—Egerton ya no puede ofrecerme nada más. No tengo tiempo que perder siguiendo sus cursos. No sirven para nada. Sé lo que quiero y Egerton no me lo puede dar, así que lo buscaré por mi propia cuenta.
Sarah se refería a su ambición de ser diseñadora de modas. Desde muy pequeña había sabido lo que iba a ser de mayor. En la escuela secundaria había ido a todas las clases de arte, diseño y costura. Luego había ido a la escuela de Egerton en Njoro, donde, al amparo de su programa para el diploma de economía doméstica, uno de los poquísimos cursos de educación superior que se ofrecían a las mujeres de Kenia, había estudiado la identificación y el cuidado de los tejidos, la costura a mano y a máquina, la confección de patrones, de vestidos, y otros aspectos del oficio de modista. Como el segundo año del curso se concentraba en la nutrición y la crianza de niños, había dejado la escuela y vuelto a casa para tratar de alcanzar su sueño por otro camino.
Ahora trabajaba para una mujer asiática de Nyeri, la señora Dar. Sarah era auxiliar de costura, cobraba muy poco, trabajaba muchas horas en condiciones duras, pero la señora Dar confeccionaba vestidos exquisitos para las esposas de acaudalados hombres de negocios del distrito y Sarah aprendía todo lo que le era posible de ella. Pero eso no era suficiente. Aunque tenía la esperanza de que algún día sería dueña de sus propias máquinas de coser, de su negocio propio con sus propias auxiliares, Sarah soñaba con algo más grande: diseñar todo un estilo nuevo.
Por esto se encontraba junto al río con Deborah, removiendo un bote de cera caliente colocado en una hoguera. Sarah había descubierto recientemente el «batik», el arte de teñir tela utilizando cera, y llevaba varios días haciendo experimentos.
—Me sentiré tan extraña en California —dijo Deborah, dejando la revista—. No sabré nada. Y estoy segura de que todas las chicas serán más listas que yo.
Sarah se irguió y apoyó las manos en las caderas.
—¡Qué tonterías dices, Deb! ¿Por qué crees que te han dado esa beca? ¿Por ser tonta? ¡La pidieron mil quinientas estudiantes y te la dieron a ti! ¿Y no te dijo el profesor Muriuki que California salía ganando y la universidad de Nairobi salía perdiendo?
Deborah pensó que el profesor Muriuki lo había dicho sólo para ser amable. Había estudiado cuatro cursos con él en la universidad de Nairobi y le había caído bien al profesor.
Con todo, el profesor Muriuki había añadido:
—No puedo negar que el nivel de educación en la universidad de California es superior al nuestro. Hace usted bien en ir allí, señorita Treverton. Cuando vuelva a Kenia y asista a la facultad de medicina, les llevará mucha ventaja a sus condiscípulos.
Las dos muchachas de dieciocho años disfrutaban del cálido sol de agosto y de la paz del río. A través de los árboles les llegaba el griterío de los niños que jugaban al rugby en el campo de polo que la madre de Deborah había cedido a la Misión Grace al irse de Kenia hacía diez años. Cerca, a unos treinta metros de donde las dos muchachas se encontraban sentadas a la orilla del río, varias chozas se alzaban en un marco bucólico entre cultivos de maíz y judías, un rebaño de cabras de saludable aspecto y un granero lleno a rebosar. Allí vivía Sarah con su anciana abuela, mamá Wachera, pero en su propia choza, que ella había hecho cómoda instalando una alfombra y sillas como era debido. También había una choza para Wanjiru, que se alojaba en ella cuando subía desde Nairobi para visitarlas. La cuarta choza era la de Christopher. En otro tiempo había sido la
thingira
de su padre, es decir, su choza de soltero, y Christopher pensaba alojarse en ella siempre que tuviera vacaciones en la facultad de medicina.
Al pensar en Christopher, Deborah consultó su reloj. Su vuelo desde Londres tenía que llegar esa mañana; su madre iría a esperarle al aeropuerto y le traería en el coche.
Deborah pensó que ya era tarde. ¿Dónde estarían?
No había dormido durante la noche, apenas dormía desde hacía una semana, pensando en el regreso de Christopher. ¿Cómo serían las cosas después de cuatro años? El corazón se le disparaba al pensar en tenerle de nuevo en casa, al imaginar las largas conversaciones que sostendrían.
«¿Habrá cambiado mucho?», se preguntaba.
Sarah dejó el bote de cera y fue a inspeccionar los retazos de tela extendidos sobre unos peñascos. Cada uno de ellos se hallaba en una etapa del proceso de teñirlos; cada uno preparado de forma diferente. Los examinó con atención.
—Me parece que por fin he dominado el problema de los crujidos —dijo, alzando y mostrando un retal—. ¿A ti qué te parece, Deb?
Deborah estudió la muselina que Sarah le enseñaba. El dibujo era de una mujer y una criatura, muy básico y primitivo, y la tonalidad de los colores era de tierra. Le gustaba la forma en que la luz del sol brillaba a través de la tela, revelando venas negras de tinte donde la cera se había roto.
—Es muy bonito. Sarah dejó la tela y retrocedió un paso.
—No estoy tan segura.
—Has dominado la cera. Los colores apenas se corren.
Sarah frunció los labios mientras contemplaba su obra. Había aprendido el «batik» ella sola, mediante un largo proceso consistente en probar suerte una y otra vez, experimentando con restos de piezas de tela que la señora Dar le vendía y en los que se gastaba casi la mitad del sueldo. La cera y el tinte los compraba en una
duka
asiática de Nyeri y se le comían el resto de sus ingresos, por lo que andaba constantemente sin blanca. Pero valía la pena. Había dominado el «batik» y sus tejidos eran hermosos.
A pesar de todo, faltaba algo.
—No sé, Deb —dijo Sarah, sentándose en la hierba al lado de su amiga. Clavó los pies desnudos en la arcilla roja y se puso a contemplar los peces que nadaban en las aguas cristalinas—. No es suficiente.
Deborah, que no tenía nada de artista y, por ende, quedaba impresionada con lo que hacía su amiga, dijo:
—Podrás hacer vestidos preciosos con este tejido, Sarah. ¡Si tuviese dinero, compraría uno!
Sarah sonrió. Pese a llevar el apellido Treverton y ser propietaria de la enorme casa que había en lo alto de la colina, justo en medio de la plantación de café del señor Singh, y pese a que su tía era propietaria de la Misión Grace, Deborah no tenía dinero. Ello era debido a que la casa prácticamente no valía nada; costaba demasiado dinero vivir en ella y mantenerla, y nadie quería comprarla porque estaba rodeada por los cafetos del señor Singh. Y todo el mundo sabía que la misión producía pérdidas casi desde su fundación, porque la escuela y el hospital eran gratuitos para quienes no podían pagar y el dinero que la doctora Treverton conseguía era reinvertido en su totalidad en la misión. De hecho, corrían rumores de que si las monjas católicas no hubiesen acudido en su ayuda, hacía ya unos años, la misión hubiera quebrado. Así que Deborah Treverton era tan pobre como Sarah Mathenge; era una de las muchas cosas que tenían en común.
—¿Te imaginas? —dijo Deborah, pasándole la revista a su amiga—. ¡En Norteamérica todavía se lleva la minifalda!
Sarah miró las modelos con ojos de envidia. Llevar minifalda estaba prohibido en Kenia. Era «indecente e impropio de señoritas», según el gobierno, «y provocaba la lujuria de los hombres».
—No encajaré —dijo Deborah—. ¡Vestida de este modo! —llevaba un vestido de algodón y sandalias. Le parecía bien para la Kenia rural, pero muy poco apropiado para el sofisticado ambiente de una universidad californiana.
—Hoy día en Norteamérica puedes llevar cualquier cosa que se te ocurra —dijo Sarah, intentando tranquilizarla—. Ya lo ves aquí… mini-vestidos, vestidos de abuelita, vestidos de campesina, trajes-pantalón, téjanos con remiendos de vivos colores. ¡Hasta pantaloncitos cortísimos! Lo importante es que recuerdes —miró a Deborah de un modo significativo— que serás una estudiante de primera y volverás a casa con matrículas de honor. Justamente como dijo el profesor Muriuki.
Deborah rogaba al cielo que así fuese. Su mayor sueño era ser la mejor médica posible, ser como la tía Grace y seguir sus pasos.
—¡Si tuviera dinero! —dijo Sarah, tirando un guijarro al agua—. ¡Sé que podría hacerlo mejor que la señora Dar! Es tan conservadora. No tiene ni pizca de imaginación. ¡Y no me permite expresar mis opiniones! La semana pasada vino la esposa del doctor Chandra y la señora Dar le recomendó un verde que no le sentaba nada bien. Yo me di cuenta en seguida de que lo que necesitaba era un marrón suave, quizá con ribete dorado. ¡Y hay que ver cómo le cuelgan las faldas! Deb, si tuviera dinero, podría comprar una máquina de coser y establecerme por mi cuenta. Podría trabajar aquí mismo, en mi propia casa. Y cuando tuviera unos cuantos clientes de pago, clientes regulares, podría comprar muselina en gran cantidad, sin teñir y teñirla del modo que mejor les sentara a determinadas clientes.
—Son preciosos —dijo Deborah, señalando con la cabeza los «batiks» que se estaban secando sobre los peñascos.
Sarah cogió uno teñido de distintos matices rojos y anaranjados y dijo:
—A ver cómo te sienta.
Deborah se rió y dijo:
—Los
kangas
no me sientan bien, Sarah —pero se puso en pie y dejó que su amiga la envolviera con la tela rígida.
Pese a ser
mzunga,
la piel de Deborah no era mucho más clara que la de Sarah, toda vez que se había pasado toda la vida bajo el feroz sol ecuatorial. Mientras que la mayoría de los blancos de Kenia procuraban por todos los medios protegerse de los rayos del sol, a Deborah le encantaba sentirlos sobre los brazos desnudos y el rostro. Con todo, eso no quería decir que las dos muchachas se pareciesen. Aunque Deborah tenía el pelo negro, corto y ensortijado, y los ojos negros también, seguía siendo muy europea, mientras que Sarah era muy africana. Llevaba el pelo peinado en un estilo nuevo, con muchas trenzas apretadas que culminaban en una cascada de cabellos sobre la coronilla. El efecto del peinado era alargar un cuello que ya era naturalmente largo y coronar la gracia de sus brazos flexibles y su cuerpo esbelto. Sarah Mathenge era excepcionalmente hermosa, a juicio de Deborah, que envidiaba la elegancia natural y el estilo de su amiga.
—Te sienta estupendamente, Deb —dijo Sarah, apartándose un poco y estudiando su obra.
Deborah se volvió lentamente bajo la luz del sol, tratando de ver su reflejo en el río. Sarah le había puesto la tela como si fuera un
kanga,
cruzada sobre el pecho y atada en la nuca.
Sarah volvió a fruncir el ceño.
—¿Qué pasa? —preguntó Deborah—. ¿No te gusta?
—No es lo que busco, Deb. Resulta tan vulgar y corriente —la expresión de Sarah se hizo pensativa—. ¿Te acuerdas del estilo Liverpool de hace unos años? ¿Y luego del de Carnaby Street? No existe un estilo Kenia; ningún estilo que sea característico del África Oriental.
—¿Qué me dices del
kanga?
Yo diría que sólo se ve en el África Oriental.
Y era verdad. Nacidos en la costa de Kenia en el siglo diecinueve, los grandes rectángulos de algodón de vivos colores, conocidos por el nombre de
kangas,
se llevaban en toda el África Oriental y en todas partes las mujeres se los ponían para trabajar en los campos e ir al mercado. El
kanga
formaba un vestido sencillo al colocárselo debajo de los sobacos; a veces se ataba sobre un hombro o en la nuca. Se usaba a modo de falda, de chal, para llevar un bebé en la espalda, o enrollado en la cabeza como un turbante. El
kanga
era una prenda barata, sencilla y fácil de cuidar, y satisfacía las necesidades de la campesina africana. Pero Sarah no pensaba diseñar prendas para la
wananchi.
—Pienso en las mujeres que trabajan en las ciudades, Deb; cada día son más. Hay tantas mujeres trabajando en oficinas, estudiando para ser secretarias y recepcionistas. Las mujeres empiezan a trabajar en bancos y empresas. ¡Incluso las hay que son abogadas! Éstas no pueden llevar
kangas.
Así que, ¿qué llevan? —señaló la revista—. ¡Pues se compran imitaciones baratas de los estilos norteamericano y británico!
—Bueno, en tal caso —dijo Deborah—, podrías diseñar vestidos de confección hechos con tela de
kanga.
Éstos sí que serían un estilo nuevo y decididamente keniano.
Sarah dijo que no con la cabeza, sus grandes pendientes en forma de aro atrapando la luz del sol.
—No quiero usar tela de
kanga.
Detesto esos refranes horribles que llevan estampados.
Sin que nadie supiera la razón, años atrás había nacido entre los fabricantes de tela de
kanga
la costumbre de estampar un aforismo en suajili en cada pieza. Muchos de ellos eran tan antiguos, de origen tan oscuro, que no tenían ningún sentido:
Vidole vitano, kipi in bora?
«De cinco dedos, ¿cuál es el mejor?» Y la mayoría de ellos eran trillados:
Akili in mali,
«El ingenio es riqueza».
Sarah tomó el «batik» de Debarah y lo extendió sobre el peñasco.
—No quiero usar tela que ya esté hecha. Quiero crear una tela nueva. ¿No lo ves, Deb? —Sarah empezaba a dar muestras de excitación—. ¡Lo que quiero es crear todo un estilo nuevo! No sólo una tela, o un vestido nuevo, sino todo un estilo nuevo. Algo que diga «Kenia», ¡un estilo que conserve y perpetúe la tradición africana! Y algo que las mujeres de Europa y Norteamérica quieran llevar.
—¿Cómo será?
—Todavía no lo sé —Sarah miró fijamente la tela qué se estaba secando al sol. Había hecho experimentos con los colores y el diseño, pero, al parecer, lo único que le salía era una imitación del
kanga
—. ¿Qué hay que sea keniano, aparte del
kanga?
—preguntó.
—No tengo ni idea —Deborah se encogió de hombros.
—¿Sabes qué voy a hacer, Deb? Voy a darme una vuelta por este país nuestro y ver lo que lleva la gente.
—¡Qué idea más maravillosa!
—Piensa en todas las tribus que no se han europeizado, Deb. ¡Los luo, los kipsigis, los turkana! Seguramente continúan llevando el vestido tradicional. Voy a estudiarlos. Los dibujaré. Serán mi inspiración, Deb. ¡Encontraré mi estilo Kenia entre el pueblo!
—Me parece estupendo, Sarah. ¡Y tú eres la más indicada para hacerlo!
—¡Ah, las cosas que podría hacer si tuviese dinero!
—¡Sarah! —exclamó Deborah—. ¡Se me acaba de ocurrir una idea maravillosa! ¡Puedo vender algunas de las cosas que hay en Bellatu! ¡Entonces tendrás todo el dinero que necesites!