Bajo el sol de Kenia (63 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Y entonces comenzó el proceso.

Se prolongó diez semanas durante las cuales fueron compareciendo testigos y más testigos, desde el más oscuro trabajador de la plantación Treverton que jamás había visto a su patrón, hasta miembros de la propia familia. Trajeron especialistas. Uno de ellos fue el doctor Forsythe, el patólogo, que comparó un defecto de la hoja del cuchillo con un surco que había detectado en las costillas de lord Treverton y con ello demostró que el cuchillo era efectivamente el arma con que se había cometido el asesinato; asimismo declaró que la autopsia le había permitido ver que el conde ya estaba muerto, a causa de una tremenda hemorragia interna, cuando la bala le atravesó el cráneo.

Interrogaron a los criados.

—¿Eres uno de los vigilantes de la plantación Treverton?

—Sí, bwana.

—¿Sabes durante qué horas estuviste patrullando por la plantación en la noche del quince de abril?

—Sí, bwana.

—¿Sabes distinguir la hora?

—Sí, bwana.

—Haz el favor de mirar el reloj de la sala y decirnos qué hora es.

El vigilante forzó la vista para mirar el reloj y dijo:

—Es la hora de almorzar, bwana.

Gran parte de los interrogatorios, tanto de la acusación como de la defensa, resultaron pesados y no parecían tener ninguna relación con el caso.

—¿Es usted la modista de lady Rose?

—Lo soy.

—¿Acostumbraba lady Rose venir a Nairobi para las pruebas o subía usted a su casa?

—Las dos cosas, según las lluvias.

Los días en que interrogaban a los jardineros, o cuando se estudiaban con una minuciosidad rayana en la locura las pruebas más insignificantes, tales como las cartas que el conde escribiera a su esposa desde su puesto en la frontera norte, el número de espectadores disminuía e incluso había asientos vacíos en la sala. Pero a medida que la acusación y la defensa fueron acercándose a lo esencial del juicio —la aventura amorosa y el asesinato mismo—, de nuevo se llenó la sala.

Njeri Mathenge, la doncella personal de la condesa, compareció ante el tribunal y prestó declaración. Mientras la interrogaban, sus ojos se movían nerviosamente de lady Rose a Wachera, que estaba en la galería, y de nuevo a lady Rose.

—¿Estaba usted con su señora cuando encontró al prisionero fugitivo en el invernadero?

—Sí.

—Hable más alto, por favor.

—Sí.

—¿Con qué frecuencia visitaba la memsaab al hombre del invernadero?

—Todos los días.

—¿También de noche?

—Sí.

—¿Usted los observó alguna vez cuando estaban en el invernadero?

Njeri miró a lady Rose.

—Haga el favor de responder a la pregunta.

—Miraba por la ventana.

—¿Y qué vio?

Los ojos de Njeri se desviaron hacia la coesposa de su madre, Wachera; luego miró a David y volvieron a posarse en Rose.

—¿Qué vio usted, señorita Mathenge?

—Estaban durmiendo.

—¿Juntos?

—Sí.

—¿En la misma cama?

—Sí.

—¿Estaban vestidos?

Njeri rompió a llorar.

—Haga el favor de responder a la pregunta, señorita Mathenge. ¿Lady Rose y Carlo Nobili estaban desnudos y juntos en la cama?

—Sí.

—¿Alguna vez los vio hacer algo aparte de dormir?

—Cenar juntos.

—¿Observó usted alguna vez actos de naturaleza sexual entre ellos?

Njeri inclinó la cabeza y las lágrimas cayeron sobre sus manos.

—Señorita Mathenge, ¿alguna vez vio que lady Rose y Carlo Nobili tuvieran una relación sexual?

—Sí.

—¿Cuántas veces?

—Muchas…

Durante todo el interrogatorio Rose permaneció pálida y silenciosa en el banquillo, como si estuviese muy lejos de la sala del tribunal. No habló en ningún momento, tampoco miró a los testigos e incluso parecía no darse cuenta de lo que estaba pasando. La gente empezó a preguntarse por qué, si era inocente, no lo decía claramente.

* * *

—No quiere hablar conmigo —dijo Mona al reunirse con los demás en la pequeña sala del club. En el centro de la mesa había una bandeja de emparedados sin tocar, pero el whisky y la ginebra eran objeto de mucha atención.

La tensión del juicio empezaba a notarse en la joven y sus negros ojos sobresalían en su cara pálida.

—Le he dicho que tenía que hablar claro y defenderse. Pero ha continuado trabajando en el maldito tapiz sin decir nada.

—¿Es posible que lo hiciera? —preguntó James.

Grace meneó la cabeza.

—No creo a Rose capaz de cometer un asesinato. Especialmente de esa manera… con un cuchillo manejado de forma tan experta.

—¡Hubo un tiempo en que no habríamos creído a mi madre capaz de esconder a un prisionero de guerra fugitivo tener una aventura amorosa en secreto con él!

Grace miró a su sobrina.

—No seas tan dura con tu madre, Mona. Piensa lo mucho que debe de estar sufriendo.

—¡Desde luego, ella no pensó que nosotros podíamos sufrir por culpa de su egoísmo! ¡Esa gente horrible que llena la sala, moviendo las orejas cuando el maldito fiscal airea los asuntos de nuestra familia en público! ¡Y usted! —se volvió hacia Barrows, el abogado de su madre—. ¿Por qué sacó a relucir el lamentable asunto de Miranda West?

—Era necesario, señorita Treverton —dijo tranquilamente con su acento sudafricano—. La acusación trata de apoyar sus argumentos en la inmoralidad de su madre. Está convenciendo al jurado de que su padre era un santo, que matando al italiano prácticamente le hizo un favor al mundo, y que su propia muerte fue la mayor pérdida que jamás haya sufrido Kenia. Al sacar a relucir su aventura con la señora West, recordé al jurado que Valentine Treverton era un hombre con flaquezas y defectos y señalé que mucho antes de que su madre se embarcase en su única aventura adúltera, su padre ya había tenido varias.

Los ojos de Mona se llenaron de lágrimas. Deseaba de todo corazón que Geoffrey volviera a casa. De hecho, tenía que llegar de un momento a otro.

—¿Qué creéis que están construyendo en el claro? —preguntó Tim Hopkins para variar de tema y aliviar la tensión alrededor de la mesa—. Parece una especie de templo pagano.

Como no podía ausentarse de su misión durante mucho tiempo, Grace volvía al norte con frecuencia, donde tenía ocasión de comprobar los progresos de la misteriosa estructura de cemento que Rose había encargado construir entre sus eucaliptos. Era bastante grande —habían tenido que desbrozar una extensión considerable de selva para ella— y su aspecto recordaba claramente una iglesia. Los obreros trabajaban día y noche, como si fuese una carrera contra reloj. Grace se había atrevido a mirar en el interior y lo había encontrado curiosamente vacío. Unas columnas de mármol sostenían un techo abovedado y las paredes y el suelo aparecían desnudos. Pero la semana anterior habían instalado algo dentro y el edificio ya no era un misterio.

Los trabajadores habían instalado un sarcófago de alabastro.

Y ahora estaban labrando unas palabras en el dintel de la entrada: Sacrario Duca d'Alessandro.

—Es la última morada de Carlo Nobili —dijo Grace con voz queda.

—¿Una cripta? —preguntó Mona—. ¿Piensa enterrarlo en su claro detrás de mi casa? ¡Es monstruoso!

—Mona…

—Voy a salir a tomar un poco el aire, tía Grace. Y me parece que luego cenaré a solas en mi habitación.

Grace intentó detenerla, pero Mona ya cruzaba el espacioso vestíbulo del club, seguida de numerosas miradas de curiosidad y susurros.

Al salir a la calle, Mona se detuvo y se apoyó en un sicómoro, las manos en los bolsillos de sus pantalones. Los ocupantes de los coches que pasaban por allí la miraban fijamente; un grupo de mujeres que estaba en la galería se puso a murmurar y a mirarla de reojo. El viento arrastraba un periódico atrasado por la calle. No era de Kenia, sino un fragmento del
New York Times
y en la primera página hablaba del juicio que seguía celebrándose, el del escandaloso asesinato de Treverton. Mona trató de dominar las lágrimas y la rabia, su humillación, la sensación de haber sido traicionada.

En la otra acera, bajo la luz fugaz y humosa del crepúsculo, un grupo de africanos vestidos con uniforme militar hablaba en voz baja mientras se pasaba un solo cigarrillo. Al ver acercarse a una pareja blanca, los soldados bajaron de la acera y saludaron tocándose el sombrero como estaba mandado, y Mona se dio cuenta de que uno de ellos era David Mathenge.

David se había sentado en la galería todos los días desde que empezara el juicio. Mona pensó que él y su madre contemplaban las sesiones como buitres, como dos grandes cuervos esperando que la presa exhalara su último suspiro. Les odiaba, del modo que odiaba a los blancos que acudían a la sala con el propósito de recrearse con la contemplación de la innoble caída de la familia a la que en otro tiempo adoraban.

Casualmente David miró en su dirección y los ojos de ambos se cruzaron.

—¡Mona! —llamó una voz detrás de ella.

Al volverse, vio a Grace en la entrada del club, haciéndole señas para que entrase de nuevo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mona al llegar junto a su tía.

—¡Ven conmigo, que tengo una sorpresa para ti!

Intrigada, Mona entró detrás de ella en el vestíbulo y vio un grupo de personas de pie junto a la enorme chimenea de piedra. Al ver quién estaba en el centro del grupo, Mona echó a correr hacia él después de exclamar:

—¡Geoffrey!

Él la tomó entre sus brazos y la apretó hasta quitarle la respiración.

—¡Geoffrey! —exclamó nuevamente Mona—. ¡Qué maravilloso es verte!

—Mona, estás tan bella como siempre. Tenía la esperanza de volver antes, ¡pero ya sabes cómo es la burocracia militar! —se apartó un poco y la miró con expresión solemne—. Lamento mucho lo del tío Val y la tía Rose.

Mona miró a Geoffrey y le pareció que estaba más alto y más guapo después de sus cinco años en Palestina. También parecía mucho mayor, como si el viento cálido y las arenas del Oriente Medio le hubiesen curtido. Aunque sólo contaba treinta y tres años, Geoffrey Donald empezaba a tener canas en las sienes, igual que en el bigote. Mona vio las arrugas que la guerra y las penalidades habían trazado alrededor de sus ojos y recordó lo cerca que había estado, en más de una ocasión, de morir a causa de una bomba terrorista.

No habían hablado de matrimonio desde antes de la guerra, desde que ella le dijera que necesitaba tiempo. Geoffrey no lo había mencionado en sus cartas, sin duda porque esperaba que ella diese el primer paso, que era lo que iba hacer ahora que él había vuelto.

«Ahora que has vuelto —pensó Mona—, podré salir de esta pesadilla…»

—Y ésta es Ilse —dijo Geoffrey, apartándose y tendiendo la mano a una mujer joven y rubia.

—¿Ilse? —dijo Mona.

—Mi esposa. Ilse, ésta es Mona, la vieja y querida amiga de la que tanto te he hablado.

La señora Donald extendió la mano, pero Mona sólo fue capaz de mirar fijamente los cabellos rubios, los ojos azules y la sonrisa tímida.

—Me temo que Ilse no habla mucho inglés.

Mona miró a Geoffrey.

—¿Tu esposa? No sabía que te hubieses casado.

—Nadie lo sabía —dijo James, apoyando una mano en el hombro de su hijo—. ¡Por lo que veo, Geoffrey ha llegado antes que sus cartas!

—Me alegro tanto por ti —dijo Grace—. Y bien venida a Kenia, Ilse.

—Gracias —dijo la novia en voz baja.

—Ilse es una refugiada alemana —explicó Geoffrey, sin darse cuenta del profundo efecto que la noticia hacía a Mona. La muchacha tuvo que retroceder y buscar apoyo en el sofá—. Se llevaron a toda su familia a los campos de Hitler —prosiguió Geoffrey—. Ilse consiguió huir gracias a unos simpatizantes, que la llevaron clandestinamente a Palestina. Nos costó horrores obtener papeles para ella. Y estuvieron a punto de negarme el permiso para casarnos.

—Es terrible —musitó Grace. El único cine de Nairobi tenía en cartel los noticiarios que empezaban a salir de Alemania, películas norteamericanas que mostraban lugares llamados Dachau, Auschwitz…—. No te quepa duda de que haremos todo lo que podamos para que Ilse se encuentre a gusto aquí, Geoffrey. Lástima que hayas llegado cuando se está celebrando este terrible juicio.

—Los periódicos de Jerusalén hablan de ello desde hace meses. ¡No podía creerlo! Iré a visitar a la tía Rose si me dejan. Y si puedo ayudar en algo…

—El señor Barrows es un excelente abogado.

—Ya he oído hablar de él.

—Lo conocerás durante la cena.

—A mí me parece —dijo James— que, considerando que Geoff ha vuelto y que acaba de casarse, un poco de champán no estará de más. Iré a reservar la mesa más próxima a la pajarera; el servicio siempre es mejor allí.

—Con permiso —dijo una voz discreta—. ¿Puedo hablar un momento con usted, capitán Donald?

Al volverse todos, vieron a Angus McCloud, uno de los dignatarios del club, a unos pasos de ellos.

—¿Sí? —dijo Geoffrey—. ¿De qué se trata?

El hombre parecía estar nervioso.

—Esto… ¿podríamos hablar en privado, capitán?

Geoffrey se encrespó, como si ya supiera lo que McCloud quería decirle.

—¿Algún problema? —preguntó James—. Supongo que habrá una mesa libre para cenar, ¿no es así?

El escocés enrojeció.

—Si hace el favor de venir conmigo…

—Dígalo aquí mismo, señor McCloud —dijo Geoffrey—, delante de mi esposa y mis amigos.

Grace miró a James con expresión intrigada.

—¿Qué pasa?

—Me temo que es el reglamento del club, capitán Donald —dijo Angus McCloud—. Yo no inventé las reglas, sencillamente tengo que velar por su cumplimiento. Si de mí dependiera, compréndalo… —hizo un gesto de impotencia con las manos—. Pero, ya sabe, hay que pensar en los otros socios.

—¡Santo Dios! —exclamó de pronto James—. ¡No estará diciendo lo que creo que está diciendo!

McCloud parecía cada vez más azorado.

—Geoffrey —dijo Grace—, dime a qué viene todo esto.

Geoffrey apretó las mandíbulas y dijo:

—Se trata de Ilse. Es judía.

—¿Y qué?

—Y una de las reglas del club prohíbe que los judíos entren en el comedor.

Grace miró a Angus, que desvió los ojos.

James dijo:

—Al diablo las reglas. Esta noche vamos a cenar aquí y en la mesa de la pajarera.

—Me temo que no puedo permitirlo, sir James, si la señora Donald les acompaña.

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