David vio la manaza que acababa de asir los cabellos de Mona. Vio elevarse la otra mano, el
panga
ensangrentado a punto de degollarla.
Golpeó la cabeza del Mau-mau con la cadena. La mano soltó a Mona, que cayó entre las herramientas. Aturdida, vio que los dos hombres forcejeaban. Luego vio que los otros entraban corriendo.
Buscó frenéticamente en la oscuridad y su mano se posó en un hierro de neumático.
El primer Mau-mau que llegó hasta ella recibió un golpe tremendo en las espinillas, soltó una exclamación y dejó caer la lanza.
Mona se levantó y golpeó de nuevo. Oyó cómo se rompía el hueso cuando el hierro chocó contra el hombro.
Pero los otros ya se les echaban encima. Mona vio que David caía bajo sus golpes y puntapiés. Sintió que unas manos tiraban de ella, tratando de arrancarle la ropa e intentó luchar, golpeando ciegamente con el hierro. Pero sabía que no había ninguna esperanza.
«David…»
De repente los terroristas retrocedieron y empezaron a salir corriendo del garaje. Mona parpadeó, desconcertada. Entonces oyó las sirenas de la policía, el rugido de motores de avión.
Se arrodilló junto a David, que yacía de costado, gimiendo.
—Se han ido… —dijo Mona—. Han llegado los soldados.
Al cabo de un momento, pudieron ayudarse mutuamente a levantarse. Se quedaron de pie en la oscuridad, abrazados para mantener el equilibrio; luego, con pasos vacilantes, salieron a la luz del sol.
Cuando llegaron al aula, donde estaban echando cubos de agua para apagar el incendio mientras los soldados ponían las esposas a los Mau-mau capturados, Mona se acercó corriendo a su tía, que le estaba vendando la cabeza al señor Langley.
—Hemos sufrido ocho muertos —dijo Grace, que no había resultado herida, pero —tenía la cara sucia de tierra; se le había deshecho el moño y los cabellos plateados le caían sobre los hombros—. Han matado a ocho de nosotros…
Mona miró a su alrededor. Vio que sir James, Geoffrey y Tim conferenciaban con el oficial que mandaba la tropa. Vio a la señora Kempler llorando ante el cadáver apenas reconocible de su esposo, consolada por una enfermera. Los Mau-mau prisioneros eran tratados sin miramientos; varios recibieron porrazos en la cabeza. En la periferia de la brutal escena unos cuantos africanos miraban con cara inexpresiva. Mona sabía quiénes eran: trabajadores de la misión.
«¿Donde estaban? —se preguntó—. ¿Cómo se habían enterado del ataque?»
Y entonces el pobre y viejo Mario, temblando y llorando, salió corriendo de la casa y se detuvo junto a Grace, retorciéndose las manos.
Mona miró por encima del hombro y vio que cuatro soldados británicos rodeaban a David. Súbitamente, uno de ellos le asestó un puñetazo en el estómago y David cayó de rodillas, doblado por la mitad.
—¡Basta! —gritó Mona, corriendo hacia ellos. Geoffrey, al oírla, corrió también—. ¡Basta! —volvió a gritar, abriéndose paso a empujones. Se arrodilló junto a David y le rodeó con sus brazos—. ¿Qué os proponéis? —gritó a los soldados.
—Es un sospechoso, señorita Treverton. Le estamos sacando información.
—¡Idiota! ¡Este hombre no es ningún sospechoso! ¡Es el encargado de mi plantación!
—Pues a mí me parece un Mau-mau —dijo otro.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Geoffrey, acercándose al grupo.
—Este chico ofrecía resistencia, señor. Nos lo vamos a llevar para interrogarle.
—¡No! —exclamó Mona.
Geoffrey miró a Mona, que estaba arrodillada junto a David Mathenge.
—Tienen que llevárselo, Mona. Tienen que interrogar a todo el mundo.
—Nos os atreváis a tocarle. ¡Me ha salvado la vida!
Los soldados se miraron unos a otros, y Geoffrey dirigió una mirada ceñuda a Mona.
—Vino a prevenirnos del ataque —dijo Mona—. Y tú lo sabes, Geoffrey.
—Sí, y llegó un poco tarde para ayudarnos, ¿no te parece? Me pregunto cómo sabía él que iban a atacarnos.
Mona le miró con enojo, rodeando a David con un brazo protector.
Geoffrey sostuvo su mirada durante un momento, vio la expresión de desafío en sus ojos, la mueca decidida de la boca y le pareció estar viendo el rostro de Valentine Treverton; luego se dio una palmada en el muslo y dijo a los soldados:
—Ya lo habéis oído. Este chico nos estaba ayudando a luchar contra los Mau-mau. No es uno de ellos. Podéis dejar que se vaya.
Cuando Geoffrey y los soldados se hubieron ido Mona dijo:
—¿Estás bien, David?
David asintió con la cabeza. Pero tenía un corte muy feo en la frente y la mejilla magullada; por la comisura de la boca le salía un hilillo de sangre.
—Ven a que te vea la tía Grace.
Pero David dijo:
—No —salió de debajo del brazo de Mona y se puso en pie—. Iré a que me vea mi madre. Ella me curará.
Mona se quedó mirándole mientras se alejaba cojeando, luego se acercó a la señora Kempler, que sollozaba de forma incontenible con las manos manchadas por la sangre de su esposo.
No pocas de las personas presentes, tanto africanas como blancas, amargadas, furiosas y llenas de deseos de venganza, habían observado cómo Mona Treverton rodeaba con su brazo a David Mathenge.
Las lluvias habían llegado por fin.
Una suave llovizna susurraba al otro lado de las gruesas cortinas que cubrían las ventanas de Bellatu, mojando las buganvillas de color rojo y lavanda que crecían a lo largo de las columnas y los aleros de la veranda. En el interior, un fuego reconfortante chisporroteaba en la sala de estar, proyectando dedos de resplandor amarillo sobre los muebles, las pieles de cebra y los colmillos de elefante cruzados en las paredes.
David cerró el libro de contabilidad y dijo:
—Es tarde. Tengo que irme.
Mona no contestó. En silencio volvió a poner orden en la mesa de despacho donde habían trabajado toda la tarde, buscando la forma de pagar las deudas que iban acumulándose desde la pérdida de la cosecha. Las lluvias tardías estaban regando los nuevos plantones, pero los ingresos de esa futura cosecha no llegarían a tiempo. Mona había decidido que si quería salvar la plantación, no quedaba más remedio que vender Bella Hill.
Escribiré al señor Treadwell mañana a primera hora —dijo, apagando la lámpara de la mesa—. Le diré que acepto su oferta. El precio me parece razonable. Y Bella Hill es muy apropiada para convertirla en un internado. No me importa perderla. Esa casa sólo contiene recuerdos desagradables para mí.
Durante unos instantes Mona y David se miraron en la penumbra del despacho. Luego ella se volvió bruscamente y echó a andar hacia la luz y el calor de la sala de estar.
Estaba asustada. Se había pasado todo el día dudando si debía enseñarle a David la nota que había encontrado en su buzón. Normalmente le habría hablado de ella en seguida. Pero su relación había cambiado drásticamente durante las dos semanas transcurridas desde el ataque Mau-mau contra la misión de la tía Grace.
Mona se percataba de que ahora había algo entre los dos, algo oscuro, amorfo y aterrador. Era como un gigantesco león dormido, que no era una amenaza si se le dejaba tranquilo, pero representaba un peligro mortal si se le molestaba. Era la pasión letal engendrada por su deseo mutuo, que les había llevado hasta el terrible umbral de los tabúes raciales.
Mona no podía dejar de pensar en el día del ataque. Se concentraba en el recuerdo del contacto de la mano de David sujetando la suya, la forma en que la había atraído hacia sí, la firmeza de su cuerpo, el fuerte abrazo que le había dado. Ella lo había mirado a los ojos, cuando se encontraban escondidos en el cobertizo, y en su expresión había visto el reflejo de su propio anhelo desesperado. Durante un momento fugaz él la había abrazado con más fuerza, los cuerpos se habían unido, separándose luego para huir corriendo.
Revivía la escena una y otra vez, se sentía obsesionada por ella, no amorosamente, sino con temor. Mona sentía miedo del borde peligroso en que ella y David se encontraban. En otro tiempo se habrían visto sencillamente despreciados por la sociedad, rechazados por la familia y los amigos. Pero ahora, debido a la pesadilla del Mau-mau, debido a que el odio racial había adquirido proporciones monstruosas, debido a que el pánico, el terror y la suspicacia gobernaban el país, Mona sabía que el amor del uno por el otro era suicida.
Tenía que combatirlo. Era necesario por su vida. Y por la de David.
Aquella mañana, en un poblado cerca de Mera, una pandilla de guardias nacionales, con el pretexto de hacer salir a un simpatizante del Mau-mau, habían irrumpido en la casa de un hombre de negocios africano que estaba casado con una europea. Los guardias habían torturado al hombre, violado a su esposa blanca y se habían ido dejándolos muertos a ambos.
—Te ayudaré a cerrar la casa —dijo David cuando entraron en la sala de estar—. Ya es hora de decirles a los criados que se vayan a sus casas.
Era una forma indigna de vivir. En toda la provincia Central —en el rancho Donald, en la casa de Grace en la misión, en Bellatu— los blancos y las blancas hacían salir a sus sirvientes africanos cuando se ponía el sol y volvían a dejarles entrar por la mañana.
—Solomon lleva años con mi familia —había protestado Mona cuando el comisario del distrito había insistido en que cumpliese la regla—. ¡No sería capaz de hacerme daño!
—Usted perdone, lady Mona, pero si le han obligado a prestar juramento, corre usted peligro con él. Y en tanto no encontremos a quien les obliga a prestar juramento en esta región, puede usted considerar peligrosos a todos sus sirvientes.
Luego Geoffrey le había instalado una sirena en la galería y dos cohetes, uno junto a la puerta de la cocina, el otro junto a la puerta principal. Al encenderlos, subían muy alto y estallaban en el cielo, por lo que podían verse desde el puesto de observación de Allsop Hill, en Nyeri, que era una torre construida por un sij que se llamaba Vir Singh y guarnecida por tropas asiáticas.
Aunque muchos europeos abandonaban sus granjas para trasladarse a la relativa seguridad de Nairobi, o incluso huían a Inglaterra, algunos se quedaban en su tierra, decididos a no darse por vencidos. Con la ayuda de sirenas y cohetes, además de la periódica vigilancia aérea a cargo de aviones y helicópteros, los colonos se mantenían firmes.
Solomon le había servido la cena en la mesa de la cocina. Mona deseó las buenas noches a sus doncellas y criados y cerró la puerta con llave cuando hubieron salido. David recorrió toda la casa con una linterna, comprobando que puertas y ventanas estuviesen bien cerradas, que no hubiera nadie escondido en los balcones o en las galerías. Luego volvió a la cocina y se dispuso a irse.
Se detuvo en la puerta y miró a Mona.
—Tengo miedo —dijo ella con voz queda.
—Lo sé.
—Afuera está oscuro. Y el camino hasta tu casa es largo. Los Mau-mau podrían estar acechando ahí fuera…
—No puedo escoger, Mona. Tengo que irme. Ya ha sonado el toque de queda. Iré de prisa.
—David, espera —metió la mano en el bolsillo de la falda—. Esta mañana encontré esto en el buzón.
David leyó la nota. Contenía tres palabras:
«Amante de negros».
—¿Quién puede haber sido? —preguntó Mona, mirando las cortinas que cubrían las ventanas de la cocina y sintiendo la noche oscura que se agazapaba al otro lado. Por mucho tiempo que viviese, Mona no olvidaría nunca la imagen de la señora Langly con el estómago atravesado por la lanza kikuyu, del padre Vittorio corriendo y chillando con la sotana en llamas y de David en el garaje, cayendo bajo las patadas y los golpes.
—Me temo que tú y yo estamos en una posición singular, Mona —dijo sombríamente—. En lugar de tener un solo enemigo, ambos bandos nos odian. Nos encontramos atrapados en medio de algo que no es obra nuestra y que no podemos controlar.
Mona contuvo el aliento. David se acercaba peligrosamente a despertar la cosa innombrable que dormía entre ellos. Durante las últimas dos semanas habían trabajado arduamente en la plantación, arrancando los cafetos muertos, plantando los nuevos, hablando raras veces salvo por motivos de trabajo, y separándose luego para irse cada uno a su casa antes de que cayera la noche. Habían existido en una especie de mundo cerrado herméticamente, en un lugar esterilizado donde el Mau-mau era algo inaudito, donde el odio y el amor quedaban encerrados fuera. Pero esa tarde habían tenido que hablar de las serias pérdidas económicas de Bellatu. Y habían trabajado hasta después de sonar el toque de queda.
Y ahora estaban atrapados. La noche los había pillado.
Mona tenía una idea sobre quién había escrito la nota. Sospechaba de un tal Brian, el alocado hijo de un colono, al que habían detenido en una ocasión por maltratar a uno de sus vaqueros africanos. Brian había pasado una cuerda por los lóbulos perforados del hombre y luego, sosteniendo el otro extremo, se había alejado galopando en su caballo, obligando al pobre hombre a seguirle corriendo.
—¿Por qué las cosas han llegado a este peligroso extremo, David? —susurró Mona—. ¿Qué hemos hecho para merecer esto?
David la miró durante largo rato, los ojos tristes, la cara preocupada. Luego alargó la mano hacia el pomo de la puerta.
—No te vayas —dijo ella.
—Tengo que irme.
—Los Mau-mau podrían estar ahí fuera, esperándote. O un chico blanco vengativo.
—No puedo quedarme aquí.
—¿Por qué no? Aquí estarías a salvo.
David meneó la cabeza.
—Tú sabes por qué no puedo quedarme, Mona —habló en voz baja, apenas audible sobre el susurro de la lluvia—
.
Una cosa es estar contigo de día, cuando hay otras personas presentes, haciendo trabajos agrícolas, pero sería completamente distinto que me quedase en esta casa a solas contigo durante la noche.
Mona le miró fijamente desde el otro lado de la habitación. El corazón le latía con violencia.
—Mona —dijo él con voz tensa—, entre tú y yo nunca podrá haber nada. Quizá en otro lugar, en otro tiempo, entre personas tolerantes. Pero estamos en Kenia, en medio de una vergonzosa guerra racial. No debemos dar ese paso final, irreversible, porque una vez se ha dado nunca es posible volver a cruzar la línea para pasar al lado de la inocencia y la seguridad.
—¿Tan malo es lo que sentimos?
—Para ti y para mí, sí.
Hizo girar la llave en la cerradura y se disponía a abrir la puerta cuando se oyó un estruendo en la sala de estar.