Briggs lo miró fijamente durante unos momentos, luego apartó los ojos y un rubor intenso le subió por el cuello. Tras coger el sombrero y el bastón, se puso en pie y empezó a decir algo, pero lo dejó correr y se fue apresuradamente.
* * *
Llevaban sólo una semana de lluvia y los castaños de El Cabo ya aparecían cubiertos de flores color de rosa y los áloes florecían en grupos de rojo intenso entre las rocas. La perdiz cantaba sus escalas musicales y el pájaro de la lluvia le respondía con su canto aflautado.
Rose, sentada bajo la protección de su glorieta, tarareaba al compás de la naturaleza mientras confeccionaba el tapiz; con su chaqueta de punto de color rosa, la falda de lana color canela y la bufanda verde, también ella parecía fruto de la lluvia. No estaba sola en el claro. La señora Pembroke y Mona miraban un libro ilustrado; una muchacha africana, acuclillada junto a la cesta de la merienda, esperaba el momento de servir empanadas calientes y chocolate; y tres kikuyu invisibles montaban guardia entre los eucaliptos. Los animalitos de Rose también estaban con ella: un mono de cara negra acurrucado en su regazo, y, atada a un poste,
Daphne,
un antílope hembra y huérfana que Rose salvó cuando no era mayor que un gato.
En un bastidor recio aparecía colocado el lino blanco que se había convertido en toda la vida de Rose. Hasta el momento tenía trazados contornos y posibilidades, un bosquejo en hilo. A un lado el monte Kenia empezaba a materializarse, su pico escarpado y unas nubes tejidas con algodón perlé; las laderas estarían cubiertas de hilos persas y puntos florentinos; y la inmensa selva tropical, con sus enredaderas y su espesa vegetación, iba cobrando vida poco a poco con bordados y nudos a la francesa. Rose se lo imaginaba ya completo, respirando, vivo. Quedaba sólo un espacio en blanco: ligeramente hacia un lado, entre dos árboles nudosos. El resto de la escena aparecía equilibrado; cada lugar tenía su tema y cada tema tenía su lugar. Exceptuando el misterioso espacio vacío. Por mucho que lo estudiara, por muchas cosas que intentara colocar en él, nada salía bien. Era el único punto del tapiz que no sabía cómo llenar.
La señora Pembroke carraspeó discretamente, Rose alzó la mirada y se llevó una sorpresa inmensa al ver que Valentine se dirigía hacia ella caminando entre los árboles húmedos.
Subió los escalones de la glorieta, sacudiéndose la humedad de los hombros, y dijo:
—Si me hacen el favor, quisiera estar a solas con mi esposa.
Nadie se movió. Rose lo miró con expresión de perplejidad, tratando de ver de qué humor estaba. Luego hizo un gesto con la cabeza dirigido a la niñera, que se llevó a Mona y a la muchacha africana.
Una vez estuvieron solos, Valentine hincó una rodilla en el suelo al lado de Rose.
—¿Te molesto? —preguntó con voz queda.
—Nunca habías estado aquí antes, Valentine.
Valentine miró el lienzo. Los contornos trazados con hilos de distintos colores no tenían ningún sentido para él. A pesar de ello, los alabó. Luego preguntó:
—¿Eres feliz aquí, Rose?
Su rostro estaba al mismo nivel que el de Rose y ella vio una expresión de dulzura en sus ojos.
—Sí —susurró Rose—. Soy muy feliz aquí, Valentine.
—Sabes que esto es lo único que deseo, que seas feliz, ¿verdad?
—Así lo creo.
—La noche de la fiesta de Navidad, Rose. Lo que te hice…
Rose le cerró la boca con la punta de los dedos.
—No debemos hablar de ello. Nunca más.
—Rose, necesito hablar contigo.
Ella asintió con la cabeza.
—Me enteré de lo de la señora West, Valentine. Y lo sentí mucho.
El dolor sustituyó a la dulzura en los ojos de él. Alargó las manos y se aferró al respaldo de la silla de Rose.
—Te quiero. Rose —dijo con voz tensa—. ¿Me crees?
—Sí, Valentine.
—Supongo que ya es demasiado tarde para esperar que me correspondas, pero…
—Te quiero, Valentine.
Valentine miró fijamente los ojos color azul claro de Rose y vio que hablaba en serio.
—Necesito tener un hijo varón —le dijo—. Tienes que entenderlo. Necesito un hijo que herede lo que estoy construyendo.
—¿No puede heredarlo Mona?
—Claro que no, querida. Y tú lo sabes.
—Quieres que te dé un hijo varón.
—Sí.
—Me da miedo, Valentine.
—No te haré daño, Rose. No permitiré que te ocurra nada malo. Y no puedo recurrir a otra parte —bajó la cabeza—. Si me haces esto, te haré una promesa. Dame un hijo varón. Rose, y nunca más volveré a acercarme a ti.
Rose apoyó una mano fría y delgada en la mejilla de Valentine y sus ojos se llenaron de lágrimas. Valentine había vuelto a ella, volvía a ser suyo y podía amarle.
* * *
El 12 de agosto de 1922 nació Arthur Currie Treverton. Rose había cumplido su parte del trato. Y Valentine cumplió la suya.
Mona ya había decidido escaparse. Lo único que le quedaba por hacer era elegir el momento oportuno.
Sus ojos solemnes absorbían las concurridas calles de París mientras la limusina circulaba camino de la estación; vio que algunos transeúntes se volvían para contemplar la majestuosa procesión de relucientes Pierce—Arrows. Mona iba con su madre en el primer coche; en el siguiente iba Sati, su aya india, con la secretaria personal de lady Rose y una niña africana llamada Njeri. Las seguían otros dos automóviles que transportaban los numerosos baúles de Rose, las compras hechas durante el viaje y sus dos doncellas. De color negro reluciente, con las cortinas echadas para ocultar a los pasajeros, los Pierce-Arrows causaban sensación al cruzar lentamente la Place de la Concorde.
Mona sentía crecer la pesadumbre en su corazón. Durante sus ocho semanas en París, pasadas en su mayor parte en el hotel Jorge V porque el ruido y las multitudes de la ciudad molestaban a Rose, Mona no había logrado disuadir a su madre de su intención de ir a Suffolk. Ahora iba camino de la estación donde tomarían el buque porta trenes con destino a Inglaterra, donde Mona sería abandonada.
Qué monstruosa era esa ciudad, con sus edificios grotescos y sus estatuas desnudas, sus puentes feos sobre un río llano y frío. Al ver París por primera vez, Mona había quedado aterrada. Nunca había visto tanta gente ni oído un estruendo tan grande. Y el cielo apenas se vislumbraba entre las azoteas. Le recordaban las colmenas que construían los wakamba. En París todo el mundo tenía prisa. La gente circulaba con paso rápido por las aceras, el cuello del abrigo subido, aterida, la cara enrojecida. Iban de aceras de cemento a calzadas de asfalto y paredes de piedra. No había nada natural en la ciudad; todo estaba planificado y ordenado. De las ventanas y las puertas salían sones de jazz y unas chicas norteamericanas de aspecto alocado, las llamadas
flappers,
hacían ostentación de sus cigarrillos y sus medias de seda en las terrazas de los cafés. Mona tenía ganas de volver a casa, a Bellatu y a la misión de la tía Grace. Deseaba correr libremente otra vez, despojarse de la ropa horrible que su madre le había comprado en un lugar que llamaban «salón». Anhelaba estar de nuevo con sus amigos: Gretchen Donald y Ralph, que tenía catorce años y era guapísimo y de quien Mona estaba perdidamente enamorada.
¿Por qué, por qué tenía que irse de Kenia?
—Mamá —dijo tentativamente.
Rose no apartó los ojos de la novela de F. Scott Fitzgerald que estaba leyendo.
—¿Sí, querida?
—¿No podríamos aplazarlo un poquito? ¿Hasta que sea mayor?
Rose se rió quedamente.
—Te encantará el internado, querida. A mí me encantó.
—¿Pero por qué debo ir a la escuela en Inglaterra? ¿Por qué no puedo ir al internado de Nairobi?
—Ya te lo he explicado, querida. Te conviene algo mejor que la escuela de Nairobi. Eres la hija de un conde; se te debe educar correctamente, como corresponde a tu posición.
—¡Pero Gretchen y Ralph estudian allí!
Rose dejó el libro y sonrió a su hija. ¡Pobre niña! A los diez años de edad no cabía esperar que se hiciera cargo.
—Cuando te hagas mayor serás una lady, Mona. Gretchen Donald será la esposa de un agricultor. ¡Hay una diferencia!
—¡Pero yo no quiero ser una lady! ¡Quiero vivir en Bellatu y cultivar café! —Mona sintió deseos de llorar. Sabía cuál era el verdadero motivo de que la llevasen a Inglaterra. Era porque sus padres no la querían—. ¡Prometo ser buena de ahora en adelante, mamá! ¡Haré siempre lo que me manden y prestaré atención a mis lecciones y no volveré a haceros enfadar a ti y a papá!
Rose la miró con expresión de sorpresa.
—Pero por Dios, Mona, querida, ¿cómo se te han metido estas ideas tontas en la cabeza? El internado no es un castigo. Deberías alegrarte de ir a él.
Alzó la mano y durante un momento Mona creyó que su madre iba a tocarla. Pero el gesto de Rose fue sólo para arreglarse el velo que le cubría los ojos. El libro volvió a subir y una vez más su madre se alejó de ella.
Sorbió aire por la nariz. No recordaba haber sido acariciada o abrazada por sus padres jamás. Hasta donde alcanzaba su memoria, siempre había estado bajo el cuidado de una sucesión de niñeras, todas las cuales regresaron a Inglaterra o encontraron marido en Kenia; luego les había tocado el turno a las institutrices, un constante ir y venir de mujeres jóvenes que pronto se aburrían del aislamiento de Bellatu. Por eso Rose había acabado por ceder y contratar a Sati, la primera aya de Mona. Las niñeras y acompañantes indias o africanas empezaban a ser algo aceptable en Kenia, ya que cada vez era más difícil encontrar sirvientes ingleses. Los Treverton estuvieron entre los que más tiempo se resistieron; ahora acompañaba constantemente a Mona una joven de Bombay que usaba saris de colores vivos y perfume muy penetrante, de especias, y que era la única persona que había mostrado algún afecto físico por la pequeña.
Cuando llegaron a la estación la gente se detuvo para mirar con curiosidad a la mujer elegante y misteriosa que se apeó de la limusina. Las ocho semanas en París habían sido el primer contacto de Rose con el mundo de la moda desde hacía más de diez años, y en seguida había adoptado los últimos estilos. El sombrero de fieltro negro que le cubría la frente y las cejas, dejando ver unos ojos demasiado maquillados, daba a Rose una mística provocativa. Llevaba también un abrigo Chanel, igualmente negro, con el cuello de zorro levantado de tal modo que le ocultaba la parte inferior del rostro, creando un notable parecido con Pola Negri, la vampiresa de la pantalla.
Mona sabía que todo el mundo tomaba a su madre por una estrella de cine; en las tiendas de París algunas personas habían abordado a lady Rose para pedirle un autógrafo. Mona se sentía dolorosamente conspicua al lado de su madre mientras contemplaba cómo cargaban el equipaje en una carretilla. Cuando Sati y Njeri se apearon de la segunda limusina, un murmullo surgió de la multitud francesa.
A pesar del vestido de cintura caída, a la última moda, y de los zapatos con correas, Njeri, que tenía nueve años, causó sensación con su cabeza rapada y sus aros de abalorios kikuyu en las orejas. Las doncellas de Rose, ambas africanas vestidas con uniforme negro, y su secretaria particular, la señorita Sheridan, que también llevaba sombrero y la cara oculta por el cuello subido, formaron un círculo de protección alrededor de su señora. Todas juntas siguieron con pasos presurosos la carretilla del equipaje, impacientes por subir al tren.
Hubo un momento de confusión antes de subir. El andén estaba abarrotado de personas que se besaban, se abrazaban y decían adiós con la mano. Mona se sintió abrumada por los apretujones de personas con abrigos de pieles y por el ruido de las conversaciones en francés; se aferró a su madre mientras la señorita Sheridan iba en busca de un revisor para pedirle ayuda.
Njeri, también intimidada por el gentío, se acercó mucho a lady Rose, y Mona, al verlo, sintió crecer el resentimiento que la jovencita africana le inspiraba.
Njeri había llamado por primera vez la atención de Rose un día del año anterior, al entrar tímidamente en el claro de eucaliptos y quedarse parada, con el aire asustadizo de una gacela, contemplando a la memsaab de la glorieta. Mona había visto con celos infantiles cómo su madre, conmovida por la niña vestida de andrajos del mismo modo que le conmovían los animales extraviados, ofrecía a Njeri un bollito de almendra para atraerla hacia la glorieta. La niña había vuelto al día siguiente… ¡con su hermano! Y los celos de Mona habían dado paso al enfado cuando vio que su madre les daba dulces a los dos.
David, el hijo de once años de Wachera, la hechicera, no había vuelto después de aquel día; pero Njeri se había presentado todos los días y Rose, encantada con la pequeña, que parecía deseosa de que le prestaran atención y a quien obviamente la memsaab inspiraba temor, le permitió quedarse.
Al hacer los planes para el viaje a Europa, Rose había pedido a Grace, la tía de Mona, que hablase con Gachiku y obtuviera permiso para llevar a Njeri con ellas, en calidad de «acompañante de Mona». Pero Mona sabía la verdad: Karen von Blixen había causado sensación viajando por Europa con un africanito entre sus acompañantes y lady Rose quería hacer lo mismo.
Mona, que ya recibía poca atención de su madre, vio con muy malos ojos la intrusión de Njeri. De hecho, veía con malos ojos a todos los niños y niñas africanos que recibían la atención de la tía Grace en la escuela de la misión y que, por ser pobres, con frecuencia recibían también las prendas que lady Rose donaba con fines caritativos. Pero más que a ningún otro, le tenía manía a David, el hermano de Njeri, a quien consideraba un crío arrogante y que cierto día, en la orilla del río, le había dicho descaradamente a Mona que su madre afirmaba que aquel país era suyo y que algún día todos los blancos tendrían que irse de Kenia.
Por eso Mona no podía ir a la academia de Inglaterra. Tenía que regresar a Kenia, para demostrarle a David Mathenge que el país era suyo, de Mona.
Así es que… pensaba escaparse a la primera oportunidad.
* * *
Los coches avanzaban por la calzada de grava hacia la majestuosa mansión, delante de la cual se encontraban formados los sirvientes: criados con librea, doncellas de uniforme; el anciano Fitzpatrick, el mayordomo que había huido de Kenia en 1919, a los tres meses de su llegada. El viento de marzo agitaba las faldas como gallardetes y los veinte miembros del servicio contemplaban a los recién llegados con curiosidad y en silencio. Nunca habían visto africanos y había una belleza de piel oscura y vestido amarillo limón, de seda, que parecía recién salida de
Las mil y una noches.
Sati, el aya, no se dejó impresionar, pues no era la primera vez que veía una mansión inglesa, pero las dos doncellas kikuyu, con la cabeza rapada y sintiéndose incómodas con zapatos y uniforme, se quedaron contemplando con la boca abierta la casa de tres plantas con sus torres y torreones y sus mil ventanas.