—De hecho, sí tengo un amigo —iba diciendo Deborah mientras bordeaban el campo de polo. Movía los brazos al caminar y chutaba piedras con los pies descalzos—. Se llama Terry Donald e iba a la escuela para chicos blancos de Nyeri; pero también la cerraron. Tiene dos hermanos y dos hermanas, y están todos en un internado de Nairobi. Pero Terry es demasiado pequeño para ir. Sólo tiene diez años. Un profesor particular le da clases. Vive en Nyeri. Su padre era propietario de un gran rancho ganadero que se llamaba Kilima Simba, pero lo vendieron el año pasado. Lo compraron unos africanos. ¿Te imaginas? Terry viene a jugar conmigo. Será cazador cuando sea mayor ¡y ya tiene su propio rifle!
Se detuvieron en la entrada de la Misión Grace. Una carretera asfaltada pasaba por debajo del impresionante arco de hierro forjado y se ensanchaba formando una calle bordeada de árboles que tenía una señal de stop al final y un quiosco de policía. Grandes edificios de piedra se alzaban entre los castaños y había gente por todas partes. De uno de los tres edificios destinados a escuela salían voces de niños cantando.
—Es la misión cristiana más grande de Kenia —dijo Deborah con orgullo—. Y mi tía Grace la construyó hace muchos años. Es médica, ¿sabes? Yo también lo seré cuando me haga mayor. Voy a ser igual que ella.
Christopher procuraba no mirar fijamente a esa niña desconocida y parlanchina, pero sentía curiosidad. Y la envidiaba. Se la veía tan segura de sí misma y del mundo que la rodeaba; sabía lo que quería ser. Semejante confianza era algo desconocido para Christopher. La vida en el campo de detención había sido incierta, de día en día, y había crecido sin conocer otra cosa que la inseguridad. Personas a las que conocía y llegaba a querer se iban repentinamente al día siguiente. Y había tenido otra hermanita, hacía mucho tiempo, que había muerto en brazos de su madre. Cuando finalmente les habían permitido salir del campo de detención, cuando él tenía nueve años y Sarah seis, sólo habían conocido una existencia nómada y sin raíces, viviendo aquí y allí en Nairobi, vigilados por la policía, su madre haciendo faenas humildes por unos cuantos chelines que le permitieran alimentarlos y vestirlos.
Pero su madre le había asegurado que las cosas irían mejor a partir de ahora. Finalmente había encontrado un empleo permanente en un hospital de Nairobi, un empleo de
ayah,
es decir, de «doncella», pese a que era enfermera titulada. Por esto él y Sarah vivían ahora con la madre de su padre. La madre de Christopher compartía un piso con otras dos enfermeras y no podía permitirse el lujo de tener a sus hijos con ella. Pero les había prometido que las cosas no tardarían en cambiar. Ahora que Jomo era el primer ministro de Kenia, los africanos y los blancos serían iguales. A la madre de Christopher la llamarían «hermana» y cobraría el mismo sueldo que las enfermeras blancas.
Los dos niños dieron la vuelta al perímetro de la misión y llegaron a un tramo de destartalados peldaños de madera. Subieron al risco y Christopher vio por fin la casa grande.
—Se llama Bellatu. Es terriblemente grande y solitaria. Mi madre casi nunca está en casa. Trabajaba en los campos. Dice que trata de salvar la plantación.
El pequeño africano miró fijamente la casa, que le recordaba los lugares maravillosos que había visto en Nairobi. Sacó la conclusión de que esa niña blanca era riquísima; sus ojos de niño no habían reparado en la pintura desconchada, las persianas rotas, las flores marchitas en el jardín, los surtidores secos. Bellatu no era más que el fantasma de su gloria de antaño, una sombra ajada y triste, pero a Christopher Mathenge se le antojó un palacio.
Siguió a la niña por un sendero estrecho que se adentraba en la espesura. Se dio cuenta de que el sendero era viejo, que nadie había transitado por él desde hacía mucho tiempo. Al poco llegaron a un claro extraño en medio de un círculo de eucaliptos. En el centro se alzaba una estructura semiderruida y sin paredes; en el extremo más alejado había un pequeño edificio de piedra con tejado de vidrio. Pero directamente frente a él había algo de lo más extraordinario, algo que hizo pensar a Christopher en las iglesias de Nairobi.
—Hay un portero viejo —dijo Deborah, bajando la voz—, pero está sordo. ¿Te gustaría entrar?
Se acercaron despacio a la fachada de piedra, en la que aparecían labradas unas palabras que ninguno de los dos sabía leer, y subieron los escalones. Christopher creía que encontrarían a alguien adentro, por lo que se llevó una sorpresa al ver que estaba vacío exceptuando un voluminoso bloque de piedra en el centro. Curiosamente, en un extremo del bloque ardía una llama.
—Mira —susurró Deborah. Tomó la mano de Christopher y lo condujo hasta una pared. Allí, bajo la luz tenue, había un enorme tapiz colgado en un bastidor de madera.
Christopher quedó sobrecogido. No tenía la menor idea de lo que era. Parecía un cuadro, pero no lo era. Los árboles, la hierba y el cielo parecían tan reales. Los ojos dorados del leopardo mirando a través de frondas gigantescas le hicieron temblar. ¡Y también se veía el monte Kenia!
Lo que cautivaba a Deborah era una parte del tapiz, un poco al lado, un poco fuera de lugar, como si hubiera sido fruto de una idea tardía.
Era la figura de un hombre. Aparecía envuelto en la neblina de la montaña, como si quisiera ocultarse detrás de las enredaderas y el musgo. Miraba desde su mundo de lino con ojos negros, solemne. A Deborah le parecía muy guapo, con su frente alta, su nariz grande y recta. Quizá como un príncipe salido de un cuento de hadas. Y su piel era morena, pero no como la de los africanos. Deborah no tenía idea de quién era el hombre del tapiz, ni de qué hacía atrapado en aquella jungla de hilos y puntos.
Miró al chico que estaba a su lado y se alegró al ver que estaba impresionado, que no le daba miedo su lugar «fantasmagórico».
—Eres muy valiente —susurró—. ¡Seguro que eres un guerrero!
Christopher la miró. Poco después sacó un poco el pecho y dijo:
—Lo soy.
Dejaron el mausoleo, con su formidable y silencioso bloque de piedra y sus curiosas y tenues manchas rojizas en el suelo, y echaron a andar, hacia el edificio con tejado de vidrio. Estaba medio en ruinas, con todos los cristales rotos, y en su interior no había nada más que plantas muertas. Deborah y Christopher no entraron, pero desde el umbral pudieron ver algo que parecía una cama, en muy mal estado y cubierta de hierbajos y enredaderas.
—¿Qué te gustaría hacer ahora? —preguntó Deborah cuando de nuevo se encontraron en el sendero soleado—. ¿Tienes hambre?
Christopher no recordaba ningún momento en que no hubiese tenido hambre. De modo que cuando Deborah sugirió que subieran a la casa grande, para ver qué había en la cocina, la boca se le hizo agua y de repente se alegró de haber ido a mirar a la niña blanca que estaba echada en la margen del río.
Encontraron bollos de melado recién sacados del horno y un jarro de leche fría. Comieron con las manos y se limpiaron los dedos en la ropa. Luego Deborah dijo:
—¿Te gustaría ver mi lugar más favorito de todos? Es secretísimo. Nadie lo conoce. ¡Ni siquiera Terry Donald!
—Sí —dijo Christopher, sintiéndose importante y lleno y disfrutando de su aventura con la niña blanca. Era consciente de que la casa grande se alzaba alrededor de él y sobre su cabeza y se preguntó cómo sería vivir en una casa tan grandiosa, tener una cocina de donde salía comida sin parar.
Así que Deborah volvió a tomar la mano de Christopher Mathenge y cruzaron el comedor que nadie usaba y la sala de estar y subieron a las habitaciones de arriba, que estaban cerradas con llave y les hacían sentir miedo y emoción.
* * *
Mona se sacudió el polvo de los pantalones y se quitó el sombrero de paja. Al colgarlo dentro de la puerta de la cocina, vio que Solomon no estaba preparando la comida, como era su deber. De hecho, la única prueba de que el criado había atendido a sus habituales tareas matutinas era la bandeja de bollos calientes. Mona no se sorprendió. Desde la elección de Jomo Kenyatta al puesto de primer ministro en junio, el viejo Solomon se mostraba cada vez menos fiel a sus deberes.
Pero Mona sabía que Solomon no era el único. Una rara enfermedad había infectado a toda la población nativa de Kenia; la enfermedad de la arrogancia y la codicia.
Al echar una ojeada al correo de la mañana, que consistía en avisos de acreedores y bancos y ofertas de compra de Bellatu, Mona reflexionó sobre la infortunada situación en que se veía la colonia.
Aunque el Mau-mau había sido derrotado en 1956, poniéndose así fin a las hostilidades, en realidad no había sido más que una victoria pírrica para los británicos. El Mau-mau podía haber perdido la batalla, pero, en esa víspera aterradora de la independencia de Kenia, a Mona le parecía que había ganado la guerra. En 1957 los africanos votaron por primera vez y muchos de ellos ocuparon escaños en la legislatura. Entonces empezaron a presionar para que les concedieran el autogobierno. El gobierno de su majestad redactó el borrador de un plan por el que poco a poco se concedía el poder a los africanos hasta el momento de alcanzar la independencia final transcurridos veinte años. Pero los acontecimientos posteriores conspiraron para obligar a Whitehall a revocar bruscamente su decisión, con gran sorpresa y disgusto de los colonos blancos, que se sintieron traicionados y «vendidos».
Primero, una salvaje guerra civil en el Congo Belga, en 1960, había obligado a los blancos a salir huyendo en coche y en tren. Muchos se habían refugiado en Kenia, asustando a los colonos con la perspectiva de que una rebelión parecida se propagase por toda el África. Fue entonces, hacía ahora tres años, cuando los blancos de Kenia habían comenzado su triste éxodo.
Luego se produjo la inesperada salida de Jomo Kenyatta de la cárcel, pese a que Londres había prometido que no saldría jamás de ella. Pero lo malo era que las hostilidades estaban empezando de nuevo en Kenia y flotaba en el aire la sensación de que el Mau-mau volvía a las andadas. Lamentándolo mucho, el gobierno de su majestad comunicó a los colonos que esta vez no podrían contar con el apoyo de fuerzas militares británicas y que lo mejor que podían hacer era dejar que la colonia se independizara
Y de esta manera el «diablo», como le habían llamado, el «líder de la muerte y las tinieblas», se encontró súbitamente convertido en un hombre libre y popularísimo. Los votantes africanos colocaron inmediatamente a Jomo Kenyatta, símbolo de la
uhuru,
al frente del KANU, es decir, la Unión Nacional Africana de Kenia, el nuevo y poderoso partido político africano. Y al declarar Kenyatta que Kenia no tardaría en quedar racialmente integrada —en las escuelas, los hoteles y los restaurantes—, el éxodo de blancos se aceleró.
Nuevos brotes de actividades parecidas a las del Mau-mau, más las crecientes presiones por parte de la delegación africana en la conferencia celebrada en Lancaster House, acabaron por obligar al gobierno de su majestad a olvidarse de la constitución multirracial que pensaba otorgar a Kenia y sustituirla por una mayoría africana basada en el sistema de un hombre, un voto. El resultado fue que en las últimas elecciones Jomo Kenyatta, al frente del gobierno de coalición, se vio aupado al cargo de primer ministro.
La mayoría de los blancos se negaron a vivir bajo semejante gobierno.
—Usted perdone, señora Treverton.
Mona alzó la mirada y vio entrar a la señora Waddell, la institutriz, con la cara enrojecida y jadeando como si acabase de recorrer una gran distancia.
—Ha vuelto a escabullirse —dijo la señora Waddell, refiriéndose a la etérea e indomable Deborah.
Mona dejó la correspondencia y se levantó para preparar el té. Así eran las cosas en la «nueva Kenia»: los criados exigían más sueldo por menos trabajo y se iban a la mitad de la jornada cuando les apetecía, y sus patronos no tenían más remedio que prepararse el té ellos mismos. Ahora que Jomo Kenyatta estaba sentado en la poltrona de primer ministro, Solomon y muchos como él habían experimentado extraños cambios de personalidad. Solomon ya no aceptaba órdenes de Mona y con frecuencia descuidaba caprichosamente sus obligaciones.
—Dentro de dos meses seremos iguales, memsaab —había dicho al entregar su largo kanzu blanco y su chaleco rojo—. De ahora en adelante, me tendrá que proporcionar pantalones.
Sin duda esa mañana se había ido a Nyeri, a beber cerveza. Así estaba Kenia en esos días.
—¿La ha buscado abajo en el río? —preguntó Mona a la institutriz.
—Sí, señora Treverton. Su hija no aparece por ninguna parte.
Mona puso cara de mal humor mientras preparaba el té. Hasta principios del año en curso no había tenido que preocuparse demasiado por Deborah. La niña había vivido casi constantemente en el internado. Pero ahora que las escuelas blancas se veían amenazadas por la integración racial y cerraban sus puertas porque los colonos sacaban a sus hijos de ellas, Deborah tenía que recibir su enseñanza en casa.
Y Mona no quería a su hija en casa.
—¿Tiene usted alguna idea de dónde debería buscarla, señora Treverton?
El título de «señora» lo había elegido la institutriz, seguramente porque confería cierto aire de respetabilidad a su trabajo. Por supuesto, la señora Waddell sabía que Mona no estaba casada y que su hija era natural. Toda la colonia lo sabía.
Mona recordaba pocas cosas de la noche de la muerte de David. Más adelante le dijeron que había enloquecido transitoriamente y que Tim la había encontrado en Bellatu, removiendo las cosas de su madre, buscando algo. Mona no se acordaba de que Tim le hiciera el amor; Tim nunca habló de ello ni dio señales de que deseara probarlo por segunda vez. Al cabo de tres meses, al descubrir que estaba embarazada, Mona se había quedado atónita.
La noticia había causado un gran disgusto a Tim. Le había propuesto matrimonio, galantemente, para luego respirar aliviado al rechazar ella la oferta. Mona le había dicho que no estaban enamorados y que, como ninguno de los dos estaba hecho para el matrimonio, la idea era innecesaria y poco práctica. Había llevado el bebé con indiferencia durante los seis meses siguientes y después le había dado nombre inspirándose en el personaje de un libro, como su madre hiciera antes con ella. Desde el momento en que la tía Grace puso el bebé en sus brazos, Mona no había sentido ni pizca de cariño por él.
—¡Me llevé una sorpresa tan grande! —dijo la señora Waddell.