Bajo el sol de Kenia (72 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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David golpeó el volante. ¡Todo era tan complicado! Respetaba, temía y creía en la
thahu
de su madre. Creía que Mona estaba verdaderamente condenada como antes lo estuvieran su hermano y sus padres. Quería salvar a Mona de la maldición de su madre. Pero desafiar a Wachera sería deshonrarse y ultrajar a sus antepasados. No sería entonces mejor que los Mau-mau y, por lo tanto, no sería un hombre digno de vivir.

Pero había un obstáculo todavía mayor entre él y su locura: los sentimientos de Mona por él.

Al contratarlo para que llevara su plantación, Mona le había pedido perdón por haberle tratado cruelmente cuando eran niños. Su voz había sido tan sincera, su sonrisa tan cálida, y le había ofrecido la mano —gesto que, de haber habido testigos, habría significado la cárcel para un africano—, que la enemistad que inspiraba en David, sus planes de venganza, habían recibido una fuerte sacudida. En los siete años transcurridos desde entonces, Mona lo había tratado como a un amigo, de igual a igual. Eran poquísimas las ocasiones en que él se daba cuenta de que pertenecían a razas diferentes.

«Pero, sin duda —se dijo a sí mismo mientras veía cómo el público se dispersaba al terminar el discurso de Geoffrey—, sin duda eso era lo único que representaba para Mona: ¡un amigo!»

Finalmente, había que tener en cuenta la barrera racial. Era lo que hacía que su loco deseo por ella fuese ridículo y lo que le convencía de que ella le vería siempre como a un amigo, nada más: el hecho de que, sencillamente, los africanos se dispersaban poco a poco y empezaban la tantísima barrera.

David puso el motor en marcha y se acercó un poco más. Aparcó el vehículo, se apeó y esperó que Mona acabara de hablar con Geoffrey. Entre los blancos había muchos apretones de mano y frases de enhorabuena mientras los africanos se dispersaban poco a poco y empezaban la larga y calurosa caminata hacia el Norfolk en busca de los refrescos gratuitos.

Geoffrey acompañó a Mona hasta el coche, la mano en el brazo, riéndose los dos. Al ver a David, Geoffrey, sin bajar la voz, dijo:

—De veras, Mona, ¿no te parece bastante irregular que ese criado tuyo conduzca tu coche?

Mona se detuvo y apartó el brazo.

—Preferiría que no hubieses dicho eso, Geoff. Y te agradeceré que no vuelvas a decir nada por el estilo en mi presencia.

Geoffrey la miró mientras se iba; en su rostro había una expresión fría y resentida.

—Lo siento, David —dijo Mona—. Lamento que lo hayas oído.

—Tiene derecho a sus opiniones, mientras yo lo tenga a las mías.

Mona sonrió. Luego, recordando el motivo por el que David había necesitado el coche, le preguntó qué tal le había ido en Nairobi.

David miró más allá de la muchacha, hacia las llanuras. Mona volvía a llevar el perfume de lavándula.

—Mal. No he encontrado ni rastro de Wanjiru ni a nadie que pudiera darme información. Ahora me temo que no está en Nairobi.

David no quería recuperar a su esposa, ya que ella se había divorciado de él y era libre de irse; pero los niños eran suyos y era a ellos, a Christopher y a Hannah, a quienes buscaba.

Iba a decir algo más cuando de repente un gran rugido llenó el cielo. Todo el mundo alzó los ojos y vio cuatro cazas a reacción neozelandeses que cruzaban el azul del firmamento. Iban camino de la selva de Aberdare, en el norte.

—¡Así aprenderán que vamos en serio! —dijo alguien—. ¡Eso dará un susto mortal a esos cabrones del Mau-mau!

Un coche de la policía apareció en la carretera. Iba a gran velocidad y no aflojó la marcha hasta encontrarse cerca del gobernador suplente. Antes de que el vehículo se detuviera, un policía blanco con uniforme caqui se apeó de un salto y corrió hacia el gobernador suplente con un papel en la mano. Todo el mundo observó al dignatario mientras leía el despacho. Al soltar una exclamación, Geoffrey tomó el papel y lo leyó.

—¿Qué dice? —preguntó Mona.

—¡Ha habido una matanza en el poblado de Lari! ¡Los Mau-mau cerraron las chozas y prendieron fuego a las techumbres! ¡Ciento setenta y dos personas perecieron abrasadas o muertas a cuchilladas con
pangas
al tratar de huir!

—¿Cuándo?

—Esta mañana. Nadie conoce la identidad de los atacantes…

Geoffrey miró a David.

Capítulo 47

El 14 de junio de 1953 cuatro mujeres africanas entraron en el comedor del muy lujoso y elegante hotel Reina Victoria de la avenida de Lord Treverton y se sentaron a una mesa en la que había un mantel de lino irlandés, platos de porcelana y cubiertos de plata.

Los blancos que se encontraban en el comedor enmudecieron a causa del asombro mientras las cuatro mujeres hacían tranquilamente sus encargos al escandalizado camarero africano. Las mujeres, que llevaban vestidos de algodón estampado y turbantes
kanga,
pidieron
irio
y
posho,
platos tradicionales de Kenia que, por supuesto, no se servían en el Reina Victoria.

Al reponerse de su asombro y darse cuenta de lo que pasaba, los indignados clientes blancos abandonaron el comedor. Pocos minutos después llegó la policía. Las dos mujeres se resistieron ferozmente, lo que provocó la rotura de mucha porcelana y cristal, jarrones de flores y el carrito de los postres. Tres fueron detenidas, pero la cuarta logró escapar corriendo a través de la cocina, con su bebé rebotando en la espalda. Antes de desaparecer por el callejón y perderse entre las callejas tortuosas de los populosos barrios africanos de Nairobi, la mujer se volvió y arrojó una piedra por una de las ventanas del Reina Victoria. Atada a la piedra había una nota que decía «La tierra es nuestra» e iba firmada por la «mariscal de campo Wanjiru Mathenge».

* * *

—¡James, ya te lo he dicho y hablo en serio! ¡No llevaré armas! —Grace devolvió el revólver a James y se apartó de él.

—¡Maldita sea, Grace! ¡Haz el favor de escucharme! ¡La situación es desesperada! Todas las misiones sufren ataques. Ya sabes lo que le pasó a la misión escocesa la semana pasada.

En la boca de Grace se pintó una expresión de tozudez. Sí, se lo habían contado, se había puesto mala y no había dormido desde entonces. ¡Lo que los terroristas del Mau-mau les habían hecho a aquellas pobres personas inocentes! Era aún peor que la matanza de Lari en marzo. ¡Y el ataque contra la misión escocesa había tenido lugar a plena luz del día! Los Mau-mau eran cada vez más atrevidos y sus tácticas, más repugnantes.

A juicio de Grace, el gobierno había cometido un grave error al declarar culpable a Jomo Kenyatta y condenarle a siete años de trabajos forzados. Para empezar, no deberían haberle detenido, ya que no había ninguna prueba de que fuese la fuerza detrás del Mau-mau. Y en lugar de poner fin al movimiento a favor de la «libertad», el trato injusto dispensado a Kenyatta sólo había servido para avivar las llamas. Cada día huían a las selvas miles de jóvenes sin empleo y disolutos que no tenían ninguna razón para vivir y sólo querían matar y robar.

Las principales actividades del Mau-mau se desarrollaban en la región de los alrededores de Bellatu y la misión de Grace. La RAF bombardeaba constante y sistemáticamente las selvas de los Aberdare; se veían soldados británicos en gran número que colocaban controles en las carreteras e interrogaban a todo el mundo; el gobierno se había hecho cargo de todos los teléfonos, se controlaban todas las conversaciones y sólo se permitía hablar en inglés.

El Mau-mau estaba en auge, no sólo en lo referente al número de guerrilleros que luchaban en la selva, sino también al de simpatizantes entre los kikuyu en general. A los niños africanos les enseñaban a cantar himnos sustituyendo la palabra «Dios» por «Jomo»; sirvientes que antes eran leales y de confianza ahora se transformaban, de buen grado o a la fuerza, en agentes del Mau-mau; a los colonos blancos les pedían que se encerrasen en casa a las seis de la tarde, dejando fuera al servicio, y que no volvieran a permitirle la entrada hasta la mañana siguiente. En general, nadie sabía en quién podía confiar, de quién debía sospechar.

Y las atrocidades iban en aumento, por ambos bandos. Cada día moría asesinado algún capataz leal; las misiones eran atacadas; el ganado de los colonos, mutilado; los hombres de la guardia nacional torturaban a los sospechosos quemándoles los tímpanos con cigarrillos. La ceremonia de prestación de juramento, que en otro tiempo había sido descrita por los periódicos, se hacía cada vez más salvaje y obscena —ahora utilizaban niños, y animales—, por lo que ya no podían publicarse descripciones de la misma.

El mundo entero parecía haberse vuelto loco.

—Te pido que lo hagas por mí, Grace —dijo James, siguiéndola a la sala de estar—. No descansaré hasta que sepa que estás protegida.

—Si llevo un revólver, James, quiere decir que tengo intención de matar a alguien. Y no quiero matar a nadie, James.

—¿Ni siquiera en defensa propia?

—Puedo cuidar de mí misma.

Exasperado, James enfundó el revólver y lo dejó sobre la mesa. Todos los colonos de la provincia, absolutamente todos, iban armados excepto esa mujer testaruda, obstinada. A sus sesenta y cuatro años Grace seguía comportándose con la decisión de antaño, con aquella voluntad recia y animosa que era una de las razones por las cuales James se había enamorado de ella. Pero ahora tenía el pelo gris y usaba gafas. ¡A ojos del Mau-mau, era una mujer blanca frágil e indefensa!

Mario entró en la sala, un poco encorvado y con el pelo totalmente canoso después de tantos años con la memsaab Daktari. Llevaba una bandeja con el té y los emparedados y se disponía a dejarla sobre la mesa cuando vio el arma.

—Malos tiempos corren, bwana —dijo con tristeza—. Muy malos.

—Mario —dijo James, apartando el arma para que pudiese dejar la bandeja—, sospechamos que en esta zona hay alguien que obliga a los demás a prestar juramento. ¿Tú sabes algo?

—No, bwana. Yo no creo en los juramentos. Yo soy un buen hombre cristiano.

«Sí», pensó James sombríamente. Y otro blanco de primera para el Mau-mau. ¿Era ésa la defensa de Grace? ¿Un criado envejecido cuya devoción a su señora blanca podía significar su propia sentencia de muerte?

—Memsaab —dijo Mario—. Daktari Nathan dice que necesitará que usted le ayude en el quirófano esta tarde. Hay que hacer otros doce chicos.

—Gracias, Mario. Dile que allí estaré —Grace se sentó al lado de la radio—. Pobre doctor Nathan. Ahora hace veinte circuncisiones diarias. Y tengo entendido que los hospitales de Nairobi están repletos de casos.

Todo se debía a que los hechiceros, que eran los encargados de circuncidar a los jóvenes de la tribu, habían sido detenidos y encarcelados porque se sospechaba que pertenecían al Mau-mau. Los padres kikuyu, deseando vivamente conservar la tradición recurrían a los hospitales, donde los cirujanos llevaban a cabo la operación en condiciones menos que tradicionales. Sólo a las chicas las seguían circuncidando al modo antiguo; la operación la efectuaba mamá Wachera.

Grace puso la radio. Al escuchar los compases de la canción que estaban
tocando,
musitó:

—Ahora todo es norteamericano.

Cambió de emisora. El noticiario de la radio de Nairobi habló primero de acontecimientos internacionales —en los Estados Unidos, los Rosenberg, acusados de espionaje, habían sido ejecutados; la URSS había hecho estallar su primera bomba de hidrógeno— y luego se oyó la voz del general Erskine, el nuevo jefe del mando del África Oriental.

Primero anunció que el gobierno había prohibido la Unión Africana de Kenia e impuesto restricciones a la formación de cualquier grupo político africano. Luego dijo:

«Por propia y amarga experiencia, del Mau-mau saben ustedes más que yo. Lo único que sé es que este credo malévolo ha hecho que se cometieran crímenes del mayor salvajismo y violencia y que es preciso restaurar sin demora el respeto a la ley y el orden. El Ministerio de la Guerra me ha enviado y pondré manos a la obra inmediatamente. No me daré por satisfecho hasta que todos los ciudadanos leales de Kenia puedan hacer su trabajo sin correr ningún peligro».

* * *

Después de las noticias James y Grace salieron de la casa y echaron a andar por uno de los senderos asfaltados que cruzaban las doce hectáreas de la Misión Grace. Habían elegido este sitio por considerarlo el mejor para los mítines de urgencia de los colonos. La misión se encontraba en un lugar de fácil acceso desde la mayoría de las granjas y una de las aulas tenía cabida para la multitud que asistía siempre a los mítines. Al llegar, encontraron a Tim Hopkins subido a una caja enfrente del encerado y pidiendo atención.

En el aula hacía un calor tremendo, pese a que todas las ventanas estaban abiertas. Casi un centenar de colonos furiosos y asustados, con la pistola enfundada en la cadera y el rifle en las manos, sudaban a causa de la elevada temperatura que oprimía ininterrumpidamente a la colonia desde marzo. La tensión que había en el aire era debida a algo más que al Mau-mau: debido a la sequía pertinaz se preveía que iba a malograrse el noventa y cinco por ciento de las cosechas.

—¡Un poco de silencio, por favor! —les gritaba Tim en vano.

Todos parecían hablar a la vez. Hugo Kempler, un ranchero de Nanyuki, hablaba con Alice Hopkins de las treinta y dos vacas que los Mau-mau le habían envenenado.

—Al hacerles la autopsia, se encontraron con arsénico en el maíz.

Por su parte, Alice le contó que todos sus trabajadores habían desaparecido.

—Los sesenta sin excepción. Se fueron todos en una sola noche. Ocurrió la semana pasada y no ha vuelto ni uno de ellos. No tengo a nadie para la recolección del sisal y el piretro. Si no encuentro braceros pronto, toda mi plantación se irá al cuerno.

Finalmente, al ver que no conseguía hacerse oír, Tim desenfundó su pistola y disparó al aire. Inmediatamente se hizo el silencio.

—¡Ahora escuchadme! —gritó Tim, frotándose la cara sudorosa con un pañuelo—. ¡Tenemos que hacer algo! ¡En esta región hay alguien que obliga a los demás a prestar juramento! ¡Tenemos que encontrarle! ¡Y pronto!

De la multitud surgieron murmullos de aprobación. La señora Langley, que había llegado a Kenia con su marido en 1947, a raíz de la independencia de la India, se levantó con su vestido de algodón estampado y su pistolera y dijo:

—Hemos tratado de hablar con nuestros hombres, pero no llegamos a ninguna parte. Probamos con sobornos y amenazas, pero sencillamente se niegan a hablar.

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