Bomarzo (29 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Narni es una población vecina de Bomarzo. Fui allí la mañana siguiente, con el pretexto de ver, en el Duomo, las estatuas de San Giovenale y de San Antonio Abad por el Vecchietta y, valiéndome de artimañas de espía, averigüé que Silvio, que sólo contaba dos o tres años más que yo, era reputado, entre los adolescentes que se reunían a charlar alrededor de la fontana, por la rareza de su carácter, y que se le atribuían ciertos misteriosos, inexplicables poderes, por lo cual la buena gente había respirado de alivio cuando el cardenal Orsini lo añadió a sus domésticos y se lo llevó a Roma. Inquieto, me consagré a aguardar su regreso a Bomarzo. Como si de ello dependiera mi vida, varias veces, a lo largo de la jornada, salía a las terrazas donde trabajaban los obreros y miraba hacia el camino, a la espera de mi nuevo servidor. Por fin apareció, cabalgando una mula perezosa, y el mayordomo del cardenal, aleccionado por mí, lo informó de su cambio de destino que aceptó sin comentarios.

Silvio de Narni era en aquel entonces un jovencito largirucho, tan flaco que los huesos se le marcaban bajo la estirada piel. Su fealdad procedía de la pequeñez de sus ojos, de una boca demasiado grande, a la cual le faltaban varios dientes, y del cabello seco, pajizo, que le caía a ambos lados de la cara como una raleada peluca; pero, quizás por conocer a través de Palingenio sus extraños antecedentes, yo descubrí en él, cuando se presentó a saludarme, una singular atracción. A veces quedaba como abstraído, tumbado en uno de los portales o entre los canteros del vasto jardín y yo, que disimuladamente no lo perdía de vista, creía captar en el brillo de sus ojos un fulgor gatuno. En breve fuimos inseparables, ante la sorpresa celosa de mi abuela, que no acertaba a comprender mi predilección por un individuo tan mediocre. Le argüí que Silvio me divertía, pues, nacido en la zona y descendiente de campesinos afincados allí varias centurias a las órdenes de los Orsini, sabía infinitos cuentos curiosos y había andado por lugares que nos pertenecían y que nosotros, sus dueños, sospechábamos apenas. No mentía al hablar así. Guiados por él, Messer Pandolfo y yo visitamos algunas necrópolis etruscas que se olvidaron más tarde y que la curiosidad de los arqueólogos no desenterró hasta siglos después. Precedidos por mi paje, que alzaba una antorcha y nos indicaba los riesgos del descenso resbaladizo, bajamos a húmedas cuevas, a desembarazar las pinturas terribles sepultadas por las lluvias, la maleza y los desmoronamientos, desde la época en que allí se elevaba la ciudad de Marte, en una región que, con la Maremma toscana, es la que ha conservado más intactos los rasgos etruscos. Mi colección se enriqueció con piezas importantes que juntos limpiamos y clasificamos, porque cuanto se refería a ese mundo le interesaba vehementemente.

La reserva de Silvio no se traicionaba jamás. Cuando estábamos solos, conduje la conversación, en distintas ocasiones, hacia el tema de la demonología, vinculándolo con esos frescos diabólicos y con la atmósfera de Bomarzo, impregnada, según le dije, de oscuras sugestiones, pero el muchacho fingió no entenderme y no me atreví a insistir, temeroso de despertar suspicacias. Para ganar su confianza, aparenté adaptarme en todo a su gusto y apreciar sobremanera su juicio, lo cual no me costaba en absoluto porque lo cierto es que me agradaba su compañía, ya taciturna, ya locuaz, y me distraía, en los momentos más insólitos, con reflexiones fantásticas. Una amistad singular —que hubiera sido auténtica de no mediar mi posesión de su secreto sobrecogedor— se anudó entre el jorobado y su paje, y no había transcurrido un mes sin que yo conjeturara ciertos aspectos de su carácter, que me propuse halagar para adentrarme en su confidencia. El más saliente era una sensualidad violenta que, frenada por el hermetismo cauteloso de Silvio, aguardaba la ocasión de dar rienda suelta a sus ansias sin comprometerse. En cuanto lo descubrí, me dediqué a alcanzar su intimidad por ese camino. Pensaba yo que lo dominaba a él, que paso a paso lo transformaba en mi juguete, y lo que en realidad acontecía es que Silvio iba asentando sobre mí su imperio. Cuando me percaté de ello, al cabo de un tiempo, ya era tarde para retroceder. Y entre tanto, con esas fintas y sutilezas que ocupaban la mayoría de mis horas, me fui apartando de mi abuela y anulé los últimos resabios de desazón que me quedaban como fruto de la muerte de Girolamo. Pero también es justo apuntar que, de no haberme impulsado mis propias tendencias por ese enmarañado rumbo voluptuoso, yo no lo hubiera seguido en la pendiente en la cual, con estúpido candor, creía precederlo.

Empezamos a salir, como mi padre, como mi hermano mayor, a acechar a las mozas del lugar. Maerbale nos acompañaba y pronto se enteraron en Bomarzo de que se habían reiniciado las correrías nocturnas de los señores y de que el
homagio mulierum
continuaba en todo su vigor. Asegurado en mi condición de heredero, perdí mi timidez. La habilidad de Silvio de Narni facilitaba mis aventuras y yo, ufano, casi había olvidado mi joroba y el propósito que me acercaba al paje, hasta que, repentinamente, nuestras andanzas comenzaron a modificar su derrotero, complicándose, y Maerbale dejó de salir con nosotros. De un tirón brusco, Silvio empuñó las riendas y nos lanzamos. La verdad es que yo fui un típico hombre del Renacimiento y que como tal no dispuse de las trabas que en otros períodos de la historia obran como esenciales ligaduras. Echado a gozar, quise gozar en plenitud. Y corrí, anheloso, insaciable, deslumbrado, en pos del muchacho que había tenido a un demonio preso y que ni aun en las oportunidades de entrega más total al vértigo apasionado se despojaba de su alarmante y vigilada lucidez.

Mi abuela intuyó algo, en el aire, en mi actitud, pero Diana Orsini se despeñaba velozmente, más allá de los noventa años, por la etapa postrera de su vida, y nada podía ya sobre mí. Hasta entonces había luchado contra el Tiempo y lo había vencido; ahora, harta de combatir, se rendía. Tuvo, súbitamente, su edad, su inmensa edad, que la convirtió en algo semejante a Bomarzo, pétreo, oscuro e inmóvil. Sus ojos azules se iluminaban, de tanto en tanto, como los claros valles de Bomarzo entre las rocas carcomidas. Tal vez presintió entonces que su nieto querido era paradójicamente feliz en su embriaguez morbosa y en el fondo sólo eso, que yo fuera feliz a cualquier precio, le importaba.

Ocupábase a la sazón de administrar los estados de mi padre un excelente hombre, viudo, obeso y temeroso de Dios, llamado Manucio Martelli. Vivía con sus dos hijos mellizos de dieciséis años, Porzia y Juan Bautista, en una amplia casa que todavía existe, sobre el pasaje que del pie del castillo conduce a la iglesia de la Virgen del Valle, y que ostenta nuestro escudo sobre el portal. La presencia de las armas de los Orsini en ese sitio indicaba para mí, con su alegoría heráldica, que no sólo la casa nos pertenecía, como todo el lugar, sino que quienes habitaban en ella nos pertenecían también. Así lo habían considerado mi padre, mi abuelo y los anteriores Orsini; así lo consideré yo. El escudo representaba la impresión de un sello hundido en la piedra y —aunque invisible— hundido también en la carne de los moradores, a modo de las marcas que se ponían a los antiguos esclavos. La idea puede parecer hoy repugnante, inhumana, y lo es, pero entonces se acogía con la más absoluta naturalidad por quienes habían sido educados como nosotros.

Porzia y Juan Bautista eran muy hermosos, rubios, finos, tan idénticos que se los confundía cuando cambiaban sus trajes por broma. No me extrañaría que llevaran en las venas, por imprudencia de alguna antecesora, sangre de Orsini. No se mezclaban con las gentes del pueblo, porque, como hijos de nuestro administrador, que prolongaba a su vez una dinastía de colectores y urdidores de impuestos y tasadores de cosechas, disfrutaban una posición intermedia entre la masa de labriegos y servidores y los amos del castillo. Messer Pandolfo les había explicado rudimentos de latín, de matemáticas y de música, que su inteligencia aprendió fácilmente, y ambos poseían un don feliz para inventar bailes y pantomimas. Mi abuela los llamaba de tanto en tanto a su habitación a fin de que, dirigidos por Maerbale, la distrajeran con sus graciosos remedos. Solía vérselos solos, por los senderos de Bomarzo, armando trampas para atrapar pájaros, pescando o buscando piedras bonitas. Cuidaba de ellos un viejo, tío de Manucio Martelli, porque su padre debía abandonarlos a menudo y desaparecía por una semana o más cuando se lo exigían sus tratos en ferias y poblaciones del contorno. Silvio de Narni los admiró por primera vez un día en que danzaron al son de una viola en el aposento de mi abuela. Y como Silvio, cansado del monocorde perseguir de muchachas más o menos dóciles, comenzaba a aburrirse en Bomarzo y a añorar las complejas diversiones de Roma, se le ocurrió, para aventar el tedio, inquietarlos y corromperlos. Eran los dos muy niños, muy ingenuos, y eso azuzaba la libertina inclinación de mi paje. Me lo comunicó, y yo, que no hacía más que lo que me sugería, para estrechar nuestro vínculo, acepté de buen grado el plan. Debo añadir que, antes de que me lo insinuara, Porzia y Juan Bautista me perturbaban ya, borrosamente, por eso, tan equívoco, que tenía su semejanza, su juego burlador de sexos, y que me recordaba a ciertos personajes disfrazados de Ariosto.

Riendo, organizamos el ataque, como un cazador que prepara una importante cacería, un
safari
. No había que descuidar detalle si deseábamos triunfar en la empresa. Y nos consagramos a ella, con la fruición propia de dos ociosos pervertidos. Empezamos por lisonjearlos con distinciones, con pequeños obsequios, dándoles a entender que para nosotros significaban algo aparte del resto del vecindario, al cual superaban —cosa cierta, de cualquier modo— por su calidad y por su elegancia instintiva. Nuestra actitud los halagó, particularmente a Juan Bautista que, siendo hombre, ansiaba más que su hermana afirmar su categoría de pretendiente al tono de los señores. Salieron con nosotros, en varias oportunidades, a merodear por los alrededores, en ausencia de su padre y cuando su tío abuelo dormía unas siestas imponentes. Silvio les enseñó a adiestrar un halcón y yo, como si pertenecieran a mi linaje, les fui narrando historias de los Orsini, en especial aquellas que mostraban que los príncipes no se rigen por principios éticos que son trabas creadas para los villanos obtusos. Aderecé las narraciones, adornándolas, adaptándolas, de acuerdo con lo que me inspiraba mi imaginación para los fines perseguidos, y avancé así con suma cautela, en el dominio de su confianza, secundado por Silvio que, con la misma falsa simplicidad directa, forjaba episodios de esa índole, que ubicaba en el palacio del cardenal, en Roma, o en otras casas ilustres. De esa suerte, mientras jugábamos a quién era más audaz, fuimos embadurnando sus pobres mentes. Pronto, en lugar de salir los cuatro juntos, comenzamos a apartarnos en parejas, cambiando de compañeros en cada ocasión, lo cual activaba su desconcierto, y llegamos a establecer una atmósfera turbadora que, si bien no habíamos pasado todavía la etapa del ejercicio dialéctico, instauró entre ambos grupos una familiaridad sui generis que los mellizos, habituados hasta entonces a una vida pacata y repetida, acogieron conmovidos, en momentos en que se despertaba, buceando, su sensualidad. Ignoro qué confidencias se habrán hecho el uno a la otra en esa época, pero no dudo de que Silvio y yo constituimos el centro de sus conversaciones y de que nuestras imágenes los mantuvieron insomnes hasta tarde en sus lechos respectivos. La circunstancia de que el futuro duque participara del solaz excitante contribuyó principalmente, estoy seguro, a enturbiar sus conciencias, porque su padre los había formado desde niños en el acatamiento de los Orsini, que él, por supuesto, compartía, y que como en el caso de Nencia, cobraba entre los Martelli características de adoración. El jorobado Orsini, el de la noble cara y las perfectas manos, el que sería dueño de cuanto se abarcaba desde las terrazas del castillo, condescendía a franquearse con ellos, lo cual era tan extraordinario que constituía un timbre honroso para los favorecidos. El propio Manucio me lo agradeció, enterado superficialmente de esa increíble amistad, sin sospechar lo que recelaba, y le respondí que tanto Juan Bautista como Porzia me parecían unos seres excepcionales y que, no disponiendo en la zona de nadie de mi edad capaz de conversar conmigo —pues mis primos y los camaradas de Girolamo no habían vuelto a Bomarzo—, sus hijos suplantaban dichas ausencias. Me reiteró el agradecimiento, rojo de felicidad, cruzadas las manos sobre el vientre magnífico, calculando quizás que de esos lazos anudados en la adolescencia podía depender el porvenir de su prole. Y si, en lo que me atañe, mis antecedentes y mi probable influjo posterior habían concurrido a allanar el camino de la seducción, en lo que atañe a Silvio lo facilitó, a pesar de su fealdad sin dientes, el misterio que emanaba de uno que había pactado con el Demonio y que infundía a sus gestos mínimos una ambigua fascinación secreta.

Por fin, cuando supusimos que la situación había madurado, resolvimos coronar nuestra campaña. Porzia y Juan Bautista se habían perdido en un dédalo. Ya no distinguían el bien del mal, ni lo natural de lo que no lo es. Contra sus reacciones primeras, habíamos alzado un muro de sofismas, cubierto de atribulantes matices, encerrándolos en él, mostrándoles en aquella confusa reclusión lo ridículo de las convenciones y dejándoles entrever que, si persistían en ellas, jamás se diferenciarían de los campesinos que roturaban la tierra de sol a sol y que vivían como animales. Utilizamos sus instintos como instrumentos delicados, que pulimos y afinamos, hiriendo aquí y allá una y otra cuerda, para que produjeran los raros sonidos justos. Los acosamos, los sumimos en la perplejidad, en una desvelante delicia; les probamos que más allá del territorio reducido y monótono en el cual se mueve la vulgaridad de los humanos existe un mundo inmenso, poblado de peligrosas maravillas, que únicamente los iniciados alcanzan. La parte que incumbió a Silvio de Narni, dentro de una tarea tan sutil y desmoralizadora, fue preponderante. Yo no hice más que seguirlo, como un discípulo del tentador, aportando, claro está, las sugestiones que nacían de mi tenebrosa imaginación instigada por el juego, que así vi yo lo que tramábamos, en mi torturada irresponsabilidad, como un juego, como el pasatiempo de un príncipe harto. No me detuve a reflexionar que lo que en verdad estaba haciendo, además de subvenir a las exigencias de mi lubricidad epicúrea, era medir mis fuerzas, demostrarme a mí mismo que el contrahecho, el giboso, era capaz, si se lo proponía, de doblegar y vencer a espíritus puros, los cuales, por sus condiciones, hubieran figurado como las conquistas más preciosas en la nómina de un profesional avezado del arte de ganar amores. Y tengo que confesar por último que posiblemente me empeñé en corromperlos para que, despojados de su candor, enlodados, se acortara la distancia que los separaba de mí, pues sentía celos de ellos, de su belleza, de su diafanidad, y quería que sus almas se volvieran gibosas como mi condenado cuerpo, con lo cual estaría menos aislado en mi singularidad deforme. ¿Cómo era yo a los diecisiete años? Demasiado bien sabía cómo era físicamente, pero por dentro, en lo recóndito, en lo arcano esencial, en lo que se elabora en las fraguas más íntimas, no conseguía definirme aún. La muerte impía de Girolamo había acentuado el desequilibrio congénito del inestable Vicino Orsini quien, a través de ella, había percibido las fruiciones de la impunidad y las que resultaban de su nueva jerarquía de delfín de Bomarzo, a quien todo se le debía y toleraba. Avanzaba, ciego, destrozando, ocultándome de mí mismo entre las ruinas, como si la pureza fuera un espejo que había que romper para no ver reflejadas en su serenidad mis malditas obsesiones.

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