos Colonna. No ignoraba tampoco que, tres centurias después, una turba comandada por los Orsini y por Bindo di Soana había destruido el castillo de los Farnese en Ischia, asesinado a tres hermanos Farnese y precipitado a otros dos en un pozo. Esos antecedentes les doraban los escudos, pero seguían lejos de nosotros. Cada vez que habíamos suprimido a uno fue como si lo ennobleciéramos, por el mero hecho de ocuparnos de él, pero les faltaba bastante para alcanzar al prestigio de los
editus Ursae
. Son cosas que no se adquieren así nomás. Sólo hacia 1400 comenzaron a pisar fuerte, con su Ranuccio III, senador de Roma, que merced a los papas Martín IV y Eugenio IV redondeó un considerable dominio en la parte volcánica extendida al sudoeste del lago de Bolsena. Vino luego Ranuccio IV, el que pereció gloriosamente en la batalla de Fornovo, vino la alianza matrimonial con los ilustres Caetani de Roma, a cuyo linaje perteneció el papa Bonifacio VIII; vinieron las alianzas con mis parientes. Los Farnese respiraron por fin, seguros. Desde el comienzo de su ascensión, en Viterbo habían recorrido un camino arduo, y aunque había, entre los eruditos, gente aferrada y tozuda que seguía insistiendo en que procedían de un modesto origen alemán o longobardo, y que probaba que el injerto de los patricios romanos en la genealogía era una invención indigestible, los Farnese nos trataron de igual a igual. Habían multiplicado los castillos y habían mandado pintar en sus salones, como más tarde en el suntuoso Palacio Farnese, escenas teatrales con pontífices y guerreros, pero los Farnese y los Orsini, sin proclamarlo, teníamos conciencia de la anchura esencial que nos separaba. Cuando yo nací y se firmó la Pax Romana, a los Farnese no les cruzó por la mente la idea peregrina de intervenir en ese pacto. Los otros señores se hubieran echado a reír. Era un asunto para Orsinis y Colonnas, únicos asistentes hereditarios al solio de San Pedro. Los Farnese retrocedieron con los demás, en airado montón, detrás de las balaustradas basilicales. Ahora, el cardenal Alejandro Farnese, trémulo de ambición, bregaba más que ninguno por el adelanto de su casa. Lo ayudaron la Vannozza, amante de Rodrigo Borgia, y su propia hermana Julia, vergüenza orsiniana, que convivía con el círculo del papa español. Alejandro Farnese usufructuaba las prerrogativas de cardenal desde 1493 y había tenido, en Pisa y en Florencia, maestros célebres. Sus hijos, legitimados por Julio II y León X, crecieron mientras crecía el paterno poder del prelado que, no bien cantó su primera misa, se destacó entre los miembros más severos del colegio sacro. Su influencia gobernó los cónclaves. Clemente VII, a quien había acompañado filialmente en Sant’Angelo, como mi abuelo, durante el saqueo de Roma, declaró que, de ser ello posible, lo hubiera designado su sucesor. Y Alejandro lo sucedió en el trono cuatro años después de lo que voy narrando, merced a los arbitrios de mi amigo Hipólito de Médicis que, ingenuamente, no sabía con quién se estaba metiendo. Sí, mi abuela tenía razón como siempre. Una Farnese me convenía, le convenía a Bomarzo. Al evocar estas referencias, no pensaba yo en mi giba, cegado por mi nueva investidura, sino en Bomarzo. Bomarzo pasaba antes que nadie y que nada. Y por lo demás, ¿acaso la mujer más hermosa de la época, ensalzada por Ariosto, Julia Gonzaga, no había casado con un Colonna viejo, cojo, manco y estropeado? Un Orsini vale un Colonna. Vale más. Y yo era giboso pero era joven.

Esas ideas me distrajeron de otras inquietudes. Dejó de preocuparme el fenómeno de la ausencia del rostro de mi padre, que se desvanecía en una vaguedad de agua y de bruma. En Recanati lo recuperaría. Evité desplazarme solo por el castillo, por si se producía algún encuentro sobrenatural, ya que andaban sueltas las fuerzas oscuras, pero presentí que no se repetiría. Aquella aparición había sido seguramente fruto de mis nervios durante la ceremonia del homenaje. Lo que mi abuela había podido ver por su lado —y acerca de lo cual prefería ignorar detalles— sería consecuencia de la larga edad y del insomnio. Había que olvidar esas terribles fantasías… tratar de olvidarlas… Y me dediqué a preparar minuciosamente mi viaje a Bolonia. Quería presentarme ante Clemente VII y Carlos Quinto —un bastardo y un flamenco, gente medradora y bárbara— como correspondía a mi calidad. Llevaría conmigo al cardenal Franciotto, manejable, obediente y decorativo, símbolo rojo de nuestra fama militar y eclesiástica. Esperaba que su púrpura disimularía mi joroba; que la haría desaparecer, por un truco de prestidigitación, entre la pompa de sus pliegues, entre las banderas, entre los arneses, entre el brillo sonoro del metal, entre el bracear aprendido de los caballos, entre la gracia armoniosa de los pajes.

Algo más me agitaba especialmente, desde que sucedí a mi padre en el ducado, y era hallar la cámara secreta donde el condottiero me había encerrado con el esqueleto que ceñía una corona de flores mustias. Aquella visión macabra obró como un veneno sobre mi adolescencia. Indagué discretamente entre mi abuela y los viejos servidores, sin conseguir ningún dato valioso que me condujera al reducto. Sabían todos que Bomarzo escondía pasadizos y celdas clandestinas, construidos, en su mayor parte, en la época en que, después de la demolición de Polimartium por los húngaros y el establecimiento del primer señorío en la fortaleza, tuvo ella por dueños conjuntos a los cien descendientes de ciertos barones francos y longobardos que, para ocultar sus bienes respectivos y defenderse los unos de los otros, abrieron en las murallas y en la roca armarios y corredores, pero los habían disimulado tan acertadamente que su rastro se había perdido. Aunque teníamos la impresión de movernos en medio de un laberinto insondable, cribado de subterráneos —lo cual, cuando uno se detenía a pensar en ello, confería a esos taladrados muros, de tan aparente fiereza, una peligrosa debilidad—, sólo de tarde en tarde, al guiar el azar el pico de un obrero, afloraban a la superficie los testimonios confirmatorios de una realidad que muchos juzgaban leyenda. Pero cuanto se descubrió eran meros fragmentos de la red que se extendía hacia adentro, por las entrañas del castillo, y los huesos no aparecieron tampoco en el período en que los albañiles, prosiguiendo las obras que iniciara mi padre, derribaban paredes y perforaban parapetos para aligerar decorativamente la mole de Bomarzo. La osamenta, si mi padre no la había mandado retirar (hipótesis casi inadmisible) seguiría estirada en su cárcel oscura y desde ella gobernaría al palacio. Eso es lo que me preocupaba: la idea de que mientras el esqueleto continuara allí, emponzoñando como un cáncer la médula de Bomarzo, Bomarzo no sería mío totalmente. Sin que yo me diera cuenta, el esqueleto invisible había llegado a transformarse en algo semejante a esa conciencia de la cual yo me había desembarazado. Recóndito y temible, capaz de humillar con su solo recuerdo, vigilaba.

Hice memoria, esforzándome, de la famosa escena en la que Gian Corrado Orsini me arrojó al hueco que presidía la lúgubre figura. Había tenido lugar en la habitación donde mi padre solía recibir a su gente, para tratar los asuntos de su estado. Mi progenitor se había puesto de pie, volcando la silla desde la cual me increpaba, junto a la chimenea; me había zamarreado; luego había oprimido algo en el muro, y en éste se había descorrido —de acuerdo con la gran tradición de los episodios de misterio arquitectónico y medieval— un panel. Hurgué ese lienzo, milímetro a milímetro, y no cedió. Los golpes no me revelaron nada. Realicé la pesquisa muchas veces, encerrándome bajo llave en el aposento, con el pretexto de estudiar las cifras de los gravámenes. Me acompañaba únicamente Silvio de Narni, quien conocía la historia de mi pasión sepulcral, y al rato, aburrido de auscultar paredes, se echaba en el piso —reproduciendo sin querer, con su flacura filosa, la imagen yacente del esqueleto burlón— y se ponía a dibujar y a leer. Yo, entre tanto, abandonado el muro que no respondía a mis caricias, a mis tanteos y a la tenacidad de mis puños, recorría el resto de la cámara, repitiendo en los otros paños la misma investigación inútil. Hasta que una tarde mi paciencia fue recompensada, si no con lo que perseguía, con un hallazgo importante.

En la parte precisamente opuesta de la habitación a aquella en la que mi padre había hecho funcionar el resorte, rocé, al deslizar mis dedos sobre una comisa, una flor tallada en el revestimiento. Mis yemas afinadas en estas exploraciones, advirtieron en seguida algo distinto en la contextura del adorno. Apoyé, apreté, y una puerta se abrió en el muro. Lancé un grito, y Silvio, que seguía acostado en el suelo, sin verme, pues lo separaba de mí una larga mesa, se incorporó y de un salto estuvo a mi lado. Un soplo de aire frío y nauseabundo entró por la oquedad. Encendimos una palmatoria, desenvainamos las dagas y nos asomamos a la negrura. Allí, a pocos pasos, estaría quizás el esqueleto abominable. Había una celda o calabozo, semejante a la que en mis recuerdos guardaba los trágicos residuos, pero no era la misma. Estaba vacía. Sólo la ocupaba un arcón, arrimado contra lo que debía ser el muro externo. Alcé su tapa, y el vaivén de la llama me mostró, en el fondo, unos pergaminos. Reconocí la letra alta, autoritaria y como colérica, de mi padre. Me llamó Silvio:

—Por aquí va una galería.

Tomé los folios y lo seguí. Un corredor estrecho y bajo —tan bajo que hasta yo debí encorvarme para introducirme en su túnel maloliente— descendía con ásperos escalones en la oscuridad. Bajamos, apartando las telarañas, espesas como líquenes, que nos rodeaban y se nos metían, legañosas, en los ojos, enredándosenos en las bocas y en el pelo. La vela prendió en aquella madeja chispas breves que la humedad apagó pronto. Bajamos y bajamos, girando, escupiendo, manoteando, gateando, cayendo, sofocándonos. Costaba respirar. Anduvimos mucho, tomados de las cinturas, de los brazos, de las piernas, temiendo a cada instante que se extinguiera la luz, la cual, llevada casi a ras del suelo, nos revelaba la rugosidad de las rocas y el temblor de los cenicientos tejidos. A veces el túnel se empinaba tanto que resbalábamos, el uno del otro en pos. Silvio iba adelante, con la palmatoria. Yo, cojeando, aferrándome a las piedras, rompiéndome las uñas, sentí que mis manos sangraban sobre los estrujados pergaminos. Por fin desembocamos, siempre en la densa oscuridad, en una zona donde la galería avanzaba horizontalmente, y comprendimos que habíamos cubierto la distancia que media entre la planta superior del castillo y las terrazas del jardín de mi abuela, y que probablemente ahora estábamos debajo de ese jardín. Allí pudimos incorporarnos y, luego de seguir en línea recta un buen espacio más, nos detuvimos en lo que parecía el término del asombroso pasadizo: una caverna redonda en la que se filtraba una leve claridad, indicándonos que, como el resto de la excavación, había sido tallada en la roca viva, y que no evidenciaba ningún rastro que permitiera individualizar la época en que quienes me precedieron en el dominio de Bomarzo realizaron una obra tan ardua. Nos acercamos al lugar por el cual se insinuaba la luz y advertimos que, subiéndome yo en hombros de Silvio, conseguiríamos alcanzarlo. Así lo hicimos y me hallé frente a un matorral tupido que cerraba la salida. Sus zarzas me arañaron y tuve que ganar mi paso a cuchilladas. Silvio se asió de mi diestra y trepó también. Unos segundos más tarde cruzamos la espesura y nos echamos, jadeantes, en la hierba. Nos hallábamos en pleno bosque. Las telarañas hundidas en nuestro pelo y los rasguños que nos tajeaban las caras nos habían convertido en dos ancianos grises.

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