Bajo el sol de Kenia (89 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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—Te lo prometo —susurró. Y cuando las manos de Christopher se separaron de sus brazos y él se volvió bruscamente, fue como si el sol se apagara en su vida.

Capítulo 57

Sarah estaba enfadada.

Después de dos semanas de recorrer Kenia buscando su «estilo», había llegado al final del camino en la costa, y no estaba más cerca de la meta que al salir de casa.

Mientras caminaba por las antiguas calles de Malindi, ciudad exótica y en decadencia que en otro tiempo había sido puerto donde los árabes embarcaban esclavos, y contemplaba las paredes cegadoramente blancas, las mujeres que usaban velo, los mercados abarrotados de gente y los mangos en flor, con la sensación de estar andando por un siglo muy remoto, su exasperación iba en aumento.

Había empezado su búsqueda a orillas del lago Victoria, donde había visitado a la tribu luo. Los había estudiado y dibujado —mientras trabajaban, en el mercado, sentados ante sus hogueras— y se había encontrado con que la mayoría de los hombres usaba pantalones largos o cortos y que las mujeres se envolvían en
kangas.
Luego había visitado a los masai y los samburu, y había encontrado sencillos
shukas
de color rojo, atados sobre un hombro o envolviendo el cuerpo por debajo de los sobacos, tanto en los hombres como en las mujeres. Las mujeres kamba y taita también vestían
kangas,
a veces incluso sobre un vestido o una blusa a la usanza europea, o en la cabeza a modo de pañuelo. El rojo parecía ser el color dominante, lo cual se debía al color ocre del suelo de Kenia; también predominaba el marrón, sobre todo entre la gente que todavía llevaba taparrabo y capa de cuero suave. En la costa, donde la influencia árabe era grande, Sarah encontró mujeres musulmanas vestidas totalmente de negro, tan tapadas que sólo se les veían los ojos, y mujeres asiáticas que llevaban saris de vivos colores importados de la India. Sarah había viajado por toda Kenia, su bloc de dibujo estaba lleno de apuntes y la ansiada inspiración brillaba por su ausencia.

Le habría gustado que Deborah la hubiese acompañado. Podrían haber sido como unas vacaciones, viajando en el Benzi del doctor Mwai y visitando la campiña. Habría sido una buena despedida antes de que Deborah se fuera a Norteamérica; además, Deborah la habría aconsejado o hubiese escuchado sus ideas. Pero iban a darle una fiesta de despedida en el pabellón de caza Kilima Simba en Amboseli, y Deborah se había sentido obligada a asistir a ella. Así que se había ido con Terry Donald mientras Sarah le contaba su problema al doctor Mwai, que se había mostrado comprensivo y le había prestado su coche.

Ya habían transcurrido las dos semanas y tenía que devolver el Benzi. Sarah había estado en todas partes y lo había visto todo, y lo único que tenía era un centenar de dibujos sin inspiración.

Se sentó en un banco desde el que se divisaba una amplia franja de playa de arenas blancas y verdes arrecifes de coral, a la sombra de una palmera, y observó el avance titubeante de un grupo de europeos que exploraba el perímetro de una mezquita semiderruida.

Convencidos de la estabilidad del gobierno Kenyatta y de que no habría más revoluciones, los turistas empezaban a llegar en gran número a Kenia. En Nairobi y en la costa se estaban construyendo hoteles a la vez que surgían lujosos pabellones de caza en la selva; minibuses Volkswagen recorrían las carreteras de Kenia, ahuyentando a los animales y deteniéndose en los poblados para que sus ocupantes pudieran tomar fotografías. Algunos llegaban muy al norte, hasta Nyeri, camino del hotel Treetops; una vez Sarah se había encontrado con un grupo de norteamericanos empeñados en fotografiar a mamá Wachera delante de su choza.

Mientras observaba a los turistas, que se habían metido en el cementerio musulmán buscando la forma de entrar en la mezquita abandonada, Sarah se fijó en sus pantalones de poliéster, sus téjanos y sus camisetas de manga corta. Y pensó:

«¿Por qué hemos de ser nosotros los imitadores? ¿Por qué tratamos de parecer norteamericanos? ¿Por qué no pueden ser ellos los que nos imiten a nosotros?»

Volvió a pensar en las mujeres jóvenes de Nairobi, recién salidas de la escuela de secretariado, caminando elegantemente por las aceras en protectores grupos, confiadas, riéndose, el pelo peinado al estilo africano para decirle orgullosamente al mundo que ellas, al igual que su país, ahora eran libres e independientes. ¡Pero vestían a la usanza europea, y encima mal imitada!

«En otro tiempo París dictaba la moda —se dijo Sarah, levantándose del banco para seguir su camino—. Hace diez años, la dictaba Inglaterra. Y ahora es Norteamérica. ¿Cuándo le tocará el turno a África?»

Era la primera vez que visitaba la costa y se sentía casi tan forastera como una turista. Malindi se parecía muy poco al resto de Kenia. Era una ciudad antiquísima, fundada por los portugueses hacía muchos siglos. Había florecido bajo el gobierno del sultán de Zanzíbar. Sarah pensó que Malindi era un lugar que parecía sacado de
Las mil y una noches,
con sus viejos bazares árabes, sus cúpulas y minaretes, sus callejuelas angostas y sus carretillas de mano. Los hombres aparecían sentados y vestidos con largas túnicas blancas, fumando pipas burbujeantes y bebiendo café en tazas diminutas. Las mujeres eran sombras negras y furtivas que se recortaban con nitidez sobre las paredes enjalbegadas. En las playas, las palmeras se inclinaban empujadas por el viento, sus grandes y verdes frondas meciéndose hacia la ciudad vieja, como saludándola. En el agua, entre los arrecifes de coral, los pescadores gobernaban sus pintorescos
dhows,
velas blancas y triangulares pintadas sobre un cielo intensamente azul.

Sarah se dijo que Malindi era una ciudad hermosa y encantadora, llena de mística. Pero difícilmente se la podía considerar típica de Kenia.

Mientras paseaba entre los hibiscos, los jazmines y las buganvillas por el concurrido mercado de carbón vegetal y pescado, pasando por delante de las lujosas villas de los ricos de otros tiempos, con el bloc de apuntes en la mano, Sarah pensó en los turkana, pueblo al que había observado en el norte. Con sus preciosos camellos, que no usaban como bestias de carga sino para obtener leche, sus hombres tocados con curiosas gorras de arcilla y cabellos de antepasados y su preocupación por adornarse el cuerpo, los turkana le habían parecido tan extraños, que había pensado que tampoco ellos eran típicos de Kenia.

Al llegar a Birdland, extenso zoológico ornitológico, se detuvo para contemplar a una familia asiática que merendaba en la hierba entre tamariscos y otros árboles. El padre llevaba camisa y pantalones de estilo europeo y un turbante en la cabeza; la madre y la abuela vestían saris de color turquesa vivo y amarillo limón; los niños y las niñas llevaban vestidos y pantaloncitos normales y corrientes. Sarah sabía que muy posiblemente eran descendientes de los trabajadores asiáticos que habían sido traídos de la India para construir el ferrocarril hacía más de setenta años. Sin duda los representantes de las tres generaciones que disfrutaban de su almuerzo en la hierba habían nacido y se habían criado en Kenia. Y pese a ello, irónicamente, Sarah, como la mayoría de los africanos y los blancos, no consideraba kenianos a los asiáticos.

Llena de frustración, siguió caminando. Dirigió sus pasos hacia la playa, donde los vientos de la tarde empezaban a alborotar las dunas cremosas y a arrojar motas bañadas de sol a las verdes aguas. Al notar que su irritación bordeaba el desánimo, se preguntó si entre todas las tribus y pueblos del país no había nadie que fuese verdaderamente keniano. Hasta sus propios kikuyu habían abandonado la tradición. Los hombres llevaban pantalones en vez de
shuka y
las mujeres usaban
kangas.

¿Dónde, entonces, estaba el estilo Kenia?

Se sentó en una pared baja y cubierta de musgo y se puso a observar cómo los pescadores de largas faldas blancas sacaban las capturas del día. Olió el perfume salobre del océano índico, escuchó los graznidos de las gaviotas, sintió el sol en los brazos.

«El sol de Kenia —pensó—, que brilla por igual sobre todos».

Abrió el bloc y repasó los apuntes: guerreros masai dando saltos; un kisii tallando esteatita; un pastor samburo apoyado en su largo bastón. Sarah había dibujado los ojos de mujeres musulmanas mirando tímidamente por encima del velo; había captado a una feliz novia tharaka que lucía como mínimo doscientos cinturones confeccionados con conchas de cauri; mujeres pokot bailaban en una página, desnudos los pechos, los pendientes en forma de aro sobresaliendo de sus cabezas. Sarah incluso había dibujado un hombre de negocios africano que caminaba apresuradamente por una calle de Nairobi, la cartera en la mano. Y en otra página aparecía el sonriente portero del nuevo hotel Hilton. Finalmente llegó a los últimos apuntes del bloc: las mujeres jóvenes de Nairobi que se vestían a imitación norteamericana, lo que no hacía juego con sus orgullosos y complicados peinados africanos.

Sarah levantó los ojos del bloc y se preguntó dónde estaba Kenia en todos aquellos apuntes.

El viento cálido arreciaba, agitando las páginas del bloc. Un velo tenue de arena corría por encima de las dunas. Las frondas de las palmeras se mecían y chocaban unas con otras. Sarah se protegió los ojos con la mano y miró hacia las aguas verdiazules. Empezaba a ser tarde. Ya era hora de ponerse en marcha para volver a Nairobi. Pero no podía moverse.

De pronto, inexplicablemente, Sarah se sintió clavada en el sitio en que se encontraba.

Era como si el viento tropical la tuviese aprisionada, como si las palmeras susurrantes la instaran a quedarse, quedarse… Miró fijamente el cielo, las olas que avanzaban entre los arrecifes lejanos, las dunas de formas cambiantes, y de repente sintió deseos de dibujar. Rápidamente buscó una página en blanco, sacó un lápiz del bolso y se puso a trazar líneas.

Apenas era consciente de lo que hacía; el lápiz parecía moverse por propia iniciativa. La mano volaba sobre el papel, depositando líneas y curvas y formas, trazando contornos y sombreados. Los ojos se movían del bloc al paisaje y de nuevo al bloc, rápidamente, y el paisaje iba surgiendo lentamente en la página.

Y cuando hubo terminado, apenas unos minutos después, parpadeó de asombro.

Había captado la playa antigua sobre el papel. No sólo su aspecto, porque eso podía hacerlo cualquier cámara, sino su espíritu. Había vida en los trazos largos y las curvas, casi podía oírse el fragor del oleaje, las llamadas de las gaviotas. El agua trazada por el lápiz parecía ondular. Y aunque era sólo gris plomo, había color en el dibujo. Sarah podía verlo, podía sentirlo. Y su corazón empezó a latir con fuerza.

Tomó otra página en blanco, cambió de postura y empezó a dibujar la bonita mezquita pequeña que se encontraba a unos treinta metros de ella, detrás de unos tamariscos. Al terminar, dibujó la callejuela estrecha con sus balcones y sus celosías árabes. Y cuando el alma de Malindi quedó plasmada en el papel, cerró los ojos y se imaginó las llanuras de Amboseli, donde merodean los leones y los espinos de copa plana sostienen el cielo. Sus manos volaban. Pasaban las páginas una tras otra. Iba sacando nuevos lápices. La tarde iba cayendo y la noche rutilante de África estaba cada vez más cerca, pero ella seguía dibujando sin respiro.

Dibujó las orillas del extenso lago Victoria y los picos del monte Kenia y del monte Kilimanjaro. Los ojos de su mente veían las chozas redondas, las
manyattas
de los masai y las tiendas de los turkana, y su mano las trasladaba al papel. Dibujó pájaros y otros animales, insufló vida en las flores silvestres. Y luego nubes, grandes concentraciones de nubes que giraban alrededor de un sol central, deslumbrante. Finalmente, atardeceres y amaneceres pasaron al bloc de apuntes, y el Chania fluyendo sobre su lecho, impetuosamente, y el humo que surgía de la hoguera de su abuela, y el autobús de Karatina con las mujeres que volvían del mercado.

Cuando todas las páginas estuvieron llenas, cuando todos sus lápices estaban romos, cuando se dio cuenta con sorpresa de que la envolvía la oscuridad de la noche, se apoderó de ella una emoción extraña, casi aterradora.

Comprendió que había buscado donde no debiera haber buscado y la revelación fue como un golpe. En sus manos, encerrada en un cuaderno de poco precio, tenía Kenia. De pronto, con emoción, se percató de que el «estilo» del África Oriental no estaba en la forma de vestir de su gente, sino en la propia África Oriental. El alma keniana no se encontraba en las
shukas
ni en los
kangas,
sino en el sol y en las hierbas y la tierra roja; en las sonrisas de sus niños; en el trabajo de sus mujeres; en el halcón que se remontaba hacia lo alto, en el andar a paso largo de las jirafas, en las velas latinas de los
dhows
al ponerse el sol.

Sintió un estremecimiento. Se levantó de un salto y echó a correr hacia el coche, apretando el precioso bloc de apuntes contra su pecho. No veía las callejas oscuras por donde pasaba, ni las mujeres que la miraban con curiosidad desde las ventanas. Sólo veía inmensas sabanas amarillas y manadas de elefantes, los desiertos desolados del norte y las caravanas de camellos, los rascacielos de vidrio y cemento que surgían de los arrabales de Nairobi. Y todo lo veía con los colores y las formas de la nueva tela que iba a crear.

Sarah Mathenge iba a dar al mundo un estilo keniano por fin.

* * *

—Así que déjame que te diga lo que hace este tipo —dijo Terry Donald, abriendo su tercera botella de cerveza Tusker.

Deborah no le escuchaba. Sentada con Terry en el salón de observación de Kilima Simba, contemplaba un elefante solitario que había venido a beber en la aguada. En el pabellón reinaba ahora el silencio, pues todos los huéspedes estaban en sus habitaciones, cambiándose el traje de baño por las ropas con que se tomarían unos cócteles. Al ponerse el sol, cuando gran número de animales aparecían siempre en la aguada, un centenar de turistas harían funcionar sus cámaras.

—Ya te he hablado de Roddy McArthur, ¿verdad? —dijo Terry, tratando de atraer su atención. Comprendía que Deborah estuviese distraída. Faltaban sólo dos semanas para que se fuera a Norteamérica—. De todos modos —prosiguió—, lo que hace Roddy cuando no tiene ningún cliente para llevarlo de caza es irse él solo y cobrar los trofeos más grandes que encuentra. Se los vende a Swanson, el taxidermista de Nairobi, que los prepara y los esconde. Luego, cuando Roddy tiene clientes, o cuando otro tipo tiene clientes que cobran trofeos pequeños y no están satisfechos, Swanson cambia las cabezas a la chita callando, ¿comprendes?, y los clientes se van a casa la mar de satisfechos con los grandes trofeos, y luego se jactan de haberlos cobrado ellos mismos. Yo no quiero saber nada de estos chanchullos, Deborah. Pienso que la caza debería seguir siendo un deporte honrado —se inclinó un poco y le dio unos golpecitos en el hombro—. ¿Deborah?

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