Grace nunca había estado tan cerca de Wachera, nunca había tenido ocasión de verla realmente bien. Pero ahora, al hacerlo, vio lo que antes se le había escapado: que, de hecho, la mujer kikuyu era hermosa, que en su cuerpo no se notaban aún los estragos del tiempo y de la vida dura, y que había dignidad en sus ojos. Grace vio con sorpresa que también había compasión.
Grace siguió observando mientras las hábiles manos morenas añadían pedacitos de vegetales al estofado. Los brazaletes de cobre relucían al resplandor de la hoguera; los lóbulos de las orejas, agrandados mediante aros de cuentas, rozaban los hombros morenos. Wachera llevaba nueve años viviendo sola en la choza, renunciando a la compañía y la seguridad del poblado para conservar una porción de terreno en apariencia insignificante, sin más compañía que un niño pequeño. Grace se preguntó cómo podía soportarlo. Wachera todavía era joven y, sin duda, los hombres de su tribu la encontrarían deseable. ¿Cómo podía renunciar a tantas cosas por una lucha que era fútil y que tenía que librar totalmente sola?
«Estás sola, Grace —de pronto la voz de Valentine sonó en la memoria de Grace—. No te ayudaré con tu misión. Has elegido venir a África y cuidar de un puñado de nativos que al final nunca te apreciarán. No estoy de acuerdo con lo que haces. No recibirás ninguna ayuda de mí».
Luego Grace pensó en su pequeño bungalow y en las sombras que habitaban en él y eran sus únicas compañeras.
Wachera alzó la mirada. Los ojos de las dos mujeres se cruzaron. Grace se estremeció y se abrigó más con las pieles de cabra. Había preguntas tácitas en la mirada de la hechicera; Grace vio la curiosidad, el deseo de saber y se dio cuenta de que la expresión debía de ser reflejo de la suya propia.
Finalmente, Wachera dijo con voz queda:
—¿Por qué viniste?
—¿Qué quieres decir?
—¿Por qué viniste a la tierra de los kikuyu? ¿Fue porque vino tu esposo?
—No tengo esposo.
Wachera frunció el ceño.
—Ese al que llaman Bwana Lordy…
—Es mi hermano.
—Entonces, ¿quién es tu propietario?
—No tengo ningún propietario.
Wachera la miró fijamente. El concepto le resultaba extraño. Hablaban en kikuyu y en esa lengua no había ninguna palabra que significase «soltera». Sólo las muchachas muy jóvenes no estaban casadas. En la tribu kikuyu todas las mujeres se casaban.
—Tú no tienes propietario tampoco —dijo Grace.
—Es verdad —Wachera era un caso aparte en su tribu. De no haber sido la hechicera y la viuda del gran Mathenge, la habrían desterrado. Miró a Mona y dijo—: ¿Es tu hija?
—Es la hija de la esposa de mi hermano.
Wachera puso cara de sorpresa.
—¿No tienes hijos propios?
Grace dijo que no con la cabeza.
El estofado de mijo burbujeaba y las corrientes de aire estremecían la estructura de la choza. La joven africana se puso a reflexionar.
—Conocí a tu esposo —dijo Grace—. Y lo respetaba.
—Tú le mataste.
—No es verdad.
—No con tus propias manos —dijo Wachera, su tono endureciéndose—. Primero le envenenaste la mente.
—Yo no aparté a Mathenge de las costumbres de los kikuyu. No somos todos iguales, nosotros los
wazungu,
del mismo modo que no todos los kikuyu sois iguales. Yo me opuse a la destrucción de la higuera sagrada. Le dije a mi hermano que la respetase.
Wachera reflexionó sobre estas últimas palabras. Luego volvió a mirar a Mona, que empezaba a despertarse, y se acercó a ella. Las dos mujeres examinaron la quemadura y la herida del muslo, y cuando Wachera empezó a lavar ambas cosas con jugo de una calabaza Grace preguntó:
—¿Qué es esto?
—Es la sangre del sisal.
Los largos dedos de ébano trabajaban con rapidez y pericia. Grace pensó que en su propia clínica, si no protegía una herida con yodo o permanganato, se producía una infección grave. La hechicera no tenía ninguna de las dos cosas y, pese a ello, las heridas de Mona estaban sanando limpiamente.
Grace recorrió la choza con los ojos y vio las calabazas y las bolsas de cuero colgadas en la pared circular, los amuletos mágicos, las sartas de hierbas y raíces, los cinturones adornados con conchas de cauri y los collares de abalorios que parecían tener cientos de años de edad y trató de encontrar la brujería que había creído que allí se cultivaba.
—Dama Wachera —dijo Grace, usando la forma kikuyu para dirigirse cortésmente a una persona—, tú lanzaste una maldición contra mi hermano y sus descendientes. ¿Por qué ahora cuidas a su hija?
Wachera alzó a Mona y se dispuso a hacerle beber una infusión de hierbas.
—Lo que hago aquí no influye para nada en la
thahu.
El futuro de esta niña es muy malo. Lo he visto.
Grace miró la cara blanca de Mona, los párpados trémulos, los labios pálidos que bebían por reflejo y se preguntó cuál sería el futuro de la pequeña. Los padres de Mona no eran unos verdaderos padres y en la gran casa de piedra había poco amor para la niña. Y la herencia Treverton sería para Arthur. ¿Qué deparaba el futuro para Mona? Grace trató de imaginarse a la adolescente, a la joven, a la esposa y madre, pero no lo consiguió. ¿A qué escuela iría Mona, con quién se casaría, dónde viviría, cómo se abriría camino en el mundo? Grace nunca había pensado en ello, pero ahora, al hacerlo, se sentía turbada.
Un profundo sentido de posesión la embargó. Sintió deseos de arrebatarle la niña a la hechicera y acunarla en sus propios brazos hasta que se pusiera bien.
«Yo te di a luz —pensó Grace mientras Wachera volvía a acostar a Mona, que se durmió plácidamente—. En el tren de Mombasa, cuando estuve a punto de perderos a ambas. Tú madre no tenía fuerzas para traerte al mundo; fue mi voluntad la que te dio vida. Me perteneces».
—He salvado a la hija de la esposa de tu hermano —dijo Wachera— porque tú salvaste a mi hijo.
Grace miró a David, que estaba de pie junto a la puerta, contemplando la lluvia. Era un chico desgarbado y pensativo y Grace sospechó que algún día sería tan guapo como su padre.
—No deberíamos ser enemigas, tú y yo —dijo finalmente Grace sorprendiéndose a sí misma con la revelación.
—No podemos ser otra cosa.
—¡Pero si nos parecemos!
Wachera le dirigió una mirada suspicaz.
—¡Somos iguales! —exclamó Grace con pasión—. ¿No hay un proverbio que dice que tanto el cocodrilo como el pájaro nacen de un huevo?
La hechicera miró a la memsaab durante un largo rato, pensativamente; luego desató la tira de cuero que sujetaba las hojas en la frente de Grace. Sintiendo el roce de las puntas de los dedos de Wachera, y sabiendo, sin necesidad de mirar, que la herida de la cabeza se estaba curando bien, Grace intentó encontrar palabras para expresar lo que de pronto, inesperadamente, había entrado en su corazón.
—Ambas servimos a los Hijos de Mumbi —dijo mientras Wachera le limpiaba la herida con jugo de sisal, procurando que ninguna gota penetrase en el ojo herido de Grace—. Ambas servimos a la vida.
—Ésta no es tu tierra. Tus antepasados no moran aquí.
—Ellos, no; pero mi corazón, sí.
Compartieron una calabaza de cerveza de caña de azúcar, pasándosela en silencio, las dos escuchando la lluvia y con los ojos clavados en el estofado que iba espesándose. Al poco otros sonidos se unieron al repiqueteo continuo de la lluvia: rebuznos de burros, gritos de hombre, el motor de un automóvil. Luego Grace reconoció la voz de Mario acercándose a la choza.
Hizo ademán de levantarse, pero Wachera la detuvo con una mano.
—Hace veinte cosechas —dijo—, sacaste a Njeri del vientre de Gachiku. Gachiku era la esposa favorita de mi esposo. Njeri era la alegría de sus ojos.
Grace esperó.
—La
thahu
que temíamos no llegó jamás. Njeri, que es la hermana de mi hijo, ya es una muchacha y traerá honor a nuestra familia.
—¡Memsaab! —dijo la voz de Mario enfrente de la choza. Los pies hacían ruido de chapoteo en el barro—. ¿Estás ahí dentro, memsaab?
—Dama Wachera —dijo Grace en voz baja—. Nunca podré agradecerte bastante lo que has hecho. Has salvado la vida de mi niña. Estaré siempre en deuda contigo.
Sus ojos se cruzaron una última vez.
—Adiós, memsaab Daktari —dijo Wachera.
El camión Chevrolet bajaba velozmente por la carretera de tierra, levantando grava y piedras y dejando una larga nube de polvo rojo tras sí. James Donald sujetaba el volante con los nudillos blancos y tenía los ojos clavados en el suelo por si había baches o peñascos. Cuando el camión empezó a bajar desde el risco con gran estruendo de engranajes y crujir de la carrocería, las mujeres que trabajaban en los campos irguieron la espalda para mirar, a la vez que los hombres que construían las nuevas edificaciones de piedra para la Misión Grace Treverton se protegían los ojos y comentaban entre ellos que los
wazungu
siempre parecían tener prisa.
Finalmente el camión frenó en seco en medio de una lluvia de arena y guijarros; James saltó de la cabina antes de que el motor se apagara y echó a correr. Unos cuantos africanos, al reconocerle, le saludaron con la mano y a gritos, pero él no les prestó atención. Sus largas piernas le llevaron al otro extremo del concurrido recinto y a la veranda del recién reparado bungalow de Grace.
—¿Dónde está la memsaab? —preguntó James, jadeando, al sobresaltado Mario.
—En el poblado, bwana —replicó Mario.
Sin apenas darle tiempo a terminar, sir James bajó corriendo los escalones y siguió corriendo hacia el río.
Sus botas cruzaron con estruendo el puente de madera. Al llegar a la entrada del poblado, sudando bajo el sol ardiente, no aflojó el paso. La gente se volvió para mirar con curiosidad cuando el hombre blanco apareció inesperadamente y preguntó en tono apremiante por la memsaab Daktari.
La encontró en el centro de un círculo de mujeres, enseñándoles los primeros auxilios para los casos de dislocación y fractura. Grace alzó los ojos al irrumpir él.
—¡James!
—¡Gracias a Dios que te encuentro, Grace! —le tomó la mano.
—¿Qué…?
—¡Tienes que venir conmigo! ¡Es una emergencia! —tiró de ella para que saliera del círculo y la obligó a correr con él, sujetándole con fuerza la mano.
A Grace se le cayó el salacot y dijo:
—Espera, James.
Él siguió corriendo, arrastrándola.
—Tengo el maletín ahí dentro —dijo Grace, sin aliento.
James no contestó. Cruzaron corriendo la entrada y continuaron por el sendero de la selva.
—¡James! ¿Qué ha pasado? ¿Cuándo has vuelto a Kenia?
De pronto James se desvió del sendero para internarse en la selva, sin soltarle la mano. Se abrieron paso entre la espesura, asustando a los pájaros y a los monos.
—¡James! —exclamó Grace—. Dime qué…
James se detuvo de repente, se volvió y la estrechó entre sus brazos y le cubrió la boca con la suya.
—Grace —musitó James, besándole la cara, el pelo, el cuello—. Creí que te había perdido. Dijeron que habías muerto. Dijeron que habías perecido en el incendio. Vine en seguida.
Se besaron con hambre, Grace rodeándole el cuello con los brazos, aferrándose a él.
—He venido directamente de Entebbe en el camión —dijo él—. Al pasar por Nairobi, me dijeron que estabas viva.
—Wachera…
—Santo Dios, creía haberte perdido —enterró el rostro en los cabellos de Grace, abrazándola con tanta fuerza, que Grace apenas podía respirar.
Cayeron al suelo en la intimidad de las flores silvestres, los bambúes y los cedros. James la cubrió con su recio cuerpo; Grace veía el cielo azul de África a través de las ramas.
La selva daba vueltas alrededor de ellos.
—No debería haberte dejado nunca —dijo James, y luego no dijeron ninguna otra palabra.
* * *
Yacían en la cama, despiertos y hablando con voz queda. Era casi el amanecer; pronto la misión se llenaría del ruido de los martillos y los formones, del canto de los niños en el aula al aire libre.
Esta vez James y Grace habían hecho el amor despacio, estirando las horas de la noche para saborear cada minuto.
—Me encontraba en la selva cuando llegó la noticia —dijo James. Grace yacía entre sus brazos y él le acariciaba el pelo mientras hablaba—. Durante todo el camino me he figurado que venía a tu entierro.
—Estuve en la choza de Wachera durante los días que siguieron al incendio. La tempestad nos aisló.
—No volveré a dejarte nunca, Grace.
Ella sonrió tristemente y apoyó una mano en el pecho desnudo de James.
Si nunca volvía a tener algo, al menos le quedaría el recuerdo de esa noche.
—No, James. Tienes que volver. Tu vida está con Lucille y tus hijos. No tenemos derecho.
—Sí lo tenemos… nos lo da el amor que sentimos el uno por el otro.
—¿Y cómo viviríamos?
—Volveré a Kilima Simba —pero, aun mientras las pronunciaba, se dio cuenta de que sus palabras eran huecas. El dolor le empujó a apretarla más contra sí—. Te he amado durante diez años, Grace. A veces sólo estar cerca de ti era una tortura. Pensé que si nos íbamos a Uganda, las cosas resultarían más fáciles. Pero he pensado en ti todos los días desde que nos fuimos.
—Y yo he pensado en ti. Nunca dejaré de quererte, James. Mi vida y mi alma te pertenecen.
James se alzó apoyándose en un codo y la miró. Memorizó todos los detalles de su cara, de los cabellos que reposaban sobre la almohada, la curva de la clavícula. Llevaría su imagen con él a la jungla de Uganda.
—Voy a escribir aquel libro —dijo ella—, el manual médico para los trabajadores rurales. Te lo dedicaré a ti, James —le acarició la mejilla. Las arrugas parecían más profundas y tenía la piel más bronceada. Grace sabía que nunca volvería a estar tan guapo como en ese momento.
James la besó y empezaron de nuevo, por última vez.
David Mathenge se desperezó al amanecer, miró hacia la choza de su madre, que seguía durmiendo, y pensó en el
ugali
que había sobrado de la cena.
Tenía hambre. Últimamente parecía tener hambre siempre, no sólo de comida, sino también de otras cosas, de libertad para cambiar su forma de vida, de oportunidades de hacer suya la irascible e intocable Wanjiru. A sus diecinueve años, David Kabiru Mathenge era todo apetito. Su cuerpo alto, nervudo, se movía a impulsos de una energía y un desasosiego que apenas podía dominar. Cada amanecer se levantaba y salía de la choza de soltero que él mismo se había construido, y pensaba que el mundo se había encogido un poco más durante la noche. Incluso en ese momento, forzando la vista bajo la opalescencia de la mañana, le pareció que el río se había hecho más pequeño, que sus márgenes eran más estrechas. Tenía la impresión de que le estaban estrujando por todos lados. David quería salir de ese mundo sofocante y minúsculo, huir al mundo más amplio, donde podría respirar, donde podría ser un hombre.