Bajo el sol de Kenia (31 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Pero ni siquiera sus amigos habían podido ofrecerle suficiente ayuda. Un préstamo bancario era el último recurso, aunque no tenía idea de cómo iba a devolverlo.

Vio pasar un polvoriento Modelo T, luego cruzó la calle sin asfaltar y dirigió sus pasos hacia el banco donde estaba Hardy Acre.

* * *

Miranda se inclinó sobre la palangana de cerámica y vomitó.

Se aferró a los bordes de la mesa mientras su cuerpo se estremecía; luego se dejó caer sobre la silla, agotada. Sus ojos miraron distraídamente la ventana, donde una lluvia ligera ya estaba lavando los cristales. No sentía ninguna emoción, ni alegría, porque ya habían llegado las lluvias, garantizando otro año de prosperidad para Kenia, ni disgusto al pensar que el barro iba a ponerle perdido el hotel. No pensaba absolutamente en nada. Sus peores temores se habían visto confirmados.

Estaba embarazada.

La primera sospecha había penetrado en su cerebro en febrero, al darse cuenta de que le había faltado un período. Había albergado una falsa esperanza, que se había ido haciendo cada vez más débil con los sucesivos accesos de náuseas, hasta que ahora ya no le quedaba ninguna duda, ninguna esperanza. Después de tantas semanas de interrogar a Peony, sabía lo suficiente para diagnosticar su propio estado.

Su mirada de desaliento se apartó de la ventana y fue a posarse primero en la carta arrugada sobre su escritorio, el mensaje que había llegado el día anterior del socio de Jack informando a Miranda de la muerte de su marido en un incidente con un rinoceronte. Luego sus ojos se posaron en el ridículo cojín sobre la cama, la funda repleta de trapos para que pareciese un vientre de nueve meses. Y finalmente miró hacia el techo, porque Peony estaba allí arriba, en el ático, esperando que pasaran las últimas horas…

No tenía más opción que acudir a la señora Bates en Limuru. Su sucio negocio era un secreto a voces en Kenia; Miranda sabía de tres mujeres que se habían librado de su equivocación en la cocina de la señora Bates. Pero el problema era cuándo había que hacerlo. La mujer de Limuru no quería interrumpir ningún embarazo que pasara de los cuatro meses, y Miranda ya pasaba de tres. Tendría que ir pronto. ¿Pero cuándo?

Peony iba a dar a luz de un momento a otro y no podía dejarla. Le había mentido a la muchacha al decirle que avisaría a un médico; pensaba asistirla ella misma. Guardar el secreto era lo más importante. Cogería el bebé, tiraría el cojín y pondría a Peony en el primer tren que saliese para la costa.

Pero se había presentado esta nueva complicación.

Miranda miró su reloj. Se acercaba la hora del té y no había entrado a ver a Peony desde la mañana.

Su mente buscaba respuestas. ¿Cuándo debía acudir a la señora Bates? ¿Y si Peony se había equivocado con las fechas y el bebé tardaba otras dos o tres semanas? ¡Miranda tendría el bebé de lord Treverton y seguiría embarazada!

Miró la bandeja que iba a subirle a Peony. Había en ella una revista llena de historias sobre romances y de habladurías referentes a las estrellas del cine norteamericano. En la página posterior había anuncios por palabras de cosas «difíciles de encontrar». Los anunciantes tenían apartados de correos, pedían el pago por adelantado y prometían la entrega rápida y discreta de «reguladores femeninos», cuyo funcionamiento garantizaban.

Levantándose con gesto cansino, cogió la bandeja.

No sabía nada de partos, pero pensó que no podía ser demasiado complejo, ya que, después de todo, era un proceso natural bastante sencillo. Había encontrado un libro titulado
El nacimiento en casa,
pero no servía de nada porque era un libro publicado veinte años atrás, a comienzos de siglo, y era tan discreto, que lo más técnico que decía era que ante todo había que «colocar un biombo alrededor de la madre». Así que se guió por sus instintos. Sobre la mesita de noche de Peony había una pila de sábanas y toallas recién lavadas, jabón y una botella de agua esterilizada, una palangana para lavarse, y toallitas con imperdibles para después. Mientras abría la puerta del ático, se recordó a sí misma que, si todo iba bien, el bebé nacería al cabo de uno o dos días, Peony se iría en el tren, sana y salva, y ella, Miranda, haría una visita rápida a la granja de la señora Bates.

Al entrar en la habitación del ático, soltó una exclamación al mismo tiempo que se le caía la bandeja.

Cerrando rápidamente la puerta, corrió hasta la cama y tomó la muñeca de Peony. Primero no pudo encontrarle el pulso; luego, sí, pero era débil.

—¿Peony? —dijo—. ¿Peony?

No hubo ningún movimiento en el rostro blanquísimo de la muchacha. Miranda miró la sangre que empapaba el colchón, el vestido y las piernas de Peony y procuró conservar la serenidad. La muchacha aún vivía. Con movimientos rápidos Miranda la desnudó, la colocó sobre una sábana limpia e intentó cortar la hemorragia.

¿Qué había pasado?

Miranda empezó a temblar. No tenía ni idea de lo que debía hacer. Palpó el abdomen de Peony. El bebé estaba vivo, moviéndose. Entonces observó que se producía una contracción y salía más sangre.

Miranda se levantó de un salto, salió del ático y bajó corriendo a la cocina, donde un chico la miró con ojos sobresaltados.

—Daktari —dijo Miranda, apartándole de su camino. Los demás chicos dejaron su trabajo y la miraron fijamente—. ¡Rápido!

—¿Daktari Hare?

—¡Da lo mismo! ¡Rápido! ¡Dile que es un caso de vida o muerte!

* * *

El despacho del señor Acres era sencillamente una especie de jaula de tela metálica situada al fondo del minúsculo banco, que a su vez consistía en un mostrador provisto de una rejilla y una ventanilla de caja, donde un joven hindú estaba contando dinero.

—¡Doctora Treverton! —dijo el señor Acres, levantándose y arreglándose el chaleco—. Desde luego, no era mi intención hacerla venir con este tiempo. El asunto habría podido esperar hasta después de las lluvias.

—¿Cómo dice usted?

—Ha venido a causa de mi mensaje, ¿no es así?

—¿Qué mensaje?

—¡Qué coincidencia! —le ofreció una silla y se sentó detrás de su mesa de despacho—. Envié una nota al oficial de distrito en Nyeri, pidiéndole que se la hiciera llegar a usted. Se trata de su cuenta bancaria.

Grace le miró con cara de desconcierto.

—¿Qué cuenta bancaria?

El señor Acres echó una ojeada a unos papeles que tenía sobre la mesa, carraspeó y sacó un libro mayor.

—Se ha abierto una cuenta a su nombre, doctora Treverton —se inclinó hacia adelante y abrió el libro—. Aquí está. ¿Ve? Ésa es la suma depositada, quinientas libras. Puede sacar dinero de ella con tanta frecuencia como desee, siempre y cuando no pase de esa cantidad en un período de doce meses.

Grace parpadeó mientras miraba las pulcras columnas de cifras, la línea en que aparecía escrito su nombre.

—No lo entiendo.

—Sí, bueno, ya me figuré que se llevaría una sorpresa. Verá, esta cuenta la ha abierto una persona que depositará quinientas libras anuales para que usted disponga de ellas según juzgue conveniente.

Grace le miró fijamente.

—No lo entiendo. ¿Quién es esa persona?

—No estoy autorizado a dar esa información, doctora. La identidad de su benefactor debe permanecer en el anonimato en lo que a usted se refiere.

Grace le miró. La lluvia caía sobre el tejado de hierro ondulado del pequeño banco, armando ruido en el interior. Apareció una gotera y el joven asiático se apresuró a colocar un cubo en el suelo debajo de ella.

—Señor Acres, no sé qué decirle.

—Me lo imagino. Quinientas libras son mucho dinero.

—¿Y no puede decirme quién lo ha hecho?

—Él anonimato forma parte de las condiciones. Si esa información llegara a conocerse, el benefactor cancelaría la cuenta. Ni siquiera puedo decirle si estos fondos proceden de Kenia o de otra parte.

Grace continuó con los ojos clavados en la página con su nombre y los números detrás del mismo.

«De Kenia o de otra parte. ¿Quién diablos habrá sido?»

Y entonces una voz sonó en su cerebro:

«—Te compensaré de algún modo, Grace —le había dicho sir James la noche en que le hablara de la carta de Lucille a la sociedad misionera—. Te prometo que te compensaré de algún modo.

»—Pero él no puede permitírselo».

El señor Acres la miró por encima de la montura de sus gafas.

—¿Decía usted, doctora?

Grace meneó la cabeza. Claro, James querría que la cuenta permaneciese en el anonimato y, claro también, ella iba a respetar su deseo. Y lo primero que haría, después de decirle al reverendo Masters que hiciese la maleta y tomara el primer tren para Mombasa, sería ir a Kilima Simba y darle la buena noticia a James.

—¡Memsaab Daktari! ¡Memsaab Daktari! —gritó el chico empapado por la lluvia entrando en el banco a todo correr.

—¡Qué significa esto! —exclamó Hardy Acres, levantándose rápidamente.

El cajero asiático intentó sujetar al chiquillo sucio de barro, pero no pudo.

—¡Daktari! —dijo, acercándose entre jadeos a Grace—. La memsaab la necesita en seguida. Dice que es cosa de vida o muerte.
Haraka haraka!

—¿Qué ha pasado?

—¡Venga! ¡Algo malo!

—¿Quién te ha mandado?

—¡Memsaab West!

Grace cruzó una mirada con el banquero. Luego dijo:

—Dile a la señora West que antes tengo que pasar a recoger mi maletín. Estoy en Government Road, en casa de los Millford.

* * *

Cuando Grace finalmente entró en el ático, despojándose del impermeable y dejando caer el paraguas al suelo, encontró a una Miranda frenética que andaba arriba y abajo junto a una cama que, a primera vista, parecía contener un cadáver. En el instante que tardó en cerrar la puerta y cruzar la habitación, los ojos de profesional de Grace captaron dos detalles importantes: que la muchacha de la cama estaba en pleno parto y que de pronto había desaparecido el embarazo de la viuda West.

Grace se sentó en el borde de la cama, abrió el maletín y sacó el estetoscopio.

—¿Qué ha pasado? —preguntó mientras auscultaba primero el pecho y luego el abdomen de Peony.

—Empezó esta mañana…

—Ahora ya casi es de noche. ¿Por qué no llamó antes a un médico?

Miranda guardó un silencio petrificado.

Grace le lanzó una mirada colérica y procedió a examinar a Peony.

Encontró la peor situación posible: la placenta se estaba rompiendo y la pobre muchacha moriría desangrada. Ya era demasiado tarde para llevarla al hospital u operarla; suerte tendría si lograba salvar al bebé. Y tendría que luchar para salvarlo.

—Ya es demasiado tarde para salvar a la muchacha —dijo, haciendo preparativos apresurados para sacar el bebé—. Pero quizá aún pueda salvar al niño —alzó los ojos hacia Miranda—. Eso es lo que usted quería, ¿no? ¿Este bebé?

Miranda tragó saliva y dijo que sí con la cabeza.

«¡Valentine! —pensó Grace mientras desenvolvía rápidamente sus instrumentos esterilizados—. ¡Qué imbécil has sido!»

La noche iba haciéndose larga y oscura; las sombras de las dos mujeres se agrandaban en las paredes y se movían bajo la luz de la lámpara a prueba de viento. La lluvia batía incesantemente las ventanas mientras Nairobi se sumía en un silencio sepulcral. Grace trabajaba con movimientos rápidos, usando sus instrumentos, las sábanas y las toallas. Tenía que cortar el cordón umbilical, que aparecía enrollado en torno al cuello del bebé y cortar la hemorragia, tan incesante como la lluvia. Miranda la ayudaba; estaban sentadas con las cabezas juntas, haciendo todo el trabajo porque Peony ya no podía ayudarlas.

La muchacha murió momentos antes de que el bebé profiriese su primer vagido.

Grace dijo:

—Es un chico.

Y Miranda cayó al suelo, desmayada.

Capítulo 20

Saltaba a la vista que el oficial de distrito Briggs se sentía incómodo.

—Es de lo más extraordinario, lord Treverton —dijo, evitando mirar a los ojos de Valentine—. Un caso muy desconcertante.

Se encontraban sentados en la galería de Bellatu, bebiendo té durante una breve pausa de sol entre aguaceros. Las nubes ya se estaban congregando para soltar otro bendito diluvio sobre las dos mil hectáreas de cafetales de Treverton.

—Al parecer, ocurrió hace cuatro noches —dijo Briggs—. Uno de los chicos de la cocina dijo que la señora West le envió a buscar un médico. La muchacha se llamaba Peony Jones, llegó de Inglaterra hace unos quince meses y trabajaba de doncella en el hotel de la señora West. Su hermana de usted ha confirmado lo que sucedió aquella noche. Por la mañana presentó un informe a la policía.

Valentine mostraba una expresión pétrea, la taza de té olvidada en la mano.

El oficial de distrito se movió nerviosamente y se dijo que ojalá el intrincado asunto no le hubiera tocado a él.

—Como le decía, encontraron el coche de la señora West en la carretera de Limuru, cerca de la granja Bates. La doctora Treverton afirmó no saber nada de ello. En su informe dice que se fue inmediatamente después de que naciera el bebé de la chica. Al parecer, la señora West se fue en coche a Limuru la misma noche en que murió la doncella. No sabemos el motivo del viaje.

Briggs miró de reojo a Valentine, que seguía mostrando la misma expresión, y prosiguió:

—Había un bebé con ella y lo más probable es que fuera el que su hermana ayudó a traer al mundo en el ático. Todavía estaba en brazos de la señora West cuando la encontraron; ambos se habían ahogado en el barro. Parece ser que el coche se encalló, que la señora West intentó recorrer el resto del camino a pie, bajo la lluvia, y que no lo consiguió.

Los ojos de Valentine pasaron por encima de las hileras de cafetos verdes salpicados de flores blancas. Más allá, el monte Kenia se alzaba envuelto en misterio y majestad.

—Pero… lo más desconcertante de todo —continuó Briggs— es que… el bebé que tenía en sus brazos era medio negro. El oficial médico sacó la conclusión de que la doncella había tenido relaciones sexuales con un africano.

Valentine no parpadeó; parecía hipnotizado.

—Hay sólo una cosa más, lord Treverton. El oficial médico también ha dicho que la señora West estaba embarazada cuando murió… de tres meses más o menos.

Valentine miró por fin al oficial de distrito.

—¿Por qué me cuenta todo esto? La señora West no es asunto mío.

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