Mona la miró. La institutriz había estado hablando sin que ella la escuchase. Sin duda se trataba de otra sarta de quejas. La señora Waddell se sentía en la obligación de poner a Mona al corriente de los últimos «incidentes».
—Allí estábamos —prosiguió la institutriz—, Gladys Ormsby y yo, con el neumático pinchado, paradas en plena carretera, y entonces aparece un camión lleno de africanos. Y en vez de ayudarnos, como nos habrían hecho en otros tiempos, van y nos gritan: «¡Quitaos de en medio, perras blancas!».
Mona puso el té sobre la mesa, sacó unas cuantas galletas de una lata y se sentó con la institutriz.
—¿Se imagina? —decía la señora Waddell mientras se servía una taza de té—. Se están gastando más de un cuarto de millón de libras en ampliar el edificio de la comisión legislativa. Porque los miembros africanos lo exigen. Bueno, ¡supongo que será porque las palabras huecas necesitan mucho espacio!
Mona miró por la ventana, contempló la luz del sol sobre las flores polvorientas, la hierba amarillenta, las malezas. Trabajo le costaba ya mantener un número suficiente de braceros en los cafetales; el presupuesto sencillamente no permitía contratar un jardinero.
—¿Sabe que Tom Westfall ha vendido su propiedad? ¡Nada menos que a unos kikuyu! Será el fin de esa plantación.
Mona sabía a qué se refería la señora Waddell. Debido a la rapidez de los cambios, a que los africanos compraban tierras y los europeos se retiraban apresuradamente, la transición estaba resultando desastrosa para las plantaciones.
Al anunciar Jomo que, con el fin de evitar la amenaza de un segundo Mau-mau, treinta mil africanos se instalarían en tierras de los blancos antes de la declaración de la independencia, para la que faltaban tres meses, doscientas familias blancas del Rift Valley habían recibido indemnización del gobierno británico por renunciar a las granjas que habían construido con sus propias manos muchos años antes. Los africanos habían ocupado dichas tierras con la rapidez de las langostas.
—He oído decir que es sencillamente ruinoso —dijo la señora Waddell—. ¡Tienen las gallinas en el comedor y las cabras en los dormitorios! Y no arreglan nada, por supuesto. La semana pasada vi la casa de los Collier… ¡qué desastre! Las rosas de la pobre Trudie estaban pisoteadas, el huerto devastado, los cristales de las ventanas rotos, las puertas arrancadas de los goznes. ¡Y tenían una hoguera encendida en medio de la sala de estar! A Trudie se le partiría el corazón si lo viera. Pero ahora Trudie estaba en Rodesia, por suerte para ella. Dígame usted, señora Treverton, si las cosas han llegado a este extremo ahora, ¿qué pasará después de la independencia?
Mona no tenía la menor idea, pero el asunto preocupaba mucho a los blancos que seguían en Kenia. Los africanos que antes se comportaban de modo servil y obsequioso eran cada día más atrevidos y descarados. Obligaban a los blancos a bajar de la acera, los insultaban, les robaban los animales a plena luz del día. Los africanos eran una raza que de pronto se había vuelto loca. La independencia parecía una especie de licor fuerte. El sentimiento general entre los africanos era «ésta es
nuestra
casa ahora y vosotros los blancos haréis bien en marcharos porque no os vamos a tolerar más».
Mona se preguntaba si era ése el hermoso futuro que David había imaginado para los dos.
—En diciembre —dijo la institutriz—, la policía británica cederá su autoridad a los africanos. Y entonces, ¿a quién vamos a llamar cuando estemos en apuros?
Ésa era precisamente la razón que había empujado a Alice Hopkins a vender su inmenso rancho en el Rift —el mismo que había salvado cuando tenía sólo dieciséis años y marcharse a Australia. Veía avecinarse días terribles, días en que los africanos, libres del brazo de la justicia británica, desencadenarían una campaña de venganza contra los blancos.
Y ahora también Tim pensaba irse a Australia para reunirse con su hermana, que se dedicaba a la cría de ovejas.
—Vende la plantación, Mona —había dicho Tim—. No conseguirás salir adelante. Bellatu no ha dado beneficios desde hace años. Que se la queden los negros. Vente a Tasmania, a vivir con Alice y conmigo.
Pero Mona no pensaba vender. Aunque fuese la última persona blanca que quedara en Kenia, jamás vendería la plantación.
—Bien, señora Treverton —dijo la institutriz, apurando el té y pensando que ojalá fuera acompañado de emparedados como Dios manda—, supongo que será mejor que le dé mi propia noticia ahora mismo. El señor Waddell y yo hemos decidido irnos a Sudáfrica y vivir con nuestra hija. Hemos vivido treinta años en Kenia, ¿sabe? Nuestros hijos nacieron aquí. Convertimos unos parajes selváticos en un paraíso. Sacamos cosechas de donde sólo había terreno duro como la roca. Invertimos dinero y trabajo en esta colonia. Pero ahora ya no nos quieren. Hemos vendido la granja a unos africanos. Y quiero irme para no ver lo que hacen con ella.
Mona recibió la noticia sin sorprenderse. La señora Waddell era la tercera institutriz que había contratado para Deborah durante los últimos meses. Kenia era un barco que estaba naufragando y toda la tripulación desertaba de él.
—¿Cuándo se irán?
—Dentro de dos semanas. Sólo quería avisarle con tiempo, por su hija.
Al ver que su señora no decía nada más y se sumía en el silencio, la señora Waddell tomó otra galleta y se encogió mentalmente de hombros. La institutriz pensaba que la señora Treverton era un pájaro raro porque vivía en la vieja y arruinada plantación, luchando por mantenerla en funcionamiento cuando cualquier persona que tuviese ojos podía ver que luchar era inútil. La señora Treverton no encontraba suficientes trabajadores africanos, ya que todos pedían jornales más altos. Por este motivo, su café había perdido calidad, lo cual le hacía aún más difícil colocarlo en el mercado internacional. La señora Waddell no entendía por qué Mona se empeñaba tan tenazmente en conservar una plantación arruinada, viviendo sola en aquella casa tan cara de mantener, sin marido y con una hija ilegítima y alocada, cuando había montones de africanos incautos esperando la oportunidad para comprársela.
De haber querido explicar su postura, Mona le habría dicho a la señora Waddell que seguía allí porque Bellatu era lo único que le quedaba, la tierra imparcial, que no juzgaba. No había ninguna persona en la vida solitaria de Mona; no tenía amigos, ningún ser querido. El amor, la compasión o la devoción habían muerto con David y su hijita.
Al despertar la mañana siguiente y enterarse de la extraña huida al dormitorio de sus padres —su ataque de locura pasajera—, Mona había descubierto un dolor frío en medio del pecho, un dolor que ella sabía que siempre estaría allí.
Mona no superó su pesar como hiciera su tía Grace después de llorar a James Donald durante seis meses. La indomable tía de Mona se había concedido a sí misma un año de dolor profundo; luego había hecho de tripas corazón y había seguido ocupándose de la misión y de los necesitados. Mona pensó que Grace tenía una capacidad envidiable para regenerar el amor, del mismo modo que a la lagartija le sale una cola nueva después de perder la otra. Pero la capacidad de amar de la propia Mona, una vez cortada, nunca volvería. Y sin amor, en su vida no podía haber personas; sólo la plantación.
Súbitamente comprendió por qué su madre había optado por el suicidio tras la muerte de Carlo Nobili.
Aunque ella no había tenido valor para quitarse la vida, se había replegado en una especie de suicidio. Veía a su tía de vez en cuando, y también a Geoffrey y a Tim, aunque menos, pero se había retirado a una vida de reclusión, dedicándose a las dos mil hectáreas y a los cafetos enfermos que le habían dejado. El bebé, Deborah, lo había entregado a una doncella el mismo día de su nacimiento, y no había vuelto a tocarlo. Creía que la niña era fruto de un acto estéril, casi perverso, y no tenía ningún derecho a vivir.
Pero ahora Deborah se encontraba en casa porque las escuelas cerraban y las institutrices no duraban mucho. De pronto Mona se encontraba en una situación muy desagradable.
—Si me permite decirlo —dijo la señora Waddell— hará bien en vender e irse como los demás, señora Treverton A partir de diciembre, este clima será poco saludable para cualquier persona de piel blanca.
Pero Mona, mientras retiraba el servicio de té dijo:
—Nunca venderé esto. Nací en Kenia; éste es mi hogar. Mi padre hizo mas por este país de lo que puedan haber hecho un millón de africanos. ¡Construyó Kenia señora Waddell! Tengo más derecho a quedarme en este país que la gente que está ahí fuera y que no ha hecho más que vivir en chozas de barro.
Mona hizo una pausa al llegar al fregadero y luego se volvió:
—De hecho —dijo sin alzar la voz, pero con una luz en los ojos negros—, son los africanos quienes deberían irse. No se merecen esta tierra rica y hermosa. No han hecho nada para ganarse Kenia. Lo único que harán será echarla a perder, permitir que se arruine. Cuando mi padre llegó aquí los africanos vivían en chozas construidas con excrementos de vaca y vestían pieles de animales. Llevaban una existencia mísera, la misma que habían llevado durante siglos, sin más ambiciones que beber cerveza. Y seguirían viviendo de esa forma si los blancos nunca hubiéramos venido a Kenia. ¡Nosotros creamos granjas y construimos presas, asfaltamos carreteras y les dimos medicinas y libros! ¡Hemos puesto a Kenia en el mapa! ¡Y nos dicen que nos marchemos!
La señora Waddell miró fijamente a su patrona. Nunca había oído a la señora Treverton pronunciar tantas palabras seguidas. ¡Y con tanta emoción! ¿Quién iba a decirlo, siendo una persona que toda la colonia tenía por dura y falta de sentimientos?
De repente la institutriz recordó algo que le habían contado hacía años: unas habladurías desagradables acerca de Mona Treverton y un africano. Pero ni siquiera la señora Waddell, que disfrutaba oyendo semejantes chismes de vez en cuando, era capaz de dar crédito a aquella historia tan desagradable. Era impensable: ¡la hija del conde liada con su encargado kikuyu!
Pero ahora, al captar la amargura en la voz de la señora Treverton y ver la pasión en sus ojos, la señora Waddell se dio cuenta de que su patrona albergaba algún odio profundo y extraordinario contra los africanos, y se preguntó si aquel rumor horrible sería verdad.
Finalmente, la institutriz se fue y Mona volvió a quedarse sola. Se acercó al fregadero y se agarró al borde, como para no ahogarse. El dolor frío del pecho había vuelto. Subía y le llenaba la garganta. No podía respirar, tenía la sensación de estar asfixiándose.
Pero logró vencerlo y recobrar el dominio de sí misma. Nueve años atrás, poco después de la muerte de David, aquellos dolores habían alarmado a Grace, que le había hecho un electrocardiograma. Pero el corazón de Mona —su corazón físico— gozaba de una salud excelente. El dolor constante y los episodios de pérdida del aliento nacían de una fuente espiritual que la medicina moderna de Grace no podía tocar.
—Te hará bien llorar, Mona —le había dicho Grace—. Te estás reprimiendo las ganas de llorar y eso no es bueno.
Pero Mona había perdido la capacidad de llorar. Al morir David en sus brazos, se había replegado hacia una especie de conmoción gris que había continuado envolviéndola mucho después de que enterrasen a los muertos y desapareciera el Mau-mau. Después de su noche con Tim, Mona no había derramado ni una sola lágrima por la muerte de David y del bebé.
Mona oyó un ruido en el piso de arriba.
Miró hacia el techo y escuchó.
Se oyó otro ruido y luego el murmullo de voces apagadas.
¡En el dormitorio de sus padres!
Mona salió corriendo de la cocina y subió las escaleras.
* * *
Deborah había aprendido los misterios de las cerraduras y las llaves en la escuela, en una lección sobre cómo atarse los zapatos, servirse un vaso de leche y manejar las tijeras sin hacerse daño. Unos meses antes, estando sola en la casa, investigando, había encontrado unas llaves viejas y sucias escondidas en un armario. Tras probarlas en varias cerraduras, como le enseñara la señorita Naismith, había logrado abrir la puerta de ese dormitorio fabuloso, de cuento de hadas.
Al poner los ojos por primera vez en la cama con dosel y fruncidos, los cojines de raso en la ventana, el tocador cubierto de polvo y lleno de hermosos frascos de perfumes antiguos, había creído que acababa de dar con la torre secreta de una princesa. Pero luego se había dado cuenta de que allí no vivía nadie y, por consiguiente, era libre de explorar sus tesoros maravillosos.
Había encontrado viejos vestidos de lentejuelas, otros de encaje y gasa, tiaras enjoyadas y boas de plumas. Había jugado con cosméticos secos y lápices de labios que se desmenuzaban al tocarlos. Había abierto frascos con vestigios de perfumes exquisitos. Su imaginación infantil la había hecho pensar en Nabiza y la Bella Durmiente y se había preguntado qué princesa había vivido allí.
Ahora compartía su habitación secreta con Christopher Mathenge, su nuevo mejor amigo.
Estaban sentados en el suelo, examinando el contenido de lo que Deborah llamaba la «caja de los papeles». Era pequeña, de madera, y contenía paquetes de fotografías viejas y amarillentas, cartas, tarjetas de felicitación, recuerdos de acontecimientos de los que Deborah nada sabía. Como tampoco sabía quiénes eran las personas que aparecían en las fotos, les inventaba nombres e historias.
—Ésta soy yo —dijo, enseñándole una a Christopher. Le había dado por identificarse con la niña de corta edad que llevaba un salacot anticuado y un vestido raro, sin darse cuenta de que realmente se parecía mucho a ella. La niña estaba sentada entre los árboles, al lado de una mujer rubia, de ojos tristes, que tenía un mono en el regazo. Había algo en sus rostros que impulsaba a Deborah a pasarse horas contemplando la fotografía; las dos parecían tan desgraciadas. En el dorso de la foto había algo escrito: «Rose e hija, 1927».
—¡Oh! —exclamó Deborah, sacando un librito de la caja—. ¡Aquí hay uno que puedes ser tú! ¿Ves? ¡Hasta te pareces un poco a él!
Christopher se sorprendió al ver que lo que Deborah le ofrecía era una cartilla de pases, muy parecida a la que su madre había llevado durante años. Miró con atención la cara de la foto.
—¿Quién es? —preguntó Deborah—. ¿Puedes leer el nombre?
Christopher se quedó perplejo. El hombre se llamaba David Mathenge.
—¡Pero si es tu apellido! —exclamó Deborah. No entendía nada de apellidos, no tenía idea de que ella no debería llevar el mismo apellido que los padres de su madre. Deborah no sabía nada de matrimonios y padres ni del cambio de apellido de las mujeres al casarse. Suponía que su propia situación era la de todas las madres e hijas.