Bajo el sol de Kenia (71 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Notó el nerviosismo de los que la rodeaban. Una tos aquí, un gesto para ahuyentar las moscas allí y numerosos abanicos improvisados tratando de refrescar rostros acalorados. Las lluvias de noviembre no habían llegado; tampoco las de febrero. Y ahora, en marzo, no había el menor indicio de lluvia inminente. Mientras pensaba en sus cafetos secándose bajo el sol ardiente, Mona decidió que no era el momento apropiado para que Geoffrey demostrase su talento para pronunciar discursos largos. Los ingresos que proporcionaría el turismo eran el tema principal de su poco inspirado discurso y, al parecer, se proponía obtener tales ingresos para la colonia sin ayuda de nadie, organizando safaris para turistas de clase media.

Mona cerró los oídos al zumbido nasal de la voz de Geoffrey y se puso a pensar en David.

Había subido en coche con ella a Nairobi por la mañana, viaje que ahora duraba sólo tres horas gracias a la nueva carretera asfaltada de Nyeri. Sólo habían tenido que pararse dos veces por reventones y otra para que el radiador se enfriase. Luego había dejado que David se llevase el Mercedes mientras asistía a la ceremonia con Geoffrey e Ilse.

David quería usar el Mercedes para buscar a su esposa. Como era extraño ver a un africano conduciendo un automóvil tan lujoso y forzosamente le harían detenerse para interrogarle, Mona le había dado una carta de permiso. Pero ya debería haber vuelto y Mona esperaba que no le hubiese ocurrido nada malo. Era bien sabido que algunos miembros de la guardia nacional, ex soldados africanos que se habían ofrecido voluntariamente para luchar contra el Mau-mau y que abusaban de sus privilegios policíacos temporales con arrogancia y métodos propios de la Gestapo, pegaban primero e interrogaban después. Mona procuró tranquilizarse pensando que David sabría cuidar de sí mismo.

A pesar de todo, estaba preocupada. De hecho, empezaba a sentirse cada vez más preocupada por David. Los incidentes relacionados con el Mau-mau iban en aumento. En vez de «pasar» como Geoffrey predijera en octubre, la campaña terrorista había ido a más y la mayoría de las víctimas eran leales, es decir, africanos que trabajaban por cuenta de europeos o eran amigos de éstos.

David había subido a Nairobi para buscar a Wanjiru, que unos días antes había desaparecido misteriosamente con los dos pequeños.

Desde la declaración del estado de excepción las carreteras de Kenia eran testigo de un insólito e inexplicable movimiento de mujeres y niños en masa. Mona los había visto caminar trabajosamente por los senderos polvorientos que bordeaban su plantación, mujeres silenciosas que transportaban cargas sobre la espalda y niños aferrados a sus faldas. Todo el mundo se preguntaba adonde irían, qué había puesto en marcha tan extraño éxodo. Y la gente sacaba la conclusión de que «se estaba cociendo algo». El caso era que miles de mujeres llegaban a Nairobi, la mayoría de ellas asustadas por el Mau-mau y con la esperanza de reunirse con sus esposos en la ciudad. David había ido allí con la tenue esperanza de que Wanjiru se hubiese unido al éxodo y él pudiera encontrarla.

Cuando los espectadores se rieron con uno de los chistes de Geoffrey, Mona salió de su ensimismamiento. De pronto se percató de que se había pasado la mañana pensando en David. Otra vez.

No sabía con precisión cuándo había empezado David Mathenge a introducirse en sus pensamientos, apareciendo sin ser llamado, ya fuera encarnado por su sonrisa resplandeciente o por el recuerdo de algo que había dicho. A veces Mona estaba leyendo un libro o poniendo unas flores en un jarrón cuando se daba cuenta de que pensaba en él. Después de pensarlo detenidamente, se dijo que había empezado mucho tiempo antes.

Al rebuscar en su memoria, encontró en ella a David desde su infancia. De niña le había mirado con malos ojos debido a la atención que su madre prestaba a la hermana de David; en la adolescencia lo había visto convertirse en un arrogante agitador político; luego le había echado la culpa de la muerte de su hermano; y finalmente había oído hablar del heroísmo de David en Palestina y de la Cruz Victoria que le habían dado. David había asistido al juicio de su madre todos los días y luego había aceptado el empleo de encargado de la plantación, donde ya llevaba trabajando siete años. Para Mona fue una gran sorpresa ver hasta qué punto el hijo de Wachera había formado parte de su vida; de hecho, no había habido en su vida ninguna época en la que no pensara un poco en David Mathenge.

Pero ahora, con creciente desánimo, empezaba a darse cuenta de que los pensamientos se estaban convirtiendo en sentimientos. Y, al reflexionar un poco, se percató de que también los sentimientos anidaban en ella desde hacía mucho tiempo.

Un par de jirafas que pacían cerca de un espino de copa plana hicieron una pausa para mirar a la multitud. Mona las observó mientras permanecían quietas, los cuerpos altos y desgarbados recortándose sobre un fondo de llanuras amarillas que se extendían hacia las lejanas colinas de color lavándula; luego los dos animales se volvieron y continuaron su camino, indiferentes, al parecer, a la presencia humana. Mona pensó que tal vez las dos jirafas no habían aprendido a temer a los seres humanos porque vivían en una reserva protegida. Cazar animales estaba prohibido en esa región gracias a Grace Treverton y su incesante campaña a favor de la conservación de la fauna keniana. Era por regiones parecidas por donde Geoffrey Donald llevaba a sus turistas, garantizándoles que tendrían buenas oportunidades de fotografiar leones, jirafas, elefantes y cebras.

Mona volvió a prestar atención a la carretera y notó que su preocupación iba en aumento. David tardaba mucho.

* * *

Conducía despacio, previendo el siguiente control, el siguiente interrogatorio por parte de guardias nacionales semieducados y fanfarrones que disfrutaban avasallando a hombres como él.

David apretó el volante hasta que los dedos se le clavaron en la palma de la mano. Se había pasado varias horas buscando inútilmente a Wanjiru.

Pero recordaba con horror lo que había encontrado.

Miles de mujeres sin hogar y sin esposo vivían en los barrios africanos de Kariorkor, Bahati y Shauri Moyo Locations, hacinadas en pisos de una sola habitación que carecían de instalaciones sanitarias y cocina, conformándose con el agua que sacaban de los grifos comunitarios que había en las calles, viviendo en condiciones miserables porque habían abandonado sus granjas, donde se sentían vulnerables a los ataques del Mau-mau, por la seguridad imaginaria de la ciudad. Durante su búsqueda David había averiguado lo que la mayoría de aquellas mujeres hacía para ir tirando: conceder sus favores sexuales a los hombres a cambio de protección. Al declararse el estado de excepción, se había creado un sistema de pases cuyo objetivo era ayudar a las autoridades a controlar los movimientos de la gente e identificar y capturar a los rebeldes. Todas las personas residentes en Nairobi estaban obligadas a tener una cartilla de pases, y los requisitos para obtenerla eran la prueba de que se tenía un empleo, en el caso de los hombres, o de que alguien la mantenía en el de las mujeres. A cualquier mujer que no pudiera presentar un marido o un hombre responsable de ella, como, por ejemplo, un hermano o el padre, se la calificaba de prostituta, y era detenida y deportada a su poblado, donde ya no tenía ningún hogar. Como ninguna quería que la obligasen a volver a la
shamba,
las mujeres se escondían o vivían con el temor de que las encontrasen o recurrían a algún modo de obtener «maridos».

Escandalizado ante la suciedad, el olor, la desgraciada existencia de aquellas mujeres desprotegidas y abandonadas, David había buscado en todos los bloques y a cada expresión temerosa u hosca que encontraba pedía a Dios que su esposa y sus hijos no estuviesen allí.

Y ahora circulaba por la carretera que salía de la ciudad e iba a reunirse con Mona en el lugar donde Geoffrey Donald había instalado su nuevo letrero.

Mientras encauzaba su ira y su frustración hacia el hombre al que odiaba, David se preguntó si era el momento de escribir eslóganes para atraer turistas. Cuando Jomo Kenyatta, hombre al que David consideraba inocente y pacífico, era sometido a un proceso injusto y a una cruel detención, cuando veinte mil niños africanos no podían ir a la escuela porque los británicos habían cerrado las escuelas independientes de los kikuyu, cuando la gente era asesinada en sus chozas, cuando las mujeres se veían aterrorizadas y violadas por miembros indisciplinados de la guardia nacional y se entregaban a desconocidos a cambio de protección, cuando unos kikuyu mataban a otros kikuyu y toda Kenia se venía abajo y se deshonraba ante los ojos del mundo… ¿era un momento apropiado para soltar discursos y descubrir letreros?

«¡Dios mío! —pensó David—. Este hombre debe de ser tan estúpido como su cara».

Pero David sabía que Geoffrey Donald no era estúpido; al contrario, era muy listo y, por consiguiente, había que vigilarle con mucha atención. Ésa era una de las razones por las cuales David odiaba a Geoffrey. Otra era su estrecha amistad con Mona. David había observado que Geoffrey intentaba dirigir la vida de Mona, que andaba siempre dándole consejos innecesarios o criticando su forma de hacer las cosas. Y, por motivos que escapaban a la comprensión de David, Mona se lo consentía. Tampoco le gustaba a David que Geoffrey estuviera siempre en Bellatu y pasara más tiempo con Mona que con su propia esposa. Pero lo que más disgustaba a David era la forma en que a veces Geoffrey Donald miraba a Mona.

Recordó que en otro tiempo Geoffrey y Mona montaban a caballo en el campo de polo. Recordó la vez en que Mona se había caído del caballo y Geoffrey la había besado al ayudarla a levantarse.

David apretó el volante con más fuerza.

Bastantes soldados africanos que habían estado en el extranjero durante la guerra habían tenido relaciones íntimas con mujeres blancas, principalmente con prostitutas, pero también con mujeres europeas que sentían curiosidad por los africanos y no habían crecido con los prejuicios raciales que albergaban la mayoría de las mujeres blancas de Kenia. Aquellos soldados se habían jactado mucho y en sus cuarteles segregados decían a sus camaradas que las mujeres europeas respondían más y eran más fáciles de satisfacer que las africanas, porque no les habían hecho la operación de la
irua.
Más aún, las europeas apreciaban las habilidades amatorias del guerrero africano.

Todo ello había dado asco a David, cuyo corazón y cuerpo ardían por Wanjiru. Y, terminada la guerra, había criticado a los hombres que volvían con una esposa europea, diciendo que era un insulto a sus hermanas africanas.

Al divisar por fin la multitud junto a la carretera, David aflojó la marcha hasta que el automóvil se detuvo. Buscó a Mona entre el gentío y vio con enfado que había una división clara entre los africanos y los blancos, pues aquéllos se encontraban sentados en el suelo, bajo el sol ardiente, y éstos estaban sentados en sillas instaladas en la sombra. Le habían dicho que después de la ceremonia servirían un refrigerio en el hotel Norfolk: los blancos en el frescor del elegante comedor, los «nativos» en el jardín.

«A eso llamo yo integración racial», pensó con amargura.

Vio a Mona sentada cerca de la tarima y mientras la contemplaba volvió a pensar en aquella lejana mañana, hacía dieciséis años, en que la había visto montar a caballo con Geoffrey en el campo de polo. Se los imaginó de nuevo: abrazados, las bocas juntas. Los hombres kikuyu que habían descubierto el beso, debido a sus contactos con europeas, declaraban que era el mejor don que la civilización había hecho al África.

Vio que Mona le buscaba discretamente entre la multitud. Cuando sus ojos se cruzaron, una sonrisa iluminó fugazmente la boca de la muchacha y a David le pareció ver una expresión de alivio en su rostro, como si hasta ese momento hubiera estado preocupada por él.

Maldijo lo que sentía por Mona; le parecía una traición a su pueblo.

Mientras escuchaba los aplausos que señalaban el final del soso discurso de Geoffrey Donald, intentó una vez más analizar y comprender, y por ende encontrar, la forma de librarse del creciente deseo que sentía por Mona Treverton.

Como hombre pensante y educado, David Mathenge creía que todas las dificultades podían vencerse y resolverse por medio de un proceso racional, consciente. Hablaba de ello en los mítines de la Unión Africana de Kenia, instando a sus camaradas a no recurrir al terrorismo, explicándoles que en Palestina había visto con sus propios ojos que el terrorismo sólo servía para provocar represalias y que el resultado era una guerra interminable.

—Necesitamos el respeto de todas las naciones del mundo —decía repetidamente—. Si queremos ser independientes, gobernarnos a nosotros mismos como otros países, debemos ser hombres honorables. Los Mau-mau no lo son. No quiero una
uhuru
alcanzada por estos medios. El Mau-mau no debe vencer.

David creía que era el único modo de librar a Kenia de un mal indeseable. Por lo tanto, deseaba liberarse de la misma forma de sus sentimientos indeseables por Mona.

¿Cuándo había nacido el deseo? David no lo sabía. Posiblemente el nacimiento de esta segunda e indeseable hambre había ocurrido al morir su amor por Wanjiru, hacía ahora seis años, cuando Wanjiru, con su voz cortante, sus palabras mordaces, su desprecio indisimulado por su creencia en la revolución pacífica, había matado el amor que anidaba en su corazón. Quizás al desaparecer de su corazón el deseo y el afecto por su esposa, dejándolo frío y necesitado, había quedado en una situación vulnerable. Pero, ¿por qué Mona Treverton? ¿Por qué una mujer que, de hecho, era su enemiga? ¿Por qué sus afectos no se habían decantado por alguna de las numerosas mujeres sin esposo que había en el poblado, todas las cuales se habrían mostrado ansiosas de complacerle, sin contar que no eran pocas las mujeres jóvenes y bonitas que había entre ellas? ¿Por qué esa mujer blanca que era demasiado pálida y flaca según los cánones de belleza africanos, a la que en otro tiempo había odiado y que llevaba una vida distinta de la suya y no conocía ni comprendía de verdad la forma de vida de los kikuyu?

«Yo podría enseñársela», susurró su corazón traicionero.

Sin embargo, la cosa no era tan sencilla. Había obstáculos insuperables entre él y la escandalosa fantasía que albergaba en su cerebro.

Los kikuyu que se casaban con mujeres blancas eran expulsados de la tribu y desheredados, pues era tabú que un kikuyu yaciese con una mujer no circuncidada. La vergüenza caía sobre el hombre y su familia; el nombre de su padre y sus antepasados se hundía en la deshonra. David sabía que su madre quedaría anonadada si sospechaba lo que sentía por la mujer blanca: más aún, cien veces más, porque esa mujer blanca en concreto pertenecía a la familia que su madre maldijera en la víspera de Navidad casi treinta y cuatro años antes.

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