Bajo el sol de Kenia (93 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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La tía Grace siempre había estado a su lado. Era imposible imaginar un mundo sin ella. Deborah sentía un vacío terrible en su interior, la pérdida súbita, desoladora, de su familia.

«Todos tenemos que morir algún día —intentó decirse a sí misma—. Y es apropiado que la hayan encontrado muerta en una silla junto al lecho de un enfermo. Ella lo hubiera querido así».

Pero esto le servía de poco consuelo.

Cuando finalmente introdujeron a Grace en la tierra, en una parcela especial al lado de la capilla, donde un día se alzaría un monumento de bronce a su memoria, Deborah echó el primer puñado de tierra roja de Kenia sobre el ataúd. Hizo un ruido sordo, triste.

* * *

Deborah dejó el diario y pensó que algún día, cuando hubiese superado el dolor, volvería a abrirlo. Pero de momento estaba demasiado triste para leer las palabras privadas de su tía.

Una vez más se secó los ojos con un pañuelo y se preguntó cuándo dejaría de llorar. ¿Cuándo se disolvería por fin el tremendo dolor ocasionado por la pérdida y aceptaría el carácter definitivo de la muerte?

«Íbamos a trabajar juntas, tía Grace. Pero ahora yo seré la memsaab Daktari».

Se encontraba sentada en el centro de la sala de estar, calentada por la luz del sol que entraba por las ventanas y puertas abiertas. Deborah había abierto la casa para que estuviera llena de luz y alegría, como su tía hacía siempre. Y estaba examinando unas cajas que contenían cosas personales de Grace, reunidas a lo largo de los años. Al parecer, Grace Treverton era incapaz de tirar nada. Deborah encontró fotografías, recibos de compras, tarjetas de felicitación, cartas de sir James.

Encontró la medalla militar de la tía Grace, la Cruz de Servicios Distinguidos en su estuche de terciopelo, que le habían concedido por su valor durante la primera guerra mundial. Encontró también un pequeño anillo de diamantes que la dejó perpleja porque parecía un anillo de boda o de compromiso y nunca se lo había visto puesto; y el broche de turquesas que Grace valoraba tanto, con un sentimiento tan grande. Grace lo llamaba «piedra de la suerte» y decía que la piedra perdía su color cuando la suerte ya había sido utilizada. Deborah se puso el broche en el vestido, pero las demás joyas las guardó nuevamente en la caja.

Entre las cosas de su tía había curiosidades inexplicables: un recorte de periódico viejo y amarillento que anunciaba la presencia de Grace en el África Oriental británica a un hombre llamado Jeremy Manning; un menú del hotel Norfolk; una flor que había estado entre las páginas de algún libro. Había cartas de gente famosa —Eleanor Roosevelt, el presidente Nehru— y tarjetas dibujadas con lápices de colores y firmadas con letra infantil.

Grace lo guardaba todo. Le pareció a Deborah que las cajas conservaban cuidadosamente todos los momentos de la vida de su tía, todo su aliento. Y ahora todo esto le pertenecía a ella.

Grace también le había dejado la casa, para que viviese en ella todo el tiempo que deseara. La misión, sin embargo, había pasado a poder de la orden de monjas católicas, en virtud de una disposición previa que establecía también que se permitiera a Deborah ejercer en ella cuando terminase los estudios en la facultad de medicina. Pero Deborah no quería vivir en esa casa. Quería abrir de nuevo Bellatu, quitar los tablones que tapaban las ventanas, las fundas de los muebles, y llenar la casa de vida, con Christopher, con los hijos de ambos. La casa de Grace se la cedería a las monjas.

Una sombra apareció de pronto en el umbral.

Al alzar los ojos, Deborah vio a Sarah, que llevaba un paquete en las manos.

—Lo siento, Deb —dijo Sarah con voz queda—. Acabo de enterarme de lo de tu tía. He estado trabajando en Nairobi y no había visto los periódicos.

Deborah se levantó para abrazar a Sarah. Permanecieron abrazadas un momento. Luego Sarah dijo:

—Me lo dijo Christopher. Habrá sido terrible para ti. También me dijo que no irías a California, que los dos os vais a casar. Es demasiado, Deb. Una noticia tan buena después de otra tan triste.

—Me alegro de que estés aquí, Sarah. Me cuesta acostumbrarme a la idea de que la tía Grace se ha ido. A cada momento creo que va a entrar por la puerta o a llamarme para tomar el té. Me cuesta imaginar cómo será vivir en esta casa completamente sola. ¿Crees que llegaré a acostumbrarme?

—Te ayudaremos, Deb.

—Me siento como una huérfana. Ahora no tengo familia. Me siento tan sola en el mundo.

—De ahora en adelante Christopher y yo seremos tu familia.

—Me alegro de verte aquí, Sarah.

—He venido a enseñarte algo. Pero pienso que debería volver otro día.

—Entra, por favor. Toma el té conmigo.

Se sentaron a la mesa de la cocina, bebiendo té Condesa Treverton. Sarah no desenvolvió su paquete en seguida.

—¿Sabes, Deb, que mi abuela rezó una plegaria kikuyu a Ngai por tu tía?

La noticia sorprendió a Deborah.

—Siempre las había tenido por archirrivales. A tu abuela nunca le gustó ninguno de nosotros. Una vez hasta maldijo a mi abuelo. Al menos eso dicen los rumores.

—A pesar de todo, respetaba a tu tía. Ambas se dedicaban a curar.

—¿Qué es eso que querías enseñarme, Sarah? —preguntó Deborah, que no deseaba seguir hablando de la muerte—. ¿Y qué hacías en Nairobi? Christopher me dijo que habías traído algunos diseños nuevos al volver de Malindi.

Sarah colocó el paquete sobre la mesa de la cocina y lo abrió; luego se volvió y desplegó el tejido como si fuera una pancarta, sujetándolo con las manos extendidas.

Deborah quedó impresionada.

—Sarah —susurró.

El tejido no se parecía en nada a los «batiks» que Sarah había hecho en la orilla del río. Era una creación totalmente nueva y Deborah tuvo la seguridad de que era algo que no existía en ninguna otra parte de la Tierra.

Mientras sus ojos recorrían los colores asombrosos, seguían las formas, las curvas y las líneas, empezó a distinguir los temas que giraban y se fundían unos con otros: la puesta de sol que se fundía con el mar, que a su vez se transformaba en palmeras verdes, que se curvaban contra la espalda de una madre africana, que caminaba por la cinta roja de una carretera, que llevaba a unas lejanas montañas de color púrpura, que aparecían coronadas de nieve plateada.

—¡Qué hermoso es, Sarah! ¿Se puede saber cómo lo has logrado?

—Me he pasado casi tres semanas trabajando en ello. No te puedes hacer una idea de lo que me ha costado.

Deborah se estremeció. El dibujo era hipnótico. La gente era como el paisaje y el paisaje parecía gente. Era tan africano. Tan keniano.

—Quiero usarlo para hacer vestidos, Deb. Incluso se me ha ocurrido un diseño nuevo. Deja que te lo enseñe.

Sarah se envolvió con el tejido, que formaba pliegues sutiles de modo que las escenas eran continuas. El vestido tendría mangas anchas y sería acampanado por el borde, que llegaría hasta el suelo. El corte era sencillo, pero elegante. Realzaba la reluciente piel negra de Sarah, su corona de trenzas.

—¿Crees que las mujeres lo comprarán?

—Sí, Sarah. Es maravilloso.

Sarah plegó cuidadosamente el tejido, lo envolvió con el papel y dijo:

—Estuve en la fábrica de tejidos Maridadi de Nairobi, Deb. Les enseñé esto y me dijeron que pueden fabricármelo si tengo pedidos garantizados. Verás, es que yo sola nunca podría hacerlo. Un solo vestido me llevaría semanas. Y tendría que venderlo a un precio tan alto, que sólo unas cuantas mujeres podrían pagarlo. Pero en Maridadi pueden producirlo en serie utilizando su maquinaria y después yo coseré los vestidos. Pero necesito tener pedidos garantizados, Deb. Visité las tiendas de modas de Nairobi, pero no quisieron darme ninguna garantía. ¿Se te ocurre alguna otra idea?

Deborah trató de pensar. Pero lo único que se le ocurrió fue:

«Ojalá a tía Grace estuviera aquí. Ella podría aconsejarnos».

—Estaba pensando —dijo Sarah— que quizá tu tío podría vender mis vestidos en sus hoteles. Ya sabes, a los turistas.

—¿El tío Geoffrey? —Deborah se imaginó el pabellón de safaris Kilima Simba con su pequeña tienda donde vendían vestidos importados de Europa. Al pensarlo, recordó que no hacía mucho su tío se había quejado de las restricciones a la importación que el gobierno había impuesto poco antes con el fin de potenciar las manufacturas y la economía nacionales. De hecho, el tío Geoffrey hasta había hablado de cerrar la tienda, que nunca daba dinero, o dedicarla a la venta de objetos de artesanía nativa.

—Por supuesto —dijo Deborah a Sarah—, tus vestidos serían perfectos para los hoteles de mi tío. A los turistas les encantarían.

—Eso espero, Deb —dijo Sarah con voz queda.

—Mañana tengo que ir a Nairobi para comunicarle al profesor Muriuki que voy a rechazar la beca. Veré si el tío Geoffrey está en su oficina. Le enseñaré tu vestido.

—Gracias, Deb. Me hago cargo de que estos momentos son difíciles para ti.

—Necesito estar ocupada. Es lo que haría la tía Grace. Me matricularé en la universidad y pondré mi vida en orden.

Anduvieron hasta la puerta principal, donde las buganvillas escarlata y color salmón proyectaban arcos iris de colores bajo el sol de la tarde.

—Me alegro de que no te vayas a Norteamérica, Deb. Estaré en casa si me necesitas.

—Volveré de Nairobi pasado mañana. Por favor, ven y hazme compañía. Quizá te gustaría instalarte aquí conmigo durante una temporadita. Podrías utilizar uno de los dormitorios para cuarto de coser.

—Sí me gustaría, Deb. Gracias —se abrazaron otra vez—. Me alegro tanto de que te cases con Christopher. Seremos hermanas.

Observándola mientras se iba, Deborah pensó que los pasos de Sarah eran tan ligeros, tan confiados, que apenas parecía tocar el suelo con los pies; después, volvió a entrar en la sala de estar, donde la esperaban las cajas.

No se sentía con ánimos de verlas, prefería dejarlo para otro momento. Inmediatamente después del entierro, Christopher le había dicho que se reuniría con ella a la orilla del río, en su lugar favorito. Pero Deborah pensó que le debía a su tía cumplir este último deber, no dejar nada por hacer.

Fue en la última caja donde encontró las cartas.

Curiosamente, los sobres estaban en blanco. Al abrir uno, le sorprendió que no llevase fecha y fuera dirigida a «Mi querido David…»

Deborah dio la vuelta a la carta y leyó la firma.

Mona.

Su madre.

Deborah se quedó inmóvil, sentada al sol, con la carta de amor en la mano. Recordó el día aquel, diez años atrás, en que ella y Christopher se habían colado en el dormitorio de sus abuelos en Bellatu y habían registrado el cajón de cosas secretas. Habían encontrado la cartilla de pases de David Mathenge, que Christopher todavía conservaba.

Miró la carta, miró las demás también, y volvió a preguntarse por qué la cartilla de pases estaba entre las cosas de su madre.

«¿David Mathenge y mi madre eran… amantes?»

Hechizada, Deborah leyó las cartas. Ninguna de ellas llevaba fecha.

«Le daré estas cartas a tu madre —había escrito Mona—, como tú me dijiste que hiciera. Y tu madre te las hará llegar. En estos tiempos terribles, mi único consuelo es que estemos vinculados de esta manera».

Deborah se sentía intrigada. Se preguntó cómo habrían llegado las cartas a poder de su tía.

Continuó leyendo. Las palabras escritas sobre el papel de color de rosa y azul claro, con el blasón de los Treverton en la parte superior, ¡no podía haberlas escrito una mujer dura y sin sentimientos como su madre! Aquellas palabras de amor y devoción las había escrito una mujer joven y llena de vida y pasión; había puesto en el papel exactamente lo que Deborah sentía ahora por Christopher.

Los ojos de Deborah se llenaron de lágrimas. ¡Qué terrible debía de ser verse separada del hombre amado, que la sociedad te condenara por amar a un hombre de otra raza!

De repente deseó que su madre estuviera allí con ella, en la sala de estar, para retroceder juntas en el tiempo y empezar de nuevo. ¡Qué diferentes podrían haber sido las cosas!

Deborah sabía que a David Mathenge lo habían matado durante el estado de excepción. Pero ignoraba exactamente cuándo y dónde. Del mismo modo que nunca le habían explicado la muerte de su propio padre. Lo único que le había dicho su madre era que había muerto «antes de nacer tú».

«¿A mi padre también lo mataron durante el estado de excepción? —se preguntó Deborah, muy intrigada—. ¿Mi madre lo conoció antes o después de enamorarse de David Mathenge?»

Súbitamente, por primera vez en su vida, Deborah sintió curiosidad por su padre. Se lo había imaginado siempre como una figura sonriente y misteriosa que había pasado brevemente por la vida de su madre. Nunca se había casado con Mona; ¿la había querido realmente siquiera?

Deborah siguió leyendo las cartas. A media lectura, encontró el fulminante anuncio del embarazo. Deborah se puso a leer más aprisa. Había nacido una niña y Mona le había puesto el nombre de Mumbi en honor de la primera mujer. Escribió a David hablando de su hermosa «hija del amor».

Y luego, misteriosamente, las cartas terminaban.

«Eso debió de ser cuando mataron a David».

Deborah recogió las cartas y las miró con expresión ceñuda.

«¿Qué fue de aquel bebé? ¿Dónde está Mumbi ahora?» Su madre nunca había hablado de otra hija, como tampoco lo había hecho la tía Grace. ¿La habrían adoptado otras personas? ¿O también Mumbi habría muerto?

De repente, sintiendo la necesidad de saberlo, Deborah se puso en pie y miró a su alrededor, como si las respuestas estuvieran escondidas en la sala de estar. Podía escribirle a su madre. Pero pasarían semanas antes de recibir contestación. Además, tal vez a su madre no iba a gustarle que le recordaran aquel penoso episodio de su pasado y se negaría a hablar de ello.

¿Quién más lo sabría? Quizá el tío Geoffrey. Pero, suponiendo que no lo supiese, Deborah no quería revelarle el secreto de su madre.

«La tía Grace lo sabría, pero ya no está aquí».

Deborah se acercó a la galería y se asomó. Había otra persona que sabría lo que había sido de aquel bebé. Después de todo, era la madre de David y las cartas se las habían entregado a ella.

Pero Deborah no se atrevía a acudir a la hechicera. Mamá Wachera siempre le había inspirado un temor vago, siempre la había acobardado con aquella mirada inescrutable. Pero, al fin y al cabo, Wachera era la abuela de Christopher y pronto sería pariente suya también, al casarse con él.

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