Bajo el sol de Kenia (37 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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* * *

—¡Hola! ¡Bienvenida a casa! —llamó Valentine, quitándose el sombrero y saludando con él a Rose y Grace.

Rose le devolvió el saludo agitando una mano, luego dijo a su cuñada:

—Ese tonto de Harold. ¡Hay que ver las ideas que se le meten en la cabeza!

—¿A qué te refieres?

—¡Echa una ojeada a Bellatu! ¡Claro que tenemos dinero!

Desconcertada, Grace vio cómo Rose bajaba delicadamente por el sendero hasta llegar junto a Valentine, que la saludó con un beso en la mejilla.

—Te he echado de menos —dijeron al unísono.

Entonces una persona en miniatura salió corriendo de la choza de maternidad.

—¡Mamá! —gritó Arthur, moviendo sus piernas gordezuelas.

Valentine le miró.

—¿Qué hacías ahí dentro? —gritó, su voz resonando hasta la otra orilla del río—. ¡Te he dicho que no quiero que vuelvas a entrar ahí!

Arthur se detuvo en seco y se quedó mirando fijamente mientras su padre bajaba corriendo.

—¡Me has desafiado deliberadamente! —exclamó Valentine al llegar al lado del niño. Agarró a Arthur por el cuello de la camisa y lo zarandeó.

Grace y James contemplaban la escena desde el risco. Al ver que de pronto Arthur se desplomaba y empezaba a dar puntapiés y a retorcerse en el suelo, Grace soltó una exclamación y echó a correr sendero abajo.

Cuando James y Rose llegaron junto a ellos, Grace ya había conseguido introducir un bastón entre los dientes apretados de Arthur. El pequeño seguía retorciéndose, tenía los ojos en blanco y de su garganta salían unos ruidos extraños. Los adultos lo miraban con expresión de horror. Mona se les acercó silenciosamente.

Terminó con la misma rapidez con que empezara. Grace se disponía a alzar al niño inconsciente entre sus brazos, pero Valentine se le adelantó y, apretando al pequeño contra el pecho, entró en la clínica detrás de Grace, la cual sometió a Arthur a un reconocimiento concienzudo.

—Epilepsia —dijo finalmente Grace.

—¡No! —gritó Valentine.

—Ya te había dicho que llevaras al chico a un especialista —dijo Grace—. ¡Ahora tendrás que hacer algo!

—¡A mi hijo no le pasa nada malo!

—¡Claro que le pasa algo malo, Valentine! Y si tú no lo llevas al especialista, ¡lo llevaré yo!

Valentine miró ceñudamente a su hermana, los latidos de los dos corazones compitiendo, las dos fuerzas de voluntad enfrentadas; luego los hombros de Valentine se hundieron ligeramente.

—Hay especialistas en Europa —dijo Grace con voz más amable—. Hay hombres que investigan esta dolencia.

—Quieres decir que investigan la locura.

—La epilepsia no tiene nada que ver con la locura. No tiene ninguna relación con las facultades mentales. Y la epilepsia no es ninguna vergüenza. Julio César era epiléptico. Y también lo era Alejandro Magno.

Valentine lanzó una mirada malévola a Rose.

—Esto viene de tu familia —dijo en un tono que horrorizó a todos los presentes. Luego alzó en brazos el cuerpo fláccido de su hijo y lo apretó con fuerza y acercó la boca a los cabellos color pomelo, húmedos a causa del sudor. Arthur parecía tan pequeño, tan frágil.

«Mi hijo. El único hijo que jamás tendré».

Rose hizo ademán de tomar el chico en sus brazos, pero Valentine retrocedió y dijo:

—No lo toques —se volvió hacia Grace y añadió—: Lo llevaré a Inglaterra. Haré que le vean todos los especialistas de Londres. Si hace falta, iré al continente. Gastaré hasta el último penique… —la voz se le quebró.

Bajó los escalones de la veranda y subió por el sendero hacia la casa. Los brazos y las piernas de Arthur colgaban como los de una muñeca. Rose echó a andar por otro sendero, el que cruzaba la selva hasta su claro entre los eucaliptos; sus pasos eran tan rápidos, que parecía huir de algo. La pequeña Njeri trotaba detrás de ella como un perrito; Mona se quedó en las sombras de la galería, sin saber qué hacer. Luego tomó la misma dirección que su madre.

Al salir de nuevo a la luz del sol, Grace se apartó los cabellos de la cara y aspiró hondo; luego miró el pequeño grupo de edificaciones con techo de paja que formaban su misión. James se acercó a ella.

—¿Saldrás adelante? —preguntó.

—Sí.

James le tomó una mano y se la apretó con fuerza.

—Me quedaré un poco más, Grace. Hasta que Valentine se haya ido a Inglaterra con el chico.

Pero ella se volvió hacia él y dijo:

—No, James. Éste ya no es tu sitio. Tu vida está lejos de aquí, hacia el oeste, donde te esperan Lucille y tus hijos. Ellos te necesitan más que nosotros.

—Quiero que recuerdes siempre, Grace —dijo James—, que si alguna vez me necesitas, bastará con que me avises y vendré. ¿Me lo prometes?

Grace se volvió de cara al sol poniente y asintió con la cabeza.

—Despidámonos ahora, James. Tienes que ponerte en marcha. Uganda está muy lejos.

Capítulo 24

—Toda la tierra que ves a tu alrededor, hijo mío, e incluso más allá pertenece a los Hijos de Mumbi y a nadie más.

David escuchaba a su madre mientras ella preparaba la cena. Dos boniatos grandes envueltos en hojas de platanero iban ablandándose sobre el vapor; granos de mijo estallaban en el agua hirviente y empezaban a formar unas espesas gachas. Aunque en el poblado de la otra orilla iba imponiéndose la costumbre europea de hacer tres comidas diarias, Wachera seguía fiel a la antigua tradición de una cena copiosa y única a última hora de la tarde.

—Los Hijos de Mumbi fueron engañados por los
wazungu
—dijo Wachera— y les cedieron su tierra. El hombre blanco no comprendía nuestras costumbres. Vio selvas donde no había ninguna choza y se apoderó de ellas diciendo que allí no vivía nadie. No sabía que los antepasados moraban allí y que algún día la selva sería desbrozada para dejar espacio donde los hijos de nuestros hijos pudieran construir sus chozas. El hombre blanco no piensa en el pasado ni en el futuro; sólo ve lo que es hoy.

David contemplaba a su madre con adoración. Era la mujer más bella que jamás había visto. Ahora que se acercaba al umbral de la virilidad y pronto sería circuncidado en la ceremonia de iniciación, empezaba a darse cuenta de la forma en que los hombres miraban a su madre; y también las mujeres. La mirada de los hombres era de hambre, y David sabía que su madre era deseada y solía recibir ofertas de matrimonio. La mirada de las mujeres era de envidia, pues admiraban en secreto la vida de libertad que llevaba Wachera, sin que ningún hombre fuese su amo. Y todo el mundo miraba a la hechicera con temor reverencial y respeto.

Aunque no tenía marido y con un solo hijo —lo que en otras circunstancias habría hecho que la compadeciesen—, Wachera era una mujer venerada en el clan porque era la guardiana de las costumbres antiguas. A lo largo de los años David había visto acudir a su choza a personas importantes; su infancia había sido una larga crónica de jefes y ancianos que visitaban a su madre para pedirle consejo, de mujeres que le revelaban sus secretos y pagaban sus amuletos y filtros, de hombres que ofrecían su virilidad. La pequeña choza que Wachera y David compartían había oído los pesares y las alegrías de los Hijos de Mumbi, expresados por muchas bocas bajo muchas lunas llenas. David se enorgullecía de su madre; estaba dispuesto a morir por ella.

Pero eran tantas las cosas que aún no comprendía. Tenía once años y ansiaba alcanzar la virilidad y la sabiduría que parecía acompañarla. Quería que su madre hablase más aprisa, le contase más cosas, que iluminara los tenebrosos misterios que atormentaban su joven alma.

David vivía un momento difícil. Gran parte de él seguía siendo infantil, le faltaba aún mucho para ser hombre. Pero la parte infantil anhelaba el momento de ser hombre y temía que no llegase nunca. Había también otra parte suya, la parte kikuyu, que miraba con envidia y deseo las riquezas del hombre blanco: sus bicicletas, su telégrafo, su rifle. David Kabiru Mathenge ansiaba ser dueño de cosas así, poseer tanto poder, ser aceptado en el seno de la élite. Mucho tiempo antes su padre le había hecho bautizar. Ahora David pertenecía al Señor Jesu, al menos eso decían los
wazungu.
Pese a ello, no era el hermano verdadero que le habían prometido que sería; no era su igual. Y por esto les tenía inquina.

«No quieras a los
wazungu
—le decía a menudo su madre—. No los respetes. No reconozcas sus leyes. Pero, al mismo tiempo, hijo mío, no te los tomes a la ligera y recuerda siempre el proverbio que dice que un hombre sabio se enfrenta a un búfalo con cautela».

—Ahora comeremos —dijo Wachera por fin, echando estofado de mijo en unas hojas de platanero—. Me recitarás la lista de los antepasados hasta llegar a los Primeros Padres. Luego iremos a la selva, donde va a celebrarse una reunión secreta. Vendrá un gran hombre a hablar a los Hijos de Mumbi. Tú le escucharás, David Kabiru, y te aprenderás de memoria sus palabras, del mismo modo que te has aprendido la lista de los antepasados.

* * *

Wanjiru se había quedado hasta tarde en la choza escuela para ayudar a memsaab Pammi, la maestra. No lo hacía por amor a la memsaab ni empujada por un sentido de deber para con la escuela; la pequeña de nueve años siempre, buscaba excusas para evitar a los chicos que andaban por el mismo sendero para volver al poblado y que se burlaban despiadadamente de ella.

No les tenía miedo; a Wanjiru no la asustaba nada excepto el camaleón, al que todos los kikuyu temían. Pero la madre de Wanjiru se esforzaba mucho por ser respetable y le dolía en el alma que los chicos le rompieran los vestidos o se los ensuciaran.

Terminadas sus tareas, Wanjiru se despidió con un
kwa heri
de la memsaab y salió del aula con techo de paja. El sol ya se ponía. Iba a tener que darse prisa para llegar a casa antes de que anocheciera. Al cruzar la entrada donde un letrero rezaba Misión Grace Treverton, Wanjiru titubeó. Ante ella había una extensión llana de hierba verde que la tenía perpleja por su inutilidad. Ningún animal pacía en ella; tampoco se usaba para cultivos. A pesar de ello, era cuidada por jardineros e inspeccionada por el bwana que llevaba un látigo. Una vez Wanjiru había visto caballos galopando arriba y abajo en el campo y, montados en ellos, hombres blancos que blandían bastones largos, mientras a los lados, bajo la sombra de los alcanforeros y los olivos, memsaabs de vestido y sombrero blancos animaban a sus hombres como si éstos fuesen guerreros.

Pero no era el campo de polo lo que en ese momento contemplaba Wanjiru, sino la choza que había en un extremo y donde la luz menguante permitía ver a dos personas que estaban terminando su cena.

Wanjiru sabía quiénes eran. La madre de Wanjiru acudía con frecuencia a la hechicera cuando los niños estaban enfermos. Y una vez la viuda del legendario jefe Mathenge había ido al poblado de Wanjiru para hablar de los antepasados, y la familia lo había celebrado bebiendo mucha cerveza. Wachera fascinaba a la pequeña. Aunque los
wazungu
habían prohibido a la hechicera practicar sus antiguas artes, ella los desafiaba y toda la gente del clan la respetaba y temía por ello. El chico se llamaba David Kabiru, Wanjiru lo sabía; había empezado a ir a la escuela de memsaab Daktari hacía poco. Se había jactado de que su madre quería que aprendiese las costumbres del hombre blanco, para que estuviese preparado el día en que los Hijos de Mumbi volvieran a ser dueños del país de los kikuyu.

Wanjiru encontró a la madre y al hijo preparándose para adentrarse en la selva. Oyó que Wachera le decía algo a David con voz grave. La niña presintió que había algo importante en lo que se disponían a hacer y, empujada por la curiosidad, decidió seguirles.

El camino era largo y lleno de malos espíritus y ojos dorados que parpadeaban en la espesura. Wanjiru les seguía a poca distancia, sin que ellos se dieran cuenta, a sabiendas de que su tardanza preocuparía a su madre, pero incapaz de resistirse al hechizo de la misteriosa pareja.

Al final, la hechicera y el muchacho salieron a un claro y Wanjiru vio con sorpresa que había allí muchos hombres sentados en silencio. Reconoció a unos cuantos de su propio poblado. La mayoría iban vestidos con
shukas
y mantas y llevaban palos en vez de lanzas, pero algunos vestían a la europea porque trabajaban en una de las misiones. La niña se agazapó entre la maleza y se puso a observarles.

No había mujeres entre los reunidos, pero a ninguno de los hombres pareció importarle la presencia de la hechicera. De hecho, le hicieron sitio a la vez que le ofrecían una calabaza de cerveza.

«¡Como si fuera un hombre!», pensó Wanjiru, abriendo mucho los ojos.

Iban llegando más hombres, en silencio, surgiendo repentinamente de la noche. No habían encendido ninguna hoguera; el claro aparecía bañado por la luz de la luna llena, momento en que se trataban asuntos de importancia. Los hombres estaban sentados en el suelo, sobre peñascos, sobre troncos caídos; compartían cerveza de caña de azúcar; algunos, para mantenerse despiertos, masticaban hojas de
miraa,
y otros hacían circular una botella de
colobah.
Wanjiru sabía qué era esta bebida; los hombres kikuyu la apreciaban mucho porque era el licor del hombre blanco y les estaba prohibida a los africanos, por eso la llamaban «color bar
[3]
»

Los hombres esperaban con la típica paciencia africana.

Nadie llevaba reloj; a nadie le preocupaba el paso del tiempo. Lo que Wanjiru no sabía era que estaban allí por curiosidad, porque había circulado de boca en boca la noticia de que un hombre llamado Johnstone asistiría a la reunión y hablaría de la Asociación Central de los Kikuyu. Debido a ello, había hombres que vigilaban escondidos entre los árboles. Y todos los presentes habían prestado un juramento sagrado conforme guardarían el secreto, lo cual excluía a los posibles espías del gobierno. Se hallaban reunidos para hacer algo que era ilegal.

Al poco un ruido extraño turbó el silencio de la selva. Era como el ruido de las tripas de un elefante, lejano al principio, pero haciéndose más fuerte hasta que algunos hombres se levantaron precipitadamente, dispuestos a huir corriendo. Pero era el hombre llamado Johnstone, que llegaba montado en su motocicleta inglesa.

Los pocos que ya le habían oído hablar alguna vez hicieron callar al resto del grupo y presentaron al recién llegado diciendo que era Johnstone Kamau. Era un kikuyu alto, de constitución poderosa, voz potente y mirada penetrante, y todos pudieron ver que lucía un cinturón ornamental de la tribu llamado
mucibi wa kinyata.
Johnstone Kamau anduvo a grandes zancadas hasta el centro del círculo.

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