Al terminar la comida, me sentí mal. Terribles vómitos me sacudieron. Mi abuelo quiso confesarme, tal vez para salir de varias curiosidades antiguas, pues en sus espaciados instantes de lucidez, como si anhelara ganar el tiempo perdido en el reblandecimiento, se volvía exageradamente agudo. Pensé que me habían envenenado, pero todos habíamos probado la misma carne de cabrito dorado con azafrán, la misma torta de harina. Por mi dolencia, que me dejó macilento, estremecido de náuseas, debimos permanecer siete días en Forli. Dormía con Silvio de Narni, las espadas desnudas al alcance de las manos y dos hombres fieles estirados delante de la puerta. Atribuí el mal a las emociones acumuladas durante el último año. Silvio me curó, con mejunjes de hierbas que olían a menta. No sé si echó en la poción algo diabólico. A causa de ese accidente, perdimos la primera parte de las ceremonias, aquella en la cual Carlos Quinto ciñó la corona de hierro de rey de los longobardos, que unos magistrados trajeron desde Monza. Llegamos a Bolonia el 21 de febrero de 1530, junto con el duque de Saboya, vicario del imperio, el nuevo duque de Milán, el de Baviera y el obispo de Trento, embajador del rey de Hungría. Dentro del coche zangoloteado, la cabeza me pesaba como si la corona de hierro me oprimiera la frente. Mi abuelo me hacía respirar perfumes.
En Bolonia no cabía un alma más. Fuera del duque de Ferrara, que no acudió por diferencias con Clemente VII, y del de Mantua, que no se presentó por pleitos con el de Monferrato, habíanse reunido alrededor del palacio que albergaba desde hacía meses al Sumo Pontífice y a su Majestad, todos los grandes señores italianos. A mí no vino nadie a recibirme, pues los demás estaban pendientes de Carlos de Saboya, casado con la hermana de la emperatriz, y porque nadie me conocía aún, fuera de los Médicis. Sin embargo, calculo que el coche de mi abuela llamó la atención. Los lansquenetes alemanes, vestidos de blanco y turquesa, las picas al hombro, apartándose a nuestro paso, lo señalaban con el dedo. Me acordé de Abul, de su impresión de triunfo cuando cruzaba las multitudes sobre la grupa de Annone, y me acerqué varias veces a la portezuela, a charlar con el cardenal de cualquier cosa (había montado a caballo al entrar en la ciudad), indicando así que el carruaje nos pertenecía. Sucediera lo que sucediese, yo conservaba bastantes rasgos de niño y ciertas formas de mi vanidad continuaban siendo muy infantiles.
Como había tenido la prudencia de reservar alojamiento por medio de los familiares de mi abuelo, nos acomodamos en casa de un médico, mi hermano, mis primos y yo, tolerablemente. Franciotto Orsini se incorporó al Sacro Colegio. En esas ocasiones, pasmaba su eficacia. Los soldados dormitaron en las plazuelas, en torno de los vivaques. Peleaban y había que tranquilizarlos, para que no desgarraran sus indumentos costosos. Mataron a uno, hijo de una aldeana de Bomarzo, de la madre de Beppo, pero legítimo. Hacía frío y me dolía la cabeza.
Por la mañana, fui a saludar a los Médicis, acompañado por Maerbale, Mateo, Segismundo y Orso. La sociedad evolucionaba, adecuando sus conveniencias, como siempre, al alza y la baja de los valores que dependían de la influencia mudable de los poderosos, y por ello era posible algo tan desproporcionado y tan contrario a las jerarquías como el hecho de que no fueran los Médicis quienes visitaban a los Orsini, sino los Orsini quienes visitaban a los Médicis, y para colmo a unos Médicis bastardos.
Bullía tal muchedumbre por las calles que resultaba difícil avanzar. Así como, por una ficción motivada por las pompas y ritos imperiales, la iglesia de San Petronio hacía las veces de basílica de San Pedro, y sus altares habían sido rebautizados con las advocaciones de los que se veneraban en el templo mayor de la cristiandad, para que los actos de la coronación se desarrollaran como si se hubieran efectuado en Roma; Bolonia, la antigua ciudad universitaria, se había convertido temporalmente en capital del orbe. Sus intrincadas callejas parecían prontas a reventar en la llanura, tal era el gentío que las henchía, dialogando en lenguas y dialectos extraños. Pululaban sobre todo los españoles, llegados de Barcelona en las quince galeras, naos, urcas y carracas de Andrea Doria, y los alemanes recién enriquecidos en los saqueos. El lujo de las libreas distinguía a los criados y pajes de los hidalgos de España. Delante de nuestros caballos, Silvio de Narni gritaba, orgullosamente.
—¡Paso al duque de Bomarzo!, ¡paso a los príncipes Orsini!
Pero la multitud estaba demasiado habituada ya a las presencias y a los nombres ilustres, en esa inmensa cocina gloriosa donde se mezclaban las especias aristocráticas que luego alimentarían al
Gotha
con siglos de sangre, para que los Orsini impresionáramos a la plebe. Y, por otra parte, no éramos los únicos Orsini llegados a Bolonia. Los tablados entorpecían las plazas, adornados con guirnaldas, con emblemas. Sobre las puertas y ventanas pendían divisas ingeniosas, pinturas e imágenes de las victorias del emperador, de sus reinos y de las tierras descubiertas por su orden allende el mar. A los blasones conocidos, a las águilas, castillos, leones y lises que circundaba el collar del Toisón, sumábanse nuevas figuras de emplumados salvajes relucientes de pedrerías. Detrás del mundo viejo, rigurosamente clasificado con etiquetas de metales y colores de un orden estricto, por la sabiduría heráldica, acechaba otro mundo, misterioso y atroz, que brotaba de las selvas de América surcadas por enormes ríos a cuyas márgenes se elevaban los templos consagrados a los dioses crueles, y ese mundo de suntuosa barbarie era obligado artificialmente, monstruosamente, a participar de la fiesta cortesana que convocaba a los frágiles patricios europeos con los cuales nada tenía que ver y a los que tal vez era capaz de destruir con sus zarpas de oro. Entre el palacio que albergaba a Clemente VII y a Carlos Quinto y la Iglesia de San Petronio, donde se realizaría la coronación, habían tendido un alto pasadizo abierto, por el cual los dignatarios irían, a la vista del pueblo y como actores que circulan en un proscenio, hasta el altar mayor. Y allí también se multiplicaban los ramos de laurel y de hiedra, en torno de los escudos papales e imperiales.
—¡Paso al duque de Bomarzo!, ¡paso a los príncipes Orsini! —se desgañitaba Silvio de Narni, mientras mi gente golpeaba a los bobalicones con las picas, y si algunos se apartaban voluntariamente no era tanto por evitar los porrazos como por el asombro de ver, en un corcel blanquísimo, a un duque con joroba. Yo devolvía aquellas miradas que de sorprendidas se mudaban en burlonas, con mi expresión más impasible, como si flotara sobre nubes, pero si alguien me hubiera deslizado entonces una mano encima del corazón hubiera advertido que latía con espantada locura. De repente, frené mi caballo. Había creído divisar, junto a un pórtico, a Abul. Juraría que había visto su cara fina que engulló la muchedumbre. Busqué en el mar de cabezas, y seguimos adelante. De buena gana hubiera soltado las riendas, en las que temblaba como un insecto la sortija de Benvenuto Cellini, y me hubiera zambullido en esa corriente oscura para hallar a mi paje negro, mas no podía ser; me debía al papel que iba representando en medio de mis parientes hermosos. Me consolé, diciéndome que imaginaba visiones, hijas de mi debilidad.
Descabalgamos frente al palacio donde se alojaba Alejandro de Médicis. El presunto hijo del papa había desplazado a Hipólito en el orden de las jerarquías, y correspondía visitarlo primero. Era a la sazón duque de Pina y pronto, después de la traición de Baglioni y la derrota de Ferrucci cuando la desangrada Señoría ordenara deponer las armas, sería protector y duque hereditario de Florencia y casaría con Margarita de Austria, hija natural de Carlos Quinto. En esa familia, como en la de Morny durante el siglo XIX, todo sucedía naturalmente. Entre tanto, su primo el cardenal Hipólito se roía las uñas, componía versos, cazaba faisanes e ideaba venganzas sin consistencia.
No sé cómo nos hicieron pasar, porque en ese instante mismo se desarrollaba en el palacio una escena absurda, cuya intimidad no admitía testigos extraños. En un aposento vasto, rodeados por los bustos indiferentes de filósofos y poetas de la antigüedad, discutían Alejandro e Hipólito. A unos pasos, echado en el suelo, Lorenzino de Médicis se entretenía con un estilete, clavándolo de tanto en tanto en el piso como si ensayara, sin saberlo, el gran acto teatral de su vida. Rodón, el perro favorito de Hipólito, reconquistado después de la fuga de Florencia, retozaba alrededor de los señores. Más allá, algunos africanos del séquito del cardenal, asomados a las ventanas, comentaban las andanzas del público callejero, para nosotros invisible, con ademanes de micos, y reían estrepitosamente.
Alejandro giró hacia los esclavos y exclamó, furioso:
—¡A callar, imbéciles!
Los tres años que habían transcurrido y en que habíamos dejado de vernos, habían contribuido a modelar a los jóvenes de la via Larga. Alejandro el Moro, vestido de verde, había ganado corpulencia al hacerse hombre. Me miró, y la inquina esencial que nos separaba desde que éramos muchachos se restableció, intacta, como si no hubiera pasado un día. El cardenal de veinte años se irguió en el oleaje de la púrpura y me abrió los brazos, feliz de encontrar un pretexto para poner fin a la querella que chisporroteaba en el aire.
Maerbale y los tres Orsini, cohibidos, permanecieron en el umbral de la puerta. Yo avancé y, aunque hubiera debido saludar primero a Alejandro, aproveché la circunstancia de que estuvieran juntos y del grado eclesiástico de su primo, para inclinarme ante éste y hasta, extremando la insidia y para desquitarme del desdén evidente del duque, llamé a Hipólito —fingiendo que mi turbación me hacía equivocarme—
alteza serenísima
, su título del tiempo en que había sido amo de Florencia. El cardenal me alzó y esquivó mis palabras con un gesto irónico:
—La alteza serenísima ha muerto, Vicino. Ahora soy un padre de la Iglesia.
Nadie lo hubiera tomado por tal. Parecía un militar, un cazador disfrazado con ropas clericales. Me estrechó y sentí el poder de sus músculos endurecidos por las justas gimnásticas. Sus ojos, sus ojeras, delataban el desenfreno pero, a diferencia de los de Alejandro, se encendían de generosidad. Atraje a mis parientes, sin saludar al duque todavía, y se los presenté. Luego repetí ante Alejandro la ceremonia. Me respondió fríamente. Lorenzino, iluminado de alegría, vino a abrazarme, y los africanos, volviéndose y descubriendo al príncipe giboso a quien su señor quería, cayeron de hinojos y tocaron con las frentes el suelo. Hasta Rodón acudió, ladrando, resoplando, a ponerme las patas en los hombros y lamerme las manos. A pesar de la actitud del Moro, que descontaba, me colmó de júbilo la recepción, sobre todo porque ella demostraba a los de Bomarzo la intensidad familiar de los lazos que me vinculaban con los sobrinos del pontífice. En ese momento, curiosamente, sentí con plenitud que yo era el duque de Bomarzo; lo sentí más aún que cuando mis vasallos me habían rendido pleitesía en el castillo, después de la muerte de mi padre, porque fue como si Hipólito me hubiera ungido y como si mi snobismo recibiera, de una gente que siendo ilegítima era tan principal y tan buscada y lisonjeada, la definitiva consagración. Que el lector no refunfuñe y trate de comprenderme: yo era así, frívolo, superficial —siendo, por otro lado, profundo y complejo—; tenía ansias de reconocimientos que me afirmaran en la posición mundana que me correspondía, aunque contaba también con una inmunidad congénita que se afianzaba en mi sangre y en derechos que suponía divinos. Era, simultáneamente, muy seguro y muy inseguro. De ahí procedía mi desequilibrio, como he ido reiterando en estas memorias. Y me encantaba que Maerbale, que sin duda se consideraba con más títulos que yo a la histórica sucesión paterna, y Mateo, Segismundo y Orso —los Orsini iracundos por defraudados—, que me habían hostigado con tanta saña en la época del esplendor de Girolamo, cuando me juzgaban una mera sabandija ridícula, tuvieran la prueba rotunda de que yo poseía algo que no había conseguido ninguno de mis dos hermanos aparentemente superiores: una situación, una autoridad y un valimiento entre los omnipotentes que suscitaban más envidia y frente a los cuales, mal pese a su bastardía y a nuestros antecedentes ilustres, inmemoriales como las piedras de Roma, y a la altivez de nuestra abuela Diana y de nuestro abuelo el cardenal Franciotto, no pasábamos de ser unos pequeños y codiciosos caciques provincianos… aunque nos doliese confesar, en nuestro fuero íntimo, ese menoscabo dentro de las categorías elegantes que por nada del mundo hubiéramos reconocido de palabra, pues nos hubiéramos dejado arrancar la lengua antes de resignarnos y aceptar lo obvio.
Ya anticipé que nuestra entrada había interrumpido una disputa. Alejandro, vibrante, los ojos como brasas, todo él comparable con un raro pajarraco verde de cara negra, que se balanceaba enfurecido, pretendió detener a Hipólito, quien inició unas explicaciones que subrayaban lo grotesco de su pretensión. Pero era tarde.
—El duque está irritado, porque en la ceremonia del 24, la de la coronación imperial, no le tocará el mismo papel que tuvo a su cargo hace dos días, cuando Su Majestad recibió la corona longobarda.
—Es lo que me corresponde —tronó Alejandro.
—En aquel acto —añadió Hipólito—, el marqués de Astorga llevó el cetro; el marqués de Villena, el estoque; Alejandro, el globo del mundo; y el marqués de Monferrato, la corona de Lombardía. Iban delante de Su Majestad, como cuatro antorchas. En cambio se ha fijado que en la ceremonia de pasado mañana, Monferrato llevará el cetro, el duque de Urbino, la espada; el duque de Baviera, el orbe; y el de Saboya, la corona imperial. A Alejandro lo han dejado afuera.
—¡Me las pagarán! —rugió el duque—. ¡Hablaré hoy con Su Beatitud! El papa no me niega nada. ¡Ya verán esos insolentes!
—El papa no podrá modificarlo —arguyó su primo, impertérrito—, porque el emperador ha establecido esas distinciones. El duque de Baviera representa a los electores de Alemania.
—¡A los puercos!, ¡todos son herejes!
—No lo es el duque de Baviera.
Se oyó la vocecita inocente de Lorenzino que, tendido en el suelo, sacudía la cabezota del perrazo:
—¿Y eso qué importa? Mi tía Clarice decía que soy el jefe de los Médicis, y a mí me mandan siempre dentro del montón de los pobres príncipes.
Rió, no se supo si como un niño divertido o como un hombre colérico. Los bastardos guardaron silencio unos segundos y lo observaron con curiosidad. Ese niño no era como su primo Cosme, el astuto. Nunca se podían predecir sus reacciones. A mí me rozó también su punzada: tendría que desfilar con los «pobres príncipes» y, aun ahí, mi sitio no sería de los mejores.