Bomarzo (31 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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—Te obedezco.

El paje salió del refugio del triángulo encantado. Con los cirios de la capilla quemó la rama de avellano salvaje, y el humo titubeante se desperezó y levantó su delgada columna.

—No temas. Hemos terminado. El duque no lo sabrá ni intentará nada contra ti.

Un estruendo fragoroso sacudió mi habitación, a nuestras espaldas. Nos asomamos, temblando. Silvio apretaba las ropas contra su desnudez. La armadura etrusca que está en el Museo Gregoriano se había desplomado y sus piezas esparcidas multiplicaban en el suelo los reflejos negros y verdes, como cubiertas de sangre mohosa. Golpeó a la puerta, jadeando, una criada de mi abuela, a preguntar qué pasaba. Mi abuela no había pegado los ojos durante la noche entera. Desde que creyó oír en el parque el grito nefasto del pavo real, no hacía más que repetir que la desgracia se abatiría sobre Bomarzo. El paje y yo recogimos los trozos de metal cuya confusión evocaba a los jefes descuartizados en los combates de Ariosto. Nos acostamos, adheridos el uno contra el otro; yo rezaba sin mover los labios. La mañana entró tímidamente en la habitación.

Tres días después, los vigías apostados en las alturas anunciaron que un cortejo procedía hacia el castillo por la dirección de Orte. La nube de polvo que envolvía a los caballos se encendía como una hoguera remota, con el llamear de las armas.

—Es mi padre —le soplé a Silvio— que regresa a Bomarzo. Estamos perdidos.

Me miró y meneó la cabeza. La cabalgata se desplazaba lentamente. Mi abuela, de pie a mi lado en la misma terraza donde el paje había realizado la invocación, me puso una mano en el hombro.

—Vuelve mi hijo Gian Corrado. Ahora moriré en paz, Vicino.

Desvié de los suyos mis ojos y adiviné, en las piedras del piso, las huellas del triángulo y del monograma pintados con aceite.

El duque regresaba a Bomarzo entre sus hombres. Maerbale venía con ellos, trayendo su bandera mustia. Regresaba Gian Corrado Orsini, acostado, destrozado, muerto, tan desfigurado que era imposible reconocer su cara. Lo transportaban dos mulas cubiertas con gualdrapas fúnebres. Pier Luigi Farnese, hijo del futuro papa Pablo III y emparentado con nosotros por su casamiento con Girolama Orsini, hija del conde de Pitigliano, me abrazó cuando me entregó los despojos y me dijo que mi padre había terminado como un héroe delante de la asediada Florencia. Me contó que hasta el último instante, la soldadesca se había asombrado del vigor del anciano que trepaba a las trincheras con la agilidad de un adolescente y bramaba de coraje. Esgrimía una maza como Hércules y sus órdenes restallaban en medio de los estandartes de los osos y la rosa ancestral. Ese Pier Luigi, unido más tarde estrechamente a los azares de mi conducta, fue el primero que me llamó duque de Bomarzo, y cuando me nombró así una convulsión sacudió mi carne execrada. Nublóse la escena y caí sobre el cuerpo de mi padre, que había sido descoyuntado como la armadura que me había dado mi abuela, despedazado no sé —nunca lo supe— si por los demonios o por los hombres, mientras las flechas y las balas volaban a su alrededor, incendiando la guerra florentina. Tampoco supe jamás si Manucio Martelli alcanzó a delatarnos.

Mi padre se había cubierto de gloria, pero su causa no había sido la buena. Eso no importa, porque la gloria no tiene nada que ver con la bondad de las causas; depende, en realidad, de los puntos de vista y, por descontado, de un dinamismo empeñoso. Gian Corrado se jactaba, al morir, de sus setenta y dos años. Quizás fuera algo menor y se agregara edad por coquetería. La llegada de su cuerpo mutilado me sumió en el estupor. Durante ese día entero —lo enterramos al siguiente— no me aparté de su lado. Había adquirido ya la costumbre de los velatorios desazonantes, vinculados con posibles responsabilidades mías, pero ninguno me impresionó tanto como ése. Hacía varios años que no veía a mi padre, y aquella lejanía, sumada a trastornos psicológicos frutos del odio, de la desilusión y del remordimiento, obró sobre mí de la manera más extraña. Cuando me incliné, en la capilla, encima de su rostro deshecho, advertí con desesperación que se había borrado de mi memoria. Recordaba tales y cuales rasgos aislados, el color de sus ojos, el de su piel, ciertos tics, ciertas expresiones, pero no podía ensamblarlos para reconstituir el rostro perdido. A veces, en un relámpago, éste se me aparecía y cuando pensaba haberlo apresado de nuevo, tornaba a desvanecerse, como si sobre el dibujo fugaz hubieran pasado una esponja. Creí enloquecer. Alrededor, acaso por contraste, los demás personajes se recortaban con nitidez escultórica: mi abuela, toda ojos celestes y arrugas, una mancha amarillenta en el pómulo izquierdo, sacudiendo de tanto en tanto la cabeza, como un pájaro, y hablando sola; Maerbale, tan parecido a mí y tan esbelto, dirigiéndome miradas furtivas porque no sabía hasta dónde había penetrado el nuevo duque la razón de su partida de Bomarzo, y ansiaba congraciarse conmigo, para lo cual extremaba la solicitud y, a falta de otro pretexto, me trataba como si el dolor me hubiera anonadado, lo que resultaba irónico; el cardenal Orsini, hundido en su silla, el mentón clavado en el pecho y la barba desprolija derramada sobre la púrpura; Pier Luigi, insolente, seductor, triunfante la aristocrática nariz aguileña, como si no estuviéramos enterados de que el marqués del Vasto lo había destituido ignominiosamente de su comando en las tropas imperiales, por una acción oscura, y espiando a los pajes sin disimular su avidez sensual, lo que corroboraba lo que de él se decía; Messer Pandolfo, agrandados los orzuelos detrás de las gafas, doblado con reverencia servil; Silvio de Narni, midiendo con desportilladas sonrisas las ventajas que obtendría de mi situación, hasta que no me quedó más remedio que sugerirle que se retirara, actitud que prueba las fuerzas flamantes que le debí al ducado; el fondo sinuoso, penumbroso, de las damas de mi abuela, de los frailes, de los guerreros, cuyo coro ensalzaba monótonamente al capitán.

No, la causa de mi padre no había sido la buena, en el sitio florentino que se prolongó diez meses y que conoció tantos hechos heroicos y tanta negra traición desde que en setiembre de 1529 el ejército del príncipe de Orange surgió en el valle del Arno y comenzó el bombardeo de la ciudad que Clemente VII, secundado por el emperador, aspiraba a recuperar para los Médicis. La buena causa tuvo por campeones a Francesco Ferrucci, el gran defensor; a Miguel Ángel Buonarotti, que fortificó a Florencia; a Stefano Colonna, que salió al frente de los jóvenes patriotas, con camisas blancas echadas sobre las armaduras. La causa mala tuvo un infame, un Judas, el pérfido Malatesta Baglioni. Mi padre estaba del lado del papa y de los Médicis por viejísimos motivos familiares y probablemente por otros que se relacionan con la economía de los condottieri y con su desdén frente a la noción de lo justo y lo injusto, pero no podía ignorar de qué parte luchaban la equidad y la generosa pasión de independencia; no podía ignorar que cada golpe suyo contribuía a afianzar, en lo porvenir, una corona sangrienta para Alejandro de Médicis, el negroide, el bastardo del pontífice, el único Médicis a quien detesté en la ciudad del lirio, por ruin, por inferior, por taimado. Ni el sacrificio ni la gallardía de la metrópoli ilustre detuvieron a los invasores. No les importó que, en torno de sus murallas, los propios florentinos hubieran arrasado cuanto pudo estorbar la defensa o brindar escondite al enemigo, demoliendo aldeas, iglesias,
villas
fragantes; destruyendo tesoros; talando frutales y viñedos. A pesar del asedio, el comercio siguió en pie, como si los mercaderes quisieran que nadie dudara de su desafío. Durante el carnaval, se jugó en la plaza de Santa Croce —aquella donde escuché, mal que me pesara, la historia de Ginebra de Ravena y de su marido giboso— un partido de pelota, y los músicos treparon al campanario, para que los rufianes de Borbón se enteraran de que en la ciudad había fiesta. Y nada de eso, tan bizarro, tan hermoso, aplacó la furia de los que anhelaban a toda costa imponer su voluntad y reinstaurar la arrojada dinastía. Uno de ellos fue mi padre, el que yacía ahora en la capilla de Bomarzo, rodeado por quienes comentaban el esplendor de sus hazañas y aseguraban que su nombre debía inscribirse en la nómina de los lares de los Orsini, junto a los de los capitantes más valientes.

Yo no conseguía recuperar su rostro. Evoqué las grandes ocasiones en que lo había visto: la vez del encierro con el esqueleto, en que ese rostro había ardido, transfigurado por la rabia; la vez que nos narró el avance del David de Miguel Ángel hacia la plaza de la Señoría, y en que lo había embellecido la admiración. Busqué su imagen junto a los leños de la chimenea monumental, apagada, reconstruyendo a ambos lados el cuadro gárrulo de Gian Corrado, del cardenal, de Girolamo, de los primos que ensayaban sus ballestas. La busqué en el recuerdo de sus bélicas partidas, con estrépito de metales, cuando los pajes le servían un jarro de vino sobre el escudo; en su regreso de los merodeos de amor, lívido, la barba al viento. Y no la hallé. Me eludía; se mezclaba con otras efigies familiares, descendidas de los retratos que conservábamos en Bomarzo y en el palacio de Roma, las cuales participaban de determinados rasgos suyos, y cuyos modelos, plantados en el empaque de los óleos, la mano en la cintura o teatralmente extendida, la coraza fulgente, casi acuática en su vibración luminosa, rodeados por la alusión de los trofeos, reiteraban la majestad de su porte. Se me escapaba esa cara fuerte y fina. Varios días anduve por los salones y por las terrazas de Bomarzo, por su jardín, por sus contornos, como distraído. La gente lo atribuyó a las preocupaciones que derivaban de mi nuevo estado. Silvio de Narni no logró divertirme. Habrá barruntado que quería apartarlo, como a un cómplice molesto, pues ya no lo necesitaba. No es cierto: lo necesitaba más que nunca. Prefería no tenerlo junto a mí, porque intuía que quizás la desaparición de mi padre del campo de mi memoria se conectaba de algún modo con las prácticas mágicas de la noche en que convocó al demonio, y entonces su sola presencia bastaba para acentuar mi inquietud. Él mismo comprendió por fin y se alejó hábilmente. En cuanto a la parte de influjo que pudo incumbirme en la muerte de mi padre, confieso que me intranquilizó muy poco. La deseché por absurda y atribuí a la casualidad los lazos tendidos entre la escena de la terraza y los funerales de la capilla. Lo único que turbaba mi euforia, en momentos en que sobrepasaba la etapa inicial en la carrera de mi vida, era el misterioso escamoteo de mi padre. Me sentía deshabitado, casi robado.

La ceremonia en la cual los feudatarios acudieron a rendirme homenaje coincidió con la llegada de un mensajero portador de una carta del papa Clemente. Me expresaba en ella su pena por la muerte ejemplar de su aliado, y me ordenaba que asistiera en el próximo mes de febrero, y en Bolonia, a la coronación de Carlos Quinto. El emperador estaba en esa ciudad desde noviembre. Era su primera visita a Italia, a la pobre Italia que le debía tanto correr de sangre y tanta destrucción. El saqueador de Roma, el sitiador de Florencia, sería ungido por el Vicario de Cristo. Si las decisiones de la Providencia son imprevisibles, también lo son las de la política. Güelfos y gibelinos se reunían para honrar al amo. Apreté los dientes y respondí que iría. Entre tanto aproveché la carta y la hice leer a los funcionarios, campesinos y hombres de armas que me aclamaban en la sala mayor de Bomarzo. Se pusieron de hinojos: los bendijo el cardenal, que no sabía bien qué hacía; y Messer Pandolfo emprendió la fastuosa lectura. Erguido en un estrado, el duque giboso escuchaba. Maerbale alzaba con ambas manos el simbólico espadón paterno. Las banderas antiguas pendían alrededor en jirones. La ceremonia cobraba un aire militar, paradójico dada la facha del primer actor. ¿Dónde andarían Porzia y Juan Bautista Martelli?, ¿dónde andarían Ignacio de Zúñiga y Abul? Hubiera querido que me viesen. Hubiera querido que me viesen Beppo y Girolamo. Volqué el lucco sobre mi hombro, mostrando su forro de marta. Llovía dulcemente y hacía frío. En un extremo del aposento vasto, observé una figura que seguía de pie, en medio de los vasallos de rodillas. Era alto y se envolvía en una capa monjil. Nadie parecía haberse percatado de su distinta actitud. Irritado, pensé detener la lectura y gritarle que se hincara, y cuando me aprestaba a hacerlo, levantó la cabeza y reconocí a mi padre. Carecía de rostro, pero lo reconocí. En lugar de sus rasgos, una mancha informe se extendía debajo de su pelo gris. Apreté el brazo de Messer Pandolfo, quien interrumpió el parlamento y volvió los ojos, sorprendido. Acompañó mi mirar desorbitado hacia el rincón donde el espectro se iluminaba vagamente, y la concurrencia giró también en pos de la causa del desconcierto del duque, pero el fantasma se había esfumado ya. Me estremecí, me pasé la diestra por la frente sudorosa.

—Continúa, Messer Pandolfo.

Y el pedagogo continuó traduciendo los elegantes latines, esforzándose por ensartar los vocablos más musicales. Maerbale depositó la espada sobre un almohadón y me sostuvo. Arreciaba la lluvia. Desfiló la gente del pueblo, la de Foglia, Castelvecchio, Montenero, Collepiccolo, Castel Penna, Chia, Collestato, Torre, de las posesiones que luego repartiría con Maerbale, a besarme las frías manos. A mis pies se acumulaban las alegóricas ofrendas, las frutas, el trigo, las tórtolas, las hogazas, los frascos de vino, las rosas cultivadas bajo techo que evocaban a la rosa triunfal de los Orsini.

Como cuando era niño, entré demudado en la habitación de mi abuela. Hilaban algunas mujeres en torno y al advertir mi expresión se retiraron. Quedaron, flanqueando el lecho, los telares, los husos, los ovillos multicolores. La lluvia golpeaba en los paneles de las ventanas. Abrí uno y el agua me mojó las mejillas y la boca. Friolenta, mi abuela recogió las cobijas hacia su cuerpo, y me rogó que cerrase. Su voz frágil se confundió con el maullido de los dos grandes gatos blancos que saltaron elásticamente al suelo desde el abrigo de la cobertura. Todavía vacilé unos momentos antes de resolverme a referirle la pavorosa aparición que se me había manifestado esa mañana, y a confiarle la congoja que me atormentaba desde que llegaron a Bomarzo los despojos de mi padre, pues la vi muy pequeña, muy descaecida, muy lueñe, como si ella tampoco perteneciera a este mundo, pero mi desolación triunfó sobre cualquier reserva y, sin considerar su estado ni el daño que mis revelaciones podían causarle, fui volcando sobre su debilidad la angustia que con ninguno —ni siguiera con Silvio— me atrevía a compartir, porque se trataba de algo anterior a mi trato con Silvio de Narni, algo cuyas raíces se adentraban en lo hondo de mi infancia y que sólo Diana Orsini era capaz de comprender y explicar. Me escuchó, doblando la cabeza.

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