Christopher no podía apartar los ojos de la foto. Había un parecido, sí, pero su fascinación iba más lejos: la cartilla indicaba que el domicilio del hombre era el distrito de Nyeri, y que sus padres eran el jefe Kabiru Mathenge y Wachera Mathenge.
Christopher no sabía nada de su propio padre: cómo se llamaba, quién había sido, cuándo y por qué había muerto. Su madre siempre se negaba a hablar de él. Cuando les contaba historias a él y a Sarah, primero en el campo de Kamiti, que Christopher apenas recordaba y donde había nacido su hermana, y luego en el campo de Hola, donde habían vivido cinco años, su madre solamente les hablaba de su abuela, la hechicera, y del jefe que había vivido hacía mucho tiempo, el primer Mathenge.
Pero ese hombre que se llamaba David…
—Puedes quedártela si quieres —dijo Deborah al ver que Christopher no soltaba la cartilla.
El pequeño la metió cuidadosamente en la cintura de los pantalones cortos.
De pronto, cuando Deborah iba a sacar más tesoros del cajón, algo impidió que la luz siguiese entrando por la puerta abierta.
Mona miraba sin poder dar crédito a sus ojos.
La habitación que había cerrado con llave hacía nueve años estaba abierta e iluminada por la luz del pasillo. Objetos conocidos y olvidados durante tanto tiempo se alzaron ante ella en oleadas de recuerdos que parecían puñaladas. El tocador ante el cual su madre se pasaba horas sentada, sin prestar atención a su hija mientras Njeri peinaba sus largos cabellos de color platino. El látigo de piel de rinoceronte de Valentine colgado en la pared, símbolo del poder totalitario que ejercía sobre ella y sobre Bellatu. Y la gran cama con dosel donde habían sido concebidas varias generaciones de la familia Treverton: la propia Mona, en Inglaterra, hacía cuarenta y cinco años, y Deborah, su hija, la noche en que muriera David.
* * *
Mona miró con ojos atónitos a la niña descalza de brazos y piernas bronceados y abundante cabellera negra que en ese momento alzaba la cara hacia la luz, como un girasol moreno.
—Hola, mamá —dijo la pequeña.
Mona no podía hablar. Nueve años atrás había cerrado esa puerta con llave, dejando encerrados en el interior todos los recuerdos insoportables y los demonios privados. Se había alejado de esa terrible habitación con sus secretos polvorientos, sintiéndose libre del pasado, a salvo mientras no se permitiera salir a los demonios.
Pero ahora la habitación aparecía abierta y amenazadora, su seguridad violada por una niña pequeña que había sido engendrada sólo porque David había muerto.
—¡Cómo te atreves! —gritó Mona.
Una expresión de desconcierto pasó por la cara de Deborah.
—Sólo le estaba enseñando a mi nuevo amigo… —fue lo único que tuvo oportunidad de decir antes de que su madre la sujetara dolorosamente y tirase de ella hasta ponerla de pie. Asustada, Deborah profirió una exclamación y cuando su madre empezó a abofetearla intentó protegerse con el brazo que le quedaba libre.
—¡No! —gritó Christopher en suajili—. ¡Basta!
Mona miró al niño africano, sobre el que caía la luz del pasillo, y aflojó un poco la presión en el brazo de Deborah.
—¿David? —susurró Mona, frunciendo el ceño.
Y entonces los recuerdos volvieron a ella, recuerdos más antiguos, enterrados a mayor profundidad: el incendio de la choza de cirugía, el collar de Uganda.
La habitación pareció inclinarse. El dolor frío volvió a su pecho y subió hasta su garganta, asfixiándola. Buscó apoyo en la jamba de la puerta.
Deborah, que se estaba frotando el brazo, tratando de no llorar, le dijo:
—Éste es mi mejor amigo, mamá. Se llama Christopher Mathenge y vive con la hechicera, que es su abuela.
Mona no podía respirar. Se apretó el pecho con la mano.
«¡El hijo de David!»
Christopher miraba con los ojos muy abiertos, aterrados, a la mujer que se encontraba en el umbral. La mujer le contemplaba de una forma extraña, con los ojos llenos de lágrimas. Cuando dio un paso hacia él, Christopher retrocedió.
—David —musitó la mujer.
El pequeño pensó en la cartilla que llevaba sujeta en la cintura.
Mona alargó las manos y Christopher, al tratar de retroceder un poco más, dio un traspié y chocó con uno de los postes de la cama.
La mujer se acercó más. Los dos niños contemplaban con miedo y fascinación los brazos que se extendían hacia Christopher, las lágrimas que surcaban sus mejillas. Al llegar a pocos centímetros del pequeño, Deborah y Christopher contuvieron el aliento.
Y entonces Deborah vio con asombro que una sonrisa tierna se pintaba en el rostro de su madre, un rostro en que la niña sólo había visto una expresión dura que nunca desaparecía.
—El hijo de David —dijo Mona en voz muy baja, maravillada.
Christopher, apoyado en el poste de la cama, hizo acopio de valor cuando las manos se posaron suavemente en su cara.
Una expresión de maravilla asomó a los ojos lagrimosos mientras estudiaba aquellas líneas dulcemente conocidas: el surco entre las cejas; los ojos almendrados; la mandíbula prominente que era el legado de guerreros masai. Christopher no era más que un niño todavía, pero ya podía verse en él al hombre que iba a ser algún día. Y Mona se percató de que se parecería mucho a David.
—El hijo de David —dijo de nuevo con una sonrisa triste—. David vive en ti. No ha muerto, después de todo…
El corazón de Christopher se disparó al acercarse un poco más la mujer, las manos frías en sus mejillas, hasta que sólo quedaron unos centímetros entre los dos rostros.
Entonces la mujer se inclinó para besarle con mucha dulzura en la boca.
Al apartarse, la cara de Mona pareció derrumbarse y un sollozo se escapó de su garganta.
Tocó la cara de Christopher por última vez, siguió con la punta de un dedo el pliegue que iba de la nariz a la comisura de la boca, luego, volviéndose, salió corriendo de la habitación.
Después de tantos años, Geoffrey Donald todavía deseaba a Mona Treverton. Mientras el Land-Rover circulaba velozmente por la carretera hacia el brillante sol ecuatorial, asustando a cebras y antílopes, Geoffrey dirigía frecuentes miradas de reojo a la mujer sentada a su lado. Mona iba en el asiento delantero, entre él y la tía Grace, la expresión fija detrás de enormes gafas de sol. Estaba pálida y había perdido peso durante las últimas semanas, por motivos que Geoffrey desconocía, pero a él le gustaba así. A los cuarenta y cuatro años Mona le parecía tan atractiva como siempre.
Ya habían desaparecido el enojo y la amargura que empezara a sentir contra ella en la noche de la muerte de su padre. Los años habían calmado su dolor y de nuevo sentía el apetito de antes, especialmente porque su esposa se volvía más gorda e indolente cada año, desde el nacimiento de Terry, su último hijo. Sin embargo, Mona no alentaba aquel sentimiento, en realidad ni siquiera parecía fijarse en él y sus relaciones eran puramente superficiales. Pero eso formaba parte de lo que la hacía fascinante: su altivez y su actitud distante. A sus cincuenta y un años, Geoffrey Donald era un hombre delgado y moreno, con toques de plata en los cabellos y un encanto que atraía a sus clientes del sexo opuesto. Sus conquistas eran demasiado fáciles y numerosas y empezaba a estar harto. Pero la indiferencia aparente de Mona, sus nueve años de celibato, hacían que la caza resultase fresca y excitante. Al acceder Mona a participar en ese safari en territorio masai, la sangre de Geoffrey había empezado a correr con lujuria y esperanza renovadas.
Tenía una sorpresa para ella al final de la carretera.
Se dirigían hacia el campamento de safaris Kilima Simba, solitario puesto avanzado en un roquedal a unos treinta y pico de kilómetros de la base del monte Kilimanjaro. Se encontraba en el corazón de la reserva de caza Amboseli, una inmensa región natural propiedad de la tribu masai, que se encargaba de supervisarla y la destinaba a pastos. La carretera por la que en ese momento circulaba Geoffrey en pleno calor del día, con Deborah y Terry pegando botes en la parte posterior del Rover, como si fueran sacos de grano, apenas era algo más que una cinta de tierra que cruzaba una sabana lisa y amarilla. A lo lejos, de color malva y coronado de nieves, el monte Kilimanjaro se alzaba hacia un cielo sin nubes. Hasta donde llegaba la vista, no se advertían señales de civilización; espinos de copa plana salpicaban el paisaje; impalas y alces pacían tranquilamente; las jirafas se movían con grácil despreocupación; unos leones haraganeaban a los pies de un árbol. Era una de las regiones de caza más ricas de África y Geoffrey Donald pensaba sacarle partido.
—¡Un pabellón de caza! —le había explicado a Mona—. Las tiendas no gustan a todo el mundo. Pocos de mis clientes se sienten a gusto en el campamento al cabo de uno o dos días, entre dormir en camastros, soportar los mosquitos y sin retretes como es debido. Estaba buscando la forma de mejorar las cosas, de atraer a más turistas y entonces se me ocurrió. ¡Un centro turístico en medio de la selva africana!
Sólo un puñado de amigos de Geoffrey opinaban que la idea era buena. Los demás decían que fracasaría y le recordaban que el turismo desaparecería de Kenia después de la independencia.
—Este lugar no será seguro para los blancos —decían—. Todo el mundo sabe que este país se sumirá en el salvajismo cuando el gobierno de su majestad se haya retirado.
Pero Geoffrey veía las cosas de otro modo.
—El viejo Jomo no está loco ni es tonto —argüía—. Sabe que nos necesita. Los europeos todavía monopolizamos las grandes compañías, los bancos y los hoteles de Kenia. Jomo sabe que necesita que sigamos aquí, tenernos contentos, para que la economía del país conserve la estabilidad. Sin nosotros y nuestras relaciones, sin nuestro capital y nuestra experiencia, Kenia se derrumbaría como un castillo de naipes, ¡y los negros lo saben!
Lo que Geoffrey decía empezaba a verse confirmado en la realidad. En los cinco meses transcurridos desde que Kenyatta ocupara el cargo de primer ministro, no se había producido ninguna de las venganzas y represalias que los colonos habían temido. A decir verdad, con gran sorpresa de todos, Kenyatta hacía llamamientos a la moderación y la coexistencia pacífica entre las razas y para demostrar la sinceridad de sus palabras, había empezado a colaborar con la Asociación de Agricultores Europeos.
Sin embargo, sus amigos argumentaban que Kenia aún no era independiente del todo, que en el país aún había tropas británicas y que «ya veremos lo que va a suceder al cabo de un mes, cuando el gobierno pase oficialmente a manos africanas».
Pero Geoffrey estaba decidido. Percatándose de la dirección del «viento de cambio», había vendido el rancho ganadero Donald cerca de Nanyuki para instalarse en Nairobi en calidad de agente turístico. Cuando no estaba en la lujosa residencia de Parklands o en su casa de Nyeri, donde Ilse vivía con el pequeño Terry, Geoffrey recibía a sus pocos turistas intrépidos en el aeropuerto y los acompañaba por toda Kenia en un convoy de Land-Rovers.
A pesar del Mau-mau y de los temores que la independencia inspiraba a los colonos, empezaban a llegar turistas al África Oriental, aunque en número escaso. Geoffrey quería que llegasen muchos más y buscaba la forma de hacer más atractivos sus safaris. Los campamentos eran demasiado incómodos, por muchos que fuesen los africanos que se encargaban de plantar las tiendas, preparar comidas dignas de gastrónomos, hacer las camas y lavarles la ropa a los turistas. El aspecto romántico de la aventura duraba poco y pocos clientes volvían a casa con la impresión de haber aprovechado su dinero.
Y entonces se le había ocurrido la idea de instalar un hotel en medio de la selva, un «pabellón de safari», como él lo llamaba, el primero de su clase en todo el mundo, con sus dormitorios, un comedor, personal cortés y amigable y un bar desde donde el aventurero perezoso podría contemplar la flora y la fauna del país.
—Un lugar donde los turistas no se ensucien, puedan emborracharse y no corran ningún peligro —declaraba—; donde puedan sentirse como Alian Quatermain sin verse amenazados por animales ni nativos. Como estar dentro contemplando lo de afuera, por así decirlo. Un lugar que caiga lejos de Nairobi y de las zonas donde actuó el Mau-mau, lejos de toda señal de política u hostilidad. Mis clientes vivirán la Kenia de hace cincuenta años. La vivirán tal como la vivieron nuestros padres, cuando era un lugar primitivo, en estado natural, y cuando el hombre blanco disfrutaba de una vida graciosa y elegante. Y os garantizo que pagarán mucho dinero a cambio de esa oportunidad.
Geoffrey había hecho un safari de exploración y visitado todos los rincones de Kenia, observándolos con ojos de turista, comprobando el viento, siguiendo la caza y hablando con los jefes locales. Se había decidido por Amboseli debido a la belleza del lugar y a la abundancia de caza, y había alquilado a los masai el lugar donde ahora se encontraba su campamento de tiendas. La construcción del hotel empezaría a principios de año.
Ardía en deseos de llegar al campamento. Pensaba instalar a Mona en una tienda contigua a la suya y durante la noche, cuando todos los demás durmieran, le haría una visita especial.
Cada vez que el Rover daba un salto por culpa de un bache o de un pedrusco, los dos niños se agarraban con fuerza y soltaban chillidos de entusiasmo. Deborah y Terry viajaban en los asientos laterales, cara a cara. Habían subido el toldo de los lados y el viento les azotaba porque el padre de Terry conducía el jeep a toda velocidad. Los negros y revueltos cabellos de Deborah se habían escapado de la cinta y volaban a impulsos del viento.
Era su primer safari y apenas podía dominar la excitación. El Rover se metía entre las manadas de cebras, que se dispersaban asustadas, y Deborah reía y batía palmas. Se volvía de un lado a otro para ver las jirafas que corrían junto al vehículo, los rinocerontes que de pronto emprendían la huida levantando una gran polvareda. No se cansaba de ver los halcones en el cielo, los buitres que seguían las corrientes de aire, los leones adormilados, los pájaros tejedores construyendo sus nidos en los espinos. Nunca había visto tantos animales en libertad, una extensión tan grande de tierra y cielo. El espectáculo le quitaba el aliento. No tenía idea de que África fuese tan grande.
Pasaron también junto a manadas y rebaños de ganado doméstico, vigilados por hombres masai con todo el cuerpo pintado de rojo, con un solo pie en el suelo. Se apoyaban en sus lanzas, hombres altos, angulosos, de largos cabellos trenzados y
shukas
de color rojo anudadas sobre un hombro, moviéndose a impulsos de la brisa. Cuando pasaban los Rovers, alzaban las manos en generosos gestos de saludo. Deborah y Terry los saludaban también con la mano, pensando que eran seres terriblemente extraños e interesantes al compararlos con los kikuyu europeizados entre los cuales vivían, y luego saludaban al tío Tim y al tío Ralph, que iban en el Rover que transportaba las provisiones y el material.