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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (33 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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La conciencia recordaba los cargos, uno a uno, sin reparar en el número de acusaciones.

—Me los sé todos —dijo la voz sin compadecerse ante un Villa mudo e impávido—. Haz memoria de cuando baleaste a Aurelío del Valle, el hacendado de Guadalupe de Rueda y a su amigo José Martínez, al igual que cuando asesinaste, después de torturar, a Alejandro Muñoz o cuando atacaste con tu banda el Rancho San Isidro en el distrito de Hidalgo, acabando con la vida de su dueño y de su hijo, al que además le robaste mil pesos. ¿Qué tal cuando mataste a Domínguez, el capataz de la hacienda de Chavarría o cuando ordenaste fusilar, cerca de Casas Grandes, a muchos prisioneros colorados, a los que mandaste formar de tres en fondo para que con una bala cayeran tres? Había que cuidar el parque, ¿no?

Villa se sacudía el polvo, golpeando el sombrero contra su rodilla.

—¿Cómo no iba a estar aterrorizada la pobre chiquilla si se sabía que enterrabas viva a la gente? —continuó hablando la voz, en términos imperativos—. ¿No te parece que está justificado el miedo que te tiene la gente si tú mismo, con tu cuchillo, degüellas vaqueros o los entierras vivos o los mandas fusilar por un quítame estas pajas, sin olvidar a la gente que ahorcaste luego de torturarla? Rápido te convertiste en un bandolero muy reconocido, tan reconocido como temido, miedo al que no podía escapar tu gran Luz, tu Lucecita.

—Todos los que me chingué se la ganaron a pulso.

—Bueno, bueno, ahora explícale a Luz que eres una Carmelita Descalza, el juez supremo que se dedica a impartir justicia en el mundo cuando se sabe que eres un asesino, un ladrón, un roba vacas y un mujeriego empedernido que no dejaba títere con cabeza.

—Yo mato a la gente que estorba el bienestar de mi raza, el bienestar de mi pueblo, a los que estorban los mato, no los asesino, los mato para que sobreviva la gente que realmente tiene derecho a gozar del bienestar social —alegó convencido de la pertinencia de sus argumentos—, y, además, tú dirás lo que quieras, pinche vocecita insoportable, pero Luz, esa gallinita, vino a caer directamente en mi cazuela en 1911. Reconozco que las viejas se me dan.

—De eso yo soy testigo, demonios, ya volveremos a ellas, pero dime, ahora que hablamos de Revolución, el movimiento armado te tuvo que caer del cielo, ¿no? Imagínate nada más, un país de por sí sin ley y sin autoridad y de pilón metido en una guerra civil, en el que podías hacer todo lo que se te diera la gana, desde matar hacendados y violar a sus hijas hasta asaltar diligencias, trenes, pueblos y ciudades, asesinando a toda persona que simplemente te cayera mal o que se negara a entregarte sus bienes, porque, ¿quién se iba a atrever a pedirte cuentas? Claro que te encantó encontrarte con Francisco I. Madero a finales de 1909 para pedirle perdón por todas las tropelías que habías cometido. Era tu momento de reconciliación, porque si lograba derrocar a Porfirio Díaz ya no tendría ningún sentido tu carrera como bandido, además de que podrías ingresar al ejército mexicano y gozar de los privilegios de los grados militares después de haber matado a muchos
rotitos
, a muchos
perfumados
y, sobre todo, a muchísimos
pelones
, ¿no?

—¡Claro, clarísimo! La Revolución se hizo pa' hacer justicia e imponer el orden. Era el mejor momento para que nuestra raza, una raza de hermanos, construyera el país que todos créibamos merecernos. ¿A robar? ¡A robar! ¿A conseguir mecate para colgar a los hacendados? ¡A colgar hacendados!, y que el pueblo recuperara todo lo que nos habían quita o durante siglos. Teníamos que educarnos, teníamos que poder leer libros como los ricos, comer como ellos, tener buenos médicos como ellos, tierra, ropa, agua caliente, techo, cucharas y tenedores, sillas como ellos para no comer en el piso. En fin, podríamos ir al teatro y a la ópera, ¿por qué sólo ellos? A nosotros nos tocaba comer caliente, era la hora. Si algo provocó la revolución fue facilitar el camino a la venganza, porque sólo la venganza podría devolvernos la paz con la que podremos vivir ya sin rencores. Mientras más perjumaditos matemos, más paz...

—Ahora resulta que quienes te llaman bandido están en un error porque los verdaderos ladrones son los gobernantes del estado de Chihuahua o los de Durango y los hacendados; ellos se escudan en la ley para robar o explotar. ¿Tú, a su lado, eres un caballero?

—¡Por supuesto que yo al lado de esos señores soy un caballero!

Yo robo pa' repartir y ellos roban pa' enriquecerse.

—¿Por eso, por justiciero, te perdonó Pancho Madero cuando te vio llorar en 1911? Se conmovió el futuro presidente con tus lágrimas, ¿cierto? Porque de que eras chillón, eras chillón...

—A veces me emocionaba demasiao.

—¿A veces? Acuérdate cuando murió tu madre y llorabas como un menor de edad de la misma manera en que lo hiciste cuando fallecieron algunos de tus hijos y tu hermano, Antonio, o cuando le contaste tu vida al presidente Madero pa' que después te indultara, parecías plañidera, o cuando te arrepentiste, tiempo después, de haber intentado matar al propio Madero y ya te iban a fusilar... ¿Ya ni te acuerdas cómo palideciste y pedías perdón, según te colocaban a espaldas del paredón? Cuando te perdonaron, te apuesto que tenías los pantalones empapados.

—Exageras...

—No, no exagero, ¿o exagero si te recuerdo cuando Victoriano Huerta te condujo, escoltado y a empujones, al patíbulo, y a gritos le pediste clemencia? Le suplicaste de rodillas en presencia de tus propias tropas que no se te arrancara la existencia, ¡carajo...! ¿Qué era eso...? ¡Qué vergüenza me diste ese día! Imagínate lo que quedó de tu prestigio ante tu gente. Lloraste durante la Convención de Aguascalientes al leer tu discurso, que quién sabe quién te redactó: «Ustedes van a oír de un hombre enteramente inculto las palabras sinceras que le dicta el corazón... Francisco Villa no será la vergüenza de los hombres conscientes porque será el primero en no pedir nada para él» y seguiste llorando mientras jurabas al oído de Obregón aquello de «la historia sabrá decir cuáles son sus verdaderos hijos». Es claro que te gustaba gimotear. Volviste a hacerlo cuando mandaste fusilar a toda la familia Herrera en un panteón. Había que llorar un rato antes de asesinarlos, ¿no? Lloraste hasta perder la voz cuando le perdonaste la vida a O bregón en tu casa y todavía lo invitaste a tu mesa a la voz de «vente a cenar compañerito, que ya todo pasó» .. Llorabas y volviste a llorar como cuando le contaste tu vida a Luz, al igual que cuando la visitaste en su casa y descubriste que no la habían secuestrado ni menos ultrajado, como te habían dicho. ¿Ya se te olvidaron los berridos de chivo a medio morir que diste cuando ayudaste a bajar los restos de Abraham González, después de haber dejado sobre su tumba una corona de flores frescas o los que soltaste al saber que mi general Felipe Ángeles había sido traicionado y fusilado por órdenes del
Barbas de Chivo
? ¿Qué me dices del llanto derramado cuando se ahogó Rodolfo Fierro, ese otro criminal de tus preferencias, al tratar de cruzar un río con las alforjas y los bolsillos llenos de monedas de oro que lo hundieron hasta el fondo a pesar de los manotazos desesperados que daba a diestra y siniestra? Entonces, ¿llorabas o no llorabas?

Sin contestar la pregunta y dispuesto a cambiar el tema, Villa explicó que don Pancho Madero era todo un caballero, un iluso al que en muchas ocasiones le había faltado visión y pantalones para poder sacar adelante el país que había heredado. Sus dudas, su fragilidad y su buena fe le habían costado la vida. Nunca aprendió a descifrar las verdaderas intenciones de quienes lo rodeaban. No conocía a sus semejantes. Nunca debió haber creído en Francisco León de la Barra, un porfirista camuflado, ni mucho menos acceder a prestarle la presidencia en lo que él tomaba posesión. ¡Imagínate nada más! Ni tenía que haber confiado en Victoriano Huerta, sobre todo cuando Gustavo Madero ya había descubierto la traición. Gustavo lo sabía todo, tanto que llevó al
Chacal
, preso y desarmado, a Palacio Nacional y se lo entregó a su hermano, sólo para que Francisco le dijera aquello de: «tiene usted veinticuatro horas para demostrar su lealtad a la República». ¿Resultado? Al otro día mató a Gustavo y encarceló al propio presidente para, después, mandarlo asesinar.

—Iluso o no iluso te perdonó y hasta se atrevió a hacerlo por escrito. A ti, por lo visto, también te creyó. Lo convenciste con tus lágrimas. Imagínate si sería candoroso, que te regaló este texto para la historia:

Al distinguido señor coronel Francisco Villa equivocadamente se le atribuye haber sido un bandido en los tiempos pasados, lo que pasó es que, uno de los hombres ricos de esta región, quien por consiguiente era uno de los hombres favoritos de estas tierras, intentó la violación de una de las hermanas de Villa, éste la defendió hiriendo a este individuo en la pierna. Como en México no existe la justicia para los pobres, aunque en cualquier otro país del mundo las autoridades no hubieran hecho nada contra Pancho Villa, en nuestro país éste fue perseguido por ellas y tuvo que huir en muchas ocasiones y tuvo que defenderse de los rurales que lo atacaron, y fue en defensa de sí mismo como él mató a algunos de ellos. Pero toda la población de Chihuahua sabe que nunca robó ni mató a ninguna persona, sino cuando tuvo que acudir a la legítima defensa.

FRANCISCO I. MADERO

—Madero decía que la prueba de que habías sido un hombre estimado en Chihuahua, estaba en que habías logrado organizar a cerca de quinientos hombres disciplinados que te respetaban. Y que si se te había dado el grado de coronel, no es porque se tenga necesidad de sus servicios, sino porque ha sido considerado digno de ese título. ¿Te imaginas? O don Pancho te quiso mucho para nombrarte coronel o supiste engatusar a quien después sería el presidente de la República. ¿Quién no lo engatusaba, no...?

—Sí, la verdad hicimos muy buenas migas hasta que me di cuenta de que andaba flaqueando cuando Orozco y yo estábamos tomando Ciudad Juárez. Nosotros seguimos los combates a pesar de que él ordenó la suspensión de los ataques. Lo ignoramos. Yo percibía su miedo. Continuamos aventando balazos y bombas hasta tomar la plaza y convencer a Porfirio Díaz, con la derrota, de que estaba perdido, tan perdido que al poco tiempo renunció a la presidencia de la República. Si nosotros hubiéramos obedecido las instrucciones de Madero, jamás hubiéramos tomado Ciudad Juárez ni hubiéramos acabado con el tirano después de más de treinta años de dictadura. La plaza cayó a pesar de Madero, un hombre que quería cocinar unos huevos rancheros siempre y cuando no se rompiera el cascarón: «Si quiere mantenerse en el poder, señor presidente, tendrá que colgar a todos los políticos del régimen porfirista, porque si no ellos nos van a cortar el pescuezo», le advertí. Ya él se lo cortaron antes que a nadie por crédulo...

Tan pronto renunció Porfirio Díaz a la presidencia de la República y concluyó la oprobiosa dictadura de más de tres décadas, y mientras el tirano se dirigía a Veracruz para abordar el
Ipiranga
, Pancho Villa se dispuso a cumplir su compromiso con Luz Corral. Deseaba contraer nupcias con ella a la brevedad. En cuanto llegó a San Andrés, se dirigió a la casa de la familia Corral para externarle sus respetos antes que a su propia novia. Intentaba conducirse con absoluta transparencia para demostrarle a su futura suegra la pureza de sus intenciones. Presumió su nombramiento como coronel del ejército mexicano suscrito por el propio Madero. Traía consigo su hoja de servicios, así como su baja, pues estaba cansado de la vida errante y soñaba con formar un hogar y dedicarse a las rudas tareas del campo. Madero lo había premiado con diez mil pesos para iniciar su nueva vida al lado de Luz, que si bien, como él decía, «no tendría riquezas, pero la
Güera
tampoco pasaría penurias a mi lado».

Decidido a no perder ni un minuto más, Villa dispuso lo necesario para que el enlace civil se llevara a cabo el 29 de mayo de 1911. Su sorpresa fue mayúscula cuando Luz, Lucita, Lucecita, le hizo saber su deseo de entrevistarse con el cura Muñoz, el sacerdote más popular del pueblo, para celebrar la ceremonia religiosa. Una vez sentado en la sacristía, el Centauro se dirigió al cura: «Mire, para confesarme necesita usted por lo menos ocho días y como usted ve, está todo arreglado para que la boda sea mañana. Además necesitaría tener un corazón más grande que el mío para decirle todo lo que el Señor me ha dado licencia de hacer; pero si gusta póngale a montón que iguale, absuélvame y arreglados...».

Las palabras de Pancho —aducía Luz de alguna manera sorprendida— me parecieron heréticas en esos momentos. El buen cura se alejó sin querer oír más. A la mañana siguiente, a las once, nos casamos. Apenas habían transcurrido tres días de la renuncia de Porfirio Díaz. Pancho, mi Pancho estaba más dichoso que nunca. Pocas veces lo volví a ver tan feliz. Él, un pobre peón, roba vacas, se sentía parte de la historia y sin duda lo era. Había ayudado a cambiar el destino trágico de la patria.

Organizamos entonces en la casa un breve convivio reservado para la estricta familia y los más cercanos colaboradores de Pancho. Mi mamá preparó un buen mole de olla servido con frijoles y tortillas hechas en casa, además de tiras de carne asada, acompañadas de guacamole, totopos y una enchiladas rellenas de pollo cubiertas con salsa verde bien picante, como le gustaban a mi ya, en aquel entonces, marido. Pancho, como siempre, se abstuvo de beber alcohol, si bien brindaba con agua de limón o de chía. Estaba rebosante. Siempre que yo buscaba su mirada me encontraba con la suya: él se había adelantado. Invariablemente me enviaba un guiño o un beso. No dejaba de mirarme. Cuando se acercaba me draba discretamente de la falda diciéndome al oído:

—Ya te quiero quitar todos estos trapos, güerita, ya me anda... ¿Cómo ves si damos por terminada la fiesta y nos encerramos tres días, reinita?

—No seas hijo de la chingada, Pancho, los invitados merecen respeto, además todos son de los nuestros.

Mi marido disfrutaba mucho las malas palabras cuando yo las pronunciaba. El primero que se escandalizaba y reventaba en carcajadas al oírme hablar era, sin duda, Rodolfo Fierro, a quien conocí más tarde sólo para descubrir la crueldad de que era capaz.

—¿Cómo es posible que una chamaquita tan chiquita, con ojos azules tan bonitos, pelo trigueño, una mujercita de su casa, hable como verdulera? —me preguntaba Pancho al principio de nuestra relación.

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