Bajo el sol de Kenia (73 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Algunos asintieron con la cabeza y se oyeron murmullos. Todos sabían que era imposible hacer que un kikuyu hablase del Mau-mau. Aunque muchos africanos eran simpatizantes, también había muchos que no lo eran, pero el miedo los hacía callar. El mes pasado, sin ir más lejos, un hombre había declarado ante un tribunal especial de Nairobi y luego cuatro hombres le habían obligado a subir a un coche y no se lo había vuelto a ver. Incluso los que prestaban testimonio al ser interrogados por la policía y firmaban una declaración, luego no se presentaban ante el tribunal y había pocas probabilidades de que volviera a saberse de ellos.

El señor Langley se encontraba de pie al lado de su esposa. Era un hombre bajito y curtido por la intemperie y se había ido de la India porque, al igual que otros cientos de hombres que habían llegado a Kenia en 1947, no quería vivir bajo el gobierno «nativo».

—Perdí a mi mejor capataz hace dos noches —dijo—. Le encerraron en su choza, con su mujer y sus dos hijos, y los quemaron vivos. Y luego envenenaron a todos mis perros —hizo una pausa. Tenía los ojos llenos de lágrimas—. No nos habían atacado hasta entonces. Estoy seguro de que fueron nuestros propios hombres. Nos habían sido fieles hasta que les obligaron a prestar juramento.

El miedo aparecía pintado en el rostro de todos los colonos. El poder del juramento, una vez prestado, era la mayor y la más insidiosa de las amenazas del Mau-mau. Criados que llevaban años con una familia, que eran tratados como miembros de ella, podían convertirse en asesinos de la noche a la mañana. Aunque el juramento le fuese impuesto por la fuerza, una vez un kikuyu había comido carne de perro cruda y bebido la copa de sangre, no podía desobedecer una orden del Mau-mau.

—Lo malo —dijo Tim— es que tenemos que encontrar una forma mejor de combatir a estos monstruos. ¿Cómo se puede luchar contra un enemigo que nunca da la cara? Todos sabemos cómo actúan los Mau-mau. Viven en campamentos ocultos en la selva, las mujeres les suministran alimento, ropa y medicinas, y reciben información sobre los movimientos de las fuerzas de seguridad. Tienen una red de comunicaciones increíble. ¡Utilizan troncos huecos a guisa de buzones! La semana pasada lograron organizar un boicot contra los autobuses de Nairobi y han conseguido que los africanos no compren cigarrillos y cerveza europeos. ¡A los negros les impresiona mucho más el miedo al Mau-mau que cualquier deseo de restaurar la ley y el orden!

De nuevo empezaron todos a hablar a la vez y Tim tuvo que disparar su pistola una vez más.

—¡Lo que tenemos que hacer —gritó— es averiguar quiénes obligan a prestar juramento! Ésa es nuestra prioridad. Luego tenemos que encontrar la red secreta, averiguar quién suministra armas de fuego y municiones al Mau-mau. ¡Y una vez hecho esto, podremos cortar sus líneas de abastecimiento y el hambre les hará salir de la maldita selva!

Mona, que se encontraba en la parte trasera del aula con Geoffrey, miró fijamente a Tim Hopkins. Nunca lo había visto de esa manera. Tenía el rostro enrojecido y le llameaban los ojos. Estaba a punto de reventar de furia y sed de sangre. Durante los últimos meses Tim se había transformado en lo que la gente llamaba «un cowboy de Kenia», un vigilante que se había nombrado a sí mismo como tal y actuaba con un contingente de jinetes, una especie de caballería de agricultores cuyo objetivo era prestar ayuda a las granjas aisladas. Los miembros de estas fuerzas privadas eran principalmente hijos de colonos, muchachos europeos que habían nacido en Kenia y que luchaban por conservar una tierra que ellos creían tan suya como de los africanos. A los jóvenes como Tim les molestaba oír la palabra «nativos» aplicada a las tribus negras y argüían que los blancos nacidos en Kenia eran tan «nativos» como los negros y tenían el mismo derecho a ser propietarios del país. Si bien algunos de esos «cowboys» actuaban impulsados por un propósito noble, y se comportaban civilizadamente, muchos de ellos eran tan sádicos y bárbaros como los Mau-mau. Se sabía que detenían arbitrariamente a africanos y les propinaban tremendas palizas por cualquier motivo. Mona rezaba pidiendo que Tim no fuera como ellos.

—Lo que yo no comprendo —dijo la voz afable del padre Vittorio—, es por qué el gobierno sencillamente no les da lo que quieren.

—¿Y por qué debería dárselo? —preguntó el señor Kempler.

—Al fin y al cabo, los africanos no piden tanto, ¿verdad? Mejores salarios, sindicatos, libertad para cultivar café, la eliminación de la barrera racial… —contestó pacientemente el padre Vittorio.

—¡Si cedemos un poco ante los negros —gritó otro hombre—, lo querrán todo!

—Pero el Mau-mau no tendría razón de ser si el gobierno diera a los africanos igualdad económica y política con nosotros.

—¿Por qué sencillamente no se lo damos todo, hacemos las maletas y nos largamos?

—¡Señores! —gritó Tim—. ¡Por favor! No nos peleemos entre nosotros. Tenemos que decidir lo que hay que hacer acerca del asunto de los juramentos.

Mona se estaba impacientando. Nadie decía nada nuevo, el calor era deplorable y la funda de la pistola pesaba demasiado y resultaba incómoda. Retrocedió unos pasos, acercándose a la puerta abierta, y recorrió con los ojos el recinto de la misión. Reinaba en él un silencio desacostumbrado.

Pensó en David, que estaría trabajando bajo el sol ardiente en alguna parte de la plantación, luchando por salvarle la cosecha. Pensó que debería estar con él.

Mona recordó su conversación de dos días antes, cuando habían hecho una pausa en el trabajo para sentarse bajo un árbol con un termo de limonada fría. David había hablado en voz baja, apenas más fuerte que el zumbido de las abejas a su alrededor:

—La violencia perjudica la causa africana. Es esencial que las soluciones de nuestros problemas se basen en la verdad y en la no violencia. Vi los resultados que el terrorismo tuvo para Palestina y veo los que sigue teniendo en el nuevo estado de Israel. Dudo que dentro de treinta años hayan terminado las luchas entre árabes y judíos. Todos deberíamos seguir el magnífico ejemplo de Mahatma Gandhi.

»El Mau-mau estaría acabado si Inglaterra concediese la libertad económica y política a los kenianos. Pero en vez de ello, ha metido la pata prohibiendo la Unión Africana de Kenia. Mi partido político no tenía nada que ver con el Mau-mau. Nos reuníamos pacíficamente y tratábamos de resolver nuestras diferencias siguiendo los cauces legales. Pero el gobierno ha puesto a la Unión Africana de Kenia fuera de la ley, y eso fue un error tremendo.

David siempre le hablaba de esa manera: honradamente, directamente y con el propósito de que su postura quedase clara. A diferencia de Geoffrey, que le soltaba discursos, dándose aires de superioridad, como si ella fuese una niña. En aquella tarde bochornosa bajo el árbol, los dos a solas, lejos de ojos indiscretos, compartiendo la limonada, David había dicho:

—De esta última guerra ha nacido un mundo nuevo, Mona. Inglaterra ya no es dueña del mundo. Tiene que ver que África y Asia la rechazan. Una vez la gente recurre a ella, la violencia es imparable y al final el gobierno hará concesiones. Eso es sabido. Entonces, ¿por qué no las hace ahora mismo?

Se había vuelto de cara a ella, hablando con vehemencia:

—Durante los últimos cincuenta años la política británica ha obligado a los africanos a recurrir a la violencia con el fin de arrancar poco a poco unas migajas de libertad humana. Ahí tienes los ejemplos trágicos de Irlanda, Israel, Malaya y Chipre. ¡Me pregunto, Mona, cuándo aprenderá Inglaterra que la represión y la negación de la dignidad humana son una locura!

Se levantó una brisa cálida y Mona salió con la esperanza de encontrar alivio. El aire era pesado. Moscas y abejas llenaban el calor con sus zumbidos. Los tejados de cinc ondulado de los numerosos edificios de la misión brillaban bajo el sol y despedían olas de calor transparentes. El silencio era profundo. Parecía que el mundo estuviese dormido. La Misión Grace, que normalmente era centro de constante actividad, dormía bajo la tarde opresiva. Intrigada, reparó en que, de hecho, no se observaba el constante ir y venir de gente. Daba la impresión de que durante los últimos minutos hubiese desaparecido todo el mundo: las enfermeras, los pacientes, los doctores con sus batas blancas, las visitas que traían alimentos y flores.

Mientras dentro del aula James intentaba decirles a los asustados colonos que no perdiesen la cabeza, Mona vio que de pronto aparecía un coche en uno de los callejones asfaltados. Se acercaba a una velocidad tremenda y el conductor hacía sonar la bocina. Al ver que David se apeaba de un salto y corría hacia ella, Mona salió a su encuentro.

—¿Qué pasa, David?

Él le apretó el brazo.

—¡Tienes que irte! ¡Ahora mismo!

—¿Qué…?

David empezó a tirar de ella.

Los de dentro, al oír la bocina y el chirrido de los frenos, corrieron a asomarse por la puerta y las ventanas.

—¡Corran! —les gritó David—. ¡Los Mau-mau!

Y entonces se produjo el ataque.

Aparecieron de la nada, todos a la vez, rodeando el aula. Hombres con
pangas,
lanzas y fusiles surgieron de detrás de los matorrales y los árboles, el pelo largo retorcido hasta formar las temibles trenzas del Mau-mau.

David echó a correr con Mona mientras a su alrededor empezaban a sonar tiros por todas partes. Antorchas encendidas surcaban el aire y caían dentro de las aulas tras romper los cristales. Del interior surgían chillidos.

Una piedra estuvo en un tris de estrellarse contra la cabeza de Mona. Las balas pasaban silbando cerca de sus oídos mientras corría con David, que le sujetaba la mano con fuerza. Llegaron a un pequeño cobertizo que hacía las veces de almacén. Mona dio un traspié y cayó. David la ayudó a levantarse y la atrajo hacia sí. Se abrazaron con fuerza detrás del refugio que les ofrecía el cobertizo. Oyeron los alaridos frenéticos de los hombres de la selva que sitiaban el aula. Tronaban las armas de fuego y los cristales saltaban en pedazos. Se oían gritos y chillidos. A lo lejos se oyó el quejido de la sirena de alarma.

Mona y David siguieron abrazados durante un momento. Luego él se apartó y dijo:

—¡Vete a la choza de mi madre! ¡Allí estarás a salvo!

—No.

—¡Mona, maldita sea! ¡Haz lo que te digo! ¡Vienen por nosotros! ¿No lo entiendes?

—¡No te dejaré solo!

David sacó el revólver de la funda de Mona.

—Corre hasta el coche tan aprisa como puedas. Yo los tendré a raya con esto.

—¡No!

Una lanza se estrelló en el tejado de cinc del cobertizo y una bala hizo explosión en la obra de albañilería cerca del brazo de la muchacha. David volvió a tomarla de la mano y salieron corriendo de detrás del cobertizo, refugiándose en un espeso seto. Mona contempló con ojos horrorizados la escena que se desarrollaba ante ella.

El aula ardía y el suelo ya estaba lleno de cadáveres de Mau-mau y colonos. Vio que David alzaba el arma, apuntaba y hacía fuego. Un terrorista que se disponía a arrojar una bomba incendiaria quedó paralizado, luego se desplomó. David volvió a disparar. Otro Mau-mau cayó al suelo. Vio que Geoffrey y su padre estaban en las ventanas del aula, disparando a través de los cristales rotos contra la oleada de africanos. Una mujer —la señora Langley— salió corriendo y una lanza Mau-mau le atravesó el estómago.

Parecía haber cientos de ellos, hombres feroces que blandían
pangas
y lanzas, vestidos de harapos, las caras con expresión enloquecida, sedientas de sangre. Mona vio que uno de ellos trataba de colarse en el aula por una de las ventanas de atrás.

—¡Allí! —gritó.

David hizo fuego y el hombre cayó muerto.

Seguían viniendo y caían cuando las balas de los colonos daban en el blanco. Pero también los Mau-mau tenían armas de fuego y sus balas entraban por las ventanas y encontraban blancos dentro. Había llamas por doquier y el humo se elevaba hacia el cielo plácido. Dos hombres blancos salieron del aula, tambaleándose y tosiendo; ambos cayeron bajo los
pangas
de los Mau-mau que les esperaban.

Mona vio que el señor Kempler caía de rodillas y era acuchillado por seis africanos.

El padre Vittorio salió agitando un trapo blanco. Alguien le arrojó una antorcha encendida y su sotana negra empezó a arder.

Mona oyó que el arma de David emitía un clic.

—Necesito más balas —dijo él, y Mona le miró fijamente.

—¡No tengo ninguna!

Un Mau-mau les vio detrás del seto, soltó un alarido y varios de sus camaradas le siguieron. David y Mona se levantaron de un salto y corrieron en zigzag entre los edificios de la misión. Saltaron por encima de setos y doblaron esquinas a todo correr. Los Mau-mau les seguían aullando como perros de caza, arrojando piedras y lanzas, disparando pistolas.

Ante ellos apareció la entrada de la misión, una verja ancha y arqueada, de hierro forjado. Más allá se extendía el campo de polo, cubierto de malas hierbas y amarillo por efecto de la sequía. En el extremo del campo, al otro lado de una valla hecha con cadenas herrumbrosas, se encontraban las chozas de mamá Wachera y de la mujer que en otro tiempo había sido la esposa de David.

—¡Vete con mi madre! —volvió a decir David—. ¡Ella te protegerá! Yo me iré por aquí y me seguirán.

—No, David. ¡No quiero dejarte solo!

David la miró; luego dijo:

—¡Por aquí!

Encontraron abierta la puerta del taller. El interior era fresco y oscuro y había coches y camiones en diversas fases de reparación. Al igual que en el resto de la misión, no había nadie. David tomó la mano de Mona y entraron corriendo.

Se movieron con rapidez y en silencio entre los vehículos, sorteando bidones de petróleo, esquivando neumáticos colgados del techo. Luego la luz de la puerta quedó bloqueada por las siluetas de sus perseguidores. Los terroristas titubearon.

David llevó a Mona hasta el rincón más oscuro, donde se agazaparon detrás de una mesa de trabajo. Buscó un arma y encontró una cadena de bicicleta. Mona se aferró a él; le costaba respirar y tenía la boca seca a causa del miedo.

Vieron que las siluetas se movían en el umbral, oyeron que los hombres discutían en voz baja.

Mona notó que los músculos de David se tensaban. Su cuerpo estaba duro, dispuesto a saltar. Mona temblaba. David la rodeó con un brazo y la acercó más a él.

De repente una figura se alzó a su lado y una mano salió disparada de las tinieblas. Mona profirió un chillido. Le pareció salir volando del abrazo de David; sus pies se separaron del suelo.

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