Bajo el sol de Kenia (84 page)

Read Bajo el sol de Kenia Online

Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
4.29Mb size Format: txt, pdf, ePub

Deborah envidiaba a su amigo de diez años y la envidia casi le producía un dolor físico. Terry tenía tanta suerte. ¡La vida de su padre era de lo más emocionante! Y llevaba a su hijo a los safaris porque la escuela blanca de Nyeri estaba cerrada y Terry aún era demasiado pequeño para el internado de Nairobi, donde se encontraban sus hermanos y hermanas. Terry ya conocía el campamento de safaris Kilima Simba y había ido a cazar leopardos con su padre. A Deborah le hubiese gustado que la acompañaran Christopher y Sarah Mathenge, pero al preguntarle a su madre si podía invitarlos, había recibido, a modo de respuesta, un silencio que equivalía a una negativa.

Deborah decidió que cuando volviese a Bellatu les contaría a sus dos nuevos amigos todo lo referente a la maravillosa aventura y les daría algunas de las fotografías que pensaba tomar con su Box Brownie.

Cuando llegaron al campamento, cansados, hambrientos y cubiertos de polvo rojo, el sol estaba en el horizonte. El personal residente de Geoffrey, jóvenes masai con pantalones cortos de color caqui y camisas blancas y limpias, dio la bienvenida a los viajeros que se apeaban de los jeeps y estiraban los brazos y las piernas, y luego se apresuraron a descargar el material y los equipajes.

Deborah dio una vuelta con los brazos abiertos. ¡Era glorioso! El aire mordiente, las sombras largas, el silencio inimaginable que llegaba hasta el horizonte llano. Era un mundo sin paredes, una tierra sin ordenadas hileras de árboles, un lugar natural que prometía sorpresas y aventuras. Pensó que el monte Kilimanjaro era mil veces más bello que su viejo monte Kenia. Volvió a desear, más desesperadamente que nunca, que Christopher Mathenge estuviera con ella para compartirlo.

—Parte de mi campaña publicitaria —explicó Geoffrey a los adultos mientras caminaban por el terreno desigual hacia las tiendas— se basará en que aquí fue donde acampó Hemingway. Además, fue aquí donde se rodó la película
Las nieves del Kilimanjaro
en 1952, y también algunas secuencias de
Las minas del rey Salomón.
Ese poblado nativo por el que hemos pasado al venir… las chozas salieron en la película. Y aquí, junto a estos peñascos gigantescos, es donde pienso construir el pabellón principal…

* * *

Todo el mundo dijo que la cena había sido excelente, servida por camareros vestidos con
kanzus
y guantes blancos, utilizando vajilla de porcelana y cubiertos de plata, bajo la luz romántica de una puesta de sol de acuarela. Como en el África ecuatorial no hay crepúsculo, pronto encendieron los faroles, que llenaron el recinto de luz acogedora. La tienda comedor era muy espaciosa, con tres lados de gasa para que desde dentro pudiera admirarse la vista panorámica sin tener que luchar con los mosquitos. Mientras daban buena cuenta del consomé, las chuletas de gacela con patatas nuevas y salsa, y el sorbete de limón, Geoffrey continuó explicándoles sus planes a los demás.

—Tengo varios inversionistas —dijo, pidiendo con una señal otra botella de vino, la segunda—. Uno de ellos es un
disc jockey
famoso.

Grace alzó la mirada del plato.

—¿Qué es un
disc jockey?

—Un norteamericano —dijo Ralph, y todos rieron.

Incluso Mona, que había sufrido en silencio el viaje de ocho horas desde Nyeri. Tampoco había pronunciado palabra durante la breve inspección del campamento, tras la cual se había lavado y arreglado en su tienda. Al entrar en la tienda comedor para tomar una copa antes de la cena, había mostrado aquella expresión reservada que todos conocían ya. Pero ahora, después de unas cuantas copas de vino y en la intimidad del grupo, también ella sentía la inmensidad de las llanuras, la atmósfera de otro mundo que reinaba en la sabana aislada, y empezaba a bajar sus defensas.

Geoffrey fue el primero en percatarse.

—Organizaremos lo que yo llamo «recorridos de caza» —dijo Geoffrey, encendiendo un cigarrillo.

Mientras oía el ruido de la noche —el estruendo constante de los grillos, el rugido de los leones cerca del campamento— Geoffrey volvió a felicitarse por lo que consideraba una medida excepcionalmente acertada. Gracias a la venta del rancho ganadero de su padre a unos africanos que ansiaban comprarlo, había podido invertir dinero en una empresa que con toda seguridad daría grandes beneficios. Pensó que si tenía que ser blanco y vivir en Kenia, quería ser un blanco rico.

—Haremos que los turistas se levanten al amanecer y los llevaremos por ahí en Rovers, en busca de animales para fotografiarlos. Los animales son siempre muy visibles ahora tan temprana. Luego los llevaremos de vuelta al pabellón, donde les serviremos un copioso desayuno, y pasarán el resto del día alrededor de la piscina. A última hora de la tarde, que es cuando los animales se despiertan y empiezan a merodear, volveremos a pasearlos en Rovers equipados con coñac y emparedados. Por la noche será obligatorio vestir de etiqueta para ir al comedor y daremos un buen espectáculo con bailarines masai.

—Desde luego, resulta un programa atractivo —dijo Ralph, el hermano de Geoffrey—. Si el viejo Jomo consigue que el país conserve la estabilidad, no hay motivo para que esto no salga bien.

Ralph había regresado a Kenia un año antes, a raíz de la independencia de Uganda. El presidente Obote, decidiendo que el sistema británico de provincias ya no hacía falta en su país, había despedido a todos sus funcionarios blancos. Ralph Donald, que seguía soltero a sus cuarenta y ocho años, había sido comisario provincial y recibido una compensación por sus años de servicio a la corona. Tras una breve temporada en un puesto de control para la recepción de refugiados blancos del Congo Belga que pasaban por Uganda, Ralph había vuelto a Kenia para trabajar con su hermano en el nuevo negocio turístico.

Con el pelo plateado y el cutis rojizo, Ralph Donald, que tenía reputación de ser excelente cazador de elefantes, era el segundo de los comensales que tenían los ojos puestos en Mona.

—En mi opinión —dijo mientras llenaba y encendía su pipa—, como tantos europeos se van de Kenia, los pocos que quedemos vamos a ser los dueños del cotarro. Nos vamos a forrar. Los negros mirarán a su alrededor, se darán cuenta de que no tienen puñetera idea de cómo se gobierna un país y vendrán corriendo a pedirnos ayuda.

Grace, que apenas había tocado la comida, miró a Ralph. Costaba creer que aquel tipo egocéntrico, aquel voceras, fuese hijo de James.

—Lo que me intriga —dijo Grace— es de dónde sacan los africanos tanto dinero para comprar las granjas de los blancos. ¡Me han dicho que la plantación Norich-Hastings se vendió por una suma astronómica!

—No es ningún misterio, tía Grace —dijo Geoffrey—. El dinero no es africano; es británico. Cuando el gobierno de su majestad prácticamente nos dejó abandonados aquí, al decir que no enviaría otro ejército si estallaba una segunda revuelta Mau-mau, y luego decidió entregar todo el poder a los negros, tuvo que buscar la forma de aplacar sus sentimientos de culpabilidad y ayudar a la misma gente a la que había traicionado. La cosa funciona de la siguiente manera: el dinero procedente de Inglaterra pasa por el Banco Mundial, luego por intermediarios africanos y finalmente va a parar a manos de los colonos. Entonces el colono, tras librarse de su propiedad, hace las maletas y se vuelve a Inglaterra, llevándose consigo su dinero. Según me han contado, ¡en algunos casos el dinero ni siquiera sale de Inglaterra!

—Apuesto a que los negros no tienen ni idea de lo que está pasando —dijo Ralph y luego miró a Mona, recordando aquel día en que llegara a Entebbe con su tía para llevar a su padre a casa.

—Con vuestro permiso —dijo Grace, levantándose—. Estoy muy cansada… Y no estoy acostumbrada a viajar tanto.

Geoffrey se levantó con ella, pensando que, para tener setenta y tres años, Grace había aguantado muy bien el viaje. Dijo:

—Le diré a uno de los negros que te acompañe a tu tienda. No debes andar nunca por el campamento de noche sin escolta. A veces se cuela algún animal y los hay que son muy agresivos.

—¿Los niños no correrán peligro solos en una tienda?

—Terry ya ha acampado aquí otras veces. Él se encargará de proteger a Deborah.

Al quedarse a solas, minutos después, Grace suspiró y se sentó en la cama. Tenía que reconocer el mérito de Geoffrey: las tiendas eran lujosas. Le recordaban las que Valentine había plantado en 1919, al llegar ella y Rose y encontrarse con que la casa aún no estaba construida.

«Hace tanto tiempo —pensó—. Tantísimo tiempo…»

Luego recordó que al día siguiente era el cumpleaños de James, que habría cumplido los setenta y cinco.

Mientras un viento solitario silbaba y se filtraba por la lona, haciendo que los faroles se mecieran, Grace se preparó para acostarse. No sabía realmente por qué había accedido a participar en esa excursión, excepto, quizá, porque Geoffrey se había mostrado muy deseoso de enseñarle su nueva idea, de recibir su aprobación. Además, había pensado que unos días alejada de la misión le sentarían bien. Llevaba años sin tomarse unas vacaciones como era debido; tal vez el safari le daría tiempo para pensar, para reflexionar sobre la propuesta de la orden de monjas africanas que querían encargarse de la escuela de la misión. Ella y James siempre habían hablado de hacer un safari juntos, pero no habían tenido tiempo. Y ahora estaba allí con los dos hijos de James.

Tomó el libro que se había traído para leer, el último recibido de Norteamérica,
La nave de los locos.
Luego lo dejó, incapaz de concentrarse. Pensaba en James. James llenaba todos sus pensamientos, vivía en su alma.

Se acercó a la entrada de la tienda y a través de la tela mosquitera contempló el paisaje sereno, bañado por la luz de la luna, un paisaje que parecía engañosamente esterilizado y sin vida, pero que estaba lleno de muerte, de procreación y de vida. Pensó en su amado James y volvió a preguntarse, como en miles de ocasiones anteriores, por qué había muerto.

Ahora ella vivía en un mundo nuevo, extraño, un mundo que quizá no habría gustado a James. A ella misma le costaba entenderlo.

En Nairobi acababan de estrenar una película norteamericana titulada
¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú;
Geoffrey e Ilse la habían llevado a verla. A Grace le parecía que todo el mundo andaba preocupado con el aniquilamiento nuclear del globo. La radio parecía dar únicamente canciones norteamericanas, cantadas por una nueva raza de gente, por alguien que se llamaba Joan Baez, que protestaba contra el odio racial y hacía llamamientos a favor del amor y la paz. Los noticiarios hablaban una y otra vez de manifestaciones a favor de los derechos civiles en Alabama; de disturbios y palizas; de doscientos mil manifestantes descendiendo sobre Washington. Los jóvenes bailaban algo que se llamaba «el watusi»; en Inglaterra, adolescentes disolutos llevaban el pelo largo y adoptaban nombres tales como «mods» y «rockers». El mundo corría a una velocidad de vértigo: un astronauta norteamericano, Gordon Cooper, acababa de dar veintidós vueltas alrededor de la Tierra; en Texas, el doctor Michael de Bakey hacía historia abriendo el pecho y operando directamente el corazón.

Y hacía tres días, el presidente Kennedy había muerto asesinado.

Mientras contemplaba las plácidas y vírgenes llanuras africanas, Grace se preguntó qué tenían que ver con todo aquello.

Y Kenia se veía atrapada en su propia carrera vertiginosa para convertirse en parte del mundo nuevo y moderno. Apenas hacía sesenta años la gente de Kenia vivía en la Edad de Piedra, sin alfabeto, sin concepto de la rueda, sin tener idea de las naciones poderosas que se extendían al otro lado de la montaña. Ahora los africanos conducían automóviles y aviones; los abogados africanos llevaban pelucas blancas y empolvadas en los tribunales de Nairobi y hablaban el inglés de la reina; las mujeres kenianas empezaban a descubrir el control de la natalidad y los empleos de secretaria. La lengua aparecía sazonada con palabras nuevas tales como
uhuru,
«libertad», y
wananchi,
«el pueblo».

¡Qué extraño le había resultado a Grace, en 1957, votar al lado de los africanos por primera vez! ¡Y qué sorpresa se había llevado al encontrarse con la anciana mamá Wachera en el colegio electoral el pasado mes de junio! Se habían mirado y Grace había sentido frío hasta la médula de los huesos. El encuentro fortuito con la hechicera le había traído el penoso recuerdo del día siguiente a la muerte de James. Mamá Wachera se había presentado en casa de Grace para reclamar el cadáver de su hijo, y, sin decir palabra, había arrojado un paquete a los pies de Grace. Aturdida a causa de la terrible tragedia de la noche anterior —la muerte de James entre sus brazos, la del bebé de Mona, de Mario, su criado, que había resultado ser el que obligaba a los demás a prestar juramento—, Grace había recogido el paquete y se había encontrado con que contenía todas las cartas que Mona escribiera a David.

Grace aún las tenía, no sabiendo qué hacer con ellas, las había guardado con la intención de pasárselas a Mona algún día. De esto hacía ahora nueve años. Al principio había pensado que Mona estaba demasiado apesadumbrada para darle las cartas; luego, que sólo iban a servir para abrir de nuevo las heridas.

«Quizá —pensó ahora Grace—, debería destruirlas sin más y cerrar para siempre ese sombrío capítulo».

Oyó pasos fuera de la tienda y una voz queda que decía:

—¿Doctora T.?

Era Tim. Siempre la había llamado «doctora T.». Entró en la tienda y, tras pedirle perdón por molestarla, le preguntó si podía hablar con ella.

—En realidad he venido para decirle adiós, doctora T. —dijo Tim, sentándose—. Nos vamos la semana próxima.

—Sí, lo sé.

—Ahora que todo ha concluido, no vale la pena quedarse hasta el Día de la Libertad. No tengo ganas de ver cómo arrían la bandera británica para siempre.

—Quizá no sea tan malo.

Tim reflexionó unos instantes, dando vueltas al sombrero en las manos. Luego dijo:

—Nos gustaría tanto que se viniera con nosotros. A Alice le va de maravillas criando ovejas, y Tasmania es un lugar tan hermoso. Limpio y tranquilo, si usted me comprende lo que quiero decir.

Grace sonrió y meneó la cabeza.

—Kenia es mi hogar. Soy de aquí. Y aquí me quedaré.

—No creo que vuelva nunca. Nací aquí, ¿sabe?, pero me siento extranjero. «Kenia para los kenianos», dicen ahora. Entonces, ¿qué soy yo sino un keniano? Espero que las cosas le vayan bien, doctora T.

Other books

Honour by Jack Ludlow
A Brother's Debt by Karl Jones
The Scroll by Anne Perry
Blood Test by Jonathan Kellerman
Stretching the Rules by B.A. Tortuga
Come See About Me by Martin, C. K. Kelly
Car Pool by Karin Kallmaker
Ral's Woman by Laurann Dohner