Las tres mil mujeres internadas en el campo de detención de Kamiti ocupaban solamente una cuarta parte de las más de cuatro mil hectáreas de la prisión; estaban segregadas de la sección de hombres por una elevada valla metálica, torres de vigilancia y alambre de púas. A las personas encerradas en Kamiti las consideraban presos políticos peligrosos y, por consiguiente, el campo era de máxima seguridad; las condiciones eran duras tanto para los hombres como para las mujeres y los niños; la comida, deplorable; los presos vivían hacinados en las celdas y había demasiada gente para que la asistencia médica fuese suficiente para todos. Por eso Wanjiru, debido a su formación de enfermera, se había convertido en casi la única asistente sanitaria del Recinto D.
Después de examinar los brazos de la mujer, que presentaban heridas ulcerosas a causa de las torturas, Wanjiru dijo amablemente:
—Procura tenerlas siempre limpias, mamá. Y deja que el sol de la Madre África las cure.
Wanjiru se sentía impotente. Sin medicinas, sin vendas y sin alimentos apropiados, poco más podía hacer por aquellas pobres mujeres. Con todo, hacía cuanto le era posible, basándose en la formación que había recibido de las enfermeras británicas, que le habían enseñado medicina e higiene modernas, y recurriendo también a las curas tradicionales que había aprendido de mamá Wachera. A veces bastaba con que Wanjiru Mathenge echase un vistazo a sus dolencias o escuchara sus penas para que las prisioneras se sintiesen mejor. Todas coincidían en decir que era una suerte tenerla con ellas.
Después de atender a la última mujer, Wanjiru tomó la mano de su hija. Era la hora de recoger agua del pozo comunal.
Llevaba a Christopher atado a la espalda. El pequeño tenía dos años y empezaba a pesar. Wanjiru hubiese podido dejar a sus hijos bajo el cuidado de otras mujeres del recinto, como hacía la mayoría de las mujeres del campo, pero nunca los había perdido de vista desde el día de su nacimiento. Y no pensaba separarse de ellos ahora.
El cielo estaba gris y encapotado mientras andaba penosamente bajo la mirada vigilante de los guardianes africanos y blancos apostados en su torre, donde ondeaba la bandera británica. Pasó junto a grupos de mujeres sentadas o echadas en el suelo o apoyadas en las paredes de los barracones para protegerse del frío, pues muchas de ellas vestían de forma poco apropiada. Una vez más se preguntó qué crímenes habían cometido aquellas pobres criaturas. Sin duda, de las tres mil mujeres del campo habría sólo unas cincuenta que eran del Mau-mau como ella. ¿Qué habían hecho las demás para merecer semejante trato?
«No tienen esposo —pensó—. No las quiere nadie. Las consideran inútiles. Y ése es su gran crimen».
El agua era salobre y sucia, pero mejor que nada, por lo que Wanjiru exhortaba constantemente a las mujeres de su recinto a lavarse y a lavar a sus pequeños. Las enfermedades eran el peor enemigo en el campo de Kamiti y Wanjiru no paraba de proclamar lo que había que hacer para combatirlas.
Hizo una pausa con la calabaza en la mano para mirar a través de los enormes rollos de alambre de púas que rodeaban todo el campo. Era un lugar desolado. Sus ojos llegaban hasta muy lejos, hasta el lugar donde lluvias torrenciales caían sobre las montañas. Le pareció que el viento volvía a traerle las palabras del juez:
—Cargo: actividades terroristas contra la corona. Sentencia: cadena perpetua, prisión de máxima seguridad.
Cadena perpetua…
¿De veras iban a hacerle aquello? ¿Tenerles a ella y a sus hijos encerrados durante el resto de sus vidas? Wanjiru tenía sólo treinta y seis años y cadena perpetua significaba mucho tiempo.
Sintió a Christopher, cálido y pesado, sobre la espalda, y la diminuta mano de Hannah en la suya y de pronto el pánico y la furia se apoderaron de ella. ¿Qué crímenes habían cometido los dos pequeños salvo haber nacido con derecho a la libertad?
Una guardiana se le acercó. Era una mujer alta, de la tribu de los wakamba, y llevaba dos perros con cara de pocos amigos; la guardiana le ordenó que volviese a su barracón. Wanjiru pensó en David.
«¿Dónde estará? ¿Qué le ha hecho a él esta guerra?»
* * *
—Érase una vez —dijo Wanjiru en voz baja sobre el ruido de la lluvia— una hechicera muy sabia que vivía en una choza a la orilla de un río. Vivía con su abuela y su hijo, y eran muy felices allí en la orilla de aquel río, que les daba agua y alimentaba sus cultivos de maíz, mijo y judías. Un día llegó al río un hombre extraño. La hechicera jamás había visto un hombre como él. Su piel era del color de la rana verde pálido y hablaba en una lengua que los Hijos de Mumbi desconocían. La hechicera le llamó wazungu, porque era tan extraño.
Las mujeres que compartían la celda con Wanjiru, acurrucadas unas contra otras para combatir el frío, prestaban mucha atención a su cuento. Nunca lo habían oído.
—wazungu le dijo a la hechicera que le gustaba aquel lugar a la orilla del río y que le gustaría vivir allí. La hechicera le dio la bienvenida y le dijo que había comida, agua y el sol suficientes para todos. Así que wazungu se fue a construir su casa en otro lugar a la orilla del río.
»La hechicera, su abuela y su hijo vivían en paz a la orilla del río. Eran muy felices y se querían. Y no les importaba tener a wazungu por vecino. Pero un día wazungu se volvió codicioso.
Christopher se movió en el regazo de su madre. Ya había oído esa historia otras veces y ahora quería oír la del pavo silvestre y cómo había conseguido sus manchas. Hannah, acurrucada contra el costado de su madre, dormía con tres dedos metidos en la boca.
En la celda, construida para dar cabida a diez personas, veintiséis mujeres, algunas con niños pequeños y bebés, estaban sentadas junto a las paredes frías y húmedas o yacían en el suelo, escuchando el relato de Wanjiru. No importaba que no fuese un cuento conocido, tradicional —aunque éstos eran los mejores—; bastaba con que les proporcionara distracción y pudieran olvidar de momento lo cansadas que estaban después de pasarse todo el día trabajando en los campos, cultivando alimentos para los prisioneros, acarreando piedras para construir carreteras o enterrando a los numerosos muertos. Todas tenían hambre, pero durante un rato Wanjiru conseguía que no pensaran en la cena de gachas de maíz mal preparadas y servidas sin sal ni azúcar.
—wazungu le dijo a la hechicera que quería más tierra, que la que tenía no era suficiente. Así que ella le dijo: «Toma lo que necesites; hay bastante para todos». Así que wazungu tomó más tierra y amplió su
shamba.
La lluvia caía con fuerza sobre el tejado de cinc ondulado y azotaba la única ventana de la celda. Aunque era de día, la luz en el interior de los barracones era escasa y no había lámparas ni bombillas. Las mujeres no tenían nada que hacer salvo dormir y despertar por la mañana a otro día de penalidades, de preguntarse dónde estarían sus esposos y cuándo las pondrían en libertad, de no saber por qué estaban encerradas.
Todas sabían que era por algo relacionado con el Mau-mau. Pero la mayoría de ellas se preguntaban si el gobierno realmente creía que todas eran guerrilleras. ¿Lo era la desdentada mamá Margaret, o la coja Mumbi? Aquella tarde se había presentado en el Recinto D un «hechicero de rehabilitación» para administrar antijuramentos a las mujeres. A muchas les había parecido un ritual inútil, porque, para empezar, no habían prestado ningún juramento.
—wazungu volvió de nuevo a la choza de la hechicera y le dijo que necesitaba todavía más tierra. Y ella dijo: «Toma la que necesites. Hay suficientes para todos». wazungu hizo esto día tras día, hasta que para llegar a su
shamba
ya no hacía falta recorrer un largo camino. ¡Lindaba con la de la hechicera! Entonces wazungu dijo: «Necesito más tierra». Y ella dijo: «Toma la que necesites. Hay suficiente para todos». Pero ahora wazungu quería la tierra donde estaba la higuera sagrada, y la hechicera le dijo cortésmente: «No, amigo mío. No puedes tomar ese terreno, porque, como puedes ver, pertenece a Ngai, el Señor de la Luz».
Las oyentes de Wanjiru expresaron con murmullos la aprobación que les merecía la respuesta de la hechicera. Pero todas profirieron exclamaciones cuando Wanjiru les contó que wazungu había arrancado la higuera de todos modos.
—La hechicera lanzó una
thahu
contra wazungu y todas sus generaciones venideras y dijo que la maldición duraría hasta el día en que la tierra sagrada les fuera devuelta a los Hijos de Mumbi.
Las mujeres aplaudieron y todas afirmaron que había sido una historia muy buena. Luego se prepararon para la larga noche de sueño y hambre, procurando abrigarse con la única manta que habían proporcionado a cada una de ellas; algunas intentaron amamantar a sus bebés con sus secos pechos; otras lloraban al recordar los hogares de donde las habían arrancado. En la mayoría de los casos, los soldados se habían presentado inesperadamente en el poblado y se las habían llevado en camiones, tras separarlas de sus hombres, mientras otros soldados entraban en las chozas y salían con los brazos cargados.
—¡Mamá Wanjiru! —dijo una voz apremiante desde la entrada sin puerta de la celda—. ¡Ven en seguida! ¡Mamá Njoki está muy enferma!
Wanjiru acompañó a la mujer a la celda contigua, donde Njoki se encontraba sentada con la espalda contra la pared. Bajo la luz acuosa que entraba por la ventana Wanjiru vio que la mujer tenía la lengua hinchada y muy enrojecida. También tenía llagas en el cuerpo y la piel aparecía curiosamente suelta en algunas partes.
—¿Cómo te encuentras, mamá? —preguntó dulcemente Wanjiru—. ¿Has vomitado? —la mujer asintió con la cabeza—. ¿Has tenido diarrea? —otro gesto afirmativo con la cabeza—. ¿Te arde la garganta? —Wanjiru vio que la mujer abría y cerraba las manos varias veces, sin poder evitarlo. También vio que el delirio no estaba lejos y, después del delirio, la muerte.
—¿Hay otras como ella? —preguntó a la mujer que la había avisado.
Sí, había otras, pero ninguna estaba tan mal como mamá Njoki.
—Tengo que ver a Simón Mwacharo —dijo Wanjiru a la guardiana encargada del barracón—. ¡Es urgente!
Dwyer, el oficial británico, se hallaba en el despacho de Mwacharo. Habían estado jugando a los naipes bajo el ruido atronador de la lluvia sobre el tejado. Los dos se sorprendieron al ver entrar a Wanjiru calada hasta los huesos. Durante unos breves instantes Mwacharo pensó, esperanzado, que Wanjiru iba a darle la información que quería, pero la esperanza se esfumó cuando la recién llegada dijo:
—Hay un brote de pelagra en el Recinto D.
—¿Cómo lo sabes?
—He visto a las víctimas. Algunas están muy enfermas. Morirán si no mejoráis nuestra alimentación. ¡Necesitamos algo más que maíz!
—¿De qué estás hablando? —preguntó el oficial Dwyer—. Si es lo único que coméis.
—¡Necesitamos judías verdes! Comer sólo maíz produce una deficiencia de vitamina B.
Dwyer puso cara de sorpresa.
—¿Y cómo puedes saberlo tú?
Wanjiru dirigió una mirada de desprecio al oficial blanco.
—Estudié para enfermera en Nairobi. Conozco la relación que hay entre la nutrición y la salud. ¡Y os digo que la comida en este campo no es sana!
El oficial Dwyer se sintió impresionado durante unos momentos. Era la primera vez que se encontraba con una africana educada.
—¿Y por qué crees que deberíamos alimentaros? ¿Para que repongáis fuerzas y podáis volver a la selva y luchar contra nosotros un poco más?
—¿De modo —dijo Mwacharo, acercándose a ella— que quieres que os ofrezca un banquete todas las noches?
—Bastará con que nos dejéis cultivar judías. O que el
daktari
distribuya tabletas de vitaminas. La pelagra se propagará si no la cortamos ahora.
Mwacharo sonrió y de repente a Wanjiru le entró frío.
—¿Y qué harás a cambio? —preguntó.
—Por favor, dadnos mejor de comer —dijo Wanjiru con voz queda.
El guardián apoyó la mano en un seno y lo apretó. Wanjiru cerró los ojos.
—Cuando me des la información que necesito —dijo Mwacharo— sobre la organización secreta del Mau-mau y sobre Leopardo; entonces me ocuparé de que recibáis vuestras vitaminas.
* * *
Mamá Njoki murió al día siguiente, al igual que otras dos mujeres y tres niños. Sacaron a Wanjiru de la cantera, donde se pasaba el día picando piedra, y la destinaron a un piquete de enterramiento. Por la noche visitó todas las celdas del Recinto D y vio que los casos de pelagra iban en aumento.
Comenzó su protesta entre las mujeres de su propia celda y de allí se extendió a todo el recinto.
—¡Madres de Kenia! —gritó—. ¡Nos están matando con su mísera comida! ¡Debemos unirnos y resistir! ¡No podemos permitirles que nos asesinen de esta manera insidiosa! ¡No dejemos que el tribalismo nos impida formar un frente unido! ¡No debemos ser kikuyu, luo o wakamba, sino que tenemos que recordar que todas somos madres kenianas y estamos luchando por el futuro de nuestros hijos!
Como castigo por sus palabras instando a la insurrección, Wanjiru, junto con mamá Ngina, la esposa de Kenyatta, fue obligada a acarrear los cubos con los excrementos de las prisioneras.
Pero siguió predicando a sus compañeras, incitándolas, por lo que al final la encerraron en una celda de aislamiento, sin sus hijos, durante veintiún días. Pero incluso desde allí continuó Wanjiru organizando una huelga de hambre. A sabiendas de que los guardianes no eran kikuyu, cantaba por las noches y su voz sonaba por todo el recinto y en sus canciones kikuyu les decía a las madres de Kenia que rechazasen la comida que les daban por la mañana, y que dejasen los azadones y se negaran a acarrear piedras en tanto no mejorase la alimentación.
Cuando la soltaron al cabo de tres semanas y salió parpadeando de la celda, Wanjiru vio con alegría que su plan había dado resultado; las mujeres habían escuchado sus canciones y hecho lo que en ellas les pedía. El boicot a la comida había dado por fruto la concesión de permiso para cultivar judías y una distribución semanal de tabletas de vitaminas.
Pero ya era demasiado tarde para la pequeña Hannah.
—Hicimos cuanto pudimos —le dijeron las mujeres de su celda—. Pero la ayuda llegó demasiado tarde. Ahora no puede comer.
Wanjiru se sentó con la niña desfallecida en sus brazos, acunándola, cantándole una canción de cuna kikuyu mientras Christopher las miraba con ojos grandes y solemnes. A medianoche Hannah se movió, dijo «mamá» y murió.