Pero Sarah sonrió y dijo:
—No, Deb. No puedes hacer eso. Te instalarás en Bellatu cuando salgas de la facultad de medicina. ¡No querrás vivir en una casa vacía! —dio media vuelta y se acercó al borde del agua—. Ya me las arreglaré para encontrar el dinero. Me consta que lo lograré. Y empezaré mi propio negocio.
—Sí, sin duda —dijo Deborah—. Y cuando yo sea médica, ¡te compraré a ti todos mis vestidos!
Sarah se volvió con los brazos abiertos.
—¡Y me enviarás a todas tus amistades ricas! ¡Estaré tan ocupada, que tendré cincuenta personas trabajando para mí y todo el mundo llevará mi ropa!
—¡Serás el Rudy Gerneich del África Oriental!
Sarah se echó a reír.
—¡Preferiría ser Mary Quant!
—¿Quién es Mary Quant? —preguntó esta vez una voz masculina.
Al volverse, las dos muchachas vieron que un joven bajaba por la margen cubierta de hierba hacia ellas. Llevaba pantalones oscuros, camisa blanca con las mangas subidas y gafas de sol.
—¡Christopher! —exclamaron.
Deborah permaneció en su sitio, presa de un súbito acceso de timidez, pero Sarah echó a correr hacia su hermano y le rodeó con sus brazos. Christopher la levantó y dio una vuelta con ella.
—¡Has vuelto! —exclamó Sarah.
—¡Y tú has crecido! —la depositó en el suelo y los dos prorrumpieron en sonoras carcajadas. Luego Christopher se volvió hacia Deborah y dijo—: Hola.
—Hola, Christopher. Bienvenido a casa.
Se quedaron de pie bajo la luz del sol que atravesaba el ramaje de los castaños, mirándose, cada uno de ellos pensando que los cuatro años le habían parecido una eternidad pero que ahora daban la impresión de haber transcurrido en un abrir y cerrar da ojos. Christopher quedó maravillado al ver lo cambiada que estaba Deborah, que de una muchacha traviesa de catorce años se había transformado en una joven preciosa, a la vez que Deborah se preguntaba adonde había ido aquel chico desgarbado de diecisiete años y quién sería este hombre tan guapo que acababa de llegar.
—Estás más alta —dijo Christopher con voz queda.
—También tú.
Se hizo otro momento de silencio; luego Sarah dijo:
—¿Dónde está mamá?
—En tu choza, quejándose de que no hay
ugali
para nosotros y de que tus modales son atroces.
Sarah alzó los ojos hacia el cielo con expresión de sufrimiento, luego dijo:
—Iré a buscar a la abuela. Creo que está en el poblado. ¡Oh, Christopher! —le abrazó de nuevo—. ¡Me alegra tanto que hayas vuelto! Dime que es para siempre, que no volverás a irte.
—No volveré a irme —dijo él, riendo.
Sarah se fue corriendo entre los árboles, dejando solos a Deborah y Christopher.
A Deborah le costaba creer que Christopher se encontrara realmente ante ella por fin, después de cuatro años de cartas y llamadas telefónicas en Navidad, de echar de menos a su querido amigo y compañero de juegos en la infancia, de crecer y comprobar que su afecto se convertía en amor de mujer, de experimentar sueños extraños e inquietantes en los que aparecía Christopher, de anhelar su presencia, de estar despierta en la cama, no reviviendo las aventuras de antes como en otro tiempo, sino imaginando encuentros románticos. Durante la ausencia de Christopher Mathenge, Deborah se había enamorado de él y ahora, inesperadamente, se sentía tímida a causa de ello.
—Te echaba de menos —dijo Deborah.
—Yo también a ti, Deb. No sabes lo que tus cartas significaban para mí —dio unos pasos hacia ella, luego se detuvo y miró en dirección al río—. Ya no hay selva.
Deborah miró hacia la multitud de
shambas
que cubría la ladera hasta la cima del risco que había en la otra orilla. Cuando eran niños, la selva llegaba hasta la orilla del río. Luego el nuevo gobierno africano había dado la tierra a los kikuyu, que inmediatamente se habían puesto a desbrozar la selva para tener sus campos de cultivo. Ahora había muchas chozas —que ya no eran redondas, sino cuadradas, siguiendo la norma de los
wazungu
—, fabricadas todavía con barro y excrementos y con techo de juncos. Y había unos cuantos automóviles maltrechos en los senderos de tierra que se entrecruzaban.
Deborah miró a Christopher y pensó que también él había cambiado. ¿De dónde habían salido aquellos músculos sin grasa, y aquellos hombros anchos y cuadrados que tensaban la tela de la camisa? Había fluidez en su postura. Recordó los
morani
masai que recorrían las llanuras de Amboseli, jóvenes guapísimos, cimbreños y angulosos, que eran tan altivos, que se consideraban la raza más hermosa de la tierra. Christopher daba la misma impresión, sólo que en él no había arrogancia. Se volvía hacia ella y le sonreía como ningún
moran
le hubiera sonreído.
—¿Qué tal Inglaterra? —preguntó Deborah.
—Fría y lluviosa. Me alegro de haber regresado.
También su forma de hablar era diferente. Había desaparecido el acento kikuyu que antes daba color a su modo de hablar. Christopher ya no mezclaba las eles y las erres, como hacían los kikuyu porque la erre no existía en su lengua. Hablaba como un estudioso de Oxford, es decir, como lo que era.
—¿Cómo está tu tía? —preguntó él.
—Está bien. Trabaja mucho, como siempre. Yo le recuerdo que ya tiene ochenta y tres años y debería tomarse las cosas con más calma. Pero la tía Grace piensa que la misión se vendrá abajo si ella se retira.
—Quizá tenga razón.
Deborah miró fijamente las gafas de sol de Christopher. Le daba cierto alivio que las llevase, porque la protegían de sus ojos.
—¿Y tu madre? —preguntó Christopher—. ¿Qué noticias tienes de ella?
Deborah recordaba cosas. Tenía ocho años y estaba en el campamento de safaris Kilima Simba. Tuvo necesidad de ir al retrete y, al pasar por delante de la tienda de su madre, oyó que dentro una voz decía:
«Deborah no significa nada para mí, Geoffrey. He dispuesto que viva con la tía Grace».
—Mamá casi nunca nos escribe ahora —dijo, pensando en la última carta impersonal, de compromiso—. Pero dice que el negocio de las ovejas les va bien y que le continúa gustando Australia. Cada Navidad nos envía jerséis de lana a la tía Grace y a mí.
Volvieron a guardar silencio, Christopher detrás de sus gafas de sol, Deborah contemplando cómo el agua del río pasaba por encima de los guijarros y el musgo. El calor de agosto era desacostumbrado, parecía salir del suelo y envolverles. Las hogueras de los kikuyu llenaban el aire de perfumes acres, humosos. Del campo de rugby llegaban gritos y en lo alto, entre los cafetos del señor Singh, se escuchaban motores. Una abeja se posó en el brazo de Deborah, que la ahuyentó.
Christopher miró de nuevo a su alrededor, volviéndose lentamente, absorbiéndolo todo, las incontables granjas que ahora cubrían la campiña. En otro tiempo había allí una espesa selva. En el mismo sitio, hacía muchas generaciones, se habían librado guerras contra los masai, sus antepasados habían adorado los árboles y los animales, y, más recientemente, los guerrilleros del Mau-mau habían encontrado refugio allí. Ahora lo único que veían los ojos de Christopher eran retazos verdes y pulcros sobre la tierra roja. Chiquillos desnudos vigilaban las cabras y las vacas; las mamás, con las piernas rectas, las rodillas entrecruzadas, se agachaban para arrancar las malezas y recolectar las verduras. La escena era apacible, tranquilizadora, y Christopher la había echado muchísimo de menos durante sus cuatro años de estudiante en Inglaterra.
Finalmente miró a Deborah, que se encontraba de pie bajo un rayo de sol, contemplando el agua como el primer día en que Christopher la vio, hacía ahora diez años.
Christopher pensó en las cartas que la muchacha le había mandado, una a la semana durante cuatro años. Las conservaba todas.
Al principio, añorando Kenia pero al mismo tiempo excitado por su aventura en Oxford, Christopher sólo había echado de menos a la alegre compañera de su juventud, la niña pequeña y delicada que le había hecho soportable la vida con su abuela. Había echado de menos a Deborah como echaba también de menos a Sarah y a su madre, a sus camaradas del equipo de rugby.
Pero luego, una vez transcurrido el primer año, y mientras las cartas de Deborah seguían llegando fielmente cada semana, se había dado cuenta de que esperaba con ilusión leer sus palabras, buscar un rincón donde pudiera estar a solas con la carta, imaginar durante unos momentos mágicos que se encontraba con ella en Kenia. Los sentimientos que la muchacha le inspiraba habían empezado a cambiar cuando cambiaron también sus cartas. El infantilismo desapareció poco a poco de las cartas, que comenzaron a reflejar una madurez nueva. Deborah hablaba de cosas importantes —del gobierno, de acontecimientos mundiales, de sus sueños de llegar a ser médica— y le hacía mil preguntas acerca de él, de sus estudios, de sus planes para el futuro. Las cartas de Deborah eran un vínculo directo con Kenia, y gracias a ellas nunca se sintió aislado del hogar. Y nunca se sintió separado de ella, sino cada vez más cerca. La muchacha había llegado a significar para él mucho más que antes.
De la choza de Sarah salieron voces que discutían.
—Vaya por Dios —dijo Deborah—. Ya estamos otra vez. Tu madre está enfadadísima con Sarah. ¿Te lo ha dicho?
—Sí. Yo me opuse al principio, cuando me escribió diciendo que había dejado los estudios en Egerton. Pero conozco a mi hermana. Encontrará la forma de conseguir lo que quiere. A estas alturas, mi madre ya debería saber que no sirve de nada discutir con Sarah.
—Se parecen mucho, ¿verdad?
—Me pregunto dónde estará mi abuela.
—Ha ido a asistir en un parto —Deborah se sentía tímida, obligada a hablar para llenar el espacio entre ella y Christopher—. A mamá Wachera le ha ido muy bien desde la independencia. La gente vuelve a las curas tradicionales, y los viejos hechiceros y hechiceras, desde que salieron de sus escondrijos, han prosperado mucho. Como en el caso de tu abuela.
Christopher se puso pensativo. Sacaría el título de médico al cabo de cuatro años y también él quería prosperar.
—Christopher, tengo algo que decirte —dijo Deborah, hablando de prisa—. No lo mencioné en ninguna de mis cartas porque quería decírtelo personalmente. Me han concedido una beca Uhuru para estudiar en California.
No vio ninguna reacción en él, sólo su propio reflejo por partida doble en las gafas de sol. Christopher permaneció callado durante unos momentos; luego dijo:
—California. ¿Durante cuánto tiempo?
—Tres años.
Él volvió a guardar silencio, los ojos escondidos detrás de las lentes oscuras. El mundo parecía contener el aliento. El río corría en silencio; los pájaros cesaron en sus trinos. Luego Christopher se acercó a Deborah y puso las manos en sus brazos desnudos. Los dos sintieron de pronto como una carga de electricidad. Christopher aumentó la presión de sus manos y la miró.
Deborah era su más vieja amiga y la más querida. Le había salvado de la soledad en la infancia y le había introducido en su círculo soleado. Sus cartas habían sido un consuelo para él, que había esperado con ilusión el momento de verla de nuevo. Pero ahora todo era diferente. Algo había cambiado.
De repente Deborah le pareció tan pequeña y vulnerable.
—Debes andarte con cuidado —dijo él en tono apremiante—. El mundo es un lugar grande, mucho más de lo que te imaginas. Sólo conoces Kenia, Deborah, y, de hecho, sólo una pequeña parte de Kenia… —se le cortó la voz. Quería decirle algo más, expresar la emoción nueva y extraña que de pronto se había apoderado de él. La miró, sintió la piel cálida bajo sus manos.
«Es tan inocente».
Le invadió el deseo de protegerla, de abrazarla y ponerla al abrigo de todas las cosas que él mismo había descubierto en el mundo. Kenia era un país tan pequeño, tan aislado. Y Deborah era hija de una provincia rural, atrasada. ¿Qué sabía ella de la vida?
—Saldré adelante —dijo Deborah, desconcertada y sobrecogida por la fuerza de su contacto, de la pasión que había en su voz. ¿Qué le había pasado a Christopher? ¿De dónde procedía su intensidad?
Deborah alzó las manos y le quitó las gafas de sol. Christopher la estaba mirando fijamente con unos ojos que, en generaciones anteriores, habían medido el avance de un león entre la hierba alta y tostada. Se sintió atrapada en aquella mirada, sintió la energía que pasaba de sus manos a sus propios brazos. Christopher la abrumaba. De repente se quedó sin aliento.
—Deborah —dijo él en voz baja, sin soltarle los brazos—. No te diré que no vayas. No tengo derecho a hacerlo. Debes irte. Debes llegar a ser tan buena como puedas. Pero… prométeme, Deborah, que…
Deborah se quedó esperando. Una brisa cálida agitaba las ramas de los árboles y la luz del sol caía sobre el guapo rostro de Christopher.
—¿Qué debo prometerte? —susurró, el corazón disparado.
«Dilo, Christopher. Por favor, dilo».
Pero las palabras no acudían a sus labios. Había sucedido con demasiada rapidez, el salto repentino de querer a Deborah Treverton como una amiga a quererla como mujer. A Christopher le pareció que en un instante cruzaba un umbral terrible, un umbral de cuya presencia no se había percatado. No estaba preparado para esa repentina oleada de deseo, ese impulso inesperado, furioso, de tomarla entre sus brazos y besarla. Y más.
No sabía cómo decirlo. Pensó en California, en los hombres que Deborah conocería allí, hombres que eran como ella… de raza blanca. Lleno de temor, Christopher comprendió que Deborah se iría de Kenia y no regresaría jamás.
—Deborah —dijo por fin—, prométeme que recordarás siempre que Kenia es tu hogar. Éste es tu sitio. Aquí está tu gente. Ahí fuera, en el mundo, serás una forastera. Serás una curiosidad y te comprenderán mal. El mundo no nos conoce, Deborah; no sabe nada de nuestras costumbres, de nuestros sueños. En Inglaterra me trataban como sí fuese una curiosidad. Me veía rodeado de gente que quería conocerme, pero no hice ningún amigo, ni uno solo. No pueden imaginarse cómo es ser keniano, lo singulares que somos. Pueden hacerte daño, Deborah. Y yo no quiero que te hagan daño.
Deborah se sentía perdida… en los ojos de Christopher, en el roce de sus manos. El mundo extraño y aterrador de que hablaba ya no existía, sólo existían ese paraje del río, ella misma y Christopher.
—Prométeme —dijo él con voz tensa— que volverás.
Deborah apenas podía hablar.