De modo que Christopher y Sarah iban a la escuela de la Misión Grace, levantándose cada mañana para comer gachas de maíz con su abuela, tras lo cual se iban con sus uniformes azules y sus libros metidos en bolsas de lona.
—En la nueva Kenia —le había asegurado Wanjiru a su abuela—, nuestros hijos serán cultos y libres de seguir cualquier carrera que deseen. Christopher será un médico excelente. Tiene el cerebro despierto y la lógica de su padre. Y Sarah tendrá un porvenir que yo no pude tener ni siquiera en sueños. Cuando yo iba a la escuela, a las niñas nos enseñaban servicio doméstico; nos preparaban para ser esposas. ¡Pero mi pequeña Sarah puede ser lo que quiera!
«La nueva Kenia», pensaba mamá Wachera con desdén. ¡Lo que tenían que hacer era volver a la antigua Kenia! Los africanos debían contemplar las costumbres y las tradiciones de los antepasados y recuperarlas, porque en ellas estaban el honor y el orgullo, y entonces los Hijos de Mumbi podrían ser virtuosos y justos una vez más.
Pero de nada servía discutir por estas cosas con la tozuda Wanjiru. La hechicera sabía que siete años de cárcel habían endurecido a su nuera, habían plantado una obsesión en su espíritu, ¡y hasta le habían hecho olvidar el deber de mostrar respeto y deferencia ante las personas mayores!
Wachera sabía por lo que había pasado Wanjiru desde su detención nueve años antes. Sabía que Sarah había sido concebida a causa de una violación y que, por lo tanto, no era una verdadera Mathenge; también sabía que Wanjiru había padecido otros abusos innombrables en los campos de detención y que estas experiencias la habían transformado en una mujer obstinada, intratable. Y después, al ser liberada por fin y encontrarse de pronto en un mundo despiadado, sin dinero y sin esposo, con dos hijos de corta edad, había tenido que pasar por la humillación de mendigar para comer, de hacer trabajos humildes para los europeos, para poder dar de comer a sus hijos. Wanjiru era enfermera titulada, una mujer con oficio y educación, pero no podía encontrar empleos respetables porque los hospitales eran dirigidos por blancos que temían contratar a una ex Mau-mau. Durante dos años Wanjiru había vivido en las casas de pisos de Nairobi como miles de mujeres abandonadas, preservando su virtud y protegiendo a sus pequeños, hasta que por fin el hospital para nativos había adquirido un administrador africano que no sólo no tenía miedo a una ex Mau-mau, sino que, de hecho, admiraba las actividades de Wanjiru en la guerrilla. Y entonces, por fin, le dieron un empleo decente.
Fue entonces cuando finalmente llevó a Christopher y a Sarah a vivir con su abuela. Wanjiru les mandaba dinero cada semana, y alimentos y ropa, y ahora, como hacía poco que la habían ascendido a enfermera jefa, comenzaba a intimar con hombres poderosos y en auge tales como el doctor Mwai.
Aunque mamá Wachera se alegraba muchísimo de que los niños viviesen con ella, porque ello ponía fin a su soledad, y aunque agradecía los alimentos extra que enviaba Wanjiru —con los chelines, sin embargo, no sabía qué hacer—, se sentía desgraciada a causa de la falta de armonía en sus vidas. Nunca estaban de acuerdo, la hechicera y la esposa de su hijo, y Wanjiru insistía siempre en discutir hasta el final. ¡No hubiera ocurrido igual en los viejos tiempos, cuando la palabra de una abuela era ley!
El Benzi subió por la carretera que llevaba a lo alto del risco, y allí Wachera vio la casa grande construida hacía ochenta y ocho cosechas. Estaba oscura, tenía las ventanas cerradas con tablones, y su estado era deplorable.
Mamá Wachera sabía que la memsaab llamada Mona había vendido la plantación de café arruinada a un asiático y que luego se había ido de Kenia para siempre. Había sido una noticia maravillosa para ella, que veía cumplirse así una parte de su
thahu.
Los blancos se marchaban del país de los kikuyu. Estaba segura de que el asiático no tardaría en darse por vencido y por fin cedería la tierra a los Hijos de Mumbi. Pero había recibido con disgusto la noticia de que la memsaab había dejado a su hija, la nieta del maldito Bwana Lordy, al cuidado de la memsaab Daktari.
Mientras la casa grande retrocedía detrás de los árboles, mamá Wachera recordó el día en que, por primera vez en su vida, había visitado la casa de la memsaab Daktari en la misión. La mañana siguiente a la muerte de su hijo. Había recogido las cartas que la memsaab Mona le había dado y las había depositado a los pies de la memsaab Daktari. Wachera ignoraba qué había en las cartas, pues no sabía leer. Con la muerte de David se habían intensificado la amargura y el odio que sentía por los blancos. Mientras los
wazungu
se reunían para llorar la muerte de uno de los suyos —aquel al que llamaban Bwana James—, Wachera se había retirado a su choza solitaria para llorar a solas el asesinato de su único hijo.
Luego, al llegar Christopher un día a casa con la cartilla de pases de David, y al ver Wachera la fotografía, había sido como ver a David vivo otra vez y ver también a su amado Kabiru Mathenge, que había muerto muchos años antes.
Fue entonces cuando le habló a su asombrada nuera del papel que David había desempeñado en el Mau-mau, revelándole que, contrariamente a lo que pensaba Wanjiru, no había sido un cobarde, sino un héroe de la
uhuru.
Y cuando el Benzi, tomando la carretera principal, se encaminó hacia Nairobi, mamá Wachera pensó que si toda Kenia iba a reunirse hoy en el estadio de la Uhuru, era para honrarle, para rendir homenaje al espíritu y al recuerdo de David Kabiru Mathenge y de su padre, el jefe Kabiru Mathenge.
* * *
La recién bautizada avenida Kenyatta, que antes era la avenida de Lord Delamere, aparecía adornada con banderas de todas las naciones. Durante los últimos días habían llegado a Nairobi primeros ministros y jefes de estado de todo el mundo para asistir a los festejos. El aire estaba cargado; las carreteras aparecían abarrotadas de kenianos de todas las tribus que llevaban días caminando desde sus tierras ancestrales para presenciar el nacimiento de su nuevo Estado. Doscientos cincuenta mil entraron en el estadio de la Uhuru, llevando a remolque sus esposas sus hijos y sus cabras, creando una babel ensordecedora con sus dialectos y lenguas tribales. El Rolls—Royce del presidente Obote de Uganda se atascó en el barro y el primer magistrado del país vecino tuvo que ir a pie hasta el palco real. El duque de Edimburgo llegó con cincuenta minutos de retraso y se vio obligado a abrirse paso a empujones entre una multitud excitadísima que había desbordado las barreras de la policía. Una suave lluvia caía incesantemente sobre damas que lucían vestidos de noche y masai vestidos con
shukas
de color rojo. Grandes cantidades de cerveza y naranjada eran consumidas por las masas que desde las graderías aplaudían a los bailarines tribales, que daban un espectáculo tras otro con tambores y lanzas y pellejos. Todos los pueblos de Kenia se hallaban representados y la muchedumbre aullaba con frenesí chauvinista. Cuando apareció un puñado de guerrilleros —los últimos Mau-mau que habían resistido en las selvas— Jomo Kenyatta los abrazó e intentó presentárselos al duque de Edimburgo, que cortésmente dijo que no con la cabeza.
Finalmente llegó el momento esperado. Poco antes de la medianoche del 11 de diciembre de 1963, la bandera británica fue arriada solemnemente mientras la banda militar interpretaba
Dios salve a la reina
y se izaba la nueva bandera de Kenia, roja, negra y verde. Ondeó bajo la luz del foco, mostrando con orgullo las armas de Kenia —un escudo con dos lanzas cruzadas— y la multitud prorrumpió en grandes vítores. Luego hubo un saludo real al duque de Edimburgo, seguido de la entrega oficial de la bandera de los Rifles Africanos del Rey a los Rifles de Kenia. El antiguo fez de color granate fue sustituido por una gorra negra; ahora Kenia tenía su propio ejército moderno.
Acto seguido, Jomo Kenyatta se levantó en el podio y en el estadio se hizo el silencio. El aspecto del anciano era impresionante, con su sobrio traje europeo y su tradicional gorro kikuyu adornado con cuentas. Sus ojos vivos y penetrantes pasaron sobre los miles de africanos que llenaban las gradas y su voz sonó en la noche.
—Compatriotas, todos tenemos que trabajar mucho, con nuestras manos, para salvarnos de la pobreza, la ignorancia y la enfermedad. Antes, echábamos a los europeos la culpa de todo lo que iba mal. Ahora el gobierno es nuestro… Vosotros y yo debemos trabajar juntos para desarrollar nuestro país, para que nuestros hijos reciban educación, para tener médicos, para construir carreteras, para mejorar los aspectos esenciales de la vida cotidiana. Ésta debería ser nuestra tarea, con el espíritu que os voy a pedir hagáis vuestro, que gritéis bien fuerte, para romper los cimientos del pasado con la fuerza de nuestro nuevo propósito…
Hizo una pausa para mirar a la multitud, luego abrió los brazos y exclamó:
—¡Harambee! ¡Harambee!
—
¡Harambee!
—contestaron los espectadores—.
¡Harambee!
—repitieron como una sola voz—. ¡Todos juntos!
Sonriendo, Kenyatta se volvió hacia el duque y dijo:
—Cuando volváis a Inglaterra, transmitid nuestros saludos a la reina y decidle que seguimos siendo amigos. Será una amistad desde el corazón, mayor que la que existía antes.
La multitud enloqueció. Sombreros y calabazas volaron por los aires, los espectadores se abrazaban unos a otros. En el estadio se alzó un rugido como el de un león, un rugido que debió de oírse en todo el mundo.
Y luego, por fin, con gran solemnidad y dignidad, la banda militar keniana atacó los primeros acordes del nuevo himno nacional y doscientas cincuenta mil personas se levantaron como una sola.
Mientras las notas tristes y dulces sonaban en la noche lluviosa, inspirando en los presentes una especie de orgullo melancólico, una sensación, por primera vez en el recuerdo de todos, de verdadera unidad africana, ese último baluarte del imperialismo británico, el último rincón colonial en separarse de un Imperio que ya no era poderoso, entró en la edad moderna.
Desde su puesto en un palco privilegiado, en compañía de Geoffrey Donald y otros blancos destacados hombres de negocios de Nairobi, Grace Treverton recorrió con los ojos el estadio abarrotado y se dio cuenta de que nunca había visto tantos africanos juntos. El espectáculo la abrumó. También le hizo sentir mucho más frío que la lluvia. Por primera vez Grace comprendió de verdad por qué habían luchado los africanos. Miró las caras negras y llenas de orgullo y pensó en el futuro borrascoso e incierto. Sabía que en los corazones africanos aún anidaban la furia y el resentimiento y se preguntó si alguna vez llegarían a olvidar su pasado ignominioso y la humillación que habían sufrido a manos de los colonizadores. Apenas cincuenta años separaban esos corazones de los salvajes corazones de sus padres guerreros. ¿Caerían de nuevo en la barbarie y en la sed de sangre una vez la ley de Inglaterra se marchara de Kenia? Grace sabía que aquellas gentes estaban embriagadas con su nuevo poder y que anhelaban los lujos que ingenuamente creían que el autogobierno iba a traerles. Recordando el Mau-mau, se preguntó cómo les iría a los blancos que se quedaban en Kenia en el supuesto de que estallara una segunda rebelión. La próxima vez no habría tropas británicas para protegerlos.
Sus ojos volvieron a posarse en Kenyatta. Con inmensa sorpresa de todo el mundo, su esposa europea, con quien se había casado en Inglaterra hacía años, había llegado en avión para unirse a él y a sus dos esposas kenianas como gesto de buena voluntad interracial. Kenyatta pronunciaba discursos convincentes sobre la moderación y la tolerancia. Pero, ¿lograría controlar a su volátil población de seis millones de seres si estallaba una segunda revolución?
Llena de ansiedad, Grace se preguntó cómo sería el futuro que empezaba al día siguiente.
Mientras sonaban las últimas notas del himno nacional y la muchedumbre volvía a prorrumpir en vítores y aclamaciones, Deborah, con sus ocho años de edad, se puso a aplaudir y reír. ¡Era mejor que la Navidad! Temblorosa a causa del frío de la noche, se encontraba entre la tía Grace y el tío Geoffrey, y al otro lado del estadio, en otro palco reservado especialmente, se encontraba Christopher Mathenge con su hermana, su madre y su abuela.
Deborah vio que Christopher la estaba mirando y le sonrió.
Y él le devolvió la sonrisa.
—¿Te emociona pensar que vas a ir a California? —preguntó Sarah, removiendo la cera fundida en el bote.
Deborah, sentada a los pies de un castaño, las rodillas levantadas y la espalda apoyada en el tronco, estaba repasando una revista famosa, la edición para estudiantes de
Mademoiselle,
que llevaba lo último de la moda para ir a la universidad. Se detuvo en una página llena de modelos vestidas con falda larga y zapatos de suela gruesa; luego alzó los ojos para mirar a su amiga.
—Me asusta, en cierto modo, Sarah. ¡California es tan extranjera, está tan lejos!
Sarah se inclinó para examinar la consistencia de la cera. La olfateó y después echó otro pedacito de cera de abeja al bote. Mientras se fundía, dijo:
—¡Me cuesta creer que hayas tardado tanto en decidirte! Si esa beca me la hubiesen ofrecido a mí, ¡la habría aceptado en seguida!
Deborah volvió a mirar las modelos, que sonreían con confianza joven, norteamericana, y sintió crecer de nuevo sus temores. ¿Cómo iba a encajar ella con unas muchachas tan sofisticadas?
Había sido una gran decisión, la de aceptar la beca Uhuru. Significaba ausentarse de Kenia durante tres años, estar lejos de todos sus amigos, de la tía Grace y de su hogar en la misión, y, sobre todo, lejos de Sarah, que era como una hermana para ella. Además, Christopher iba a volver después de pasar dos años estudiando en Inglaterra. Deborah tendría el tiempo justo de saludarle y al poco debería despedirse otra vez.
Deborah envidiaba a Sarah. Se la veía tan segura, tan llena de confianza en sí misma, exactamente igual que las modelos de la revista. Sarah siempre había sido valiente; según ella, se debía a haber nacido en un campo de detención. Nada le daba miedo y siempre estaba dispuesta a afrontar cualquier desafío. La forma de dejar la escuela, por ejemplo, había sido típica de Sarah, una decisión valiente que había hecho que su madre, Wanjiru, se enfadase tanto que ahora no se hablaban. También Deborah se había escandalizado al ver que Sarah dejaba los estudios al cabo de sólo un año. Pero su amiga, con aquella certeza tan característica en ella, le había explicado: