Bajo el sol de Kenia (80 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Soltó una exclamación.

Dos Mau-mau harapientos, uno de ellos con barba y pelo largo, el otro con una cara conocida, de confianza, llenaron de repente la minúscula habitación. Mona alzó el arma y apuntó. Y entonces sus ojos se cruzaron con los del barbudo.

—¿David? —susurró.

El hombre la miró fijamente y en su rostro se pintó la confusión.

Mona miró al otro hombre: Mario. Su rostro era el mismo, ¡pero sus ojos! Había en ellos una expresión de salvajismo que la llenó de terror. Y súbitamente se dio cuenta de lo que querían. Venían por la niña.

—No —susurró Mona—. ¡David, no hagas esto! ¡Es nuestra hija! ¡Es
tu hija
!

David miró en la camita. Su cara parecía la de un hombre que acabase de despertar de un largo trance. Se veía desorientado, como si le sorprendiera verse allí.

—¡David! —exclamó Mona. ¡Tú nunca recibiste mis cartas!

Con un movimiento repentino y rápido, Mario metió las manos en la camita y se apoderó de Mumbi.

—¡No! —gritó Mona. Disparó la pistola y la bala hizo saltar astillas de la pared.

Mario alzó su
panga
para arrojarlo contra Mona. David le sujetó el brazo, pero Mario lo apartó de un empujón y David chocó contra la pared con violencia, y quedó aturdido.

La puerta del dormitorio se abrió bruscamente y James entró corriendo con un garrote en la mano. Intentó golpear a Mario. Pero el
panga
dio en el blanco antes. Sujetándose el cuello, James cayó de rodillas.

Mona se abalanzó sobre Mario y trató de arrebatarle el bebé. Mario le quitó la pistola e hizo fuego, pero erró el tiro.

David volvió a levantarse y se puso a forcejear con Mario. La niña cayó al suelo, entre los pies de los dos hombres.

Mona intentó gatear hasta ella.

La pistola de Mario hizo fuego y David salió disparado hacia atrás, apretándose el pecho con las manos.

Mona corrió hacia él y David cayó en sus brazos.

Y entonces sonó otro disparo. Grace Treverton acababa de aparecer en el umbral, sujetando su pistola con las dos manos. Hizo un segundo disparo y Mario cayó muerto al suelo.

* * *

El doctor Nathan cerró silenciosamente la puerta del dormitorio de Grace y dijo:

—Ahora dormirá. Le he administrado un sedante.

—Sí —dijo Geoffrey. Estaba aturdido a causa de la conmoción. Había llegado a la mayor velocidad posible desde Kilima Simba al recibir la llamada telefónica, pero su padre había muerto minutos antes a causa de la herida de
panga.

Tim Hopkins, que había llegado después de dispararse la última y fatal bala, salió ahora de su estupor y sus ojos recorrieron la cocina abarrotada. Estaba llena de soldados que interrogaban a kikuyu medio dormidos. El que obligaba a prestar juramentos era Mario, según descubrieron. Pero nadie parecía saber qué relación tenía David Mathenge con el Mau-mau.

—¿Dónde está Mona? —preguntó Tim.

—No lo sé ni me importa —ahora Geoffrey odiaba verdaderamente a Mona. Todo había ocurrido por su culpa. Se alegraba de que su amante negro hubiera muerto, como también había muerto el bebé mestizo de los dos. Geoffrey creía que era un castigo justo.

—Perdone, señor —dijo uno de los soldados—. Si se refiere a la señorita Treverton, salió de la casa hace un rato y subió por aquel sendero.

Tim miró por la puerta abierta. El soldado señalaba hacia Bellatu.

—¿Y la dejaste salir? ¡Idiota!

Salió corriendo de la casa de Grace y empezó a subir la escalera de madera que llevaba al risco cubierto de hierba.

Al llegar arriba, se detuvo y miró a su alrededor. La noche era clara, con luna llena y estrellas. Los cafetos marchitos y sin recolectar formaban miles de hileras bañadas por la luz de la luna que se extendían hasta un monte Kenia plateado y envuelto por las neblinas. Se volvió hacia la casa. Estaba oscura. Pero vio que la puerta de atrás se encontraba abierta.

Entró y aguzó el oído. Se oían ruidos sobre su cabeza. Cruzó corriendo el comedor y la sala de estar y subió los peldaños de dos en dos hasta llegar al segundo piso. Se detuvo y sus ojos recorrieron todo el pasillo sumido en la penumbra. El aire olía a lugar cerrado. Vio que de una de las habitaciones salía una luz tenue.

Tim encontró a Mona en una habitación llena de polvo y telarañas que parecía no haber sido utilizada desde hacía muchos años. Dominaba la habitación una antigua cama con pabellón cuyo cobertor y fruncidos aparecían amarillentos debido al paso del tiempo. Y había también un tocador lleno de frascos de perfume vacíos. Mona estaba arrodillada, revolviendo frenéticamente el contenido de un cajón.

—Mona —dijo Tim, entrando en la habitación—. ¿Qué haces?

Con mano temblorosa Mona sostenía una linterna mientras la otra mano revolvía prendas de encaje, seda y raso.

Tim se acuclilló a su lado y volvió a decir:

—¿Qué haces, Mona?

—No lo encuentro —dijo ella.

—¿Qué es lo que no encuentras?

—No… no lo sé —del cajón salían volando batas, primorosas camisas de dormir de color de rosa y prendas interiores delicadas como telarañas—. ¡Pero tiene que estar aquí!

Tim miró a su alrededor y vio que Mona había buscado en todos los cajones de la habitación. El suelo estaba lleno de cosas: prendas de vestir, papeles, fotografías. Recordó con un escalofrío que esa habitación había sido la de lady Rose, y que la habían cerrado muchos años antes. Y entonces recordó la noche del asesinato del conde, el desesperado paseo en bicicleta.

—Mona —dijo dulcemente—, ¿qué es lo que buscas?

—No lo sé. Pero tiene que estar aquí. En otro tiempo estaba aquí… —rompió a llorar.

Tim la rodeó con sus brazos y trató de consolarla. Mona apoyó la cara en su pecho y siguió llorando. Tim la hizo levantarse y la abrazó con fuerza mientras ella sollozaba y desahogaba todo su dolor y toda su angustia.

—¡Siento tanto dolor! ¡Oh, Tim, el dolor!

Tim no sabía qué decir. Pero comprendía los sentimientos de Mona porque él había sentido lo mismo hacía muchos años, al entrar en el callejón y recibir la noticia de que Arthur había muerto al intentar salvarle la vida.

—¡Tim! ¡Tim! —sollozó Mona—. ¡Abrázame! ¡Por favor, abrázame! ¡No me sueltes!

Tim la abrazó con más fuerza y Mona se aferró a él. Los recuerdos, la simpatía, hicieron que las lágrimas aflorasen a los ojos de Tim.

—¡Siento tanto dolor! —susurró Mona—. No puedo soportarlo.

Acercó la boca a la suya y Tim dejó que lo besara.

—No me dejes —dijo Mona—. No puedo soportarlo.

Tim lloró con ella, volviendo a sentir el dolor de antaño, los años vacíos y sin amor que habían seguido a la muerte de Arthur. Cuando Mona se apoyó en él, como si no pudiera seguir de pie, Tim la condujo hacia la cama polvorienta que había hecho el largo viaje desde Bella Hill en 1919.

Tim la acostó sin dejar de abrazarla, intentando calmarla. Mona lloró entre sus brazos, aferrándose a él, besándole la cara.

Dijo cosas que Tim no quería oír.

Y susurró:

—El dolor, Tim. Haz que el dolor se vaya. No puedo soportarlo…

Y de esta manera Tim Hopkins, que jamás había amado a una mujer, pensando ahora en el hermano de Mona, la única persona a quien había querido en la vida, y adivinando por las manos de Mona lo que ella quería de él, la consoló a su modo, torpemente, angustiadamente.

Séptima parte
1963
Capítulo 53

Deborah miraba con fascinación los reflejos del sol en el agua pensando que parecían ámbar sobre diamantes.

Se arrodilló en la margen del río, envuelta en un rayo de luz dorada, una niña pequeña y descalza cuyos largos cabellos negros se habían escapado de la cola de caballo y ahora colgaban la mitad sobre la espalda y la otra mitad sobre un hombro. Estaba inmóvil y parecía haber surgido de la arcilla, como el bambú, los helechos y la hierba que la rodeaban. Su blanco vestido de algodón recibía la luz del sol y la suavizaba; la multitud de matices verdes del follaje exuberante se reflejaba en la piel morena de sus brazos y piernas. La rodeaba una especie de aura forestal, como si fuese una ninfa del bosque.

Deborah permanecía tan quieta porque estaba observando un par de nutrias que jugueteaban en un estanque entre los grandes peñascos de la orilla. Sus cuerpos de color marrón rojizo relucían bajo el sol; sus cabecitas redondas, de orejas cortas, se sumergían en el agua para salir de nuevo a los pocos instantes, moviendo los bigotes. Parecían darse cuenta de la presencia de la niña mientras jugaban; Deborah estaba segura de que lo hacían especialmente para ella.

El calor del sol penetró en la tela del vestido y la pequeña de ocho años empezó a sentirse adormilada de un modo agradable. Sus ojos grandes y negros contemplaban las ondas en la superficie del estanque, hipnotizados por los guijarros amarillos, marrones y grises que brillaban en el fondo. Parecían huevos de pájaro o joyas del tesoro de algún rey antiguo. Metió la mano en el agua. Estaba helada. Estaba helada porque procedía de las cimas de las montañas, de un lugar que, según su institutriz, se llamaba los montes Aberdare. El agua había recorrido todo el camino desde los picos neblinosos y pantanosos, atravesando selvas tan espesas que ningún ser humano las había penetrado jamás, siguiendo corrientes secretas y saltando cascadas hasta llegar finalmente a esta garganta llamada río Chania.

Deborah amaba el río. Era el único mundo que conocía.

Un parloteo en lo alto la arrancó de su ensueño. Protegiéndose los ojos con la mano, alzó la mirada y vio una familia de monos que se abría paso entre los castaños. Deborah se echó a reír y los llamó. Parecían bellos adornos en los árboles cubiertos de liquen, el pelo largo y blanco y la cola poblada cubrían las ramas como musgo claro. Se silbaban unos a otros y miraban a la niña con ojos de persona mayor. Estaban acostumbrados a ella, porque siempre la veían en ese lugar del río.

Deborah se echó boca arriba y miró el cielo a través de las ramas. Era un azul sin fin. Aún no había ninguna señal de las lluvias que su madre esperaba.

Cerrando los ojos, inhaló los perfumes embriagadores de la orilla; la tierra húmeda; la hierba, los árboles y las flores; el aire cristalino de la montaña que llegaba de los Aberdare. Notaba un pulso debajo de las manos; oía respirar el viento. África estaba viva.

Deborah abrió los ojos, sobresaltada.

A pocos pasos de ella, observándola, había un chico.

Deborah se levantó y dijo:

—Hola. ¿Quién eres?

El chico no contestó.

Deborah lo miró con atención. Nunca lo había visto y se preguntó de dónde vendría.

—¿Hablas inglés? —preguntó.

El niño la miraba fijamente, con expresión recelosa. A Deborah le pareció que estaba a punto de dar la vuelta y huir corriendo. Así que le preguntó en suajili:

—¿Hablas inglés?

El niño dijo que no con la cabeza.

—¿Suajili?

El niño asintió lentamente con la cabeza.

—¡Estupendo! ¡Yo también! ¿Cómo te llamas?

El niño titubeó, y al hablar lo hizo con voz suave, tímida:

—Christopher Mathenge.

—Y yo Deborah Treverton. Vivo en esa casa grande que hay allí arriba.

Señaló el risco cubierto de hierba. Christopher se volvió y miró hacia arriba. Desde la orilla del río la casa no era visible; sólo se veían hileras de cafetos muertos.

—¿De dónde eres? —preguntó Deborah.

—De Nairobi.

—¡Oh, Nairobi! ¡Nunca he estado allí! ¡Debe de ser muy grande y maravilloso! ¡Cómo te envidio! —metió la mano en el bolsillo y luego se la tendió—. ¿Quieres un caramelo?

El niño miró los caramelos. Parecía indeciso. «Tan serio que es», pensó la niña. Finalmente, cuando Christopher tomó uno, Deborah dijo:

—¡Toma dos! ¡Son buenísimos!

Comieron caramelos juntos y cuando se los hubieron comido todos, Christopher ya empezaba a sonreír.

—¡Así está mejor! —dijo Deborah—. Eres nuevo aquí. ¿Dónde vives?

El niño señaló las chozas de barro que se arracimaban en el borde del campo de polo abandonado.

—¡Oh! —exclamó Deborah, sintiendo un estremecimiento delicioso—. ¡Vives con la hechicera! ¡Tiene que ser de lo más emocionante!

Christopher no parecía demasiado seguro de que lo fuese.

—Es mi abuela.

—Yo no tengo abuela. Pero sí tengo una tía. Es dueña de la misión que hay allí. ¿Tienes padre?

Christopher dijo que no con la cabeza.

—Yo tampoco. Mi padre murió antes de que yo naciera. Vivo sola con mi madre.

Se miraron bajo la luz difusa, quebrada por los árboles. De repente a Deborah le pareció muy significativo que el niño tampoco tuviera padre y se percató de que había algo triste en él. Era mayor que ella —aparentaba unos once o doce años—, pero tenían algo muy importante en común.

—¿Te gustaría ser mi mejor amigo? —le preguntó Deborah.

El niño frunció el ceño, sin entenderla.

—¿O ya tienes un mejor amigo?

Christopher pensó en los chicos a los que apenas había conocido en Nairobi. Como su madre cambiaba de domicilio tan a menudo y habían vivido en tantos sitios desde que salieran del campo de detención, Christopher y su hermana pequeña, Sarah, nunca habían tenido amigos permanentes.

—No —dijo con voz queda.

—¿Es que no tienes ningún amigo?

Christopher bajó los ojos y clavó los dedos desnudos de los pies en la tierra.

—Ninguno.

—¡Yo tampoco! ¡Entonces seremos amigos tú y yo! ¿Te gustaría?

El pequeño dijo que sí con la cabeza.

—¡Muy bien! Voy a enseñarte mi lugar especial. ¿Te dan miedo los fantasmas?

Christopher la miró con suspicacia.

—Dicen que mi lugar especial está encantado. ¡Pero yo no me lo creo! Ven conmigo, Christopher.

Echaron a andar a lo largo del río, Deborah charlando sin parar.

—Tendría que estar estudiando mis lecciones, pero la señora Waddell está echando la siesta. La señora Waddell es mi institutriz y no es muy buena. Tenía que ir a la escuela blanca de Nyeri, pero la cerraron porque se marchan tantos blancos de Kenia que ya no quedaban suficientes alumnos para tener la escuela abierta. ¿Por qué crees tú que pasa esto? ¿Por qué todos los blancos se marchan de Kenia?

Christopher no estaba seguro, pero sabía que tenía algo que ver con un hombre que se llamaba Jomo Kenyatta. Su madre le había contado muchas cosas sobre Jomo, que había estado en la cárcel tanto tiempo como ella y que había salido al mismo tiempo también, ahora hacía dos años. Christopher había oído decir que los blancos le tenían miedo a Jomo. Pensaban que iba a vengarse de ellos por haberlo tenido encarcelado durante tantos años.

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