Bajo el sol de Kenia (19 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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—Me tapas la luz —dijo Grace, y James se echó a un lado.

No era la primera vez que veía sangre; había visto actuar a los cirujanos del ejército durante la guerra, había estado presente en algunos partos, pero nada de todo ello le había preparado para ese espectáculo.

Las manos de Grace volaban. Sus guantes de goma chascaban al coger instrumentos, usarlos, dejarlos caer, coger toallas, esponjas, cortar y coser. El aire en la choza era cálido, cargado, mareante a causa de los vapores de éter. Lucille regulaba tranquilamente el goteo de la anestesia sobre el rostro de Gachiku mientras Grace trabajaba con tal concentración, que el sudor le empapaba la blusa.

A James le pareció que transcurrían horas, pese a que la operación fue rápida. Tenía que serlo. Una vez el bebé estuvo fuera y en las manos de Lucille, hubo que parar la hemorragia y mantener viva a Gachiku. James contempló con ojos fascinados cómo las dos mujeres trabajaban rápidamente, como si juntas hubieran hecho lo mismo cien veces, las cabezas inclinadas sobre la joven, las manos moviéndose velozmente, curando, restaurando. Una vez puesta la última sutura abdominal, mientras Lucille daba suaves cachetes a Gachiku para despertarla, James notó que le dolía la espalda porque la tenía apretada contra la pared de barro.

Finalmente Grace se volvió para mirarle. Había lágrimas en sus ojos, aunque James desconocía la causa.

—James —susurró, y él alargó la mano para ayudarla a levantarse.

—¿Vivirá?

Grace asintió con la cabeza y se apoyó en él. Temblaba entre sus brazos, la piel le olía a yodo y Lysol. Luego recobró el dominio de sí misma y salió al exterior soleado. Los mirones prorrumpieron en exclamaciones de horror; tabú de los tabúes, Grace llevaba en su ropa sangre de otra persona.

—Tienes una hija —dijo Grace a Mathenge—, y tu esposa está viva.

Mathenge miró hacia otro lado.

—¡Escúchame! —exclamó Grace.

El kikuyu se volvió rápidamente.

—¡Mientes!

—Entra y lo verás por ti mismo.

Los ojos de Mathenge se desviaron hacia la choza y luego se posaron de nuevo en la cara de Grace. Ahora no había en él ni rastro de cortesía, de buenos modales. Tenía que demostrar su superioridad sobre la
mzunga
entrometida, que necesitaba a todas luces un marido que le pegara. Bajó los ojos hacia Grace, que le llegaba hasta los hombros, y la amenazó con su fuerza. En los tiempos de las grandes incursiones su padre había raptado a muchas mujeres masai, subyugándolas como a Mathenge le hubiera gustado subyugar a esa memsaab.

Enfurecido, vio que la mujer aguantaba su mirada.

Dentro de la choza Lucille acabó de lavar a la recién nacida y la envolvió con una manta pequeña. Al hacer ademán de acercarse a la puerta, James la detuvo.

—¿Por qué no le puedo enseñar el bebé a su padre? Cuando Mathenge vea…

—La matará. Tenemos que esperar hasta que entre en la choza por voluntad propia. Es la costumbre kikuyu.

Lucille dejó el bebé sobre el pecho de su madre dormida.

Cuando salieron de la choza James y Lucille vieron que una fila de hombres entraba en el recinto; muchos de ellos llevaban todavía martillos y sierras.

James sintió una picazón en la nuca.

—Cielos —susurró—. Tenemos que avisar a la policía del distrito.

La multitud se agitó y los que estaban más cerca se apartaron para que Wachera penetrase en el círculo. La hechicera avanzó lentamente, su mirada malévola clavada en Grace.

—¡La choza está maldita! —exclamó—. ¡Ha sido profanada y hay que quemarla!

—¿Qué? —dijo Grace—. No irás a…

—¡Aquí hay
thahu
! ¡Traed fuego! —la anciana se volvió hacia el esposo de su nieta y dijo—: Tienes que quemar la choza con los cadáveres de tu esposa y tu hija dentro. Luego tienes que matar a estas dos memsaabs que han cometido el sacrilegio.

—¡Un momento! —gritó James, adelantándose—. ¡La mujer y la niña no han muerto! Ve a verlo tú misma, Wachera. Comprobarás que no miento.

—¿Cómo pueden estar vivas? El bebé no podía salir. Lo comprobé con mis propias manos.

—Yo lo he sacado —dijo Grace.

—Nadie tiene poder para hacer eso.

—La medicina del hombre blanco sí lo tiene. ¡Escuchad!

Todos se volvieron hacia la choza, de cuyo interior surgió una especie de maullido. El llanto de un recién nacido.

—¡Pero Gachiku estaba muerta! —exclamó Mathenge—. Lo he visto con mis propios ojos. ¡Tenía el vientre abierto!

—No estaba muerta, sólo dormida. Ve a verlo. Se despertará. ¡Tu mujer favorita, Mathenge!

El jefe estaba indeciso.

—No tienes poder para devolverles la vida a los muertos.

Pero Grace dijo:

—Lo tengo y lo he ejercido.

—Ni siquiera Ngai tiene ese poder —dijo Mathenge, pero su tono era cauto.

Entonces Lucille dijo con voz resonante:

—¡Nuestro Dios sí tiene ese poder! ¡Nuestro Señor murió y volvió a la vida!

Mathenge se puso a pensar, la expresión suspicaz. Luego se volvió hacia Mario.

—Tú adoras al Dios blanco, renacuajo. ¿Es verdad lo que dicen? ¿Él hace que los muertos vuelvan a vivir?

—Así me lo enseñaron los padres de la misión.

Mathenge miró a Grace.

—Pruébalo.

—Entra en la choza y lo verás con tus propios ojos.

Pero el joven jefe no quería dejarse engañar. Sabía que entrar en la choza sería reconocer que pensaba que la medicina del hombre blanco era más fuerte que la suya propia.

—Mataremos a alguien —dijo— y tú le devolverás la vida.

Delante de los excitados espectadores, Mathenge hizo un gesto a Mario indicándole que se acercara, y, al ver que el joven no se movía, dos nombres lo agarraron y le hicieron caer al suelo.

—Matadle —dijo Mathenge.

Uno de los hombres levantó un martillo, y Grace gritó:

—¡Alto! ¡Yo misma lo haré!

—¿Tú?

—Es mi medicina la que pones en duda. Yo he sido quien ha hecho que Gachiku cayera en un sueño como la muerte y quien la ha devuelto a la vida. Querías la prueba de mi poder, Mathenge, del mío.

Se miraron directamente a los ojos durante un momento. Luego el kikuyu asintió una vez con la cabeza y Grace entró en la choza en busca de la mascarilla y el frasco de éter.

Mario temblaba violentamente y en sus ojos se pintó el terror.

—No temas —le dijo Grace en inglés, sonriéndole para tranquilizarle—. Sólo quedarás dormido; luego te despertaré.

—Tengo miedo, memsaab Daktari.

Lucille dijo:

—Confía en el Señor, Mario. No te abandonará —para mayor consuelo, le puso en las manos la Biblia traducida al kikuyu. Mario la sujetó con fuerza.

Una quietud extraña descendió sobre el poblado. Grace se arrodilló junto a la cabeza de Mario, quitó el tapón del frasco, colocó la mascarilla sobre la nariz y la boca del muchacho y vertió lentamente un poco de éter. Al alzarse los vapores penetrantes, todos los espectadores retrocedieron, atemorizados.

Todos vieron que los ojos de Mario se cerraban al mismo tiempo que el cuerpo se relajaba y el libro caía de sus manos. Finalmente Grace se echó atrás y dijo:

—Duerme. Igual que dormía Gachiku.

Mathenge estudió el cuerpo tendido. Luego dio una orden y alguien se acercó con una brasa. Antes de que Grace pudiera impedírselo, Mathenge acercó la brasa al cuello de Mario y la mantuvo allí hasta chamuscar la carne. El joven no se movió.

Un murmullo circuló entre la gente. Entonces Mathenge pidió un cuchillo.

—No —dijo Grace—. No hagas nada más. Ya tienes la prueba que querías. No siente ningún dolor. Duerme más profundamente que durante la noche.

—Ahora despiértalo —dijo el jefe.

Grace se mordió el labio. Como las manos le temblaban, no había controlado la dosis de éter con la precisión requerida. Habían caído varias gotas de más…

—¿Por qué no se despierta?

—Ya se despertará —repuso Grace.

Pasaron unos cuantos minutos y Mario no se movía.

—No veo que esté volviendo a la vida.

—Volverá —Grace se agachó para apoyar una oreja en el pecho de Mario. Oyó los latidos del corazón, lentos y débiles, y se preguntó si le habría administrado demasiado éter. Quizá los africanos, por la razón que fuese, necesitaban dosis más pequeñas.

Mathenge pidió una antorcha mientras Wachera sonreía triunfalmente.

—Esperad —dijo James—. Se necesita tiempo. Tiene que viajar por el mundo del espíritu antes de volver a éste.

Mathenge se lo pensó un poco. Cuando le trajeron la antorcha encendida la cogió con la mano derecha y se dispuso a usarla.

Mario continuaba sin moverse.

James se arrodilló al lado de Grace.

—¿Se le pasará? —preguntó en voz baja y en inglés.

—No lo sé. Quizá esta gente es hipersensible a la anestesia…

—¡Despiértalo ya! —exclamó secamente Mathenge.

Grace golpeó con suavidad la mejilla del muchacho y pronunció su nombre.

—¡Ya veis la medicina del hombre blanco! —exclamó Wachera, y recibió un murmullo de aprobación del gentío.

Un llanto de bebé salió de la choza y cuando Mathenge se volvió hacia allí, la hechicera dijo:

—¡Es un truco! ¡Es el llanto de un espíritu malo que quiere hacerte caer en una
thahul
¡Tu hija ha muerto, hijo mío!

—¡Su hija vive!

—¿Y qué me dices del muchacho que yace a tus pies?

Grace miró la cara de Mario.

«Despierta, por favor —pensó—. Abre los ojos. Muéstrales el poder que tenemos».

—¡Mario! —dijo en voz alta—. ¡Despierta!

James cogió al chico por los hombros y lo zarandeó. Los ojos siguieron cerrados.

—Dios mío —susurró Grace—, ¿qué he hecho?

—Vamos, Mario —dijo James, asestándole un buen cachete—. ¡Despierta ya! ¡Se acabó la siesta!

Disgustado, Mathenge se volvió y echó a andar hacia la choza, sosteniendo la antorcha en alto.

Grace se levantó rápidamente.

—¡No! —chilló—. ¡Tu esposa vive! ¡Entra y tú mismo lo verás!

—Has mentido. Tu medicina no tiene poder. Los antepasados nos han lanzado una
thahu.

Grace reaccionó antes de poder pensárselo. Su mano salió disparada y envió la antorcha volando por los aires en dirección contraria a la choza. Mathenge la miró fijamente, aturdido. Que una mujer pegase a un hombre, a un jefe por más señas…

—Memsaab Daktari —dijo una voz débil.

Todos los ojos se volvieron hacia Mario. Su cabeza se movía de un lado a otro.

—Así me gusta, muchacho —dijo James, sin dejar de zarandearte suavemente—. Anda, despierta. Demuéstrale a esta gente que no mentimos.

Los ojos de Mario parpadearon hasta quedar abiertos. Los clavó en Mathenge. De pronto giró sobre sí mismo y vomitó en el polvo.

—¿Veis? —exclamó Grace—. ¡No os he mentido! Mi medicina es más fuerte que la vuestra.

El joven jefe miró a Grace, luego a la hechicera, después nuevamente a Grace. Por primera vez la incertidumbre se pintaba en sus bellos rasgos.

Cuando por fin echó a andar hacia la entrada de la choza, Wachera se adelantó apresuradamente y le cortó el paso.

—No escuches a la
wazungu,
hijo mío. Significará
thahu.

—Si su dios puede hacer esto, entonces mi nueva hija vive y no hay ninguna
thahu.

Wachera enderezó lentamente su cuerpo envejecido, adoptó una postura de dignidad y se apartó de su camino. Mathenge entró en la choza.

Todo el mundo quedó esperando.

Por fin salió el joven jefe, llevando en las manos el cuerpo desnudo de su hija recién nacida.

—¡Vive! —gritó, alzándola en el aire—. ¡Y mi mujer vive también! ¡Ha vuelto de entre los muertos!

La multitud prorrumpió en vítores.

Mathenge se acercó a Grace, de nuevo con una expresión de orgullo en el rostro. Le entregó el bebé, luego se agachó para recoger la polvorienta Biblia del suelo. La alzó y dijo:

—Me enseñarás sobre tu Dios.

Y la anciana Wachera, la hechicera, se retiró al interior oscuro de una choza.

Capítulo 11

La casa estaba preparada.

Mientras daba los últimos puntos de la mañana, Rose no podía contener su excitación. ¡Era un día hermoso porque el día siguiente se instalaría en la casa nueva!

Se puso a tararear mientras plegaba el marco y se lo entregaba a la chica africana que debía transportarlo. La señora Pembroke puso a Mona, que ya tenía diez meses, en su cochecito y la abrigó bien con las mantas. El resto del grupo lo formaban dos muchachitos africanos, uno que llevaba la cesta de la comida y la sombrilla de la memsaab y otro que se encargaba del mono y los dos loros. Rose llevaba en la mano la bolsa de los hilos y encabezaba la marcha.

En el claro había música: el crujir de las ramas secas y quebradizas de los eucaliptos; el susurro del viento a través de los matorrales altos; y pájaros de colores vivos que revoloteaban entre el follaje, llamándose, cantando, parloteando. Normalmente Rose se resistía a abandonar su lugar preferido, que estaba escondido y protegido por la selva y donde Valentine le había construido una bonita glorieta blanca, pero ese día no le importó irse. Ardía en deseos de empezar los últimos preparativos para el traslado.

¡A Valentine le gustaban tanto las ceremonias! La casa estaba lista desde hacía una semana, los muebles en su sitio, las cortinas colocadas, las alfombras extendidas, el aroma de la pintura fresca perfumando el aire de diciembre. Pero Valentine insistía en que la inauguración se hiciera oficialmente. Los sirvientes llevaban una semana ensayando; africanos risueños que vestían kanzus largos y blancos y chaquetas escarlata habían practicado la ceremonia de alinearse a lo largo de ambos lados de la escalinata que llevaba a la puerta principal. ¡Iban a poner una alfombra roja! Primero entraría Rose con un ramo de flores y Valentine a su lado, luego Grace y los Donald, mientras todos los invitados, reunidos en la calzada circular, aplaudirían.

Rose se estremeció al pensar en ello. Su vestido había llegado hacía dos semanas de Douellet de París, era el último grito y hasta la misma reina lo llevaba. Rose estaba segura de que a los doscientos invitados se les saldrían los ojos de las órbitas al verla llegar en el carrito adornado y subir los escalones.

Aún no había visto el interior de la casa y esperaba con impaciencia el momento de entrar en ella por primera vez. Era lo que la había hecho enamorarse de Valentine cuando él la cortejaba: tenía una aptitud tan grande para lo espectacular, un sentido tan maravilloso de la sorpresa, y organizaba esas cosas de forma tan inteligente.

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