Bajo el sol de Kenia (97 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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—Doctor Hayes, ¿le han presentado a la doctora Treverton? —preguntó la enfermera instrumentista, entregando a Deborah una toalla esterilizada.

—¿La doctora Treverton? —dijo Hayes. Luego, al darse cuenta de su error, se puso colorado.

—No —dijo Deborah, riendo quedamente—, no nos han presentado.

Entonces Jonathan rió también y comenzaron la operación.

Capítulo 62

Deborah se dio cuenta de que miraba con curiosidad a todos los hombres que entraban en el restaurante. Cualquiera de ellos podía ser Christopher.

Estaba desayunando copiosamente. Dos horas antes, al despertar, había descubierto que acababa de dormir catorce horas seguidas; se sentía sorprendentemente fresca y descansada y, además, famélica. Un baño caliente le había devuelto la vitalidad, y ahora estaba en el restaurante Mará, que daba al vestíbulo del Hilton, donde camareras de uniforme verde y peinado afro acompañaban a hombres de negocios africanos a sus mesas. Mientras comía
croissants
y compota, rodajas de papaya y piña, y una tortilla acompañada de setas, cebollas, aceitunas, jamón y queso, Deborah examinaba con disimulo a todos los hombres que entraban.

La mayoría eran africanos vestidos a la europea o con prendas tropicales hechas a la medida, de algodón verde o azul claro. Llevaban carteras en la mano, lucían anillos y relojes de pulsera y se estrechaban la mano antes de sentarse a desayunar. Hablaban diversos dialectos y, al prestar atención, Deborah comprobó que entendía gran parte de lo que decían en suajili o en kikuyu. Mientras bebía el café pensó que seguramente Christopher no estaba en Kenia, ya que su nombre no constaba en la guía de teléfonos. En tal caso, ¿dónde estaría? ¿Por qué se habría ido?

«Fue en mi busca, hace quince años», pensó.

Pero luego se dijo que, en tal caso, hubiera ido a la universidad que le había dado la beca y la hubiese encontrado.

Prescindiendo de lo que hubiese hecho y de adonde hubiera ido, Deborah sabía que no podría irse de Kenia sin averiguar qué había sido de Christopher.

Después de desayunar se acercó a recepción, pagó la factura, pidió que le reservaran una habitación en el Outspan y encargó un coche con chófer. Cuando le dijeron que el coche tardaría un poco en llegar, miró a su alrededor en busca de un lugar donde pudiera esperarlo.

En el vestíbulo había un ajetreo monstruoso. Al parecer, varios grupos de turistas estaban llegando y marchándose al mismo tiempo, causando un atasco de gente en recepción, de equipaje cerca de las puertas dobles de cristal y de camionetas de safari en la calle. Los guías turísticos andaban como locos de un lado a otro, gritando órdenes en inglés y suajili, mientras los viajeros cansados buscaban asiento en alguno de los numerosos sofás instalados en el espacioso vestíbulo. Deborah había oído decir que el turismo era un gran negocio en Kenia y supuso que, después del café y del té, sería la principal fuente de ingresos con que contaba el país.

«Gracias a hombres como el tío Geoffrey», pensó mientras se dirigía hacia la puerta.

Se detuvo en los escalones de la entrada para recobrar el aliento.

¡La luz!

Se le había olvidado lo tersa y flotante que era la luz de Kenia. Era como si el aire no estuviese hecho de oxígeno, sino de algo indescriptiblemente ligero, por ejemplo de helio. Todo era tan claro, tan nítido. Los colores parecían más vivos que en cualquier otra parte; los contornos y los detalles parecían sobresalir. Aunque el aire olía a humo y a gases, era asombrosamente tenue y fresco. Según había leído en el diario de su tía, ésta era una de las razones que habían hecho que su abuelo, el conde de Treverton, se hubiese enamorado del África Oriental.

A Deborah le gustó ese pensamiento: el de que compartía algo con el hombre responsable de que ella hubiese nacido en Kenia. Le daba una sensación de herencia, de linaje familiar.

Echó a andar hacia la calle de Joseph Gicheru, que en otro tiempo había sido la avenida de Lord Treverton, y en pocos minutos llegó a la avenida de Jomo Kenyatta, donde se encontró ante la oficina principal de Viajes Donald.

No se atrevía a entrar.

Así que retrocedió hacia el bordillo, donde un árbol que nacía de la acera agrietada protegía con su sombra de los cortantes rayos del sol. Entrar en la agencia era como entrar en su pasado. Tal vez el tío Geoffrey estaría en la oficina. Deborah no dudaba de que, pese a haber cumplido ya los setenta, estaría tan vigoroso y robusto como siempre. O posiblemente estaría Terry, organizando algún safari de caza. Se pregunto si se habría casado, si habría sentado la cabeza y tendría hijos. ¿O poseería el espíritu inquieto y aventurero de sus antepasados? Deborah recordó lo que su tía había escrito en el diario en 1919: «Sir James me ha dicho que su padre fue uno de los primeros que exploraron el interior del África Oriental británica. Albergaba la esperanza de adquirir fama e inmortalidad haciendo que dieran su nombre a algo, como en los casos de Stanley y Thompson. Por desgracia, lo mató un elefante antes de que ese sueño se hiciera realidad».

«La inmortalidad», pensó Deborah mientras contemplaba el moderno rótulo colocado sobre el gran escaparate de cristal. El sueño de aquel primer e intrépido Donald se había hecho realidad, después de todo.

Entró.

La puerta daba a una oficina decorada con gusto en la que había un mostrador, alfombras y asientos con revisteros. Al cerrarse la puerta, el ruido de Nairobi quedó fuera y Deborah oyó una música suave. Una mujer joven alzó los ojos de la terminal de un ordenador y sonrió.

—¿Se le ofrece algo? —preguntó.

Deborah miró a su alrededor. Las tres paredes estaban cubiertas de murales, vistas panorámicas de los elegantes hoteles Donald y de los paisajes impresionantes que podían contemplarse desde ellos. Encima del mostrador había folletos y prospectos de vivos colores, uno para cada hotel, así como otros que hablaban de diversas excursiones. La joven africana era bonita, iba bien vestida y lucía un peinado complicado. Toda la agencia Donald daba la impresión de prosperidad y riqueza.

—Me gustaría ver al señor Donald, por favor. Dígale que Deborah Treverton pregunta por él.

La joven puso cara de sorpresa.

—¿Cómo dice usted, señora?

—¿El señor Donald no está?

—Lo lamento, señora, pero aquí no hay ningún señor Donald.

—Pero ésta es la agencia turística Donald, ¿no es así? ¿La propietaria del pabellón de safaris Kilima Simba?

—Sí, en efecto, pero no hay ningún señor Donald aquí.

—Quiere decir que está de safari.

—No tenemos ningún señor Donald.

—Pero…

En ese momento una mujer salió de detrás del tabique que separaba la oficina principal de la de atrás. Era asiática y vestía un elegantísimo sari de color rojo vivo; sus cabellos eran negros y espesos, recogidos en un moño.

—¿Busca usted al señor Donald, señora? —preguntó.

—Sí. Soy una vieja amiga.

—Lo siento muchísimo —dijo la mujer con una expresión que daba a entender que lo sentía de veras—. El señor Donald murió hace unos años.

—Oh. No lo sabía. ¿Y su hermano, Ralph?

—El otro señor Donald también murió. Se mataron en un accidente de automóvil en la carretera de Nanyuki.

—¡Se mataron! ¿Iban juntos cuando sucedió?

La mujer asintió con la cabeza, tristemente.

—Fue toda la familia, señora. La señora Donald, sus nietos…

Deborah buscó apoyo en el mostrador.

—No puedo creerlo.

—¿Me permite ofrecerle una taza de té? Quizá le gustaría a usted hablar con el señor Mugambi.

Deborah se sentía aturdida y oyó su propia voz que decía:

—¿Quién es el señor Mugambi?

—El dueño de esta agencia. Tal vez él…

—No —dijo Deborah—. No, gracias —se dirigió apresuradamente hacia la puerta—. No hace falta que le moleste. Yo era amiga de la familia. Gracias. Muchísimas gracias.

Se mezcló entre las numerosas personas que circulaban por la acera y se dejó llevar. Una sensación de náusea se apoderó de ella al pensar que habían muerto juntos, luego se le pasó, dejándola como vacía, como si una parte de ella hubiese muerto.

Anduvo durante lo que le pareció largo rato, cruzando calles llenas de coches, recibiendo bocinazos por cruzar mirando primero a la derecha, mezclándose con mujeres africanas que calzaban zapatos de tacón alto y lucían vestidos a la última moda, pasando por delante de lisiados y mendigos harapientos, haciendo caso omiso de jóvenes insistentes que trataban de venderle brazaletes de pelo de elefante y cestas kikuyu, cruzándose con turistas que caminaban temerosamente en grupos, los brazos entrelazados. Pasó por delante de guardias de uniforme en la puerta de comercios caros, prostitutas altas que lucían grandes aros de oro en las orejas y policías de uniforme mal cortado, y mujeres sentadas en el suelo con niños mal alimentados en los brazos. Por la calle congestionada circulaban limusinas mercedes-Benz, los cristales ahumados de las ventanillas ocultando a los pasajeros de élite que iban dentro; taxis desvencijados luchaban por el espacio; camionetas de safari llenas de turistas avanzaban a paso de caracol hacia las salidas de la ciudad; pasó un autobús tan repleto, que la gente colgaba de los lados, donde un letrero rezaba La violencia contra las mujeres… ¡Va contra la ley!

Deborah apenas se daba cuenta de nada. Recordaba su primera noche en el pabellón de safaris Kilima Simba, cuando no era más que un campamento en la selva y había oído por casualidad cuando su madre le decía al tío Geoffrey que se iba con Tim Hopkins y no quería llevarse a su hija con ella. Aquella noche había llorado en la tienda que compartía con Terry. Y Terry, que a la sazón sólo tenía diez años, había intentado consolarla a su manera, infantilmente.

Finalmente se detuvo al darse cuenta de que había ido a parar al recinto de la Universidad de Nairobi. Dieciséis años antes había recibido allí clases de hombres como el profesor Muriuki. Al bajar por el sendero y ver el hotel Norfolk, se sobresaltó al pensar que debía de estar andando por donde antes se encontraba la cárcel vieja y que, probablemente, era en ese mismo sitio donde habían matado a Arthur Treverton. Aquella protesta organizada, que Grace describía en su diario, había tenido por objeto expresar el deseo del pueblo de que se creara una universidad africana en Kenia. Irónicamente, el lugar formaba ahora parte del recinto de la Universidad de Nairobi.

Deborah regresó al Hilton.

El coche de alquiler aún no había llegado, así que se acercó al pequeño quiosco de prensa y compró un periódico.

Miró los escaparates de las tiendas que había en la arcada del Hilton. Detrás del cristal aparecían expuestas antigüedades valiosas: Biblias etíopes de la Edad Media; una antiquísima silla árabe para montar en camello; palmatorias de hierro del Congo; collares confeccionados por los toro de Uganda. Las tiendas de
souvenirs
ofrecían «artesanía nativa auténtica», postales, guías y camisetas adornadas con leones, hipopótamos, espinos bajo la puesta de sol. Las tiendas de ropa eran elegantes y caras y ofrecían una amplia gama de «conjuntos para ir de safari» que no existían hacía quince años.

Deborah se detuvo delante de un escaparate. Había un maniquí con un asombroso vestido de incomparable diseño africano que le resultó conocido.

Presa de súbita excitación, entró en la tienda.

La etiqueta indicaba el precio en chelines. Deborah hizo un cálculo y le salieron más de cuatrocientos dólares. Alargó una mano para buscar la etiqueta del fabricante en el cuello. La encontró; decía: «Sarah Mathenge».

—¿Desea algo, señora?

Al volverse, Deborah se encontró ante la sonrisa esnob de la dependienta asiática. Llevaba un sari de color lavanda y el pelo negro en una larga trenza que le caía sobre la espalda.

—Este vestido —dijo Deborah—, ¿lo ha confeccionado Sarah Mathenge?

—Sí.

—¿Sabe usted dónde fue confeccionado? ¿En Nyeri, tal vez?

—No, señora. Fue confeccionado aquí, en Nairobi.

—¿Sarah Mathenge viene aquí muy a menudo?

La joven frunció el ceño.

—Lo que quiero decir es si sabe usted cuándo volverá a verla.

—Lo siento, señora. Nunca he visto a la señorita Mathenge.

—Verá, es que soy una vieja amiga suya. Me gustaría ponerme en contacto con ella.

La expresión ceñuda se disolvió y de nuevo apareció la sonrisa de superioridad.

—Quizá la encuentre en el edificio Mathenge. Allí tiene su oficina principal.

—¡Oficina principal!

—Sí, en el edificio Mathenge. Al salir del hotel, señora, tire hacia la derecha. Está justo enfrente, al lado de los archivos.

—¡Gracias! ¡Muchísimas gracias!

Deborah echó a andar apresuradamente y esta vez se fijó mucho en la multitud que transitaba por la acera, porque le estorbaba.

¡El edificio Mathenge!

Deborah se había imaginado que Sarah confeccionaba sus vestidos en su casa de Nyeri y luego los ofrecía de tienda en tienda. ¡Pero tenía una oficina principal!

Se detuvo en el bordillo y miró hacia el edificio que se alzaba en la acera de enfrente, al lado de los archivos nacionales. Era un edificio alto y moderno, como mínimo de siete pisos, y había un rótulo enorme que decía Edificio Mathenge.

Cruzó rápidamente la calle entre el tráfico, pasó por delante de las tiendas y pequeños negocios que ocupaban la planta baja del edificio, encontró la entrada, que estaba vigilada por un negro uniformado, y entró. Un vestíbulo pequeño, donde se percibía el olor penetrante de algún producto para la limpieza, contenía un indicador de secciones y dos ascensores. Al leer el indicador, Deborah vio con asombro que todo el edificio se encontraba ocupado por las Empresas Sarah Mathenge.

Entró en el ascensor y apretó el último botón; le pareció que el viaje iba a durar eternamente. Pero al final la puerta se abrió en una pequeña sala de recepción donde una joven africana escribía a máquina y hablaba por teléfono al mismo tiempo.

—Quisiera ver a Sarah Mathenge, por favor —dijo Deborah.

—Creo que la señorita Mathenge ha salido y no volverá en todo el día.

—Pero si es muy temprano. Compruébelo, por favor.

La recepcionista descolgó el teléfono, apretó uno de los muchos botones y habló rápidamente en suajili. Alzó los ojos para mirar a Deborah.

—¿Me da su nombre, por favor?

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