Bajo el sol de Kenia (77 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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¿Sigues creyendo, David, amor mío, que habrá un lugar para nosotros en la nueva Kenia? Ruego a Dios que estés en lo cierto.

Al oír pasos en la galería, Mona alzó los ojos en el momento en que entraba Grace con una inmaculada bata blanca y un estetoscopio alrededor del cuello.

—Venía a ver si sabes algo del envío que estoy esperando. ¿Alguna noticia?

—Ninguna, tía Grace.

Grace frunció el ceño. Necesitaba desesperadamente la nueva vacuna Salk contra la polio que le habían enviado de Norteamérica y rogó a Dios que el envío no hubiera caído en poder del Mau-mau.

—Me apetece una taza de té —dijo Grace—. ¿Y a ti?

Mona nunca dejaba de maravillarse ante la energía aparentemente inagotable de su tía. Al borde ya de los sesenta y cinco años, Grace seguía dirigiendo su enorme misión con el brío y la eficacia de una mujer mucho más joven.

Mona dejó la pluma y entró en la cocina detrás de su tía. Mario estaba cortando lonchas de jamón para la cena. Al ponerse el sol, Mario abandonaría la casa.

—Gracias a Dios que las actividades del Mau-mau no afectan a las plantaciones de té —dijo Grace echando unas cucharaditas de Condesa Treverton en la tetera—. ¡Los británicos se rendirían si su té se viese amenazado!

Mario miró por encima del hombro y sonrió.

Mona le devolvió la sonrisa y meneó la cabeza. La actitud valiente de Grace ante tantos peligros era lo que hacía que su misión siguiese funcionando cuando otras se habían dado por vencidas. Se habían producido otros dos ataques del Mau-mau y, pese a ello, Grace se mantenía firme. A pesar de las tropas estacionadas cerca, a pesar de las noticias diarias sobre cuerpos de africanos mutilados, de reses estranguladas y gatos empalados en los postes de las vallas, y a pesar del ruido constante de los aviones que sobrevolaban la selva, instando a los terroristas a salir y rendirse, Grace se las arreglaba para conservar el equilibrio y el optimismo.

—De nada sirve poner las noticias —dijo Mona mientras preparaba la mesa. Pensaban sentarse a la cálida luz del sol, junto a una ventana enmarcada por flores—. Siguen buscando al que obliga a prestar juramento en esta zona. Las autoridades concentran sus esfuerzos en esta tarea, dicen que cuando le hayan encontrado desaparecerá gran parte del peligro.

Grace se encontraba de pie ante la cocina, esperando que hirviese el agua. Observó con atención a su sobrina, que llevaba sus habituales pantalones y una camisa de hombre demasiado grande para ella.

—No pretendo ser grosera, Mona —dijo Grace—, pero me parece que estás engordando. ¡No puede ser por culpa de la comida que prepara Mario!

—Sí, estoy engordando —dijo Mona, de espaldas a su tía—. Pero no tiene nada que ver con Mario. Es que estoy embarazada.

Grace miró a su sobrina a través de las gafas con montura de oro. Parpadeó y dijo:

—¿Qué?

Mario, que conocía a Mona desde que era niña, se volvió.

Mona continuó poniendo la mesa, colocando servilletas de papel en los platos de emparedados.

—Voy a tener un hijo, tía Grace. Un hijo de David Mathenge.

A Mario se le cayó el cuchillo, que chocó contra el suelo y turbó la paz de la tarde.

—¡Mona! —susurró Grace—. ¿Se puede saber en qué estabas pensando?

—Estaba enamorada, tía Grace. Todavía lo estoy. David y yo nos queremos mucho.

—Pero… ¡David ha desaparecido!

—Sí. Me dijo que tenía que irse y le dejé que se fuera.

—¿Sabes dónde está David Mathenge?

Mona hizo una pausa. Empezaba a sentir un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos. No se había sentido capaz de decirle a nadie que ahora David era uno de «ellos».

Grace observó atentamente a su sobrina durante unos momentos, luego dirigió una mirada significativa a Mario, que, captando el sentido, salió discretamente de la cocina. Grace y Mona se sentaron cara a cara.

—Pobrecita mía —dijo Grace—, ¿y ahora qué vas a hacer?

—¿Hacer? Voy a tener el hijo de David.

—¿Y luego qué? ¿Cómo vivirás?

—Igual que he vivido los últimos treinta y cuatro años.

Como vive todo el mundo, de día en día. Esperando que David vuelva a mí.

—¿Entonces es que sabes dónde está?

—Sí.

Grace miró en el interior de los ojos de su sobrina y leyó una respuesta que prefirió no saber.

—¿Y qué será del pequeño? ¿Qué clase de vida será la suya?

—Recibirá amor, tía Grace. Fue concebido con amor, y será criado con amor.

—¿Y si David no vuelve nunca?

—Volve… —a Mona se le cortó la voz—. Entonces criaré al niño yo sola, y le enseñaré a sentirse orgulloso de su padre, de sus dos razas.

Grace se miró las manos. Escuchó el canto de los pájaros en el exterior, la razón por la cual su primera casa, la que se había quemado muchos años antes, se llamaba Birdsong Cottage. Pensó en la noche del incendio de la choza de cirugía y en las voces infantiles que llamaban desde el interior.

—Mona —dijo lentamente—, tienes que hacerte cargo de que si David vuelve, ya no será el mismo hombre. Habrá cambiado.

—No lo creo.

—Si se ha unido al Mau-mau, habrá prestado el juramento y ya no será de fiar.

—David, no.

—¡Conoces de sobras el poder de ese juramento, Mona! Puede hacer que hombres racionales, inteligentes, se transformen en monstruos. Es una especie de enfermedad psicológica. Creen en la atadura del juramento. ¡David es kikuyu, Mona!

—David es diferente.

—¿Ah, sí? ¿Has oído hablar de los prisioneros en los campos de detención? Africanos que en otro tiempo eran capataces leales, pero que luego se volvieron contra sus amigos blancos, son sometidos a rigurosos programas de rehabilitación. ¡El gobierno tiene hechiceros auténticos que visitan los campos y obligan a prestar juramento contra el Mau-mau! ¿No te das cuenta, Mona? ¡David es uno de ellos! Y se unió al Mau-mau voluntariamente, no porque le obligasen. Aunque un hombre haga protestas de lealtad al gobierno, no es posible confiar en él, especialmente cuando es un hombre que se ha unido al Mau-mau por voluntad propia.

Mona se levantó bruscamente.

—David nunca me hará daño. Lo se.

—Mona, escúchame…

—Tía Grace, necesito que me ayudes. Quiero pedirte un favor.

En la boca de Grace se dibujó una línea delgada.

—¿De qué se trata?

—He escrito unas cartas a David. Quiero hacerlas llegar a su poder.

—Bueno, tú sabes dónde está.

—No sé exactamente dónde está, y no sé qué hacer para que estas cartas lleguen a sus manos. Me dijo que si necesitaba ponerme en comunicación con él, acudiera a su madre. Dijo que ella sabría lo que había que hacer.

—Sí —dijo Grace con voz triste, sintiendo por primera vez desde el comienzo de las hostilidades el verdadero crimen de esa guerra obscena—. Hay una red clandestina. Les dejan mensajes en árboles huecos.

—Mamá Wachera sabrá lo que hay que hacer para que David reciba mis cartas.

—¿Y qué quieres que haga yo?

—Mamá Wachera no habla inglés y yo sólo sé un poco de kikuyu. ¿Me acompañarás para explicarle lo que quiero?

Grace alzó los ojos.

—¿A la choza de Wachera?

Mona dijo que sí con la cabeza.

—Llevo años sin hablar con esa mujer. Desde la
irua…
cuando traté de salvar a Njeri.

—Por favor —dijo Mona.

* * *

El campo de polo no se utilizaba desde el suicidio de Rose. Mona siempre hablaba de abrirlo de nuevo o de convertirlo en un gran jardín, pero nunca acababa de decidirse. Ahora aparecía cubierto de malezas y la verja se estaba oxidando. Últimamente Grace había pensado añadirlo a su misión porque sería un buen campo de juego para los trescientos alumnos africanos de su escuela.

Una senda trillada seguía la margen cubierta de hierba. Mona y Grace anduvieron por ella después de pasar por debajo del arco de hierro que había en la entrada de la misión. Dos soldados británicos se brindaron a acompañarlas, pero ellas les aseguraron que no había nada que temer de mamá Wachera. Los africanos de ambos bandos respetaban a la legendaria hechicera y la dejaban en paz.

Al acercarse al grupo de chozas humildes, los recuerdos acudieron al cerebro de Grace: el día lluvioso de su llegada en 1919, en las carretas tiradas por bueyes, la recién nacida Mona en brazos de Rose; la primera vez que estrechó la mano de James; el día en que Valentine ordenó que cortasen la higuera, en un punto próximo a la meta sur; la noche del incendio y los días que pasó luego recuperándose en la choza de Wachera. Mientras caminaba por el borde de la
shamba
de la hechicera, donde las judías y el maíz esperaban las lluvias, Grace sintió que su misión moderna, con su electricidad y su material médico del último modelo, se alejaba de ella poco a poco, a medida que sus pasos la llevaban al interior de otra época, de la Kenia de muchos años antes.

Mamá Wachera estaba sentada al sol, arrancando hojas de lo que Grace reconoció como una planta con propiedades medicinales. La hechicera cantaba mientras iba preparando su medicina y luego la guardaba en calabazas señaladas con amuletos mágicos. Wachera llevaba la indumentaria por la que era conocida: collares de cuentas, brazaletes de cobre, grandes pendientes que alargaban los lóbulos de sus orejas hasta los hombros. La cabeza afeitada relucía al sol y amuletos ceremoniales y talismanes sagrados tintineaban en sus muñecas.

Alzó la vista para mirar a la memsaab de cabellos de plata, bata blanca y un adorno de metal y caucho al cuello. No habían hablado desde hacía muchas cosechas.

Mona sentía aprensión en presencia de la anciana mujer africana. Había oído tantas cosas sobre Wachera, cuya choza estaba allí desde que ella tenía uso de razón. Y había un recuerdo elusivo, como un sueño, el recuerdo de un incendio, y luego de lluvia y finalmente de un lecho de pellejos de cabra y de manos dulces que aliviaban su fiebre. Mona sabía que en cierta ocasión mamá Wachera le había salvado la vida.

Grace abordó a la madre de David con una cortesía extremada, con muchísimo respeto, hablando el excelente kikuyu que había perfeccionado a lo largo de los años. Mamá Wachera correspondió con gran cortesía y modestia, pero Grace se fijó en que no le ofrecía una calabaza de cerveza.

—Estas cartas, mamá Wachera —dijo Grace, dándole el fajo atado con un cordel—, son para tu hijo, David. ¿Podrías hacérselas llegar?

Mamá Wachera miró fijamente a Grace.

Esperaron mientras las moscas zumbaban en medio del calor y una nube vagabunda cubría el sol. Pero la hechicera no dijo nada.

—Por favor —dijo Mona en inglés y luego, con su propio y rudimentario kikuyu, intentó explicar lo mucho que las cartas significarían para David.

Los ojos de Wachera se desplazaron hacia la cintura de Mona, luego volvieron a subir hacia su rostro. Había desprecio en la mirada, como si la africana conociese el secreto que se ocultaba debajo de la camisa de Mona.

—Mamá Wachera —dijo Grace—, tu hijo se pondría muy contento si pudiese leer estas cartas. No sabemos dónde está. Lo único que sabemos es que se adentró en la selva. Pero al marcharse, le dijo a mi sobrina que podía ponerse en comunicación con él por medio de ti. Dijo que tú la ayudarías.

Mamá Wachera miró a la mujer que muchos años antes había construido una extraña choza que consistía únicamente en cuatro postes y un techo de paja, la misma mujer que ahora poseía muchos edificios de piedra con calles asfaltadas y automóviles. Dijo:

—No sé dónde está mi hijo.

A pesar de ello, Grace dejó el fajo de cartas en el suelo, al lado de la hechicera y se volvió después de decir
«mwaiga»,
que significa «todo está bien, vete en paz».

Al emprender la vuelta a la misión, Grace dijo a Mona:

—No te preocupes. Sabe dónde está David. Además, querrá cumplir los deseos de su hijo. Le hará llegar las cartas.

Capítulo 51

Simón Mwacharo, uno de los guardianes del campo, odiaba y al mismo tiempo deseaba a Wanjiru Mathenge. La hacía llamar a su despacho una y otra vez, a cualquier hora del día o de la noche, interrumpiendo una comida o arrancándola del sueño, para interrogarla, para quebrantar su espíritu.

—¿Quién es tu superior inmediato en el Mau-mau? —le preguntaba cientos de veces—. ¿Cuáles son las líneas de comunicación? ¿Cómo recibes tus órdenes? ¿Quién es Leopardo? ¿Dónde está el campamento?

Mwacharo llevaba a cabo estos interrogatorios fortuitos en su despacho, que era una barraca construida apresuradamente, paredes y techo de cinc ondulado, con sólo una mesa, una silla y un radioteléfono en el interior. Siempre interrogaba a Wanjiru en presencia de un oficial blanco y cuatro soldados de color, y durante horas, obligándola a permanecer de pie, tanto si el día era ferozmente caluroso y la cabaña se convertía en un horno, como si las lluvias frías creaban un ambiente gélido dentro de ella. Wanjiru temblaba o sudaba, se sentía débil y agotada, pero siempre permanecía en silencio. Desde su llegada al campo de máxima seguridad de Kamiti no había dicho ni una palabra a las autoridades.

Finalmente, después de una o dos horas de interrogatorio incesante, al ver que no averiguaba nada, Simón Mwacharo, la dejaba ir.

Pero era un hombre decidido. El Mau-mau había dado a Wanjiru Mathenge el rango de mariscal de campo y las autoridades la habían calificado de «recalcitrante» y le habían dado una tarjeta negra, lo que quería decir que se encontraba entre los detenidos más peligrosos. Mwacharo sabía que arrancarle información significaría recibir elogios y posiblemente un ascenso de sus superiores.

Llevaba cinco meses interrogando a Wanjiru y sabía que al final la haría hablar.

* * *

—¡Presta atención, Hannah! —dijo Wanjiru a su hija de cuatro años—. Fíjate bien en lo que hago porque algún día serás una hechicera como tu abuela.

Las historias sobre mamá Wachera, la madre de su padre, eran las que más gustaban a Hannah, más aún que los cuentos sobre el monte Kenia. Le hubiera gustado que su madre le contase una ahora, en vez de enseñarle a extraer una asquerosa ningua de un dedo del pie.

—Ya está —dijo Wanjiru a la anciana embu sentada en el suelo con la espalda apoyada en la pared del barracón—. Lávate bien los pies y fíjate dónde los pones.

Wanjiru limpió su aguja, uno de sus bienes más preciosos, y la clavó en el cuello del vestido, luego se ocupó de la siguiente mujer.

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