Bajo el sol de Kenia (66 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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—Puedo hacer que vuelvan.

Mona lo miró con cierta desconfianza.

—¿Lo harías? ¿Por qué?

—Porque usted, memsaab, necesita un encargado y yo necesito un empleo.

—¿Quieres trabajar para mí? —Mona puso cara de sorpresa.

David asintió con la cabeza.

Mona lo miró fijamente.

—¿Crees que podrías hacerlo? Me refiero a todo esto… —hizo un gesto con los brazos.

David le habló de sus estudios en Uganda, del diploma que le habían dado. Mona se puso a reflexionar, a pensar si podía confiar en él.

—Llevo tiempo tratando de encontrar un encargado, de hecho —dijo, hablando despacio—. Pero todo el mundo quiere crear su propia granja. Nadie quiere trabajar por cuenta ajena. Te pagaría un buen sueldo, y puedes construirte una casa en la plantación.

—Necesitaré tener autoridad absoluta sobre los trabajadores. También necesitaré tener una libertad sin límites. Es la única manera.

Mona se lo pensó un poco. Entonces se acordó de los números rojos que había en sus libros de contabilidad, en las deudas que iban acumulándose a causa del descuido de la plantación durante el juicio y los meses siguientes, y dijo:

—Muy bien, pues. Trato hecho.

Cuando Mona le ofreció la mano, David se quedó cortado, pero la muchacha no la retiró. David titubeó un poco más, luego alzó la mano derecha y estrechó la de Mona.

—Puedes empezar ahora mismo —dijo ella.

David posó los ojos en las dos manos que se estrechaban, la morena y la negra.

Sexta parte
1952
Capítulo 43

Cuando empezaron los dolores de parto, Wanjiru supo que algo iba mal. Apoyó una mano en la parte baja de la espalda y la otra en el abdomen, se enderezó y aspiró hondo varias veces. Mamá Wachera le había advertido que tuviera cuidado con ese embarazo, pero Wanjiru, que era tozuda e incapaz de estar ociosa siquiera un momento, no había hecho caso a su suegra y se había adentrado en el bosque para recoger hojas de lantana.

Mientras esperaba que las contracciones disminuyeran, Wanjiru pensó que la culpa era de David. Su suegra estaba a punto de llegar a esa etapa de la vida en que necesitaría contar con la ayuda de las varias esposas de su hijo en la
shamba,
en vez de conformarse con una sola. Pero David sólo se había casado con Wanjiru y, durante los siete años transcurridos desde entonces, ni siquiera había hablado de comprar otra esposa. Por eso Wanjiru había tenido que cruzar el río e ir en busca de lantana: porque mamá Wachera necesitaba las hojas para elaborar sus medicinas.

El egoísmo de David molestaba más a Wanjiru que a mamá Wachera, porque ésta siempre se mostraba dispuesta a perdonar al irresponsable de su hijo. Wachera afirmaba que aún quedaba mucho tiempo para comprar más esposas y que David estaba demasiado ocupado llevando la plantación Treverton para atender a más de una mujer. Además, según la anciana, Wanjiru no veía a su esposo tanto como le hubiera gustado y aún sería mucho peor si tuviera que compartirlo. Wanjiru no estaba de acuerdo. Una coesposa, aunque fuese una sola, habría hecho más llevadero el trabajo en la
shamba,
y la madre de David y su nuera habrían tenido tiempo para descansar al sol.

Al sentir otra punzada de dolor, Wanjiru se apretó el abdomen con ambas manos y se dijo que no debía perder ese hijo.

En los siete años que llevaba casada con David, Wanjiru había experimentado seis embarazos. De ellos, uno había terminado en aborto; otro hijo había nacido muerto; y tres no habían superado la infancia. Sólo la última, Hannah, una niña robusta que se encontraba en la
shamba
con su abuela, había sobrevivido. Wanjiru deseaba con ansias otro hijo sano. Y rezaba pidiendo que fuese varón, así el espíritu de su padre volvería a vivir.

David y Wanjiru habían discutido por el nombre del niño. Si era varón, ella quería ponerle Kamau, en honor de su padre, como dictaba la ley kikuyu. Pero David quería que sus hijos tuviesen nombres
wazungu
porque afirmaba que algún día Kenia iba a ser una nación moderna e independiente y tenía que ponerse a la altura del resto del mundo. David quería que se llamase Sarah si era chica y Christopher si era chico. Pese a ser testaruda, Wanjiru se sometió a la voluntad de su esposo. Para ella, sin embargo, el chico se llamaría Christopher Kamau Mathenge.

Al notar otra contracción aguda y dolorosa, Wanjiru alzó los ojos hacia el cielo para ver qué hora era. Hacía algún tiempo, las autoridades europeas habían impuesto el toque de queda en el distrito de Nyeri, debido, según dijeron, a «ciertas actividades ilegales». Había «bandidos» operando en la zona y de noche se celebraban mítines prohibidos. Wanjiru sabía que se referían a una organización escurridiza y misteriosa que se hacía llamar Mau-mau, nadie sabía por qué motivo. Sus afiliados se escondían en la selva, lanzaban ataques repentinos e inesperados contra las granjas de los blancos, eligiéndolas al azar, y luego desaparecían entre las neblinas del monte Kenia. Según las autoridades, eran elementos radicales que vivían al margen de la sociedad, eran pocos en número y no tenían líderes, por lo que, en realidad, no había razón para preocuparse, sólo que algunos colonos blancos se habían quejado de que les robaban reses. Y, en vista de ello, habían impuesto el toque de queda. Entre el crepúsculo y el amanecer ningún africano podía estar fuera de su choza.

Por el sol descendente, un círculo acuoso en el cielo encapotado, Wanjiru vio que aún disponía de tiempo antes de tener que regresar a la
shamba.
Buscó un lugar donde sentarse, para mitigar la carga de su cuerpo y comprobar si los dolores eran una falsa alarma.

Había sentido dolores como ésos con Hannah, un mes antes de salir de cuentas. Se había limitado a descansar unos cuantos días, los dolores habían aflojado y Hannah había permanecido dentro de su madre hasta el momento de recibir la llamada del Señor de la Luz. Y, sentándose en un tronco, Wanjiru se consoló pensando que lo mismo ocurriría con el de ahora.

No obstante, mientras permanecía sentada esperando sentir alivio, mientras el aire iba haciéndose húmedo y fresco y el cielo aparecía cada vez más gris y oscuro, Wanjiru se dio cuenta con alarma de que no sólo no disminuían las contracciones, sino que su frecuencia y su intensidad iban en aumento.

Tras decidir que lo mejor era emprender el regreso, se levantó y echó a andar en dirección al río.

Súbitamente se detuvo.

Entre los árboles se movía una forma oscura y grande, acompañada de sonidos conocidos y aterradores: ruidos sordos y gruñidos, el ruido que hace la corteza cuando la arrancan de un árbol.

¡Un elefante!

Se quedó observando y escuchando, preguntándose cuántos serían; si era uno sólo o un rebaño; si había hembras con pequeñuelos o eran machos jóvenes y sin pareja. De repente Wanjiru sintió miedo al ver cómo las copas de los árboles se movían a medida que la bestia iba avanzando a través de la espesura. Wanjiru sabía que el elefante acostumbraba emigrar de las selvas de bambú cuando empezaban las lluvias, para ir a alimentarse en selvas menos densas, donde los riscos no fueran tan escarpados. Pero nunca había visto elefantes en esos parajes.

Intentó averiguar la dirección del viento. Si había pequeñuelos en el rebaño, o si era un macho viejo o furioso, el olor de Wanjiru causaría alarma y provocaría una carga.

Wanjiru miró a derecha e izquierda. Oyó las pisadas lentas y pesadas a ambos lados de ella, el «rugido de tripas» que era el lenguaje de los elefantes, el ruido de ramitas y cortezas al quebrarse. Se le acercaban por tres lados… ¡un rebaño grande!

Wanjiru miró por encima del hombro, hacia la selva que se espesaba y el comienzo de la ladera de la montaña. Los árboles que tenía detrás no se movían y tampoco se escuchaban ruidos entre ellos. Decidió retirarse poco a poco por ese lado, alejándose del rebaño, y luego describir un círculo, evitando a los animales, y volver a casa.

Apenas había recorrido una corta distancia hacia el interior de la selva cuando una fuerte contracción la obligó a detenerse. Se encorvó apretándose el abdomen al mismo tiempo y sofocando un gruñido. Miró hacia atrás y vio que los elefantes se acercaban y entre los árboles se veían de vez en cuando sus colmillos blancos.

Cada vez más asustada, Wanjiru aceleró la huida adentrándose en la parte más densa de la selva, moviéndose tan rápida y silenciosamente como le permitía su cuerpo abultado, deteniéndose sólo cuando el dolor se apoderaba de ella, y mirando hacia atrás con frecuencia para medir la distancia que había entre ella y los elefantes.

Si la matriarca del rebaño captaba el olor humano…

Wanjiru se movía con toda la rapidez posible bajo la creciente oscuridad. Aunque la luz diurna iba apagándose rápidamente, no se atrevía a volver a casa describiendo un círculo mientras que no estuviera segura de que la separaba mucha distancia de los elefantes.

Tropezó con una enredadera y cayó, soltando una exclamación. Se quedó echada en el suelo, escuchando atentamente. Los gruñidos de los elefantes comunicándose unos con otros en la selva se oían por doquier; estaba rodeada. Permaneció completamente inmóvil en medio de la oscuridad creciente, sobre el suelo duro y húmedo.

Presa de pánico, pensó que el rebaño se movía a paso de caracol. Al parecer, se detenían en un punto hasta haber acabado con la corteza de todos los árboles, moviendo las orejas y aplastándolo todo bajo sus enormes patas. Las melodías diurnas de la selva dieron paso a las siniestras llamadas nocturnas. La noche aterraba a Wanjiru, que estaba a punto de verse atrapada por ella.

Mientras esperaba con angustia que los elefantes siguieran avanzando, pensó que sólo podía ocurrir una cosa peor: que empezara a llover.

Y empezó, justo en el momento en que se levantaba para encaminarse hacia casa.

Era sólo una llovizna, pero ella únicamente podía ver unos palmos más adelante, las formas de los árboles y las plantas gigantescas. Buscó cobijo debajo de un castaño y sufrió otra contracción violenta. Profirió una nueva exclamación y cayó de rodillas.

Esta vez el dolor duró más que los anteriores y Wanjiru notó que los huesos de la pelvis se movían de un modo que no presagiaba nada bueno.

El bebé iba a nacer.

«¡No! —pensó, presa de pánico—. ¡Que no sea aquí, donde las bestias de la selva me lo arrebatarán!»

Haciendo un gran esfuerzo, logró levantarse y apoyarse en el tronco del árbol, arañándose las manos hasta que sangraron, y luego, una vez de pie, intentó sobreponerse al dolor para poder andar.

Olvidándose de los elefantes, de las hojas de lantana en la cesta abandonada y del toque de queda del hombre blanco, consiguió apartarse del árbol y dar unos cuantos pasos inseguros bajo la llovizna. Comprobó que podía andar. Se apretó el abdomen y empezó a caminar ciegamente, sin darse cuenta, a causa del dolor físico y de la confusión de la lluvia, de que tomaba una dirección equivocada.

* * *

Wanjiru no tenía idea de cuánto tiempo llevaba andando. Le pareció que era de noche desde hacía un buen rato y que llovía ininterrumpidamente desde hacía horas. Su
kanga,
el trozo de tela de colores vivos que llevaba en la cabeza a modo de turbante, estaba empapada y pegada a la cabeza. La falda se le pegaba a las piernas y casi le impedía andar. Pero siguió avanzando bajo la lluvia y la oscuridad, trepando por los peñascos y los troncos caídos, andando a tientas entre árboles que cada vez estaban más cerca unos de otros, tratando desesperadamente de encontrar la dirección de su casa.

Sabía dónde estaba. Subía trabajosamente la ladera de uno de los montes que el hombre blanco llamaba Aberdare. Para los blancos los montes eran un parque nacional, pero para Wanjiru eran Nyandarua, el «pellejo que se seca», la selva de sus antepasados. También sabía que indefensa, sola y a punto de dar a luz, se encontraba ahora en el territorio del búfalo muerto y el leopardo negro.

En cierto momento, el dolor fue tan fuerte, que se desplomó y permaneció mucho tiempo tendida en el barro, empapada por la lluvia gélida, cortándose con las piedras y las ramas caídas.

Tenía las manos y los pies entumecidos y no notaba las laceraciones ni la sangre caliente que manaba de sus heridas. Apenas era consciente siquiera del agua, del frío y de los aguijonazos del hambre. Wanjiru estaba centrada en el vientre, donde el bebé exigía ser liberado. Pero ella lo retenía en su interior, llevaba el dolor y la tortura dentro de ella, a través de la selva tenebrosa y hacia la noche aterradora.

«Dios bendito —rezó, desesperada, al tropezar, caer y volver a levantarse del barro para seguir adentrándose en el vacío ártico—. ¡Señor de la Luz, ayúdame!

Siguió adelante, sollozando cada vez que una rama mojada le abofeteaba el rostro o le pinchaba los brazos. Los pies desnudos resbalaban en el suelo embarrado de la selva. La lluvia seguía cayendo con fuerza y parecía penetrar incluso en su piel, calándola hasta los huesos. Pensó en su choza cálida y seca, el lecho de pellejos de cabra, el estofado de
ugali
burbujeando en la hoguera y la presencia consoladora de la madre de David, preparando pacientemente el té medicinal. Pero lo único que no contenía la selva de pesadilla era calor y sequedad, y Wanjiru lo sabía.

Sonaron unos truenos y el suelo se estremeció. Wanjiru oyó los berridos de los elefantes sobresaltados. Se preguntó dónde estarían, si era el mismo rebaño, si se alejaba de ellos o iba en su dirección. Un viento helado penetraba por sus vestidos mojados e intensificaba los dolores del parto.

Continuó adentrándose en la noche.

* * *

Finalmente dejó de llover y neblinas sobrenaturales se alzaron del suelo. Wanjiru tenía que apartar ramas cargadas de agua, el viento frío azotaba su cuerpo mojado. Tenía la impresión de que el mundo se estaba convirtiendo en hielo y que los lagos y nieblas helados de la temible montaña iban a tragársela.

Algo cálido bajaba formando un hilillo entre sus piernas. Los dolores del parto eran una cinta de fuego sin fin. Se quedó sin aliento. Fue a caer contra un árbol. Ahora sabía que se hallaba lejos de casa, que llevaba horas perdida y caminando sin rumbo fijo y que el bebé iba a nacer en ese infierno frío y oscuro. A su alrededor se oían los ruidos que hacían los animales de la selva, y se daba cuenta de que las hienas no le quitaban el ojo de encima, esperando ávidamente que cayese por última vez. En el mercado había oído contar el caso de una mujer que había dado a luz en los campos y las hienas le habían arrebatado el bebé recién nacido.

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