—Sí, segurísimo. No le vi la cara porque se la tapaba el sombrero. Pero era un hombre de espaldas anchas y muy alto. La bicicleta parecía demasiado pequeña para él. Y tenía que ser fuerte para pedalear por el barro fresco.
—Señor Kloppman, ¿quiere hacer el favor de mirar a la acusada, lady Rose, sentada en el banquillo? ¿Y quiere decirnos por favor si hay alguna posibilidad de que esa mujer fuera la persona que usted vio pasar en bicicleta?
El agricultor miró a lady Rose y en su cara apareció una expresión de sorpresa.
—¿Esa personilla? ¡Oh, no, señor! —dijo sin titubear—. No era ella, desde luego. Era un hombre, se lo digo yo.
El caos se apoderó de la sala y sir Hugh golpeó con el mazo para imponer orden mientras el señor Barrows pedía a voz en grito:
—¡Señoría, en vista de esta nueva declaración, solicito que el juicio se declare viciado de nulidad y se retiren los cargos contra lady Rose!
* * *
—¿Mamá? —dijo Mona llamando a la puerta del dormitorio—. ¿Estás despierta?
Sosteniendo en equilibrio la bandeja del desayuno en un brazo, abrió la puerta y miró dentro. El dormitorio estaba vacío y nadie había dormido en la cama.
Mona dejó la bandeja y bajó apresuradamente. Sospechaba dónde encontraría a su madre.
Habían pasado tres semanas desde el final del juicio. El señor Kloppman había sido objeto de un detallado interrogatorio por parte del fiscal y, más adelante, del superintendente Lewis. Le habían mostrado fotografías de diversas personas, le habían pedido que mirase a hombres en bicicleta, todo ello en busca de un nuevo sospechoso, pero había sido inútil. El ministerio fiscal se había opuesto a que se retirasen los cargos contra lady Rose, pero al final decidieron que las pruebas no bastaban y que el caso de la muerte del conde debería permanecer abierto indefinidamente, hasta que se encontrasen más pruebas. Durante estas tres semanas Rose había pasado todos los momentos de luz diurna en el claro, indiferente a la marcha de las gestiones judiciales y policiales, sin expresar preocupación alguna por la posibilidad de que la sometieran a un nuevo juicio con otro jurado. Había hecho limpiar y enmarcar el tapiz, que ya estaba terminado. La noche anterior ella y Njeri lo habían colgado en el mausoleo de Carlo Nobili.
Mona siguió el sendero que cruza la selva por detrás de Bellatu. Antes de llegar pudo ver el techo de mármol del
sacrario,
como un antiguo templo griego escondido en un paraíso silvano. Rose se había gastado mucho dinero en la última morada de su amante y también había abierto un fondo perpetuo para la conservación y el mantenimiento del lugar en el futuro.
La glorieta y el invernadero todavía estaban en el claro, pero habían desbrozado la selva en el lado norte. El mausoleo brillaba bajo el sol matutino. Era un monumento increíble si se tenía en cuenta el breve espacio de tiempo en que lo habían construido. Mona calculaba que tendría más o menos las mismas dimensiones que la pequeña iglesia presbiteriana de Nyeri y que, de haber bancos en el interior, en él habrían cabido unas cincuenta personas. Pero el mausoleo era una cáscara vacía, sin más contenido que un sencillo sarcófago de alabastro.
Mona se detuvo en seco y miró la glorieta. Luego profirió una exclamación y echó a correr hacia ella.
La muchacha africana había utilizado una escalera de mano. Se había atado uno de los pañuelos de seda de lady Rose alrededor del cuello, luego había pasado el otro extremo por encima de la viga central que sostenía el techo de la glorieta y finalmente, apartando la escalera de un puntapié, se había ahorcado.
Mona no necesitó examinarla de cerca para ver que estaba muerta.
—¿Mamá? —llamó. Recorrió el tranquilo claro con los ojos. Pájaros y monos parloteaban en los árboles. La luz del sol jugueteaba con el suelo de la selva. El invernadero se alzaba como una joya bajo el sol, las flores del interior brillaban en facetas multicolores a través de los cristales—. ¡Mamá!
Echó a correr hacia el mausoleo. La puerta no estaba cerrada con llave. Al abrirla, Mona vio bostezar ante sí la fría oscuridad de la muerte.
La llama que ardía en la cabecera del sarcófago del general Nobili, una llama que tenía que arder perpetuamente, despedía un resplandor sobrenatural. Mona se detuvo en la puerta, contemplando fijamente el ataúd de piedra del duque, la figura que reposaba grácilmente, trágicamente, sobre él.
Lady Rose parecía dormir. Tenía los ojos cerrados y la cara era tan blanca como la tapa de alabastro sobre la que yacía. Unos hilillos rojos manaban de sus muñecas y formaban un pequeño charco en el suelo de piedra.
Después el forense diría que había muerto antes del amanecer, pero que forzosamente se habría infligido las heridas poco antes de la medianoche. Al parecer, pues, lady Rose había muerto lentamente en la oscuridad y el frío, sola con su amado Carlo.
David Mathenge contemplaba el paso de los camiones por la carretera. Sabía quién los conducía y qué significaban. Eran inmigrantes blancos que llegaban a Kenia para montar granjas aprovechando el nuevo plan británico para los ex combatientes.
Ya habían puesto en marcha un plan igual antes, en 1919, cuando la corona no sabía qué hacer con los soldados que volvían de la primera guerra y no tenían empleo ni sitio adonde ir. La solución había consistido en mandarlos a las colonias. Y de nuevo en esas primeras semanas de 1946, los soldados que volvían a una Inglaterra arruinada, que no encontraban empleo, recibían concesiones de tierra de labranza en Kenia, en las «tierras altas blancas». Por supuesto, para que los recién llegados pudieran instalarse, los «intrusos» africanos se veían desposeídos de las mejores tierras y obligados a volver a las reservas nativas.
Era una locura.
David se preguntaba qué clase de miopes gobernaban el imperio para suponer que los africanos tolerarían semejante ultraje por segunda vez.
Ya se estaban sembrando las semillas de la rebelión. Los kikuyu jóvenes se preguntaban unos a otros:
—Si en las tierras más ricas hay suficiente espacio para los colonos blancos, ¿por qué no encuentran un espacio para nosotros?
La respuesta era que se produciría una grave depresión económica si no se hacía algo pronto y que sólo los europeos disponían del capital y de los contactos internacionales necesarios para obtener beneficios apresuradamente. Pero esta respuesta no satisfacía a los inquietos kikuyu jóvenes.
—Dadnos una oportunidad —habían dicho a sus sordos amos coloniales, y fue así cómo nacieron los «chicos furiosos de Nairobi».
Casi cien mil soldados africanos volvieron al África Oriental después de combatir en algunas de las campañas más sangrientas de Inglaterra; y al volver se encontraron que en Nairobi había casas nuevas y grandes automóviles, hoteles y comercios llenos de artículos de lujo. Eran hombres a los que habían enseñado muchos oficios útiles, que buscaban una ocupación honrada. Quince mil de ellos habían aprendido a conducir camiones y habían vuelto a un país donde sólo había dos mil camiones. Sencillamente no había empleos para absorber esta súbita llegada de jóvenes educados y con oficio que creían merecer una compensación y un reconocimiento por los servicios prestados en la guerra. Los que encontraron empleo descubrieron que su sueldo era muy inferior al que les pagaban en el ejército. Amargados y resentidos, e incapaces de expresar sus agravios utilizando medios legales normales, estos jóvenes sin hogar y sin tierra —los chicos furiosos de Nairobi— empezaban a celebrar reuniones secretas en toda la provincia. Y David sabía que esta vez triunfarían donde habían fracasado sus predecesores, que lo habían dejado correr al estallar la guerra en 1939.
Y había un diferencia entre los jóvenes revoltosos de hoy y los de la primera época política de David: a los chicos furiosos de Nairobi les habían enseñado a combatir… sus oficiales blancos.
Pero David no podía entretenerse pensando en ello. Tenía sus propios problemas apremiantes y no podía permitirse el lujo de preocuparse por sus compatriotas. Entre otras cosas, porque también él estaba sin empleo; y, además, Wanjiru esperaba un hijo por fin.
Volviéndose de espaldas a la carretera, David Mathenge, de veintiocho años de edad y preocupado por su futuro, echó a andar hacia el río, en una de cuyas márgenes se alzaban tres chozas alrededor de una
shamba
cultivada. Su madre y su esposa estaban allí en ese momento, labrando las parcelas, cuidando las cabras, transportando agua, reparando los tejados, elaborando cerveza y preparándole la cena mientras él, su hijo y esposo, su protector, su guerrero, era tan inútil como una calabaza agujereada.
La frustración le llenó la boca de sabor amargo.
Al menos debería haber sentido algún consuelo al pensar que la plantación Treverton pasaba apuros. Pero ni siquiera eso hacía feliz a David. De hecho, al enterarse de que la memsaab Mona tenía dificultades con los braceros, no se había alegrado, como hubiera hecho en otro tiempo, sino que había pensado que era una mala noticia. Después de todo, aquella tierra era suya y le sería devuelta algún día, según la promesa y la profecía de su madre. Y por ello odiaba ver la tierra descuidada sencillamente porque los capataces, que en otro tiempo habían servido lealmente al conde, ahora se negaban a recibir órdenes de su hija, una simple memsaab.
David se detuvo en la carretera de tierra roja que se desviaba del risco para adentrarse en la plantación, y pensó en las dos mujeres con quienes vivía: la hechicera indomable, que miraba a su hijo como castigándole silenciosamente, y su insatisfecha esposa, que se quejaba de la lentitud con que los hombres hacían las cosas. Wanjiru había intentado azuzar a David para que se apuntase en la Unión Africana de Kenia, la nueva organización política que empezaba a cobrar forma en todo el país. Pero David ya se había hartado de combatir en Palestina. También sabía que los kikuyu desarmados, por numerosos que fuesen, nada podrían hacer contra los tanques y los aviones de Inglaterra.
David creía que los cambios en Kenia tenían que ser resultado del pensamiento racional y de un proceso cuidadoso. Pero, ¿qué podían hacer él y otros como él, educados pero sin empleo, para poner en marcha las ruedas que llevarían a ese cambio necesario?
David no había pensado en otra cosa durante el último año, desde que volviera del Oriente Medio. Para ser escuchado, para convencer a los que tenían el poder en sus manos, así como al resto del mundo, de que la independencia de Kenia era una causa justa, él mismo tenía que ser un hombre responsable, un hombre pensante. Sabía que los británicos no hacían caso a los chicos furiosos de Nairobi ni a los exaltados de la Unión Africana de Kenia. Sin embargo, sí se sentaban a hablar con africanos cuando éstos eran maestros, comerciantes y hombres de cierta influencia.
Como terrateniente propietario de una plantación considerable, en el corazón de la mejor tierra de la provincia más próspera, los británicos escucharían a David Mathenge, que sería un líder.
Tierra…
Ansiaba tener tierra, del mismo modo que la raíz ansia el agua y el pájaro ansia el cielo. Había nacido hijo de la tierra, estaba ligado a ella en cuerpo y alma, y toda aquella tierra habría sido suya si su padre no se hubiese dejado engañar casi treinta años antes, entregándola al hombre blanco. Las palabras de Wachera volvieron a sonar en los oídos de David mientras contemplaba la plantación Treverton:
—Cuando alguien te roba la cabra, hijo mío, la asa, se la come y tú te olvidas de ella. Cuando alguien te roba el trigo, lo convierte en harina, se lo come y tú lo olvidas. Pero cuando alguien te roba tierra, la tierra siempre está allí y tú jamás puedes olvidarla.
David nunca olvidaría que aquellas ricas hectáreas le habían sido robadas al ignorante de su padre, que eran el legado de David y que lo legítimo era que le fuesen devueltas. Pero sabía que la fuerza y la impulsividad, que eran los pilares de los chicos furiosos de Nairobi, nunca le ayudarían a recuperar su tierra. Las armas de David Mathenge tendrían que ser la planificación cuidadosa y la cautela, moverse como un león, estudiar la presa, seguirla y estar alerta para captar su momento de debilidad.
Iba a recobrar su tierra, de un modo legal y honorable, y en un estado de prosperidad.
Miró las dos mil hectáreas de cafetos y tomó su decisión.
* * *
David encontró a Mona Treverton en el sector sudeste de la plantación, no muy lejos, a decir verdad, de la fatídica desviación de la carretera de Kiganjo. Mona estaba en la caja de su camión, protegiéndose los ojos con la mano y mirando a su alrededor.
—¡Maldita sea! —musitó, y se disponía a bajar cuando vio a David.
Él la miró y de pronto recordó varias cosas: que Mona había soportado estoicamente el juicio de su madre; su forma de montar a caballo en el campo de polo; la noche en que un incendio los había atrapado a los dos en la choza de cirugía.
Mona lo miró fijamente y de pronto sintió frío bajo el cálido sol. Varias veces durante el juicio, al alzar la mirada, había visto que David Mathenge la estaba contemplando. Ahora la contemplaba del mismo modo, con expresión inescrutable.
—¿Qué estás buscando, memsaab? —preguntó David en inglés.
—Busco a mis braceros. Han vuelto a escaparse. Ya van cuatro veces este mes —bajó del camión y se apartó los cabellos negros de la cara—. Estas bayas ya están listas para la recolección.
—¿Dónde están las mujeres y los niños?
—Los envié a la sección norte, a escardar los sembrados. ¡Necesito a esos hombres!
David la miró con atención. La memsaab estaba enfadada y se sentía frustrada; ahora se encontraba sola en el mundo, en la gran casa de piedra al borde de las dos mil hectáreas, sin esposo, sin ningún hombre.
Mona metió las manos en los bolsillos y se alejó unos pasos. Se volvió de cara a las onduladas colinas cubiertas de cafetos, el pañuelo de la cabeza ondeando al viento, y aspiró hondo para calmarse.
—¿Qué puedo hacer para que trabajen? —preguntó en voz baja.
—Sé dónde están los hombres —dijo David.
—¿De veras? —preguntó Mona, volviéndose.
—Se han ido a beber cerveza en Mweiga. Tardarán varios días en volver.
—¡Pero hay que recoger el café! ¡No dispongo de días! ¡En una semana habré perdido toda mi cosecha!
«Mi cosecha», pensó David. Luego dijo: