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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (57 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Cuando giró para dirigirse a mí con el propósito de contarme, tal vez, cualquier otro de los intentos de Aguiar o de Núñez para mutilarla, imponerle una censura insoportable, acotarla, limitarla y finalmente matarla intelectual y físicamente, miserables misóginos, ignoro por qué, pero en ese momento cuando ella articulaba una nueva diatriba en contra del arzobispo, no pude contener la presión que muy pronto me haría estallar el pecho y, sin más rodeos, sin posibilidad alguna de contener ni un instante más mis sentimientos, me atreví a hablar a sabiendas de que la mataba por abandonarla y por dejarla indefensa en manos de la Inquisición: «Juana: nos vamos, nos han anunciado el final de nuestra gestión en estas tierras pródigas. Nos volvemos a España», aduje con voz temblorosa pero audible.

Sor Juana permaneció inmóvil durante. unos momentos. De pronto empezó a girar lentamente para encararme. Estaba petrificada como quien se siente herida de muerte antes de desplomarse. No hablaba ni retiraba la mirada de mis ojos. Me veía con horror. No parpadeaba. De golpe perdió la compostura, se rindió. En un santiamén Juana, en ocasiones altiva, sobrada, segura de sí misma, dueña de una gran dignidad, agachó la cabeza cruzando sus manos entre las mangas gruesas de sus hábitos hasta hacerlas desaparecer. Bien sabía yo que había introducido hasta el fondo el afilado estilete florentino atravesándola de un lado al otro. Pronto, sin pronunciar palabra alguna, empezó a agitar los hombros. Las lágrimas abundantes rodaban hasta el suelo. Continuaba enmudecida. Se agitaba por instantes mientras se recargaba contra la ventana como si quisiera asirse de algo estable y fijo. Pronto podría caer de rodillas al piso. Al acercarme para consolarla y abrazarla, estalló en un llanto profundo, doloroso, sonoro, como el de quien acaba de recibir la noticia de la muerte de un ser muy querido, tal vez el más cercano a su corazón, a su vida, a su alma. Al volver a hacer contacto con su cuerpo esa misma tarde, se aferró a mí, como si fuera la tabla de salvación de un náufrago. Berreaba, chillaba inconsolable aquella mujer de casi cuarenta años de edad, el auténtico talento del siglo XVII y de los que estuvieran por venir. No me soltaba. Me estrechaba con una fuerza desconocida negando con la cabeza y pegando su mejilla empapada contra la mía. En ese momento la retiré suavemente de la ventana para que la escena tan dolorosa no pudiera ser vista por la priora o cualquier otra monja desde el patio, en cuyo centro se encontraba una fuente labrada en cantera que también hacía las veces de pozo artesiano. Ninguna de ellas entendería lo que en realidad acontecía en la celda de Sor Juana... La sola imagen a la distancia podría ser la fuente de rumores perniciosos.

Ella creyó que la conducía de regreso hacia la silla de palo para ayudarla a recuperar su fuerza, cuando únicamente deseaba apartarla de los ojos de las curiosas y maldicientes. Caminaba arrastrando los zapatos como lo haría una viuda desamparada porque no siendo suficiente el doloroso sentimiento de vacío originado por la pérdida de su marido, éste se había llevado a la tumba las llaves de la alacena. En lugar de sentarse, volvió a rodear mi cuello con sus brazos en tanto suplicaba con la voz pastosa:

—No te vayas, Lysi, no te vayas, sin ti no habrá valladar que contenga a estas fieras, además te necesito aquí, a mi lado, cerca de mí. ¿Qué haré conmigo cuando ya no te pueda ver? ¿De dónde me sujetaré?

—Nos escribiremos, reina mía, lo juro —contesté constatando mi orfandad espiritual sin apartarme de ella y sintiendo el contacto indescriptible de sus senos apretados firmemente contra los míos. Había abrazado a muchas mujeres sin que la mente me traicionara con esa exquisita percepción.

Coloqué entonces mis manos a ambos lados de sus mejillas humedecidas. Nuestras frentes hacían un gratificante contacto. No nos decíamos nada y nos lo decíamos todo. Le acariciaba el rostro y sufría con ella el daño ocasionado por mis palabras. Sentí entonces un enorme nudo en la garganta. Se despertaron los poros de mi piel. A la respiración des acompasada siguió una sensación de asfixia mientras mis ojos se anegaban y me resultaba imposible articular palabra alguna. Sor Juana continuaba sin hablar, tal vez por pudor. Estaba deshecha sin que yo pudiera consolarla. Me sentía impotente; inútil y torpe. Víctima de un impulso ininteligible, algo realmente tan inesperado como incontrolable, posé suavemente mis labios sobre los de ella, cubiertos en su totalidad de saliva y lágrimas. El contacto la estremeció y por un momento intentó retirarse, pensó en rechazarme, sin embargo, la contuve con una fuerza sutil y cariñosa. Sor Juana apretó su boca contra la mía. Dejó de gimotear. No lloraba. Sus manos ahora cubrían mi cara como quien sostiene un cáliz sagrado o detiene entre las palmas la figura de lana virgen recién retirada de un altar. Bien pronto sus respuestas fueron más intensas que mis iniciativas. Se abría una gigantesca compuerta de afectos retenidos. En la caudalosa catarata se precipitaban pasiones enclaustradas, poderosos deseos carnales inconfesables, indomables, sofocados con plegarias, ímpetus feroces silenciados que caían sobre mí como gotas cristalinas, tibias, celestiales, inundándome de placeres que justificaban toda una vida.

Nunca nadie la había tocado. Ningún varón se había atrevido a tratar de seducirla veinte años atrás, cuando aquella hermosa y sorprendentemente talentosa chiquilla vivía en el Palacio de los Virreyes durante el reinado de los marqueses de Mancera. Había escapado a lo largo de dos décadas de las relaciones amorosas con el sexo opuesto buscando el debido consuelo y la paz espiritual a través de las oraciones, de las flagelaciones y la poesía. Ahora descubría una realidad distinta. Su pubis, adherido al mío, latía aceleradamente como un poderoso corazón ubicado en su entrepierna. Sus senos se habían endurecido en un solo instante mientras su lengua exigía trenzarse con la mía, enroscarse, hundirse en mi boca. Nos fundíamos. Nos convertíamos en una sola persona. Entendía mis sentimientos. Ahora sabía por qué no encontraba la plenitud ni lograba saciar una sed devoradora a través de sus versos ni de su simple presencia física ni de sus declaraciones amorosas encubiertas ni de los ánimos que me infundía a través de sus mensajes llenos de metáforas que sólo yo podría comprender. Nunca había sido mía, ahora lo era y lo sería para siempre. Lo supe cuando, sin dejar de besarla, palpé sus senos escondidos tras de sus hábitos sin explicarme por que no había captado antes esa necesidad, la de tocarla, la de tenerla en mis brazos, la de estrecharla y recorrerla con mis manos llenándome de ella, dejándome invadir por una nueva sensación que yo nunca me había atrevido a vivir con ser humano alguno que no fuera mi marido, mi adorado Tomás, el virrey, el único hombre de mi vida. Jamás habría otro, eso lo sabía yo porque había jurado con sangre serle fiel hasta después de la muerte sin permitirle el acceso a mi lecho a ningún otro varón en cualquier tiempo... Él siempre sería el único.

¿Por qué nunca había querido frotar mi pubis contra el de otra mujer? ¡A saber! Ahora lo deseaba. Era amor, amor puro, sin limitaciones territoriales, sin espacios prohibidos. Nos acercamos a la puerta de entrada, contra la que ella se recargó mientras yo hacía girar discretamente la llave. Muy pronto desvestí a Sor Juana sin pronunciar palabra alguna. Sus hábitos cayeron a un lado, mientras mi indumentaria real se deslizaba al opuesto. Sus pezones rosados, jamás besados ni vistos por hombre alguno, me invitaban a besarlos en silencio. Jamás habían amamantado. Sus senos tampoco habían asomado atrevidamente por medio de un generoso escote para despertar el gusto por la lujuria de cualquier varón admirador de la belleza femenina durante las cenas de gala en nuestro palacio. Su piel blanca, sedosa, intacta, no dejó de sorprenderme. Su dieta rigurosa le impedía precipitarse en la obesidad. Esos pequeños botoncillos que coronaban sus pechos bien podrían haber sido fuente prodigiosa de inspiración para conquistar continentes, armar ejércitos, nutrir arcas, apoderarse de tesoros, expandir imperios; permanecían erectos y desafiantes para acariciarlos hasta hartarme. Eran míos, absolutamente míos. Pensaba yo en Miguel Ángel cuando hacía descender a su modelo del
David
para devorarlo a besos, tenerlo, poseerlo y agotarlo, después hacerlo subir a su histórico pedestal desde el que asombraría al mundo entero. Mi David era Juana, mi Juana, mi reina, mi sol, la dueña de mis sentimientos, de mis pensamientos, de mi corazón y de mi espíritu.

Aun cuando mis pechos se estaban marchitando después de haber amamantado a tres niños, la animé a rodearlos cuidadosamente con sus manos, a tomarlos para compartirnos hasta el delirio. Se dejó conducir, perdía, gradualmente la timidez, entendía la importancia de este momento inolvidable. Tocó mi entrepierna, descubrió audazmente mis humedades, me sujetó por las nalgas, me estrechó el talle hasta rodar por el suelo en donde, en pocos momentos, nos desplomamos sin separar las bocas. ¡Claro que ella había esperado ansiosamente este momento! Por supuesto que lo debía de haber idealizado y soñado en su más recóndita intimidad, pero ¿se habría atrevido a confesárselo a un sacerdote a pesar de ser un pensamiento pecaminoso que atentaba en contra de su pureza reservada únicamente al Señor? ¡Qué más daba! Vencía mis resistencias internas y alcanzaba la plenitud tan intensamente buscada, la ininteligible, la supuestamente inaccesible plenitud. Miguel Ángel nunca pudo comer un brazo de mármol blanco purísimo de su
David
ni una pierna de su
Moisés
, pero yo sí podía devorar a Sor Juana, una creación de Dios en la que no podía competir inteligencia ni talento humano alguno. Julio César, el emperador, o Alejandro Magno, ¿eran acaso menos hombres porque compartían el lecho con honorables prisioneros o con sus comandantes o con sus protegidos o simplemente con sus amantes? Pues que lo sepa todo el mundo: Sor Juana no perdería nada de su genio ni de su reconocimiento universal por haber amado a una mujer como yo dentro del más hermético de los secretos. ¿O acaso moriría sin haber amado? ¿No había dicho Jesús: amaos los unos a los otros?

Después de unos gemidos casi inaudibles que parecían interminables, un agasajo para nuestros oídos, yacíamos la una frente a la otra sobre un tapete tejido a mano por indios tlaxcaltecas. Todo transcurrió en el tiempo que lleva exhalar un suspiro. Desfallecíamos de la emoción. Sor Juana hubiera deseado penetrar por mi boca, hundirse en mis carnes y perecer engullida completamente dentro de mí. Yo guiaba sus manos inexpertas, ella me dejaba hacer. Nos abrazamos, nos besamos, nos estrechamos con toda la fuerza de que éramos capaces. Cada una chupaba los dedos de la otra mientras nuestras lenguas recorrían una y otra vez los cuerpos sudorosos que se arqueaban al tacto de los labios de la misma manera en que encogíamos los hombros y se crispaban los ojos al percibir el aliento de la otra en los oídos. Cuando apreté mi muslo derecho contra su entrepierna y lo froté de manera arrebatada, brutalmente sentí cómo se retorcía la monja y contenía un grito de placer que hubiera remontado todos los confines territoriales de la Nueva España. Apretó las quijadas y se llevó las manos a la frente como si la cabeza le fuera a estallar en mil pedazos. Invocó a santos, herejes, beatos, vírgenes y apóstoles... Convocó a toda la divinidad al percibir por primera vez este delicioso elixir de amor. Giró, se retorció, se convulsionó en silencio, suplicó, gimió como una fiera herida antes de caer desfalleciente dando sus espaldas contra el tapete que amortiguó el golpe. ¡Cuánto tiempo transcurrió antes de que mi monja recuperara la respiración extraviada! Un homenaje a nuestra relación. Una obra maestra entre enamorados. Una maravilla equivalente a un millón de poemas, los mejores versos de la existencia, la mejor obra de arte imaginada y creada por Dios para el interminable disfrute de su humanidad... Cuando pudo volver a hablar se dio cuenta de que había llegado mi turno. Bien pronto me vi bajo una lluvia de estrellas. Nos habíamos encontrado. Rara vez escuchábamos los pasos de las monjas dirigidos a cualquier parte del convento. No nos avergonzábamos. Nunca nadie conocería este histórico hallazgo.

Abrazadas, tensadas, Sor Juana me exigió que no regresara a España, me necesitaba ahora más que nunca porque ambas habíamos confesado nuestros sentimientos; dijo que no entendería su vida sin mí, más aún porque había descubierto el gran tesoro reservado a los privilegiados hijos de Dios: el amor en cualquiera de sus formas y expresiones. Aseguró que deseaba tenerme para siempre al alcance de la mano; que ella no estaba dispuesta a violar sus votos de clausura no únicamente por temor a Dios, sino porque una mujer poetisa como ella sería una formidable candidata a la pira por sus publicaciones, y que el convento y los virreyes le daban la protección necesaria para continuar su obra sin que lo anterior, obviamente, no significara correr ciertos riesgos. Era mejor estar dentro de la organización eclesiástica y tener apoyos políticos poderosos externos, que fuera de ella sujeta a los caprichos de los arzobispos y confesores impíos, además de otros bichos de la misma ralea. Me pidió que no me fuera, que no la abandonara, que hablara con don Tomás para que se quedara en la Nueva España haciendo negocios fuera ya de su cargo, pues Dios que todo lo sabía, no podía ignorar lo nuestro, y que si nos había dado semejantes prendas físicas y sentimientos era para que los aprovecháramos y los disfrutáramos, de otra suerte, ¿para qué tener dichas dotes de origen divino si no era para gozarlas y explotarlas? Suplicó que guardáramos en escrupuloso secreto lo nuestro, que observáramos la máxima discreción, que no dejara de ver por ella y siguiera conteniendo a Aguiar y Seixas, el peor enemigo de las de nuestro sexo. Que no, que no la abandonara ni volviera jamás a la metrópoli; exclamó que yo le pertenecía y que sin mí moriría o la matarían... Ya ni siquiera le dije que nuestro sucesor sería el conde de Monclova, militar despiadado enviado ex profeso a combatir piratas y mejor conocido como
Brazo de Plata
, ¡y no en vano...! El horizonte era desolador.

Días después recibí estos versos que me traspasaron el alma con el mismo estilete que yo había utilizado para anunciarle mi regreso a España:

¡Ay, mi bien, ay prenda mía,

dulce fin de mis deseos!

¿Por qué, me llevas el alma,

dejándome el sentimiento?

Acuérdate que mi amor,

haciendo gala del riesgo,

sólo por atropellarlo

se alegraba de tenerlo.

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