Arrebatos Carnales (13 page)

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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

BOOK: Arrebatos Carnales
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El último día de octubre de 1866, Porfirio Díaz conquistó la ciudad de Oaxaca. El imperio francés se desmoronaba. Carlota ya se encontraba en Europa dispuesta a arrodillarse ante Napoleón III para que no retirara sus tropas del territorio mexicano, según cuenta la leyenda, mientras Juárez soñaba con un pelotón de fusilamiento para escarmentar al regio archiduque austriaco. «Quien se vuelva a meter con México correrá la misma suerte...» Mientras Díaz planeaba su próxima campaña se reencontró con Delfina ya convertida en mujer, Quedó cautivado. Atusándose el bigote, la recorrió en silencio de arriba abajo. Sonrió esquivamente. Acto seguido, dio varias vueltas alrededor de ella. Tomó su trenza entre los dedos y se la llevó a la nariz. Olía a agua de rosas. Cerró los ojos, en tanto pensaba en la difunta, su hermana Manuela, a la que tantas veces había llorado en silencio. «Porfirio, es tu sobrina, una menor de edad, te condenarás. El presidente Juárez te escupirá a la cara, perderás prestigio, te harás fama de degenerado, es una chiquilla que, además, tiene tu propia sangre.» Sólo que mientras más pensaba en lo prohibido de semejante relación, más deseaba desabotonar su blusa para descubrir lo que nunca nadie había descubierto ni mucho menos tocado. Ese privilegio, bien lo sabía, estaba reservado para hombres bravíos, como él, para los elegidos. Un día palparía todo ese trabajo que el tiempo y la naturaleza habían preparado para él y para nadie más.

Pasearon por la Plaza de Armas, a la vista de todo Oaxaca sin tomarse de la mano. Nadie pensó en la pareja, sino en el tío cariñoso que viene a consolar a la huérfana que su padre, un perverso, había abandonado. ¿Cuándo pasó por la mente de Manuel Ortega que su yerno, un capitancillo oaxaqueño o generalito, lo que fuera, iba a llegar a ser nada menos que presidente de la República? Ninguno de los dos olvidaría que mientras daban una y otra vuelta conversando e intercambiando miradas, la banda de la ciudad interpretaba el vals La Golondrina, la pieza musical que ambos adoptarían y que sería para siempre una de las favoritas de Porfirio Díaz.

El país vivía un momento crítico y, por lo tanto, reclamaba la presencia de sus mejores hombres. Díaz se vio obligado a reintegrarse al servicio militar llevándose en la boca el sabor de un beso esquivo que se dieron involuntariamente, en apariencia, en el momento preciso de la despedida. Tirado sobre un catre o sarape, a veces a la intemperie durante las noches interminables de campaña para destronar a Maximiliano, se humedecía los labios con la lengua o se los mordía delicadamente como si se trataran de los de Fina, que de pronto se había convertido en obsesión. Ninguna otra hembra acaparaba sus pensamientos como esa mujer, sin importar que fuera su sobrina. En el caso de haber Juicio Final, él se encargaría de dar las debidas explicaciones a Manuela, y al Señor, claro está... El corazón no entiende las respuestas de la razón.

El 18 de marzo de 1867, cuando dirigía el sitio de la ciudad de Puebla, antes de convertirse en el héroe del 2 de abril, Porfirio se decidió a escribirle una carta a su sobrina Delfina, en la que le confiaba abiertamente y sin más, todos sus sentimientos y sus planes de hacer una vida en común con ella:

Querida Fina:

Estoy muy ocupado y por eso seré demasiado corto no obstante la gravedad del negocio que voy a proponerte a discusión y que tú resolverás con una palabra.

Es evidente que un hombre debe elegir para esposa a la mujer que más ame entre todas las mujeres si tiene seguridad de ser de ella amado, y lo es también que en la balanza de mi corazón no tienes rival, faltándome de ser comprendido y correspondido; y sentados estos precedentes no hay razón para que yo permanezca en silencio ni para que deje al tiempo lo que puede ser inmediatamente. Éste es mi deseo y lo someto a tu juicio, rogándote que me contestes lo que te parezca con la seguridad de que si es negativamente no por eso bajarás un punto en mi estimación, y en ese caso te adoptaré judicialmente por hija para darte un nuevo carácter que te estreche más a mí, y me abstendré de casarme mientras vivas para poder concentrar en ti todo el amor de un verdadero padre.

Si mi propuesta es de tu aceptación, avísarne para dar los pasos convenientes y puedas decírselo a Nicolasa, pero si no es así, te ruego que nadie sepa el contenido de ésta, que tú misma procures olvidarla y la quemes. No me propongas dificultades para. que yo te las resuelva, porque perderíamos mucho tiempo en una discusión epistolar. Si me quieres, dime sí, o no, claro y pronto. Yo no puedo ser feliz antes de tu sentencia, no me la retardes.

Mas a lo sublime del amor hay algo desconocido para el idioma, pero no para el corazón, y para no tocar lo común, en él me despido llamándome sencillamente tuyo.

PORFIRIO.

Delfina le respondió el 24 de marzo en los siguientes términos:

Mi muy querido Porfirio:

Tengo ante mis ojos tu amable carta de fecha 18 del presente. No sé cómo comenzar mi contestación; mi alma, mi corazón, y toda mi máquina se encuentran profundamente conmovidos al ver los conceptos de aquélla. Yo quisiera en este instante estar delante de ti para hablarte todo lo que siento y que mis palabras llegaran a ti tan vivas como son en sí, pero ya que la Providencia me tiene separada de tu presencia, tengo que darte la respuesta tan franca y clara como tú me lo suplicas, pero me permitirás el que antes te diga que varias reflexiones me ocurren, que pudiera exponértelas previamente, pero sacrifico este deber sólo porque te quiero dar una prueba de que vivo tan sólo para ti, y que sin perjuicio de que alguna vez tenga derecho a explicarte las citadas reflexiones, me resuelvo con todo el fuego de mi amor a decirte que gustosa recibiré tu mano como esposo a la hora que tú lo dispongas, esperando que mi resolución franca la recibirás no como una ligereza que rebaje mi dignidad, sino por no hacerte sufrir incertidumbres dolorosas.

Nada de esto sabe tía porque no me pareció el decírselo yo, sino que tú se lo digas. En caso de que dispongas cualquier cosa, te suplico que sea por conducto de nuestro pariente Pepe Vaverde, pues sólo en éste tengo confianza.

Te ruego que te cuides mucho sin ajar tu buen nombre y, entre tanto, saber que es y será tuya,

DELFINA

Porfirio no ignoraba que en cualquier momento aquella voz ensordecedora le enrostraría el contenido de aquella misiva.

—A ver, a ver, ¿cómo estuvo eso de que si la respuesta es negativa, «en ese caso te adoptaré judicialmente por hija para darte un nuevo carácter que te estreche más a mí, y me abstendré de casarme mientras vivas para poder concentrar en ti todo el amor de un verdadero padre»? ¿ Qué, qué...? ¿Debo entender que estabas dispuesto a adoptar a quien, al mismo tiempo, le proponías matrimonio? Si tu sobrina no te aceptaba como marido, ¿la adoptarías como hija sin casarte con ella para poder darle todo el amor de un padre? ¿No te parece, Porfirio, hijo mío, que existe una clara confusión de sentimientos? Si accedía a tus deseos, ¿entonces cambiarías de actitud y te irías a la cama con ella en lugar de contarle un cuento de hadas a tu hija adoptiva? O la haces tuya como Yo mando o aplastas un cacho de chocolate en el metate para revolverlo con leche y obsequiárselo a la niña antes de dormir. ¡Escoge y decídete! La personalidad del padre es incompatible con la del amante, ¿no crees? Eres un gran hipócrita manipulador de menores: o la amas como mujer o como hija, pero no se puede adoptar los dos papeles simultáneamente. ¿Hasta dónde llegaba tu desfachatez, muchacho?

Lo que fuera, sí, lo que fuera, pero en esos momentos Porfirio Díaz no estaba para semejantes elucubraciones ni para adelantarse de tal manera al futuro, no, claro que no, ¿acaso se iba a poner a pensar, en dicha coyuntura de su vida, en la actitud que asumiría Dios de cara a su concubinato el día del Juicio Final? ¡Al diablo!, perdón, pero no tenía tiempo para ello. De ahí que, apresuradamente y a sabiendas de que era imposible contraer nupcias en persona, decidiera enviar poderes suficientes para que, en su nombre y representación, Juan de Mata Vázquez, el presidente del Supremo Tribunal de Justicia, contrajera matrimonio civil con Delfina, «mientras él tomaba Puebla el 2 de abril y luego derrotaba a Leonardo Márquez para culminar su campaña sitiando la ciudad de México». Ningún pudor tuvo Porfirio en casarse con Delfina casi al mismo tiempo en que nacía su hija Amada, procreada con Rafaela Quiñones. Obviamente no se estaba frente al supuesto de una traición, dicho término le producía salpullido al glorioso militar. A Rafaela la convenció de la importancia de casarse con un coronel del ejército, a quien favorecería con una jugosa pensión para no pasar hambres. Respecto de la hija, tampoco habría mayor problema: se la llevaría a vivir con Delfina, ella sabría entender... «Te quito una hija pero te doy un maridazo, además rico. Yo respondo por él... Todos contentos, ¿ves?»

—¿Qué explicación le darás a Delfina...?

—Que todo lo mío es suyo... Ella gana una hija, tú ganas un marido, yo gano una familia por si no puedo tener hijos con Delfina y tu marido gana mucho dinero y una pareja de lujo, afirmación íntima que yo puedo avalar ampliamente...

La imagen y la vida de Delfina en Oaxaca cambiaron radicalmente desde el momento del anuncio del compromiso del general Porfirio Díaz con la huérfana y bastarda. Él la honraría y la amaría como esposa. Dejaría de apellidarse Díaz para tomar el apellido de su padre, Ortega, quien amablemente reconocería a su hija «para que pudiera contraer matrimonio con dignidad con el victorioso general republicano» y lo que es más, también accedería gustoso a pesar del conflicto familiar al que se enfrentó con su propia señora, a entregar personalmente ante la presencia del oficial del registro civil a su hija, en ilustre e inolvidable ceremonia. Para sorpresa de propios y extraños, después de no querer saber una palabra de su hija en veintidós años y de haberse casado frente a la ley con su actual esposa, de pronto hasta ofreció su propia casa para que ahí se sirviera el banquete con el que se celebraría la enorme felicidad de la pareja. ¿Qué pasó? ¿Por qué el cambio? No cabía la menor duda, el apellido Díaz empezaba a operar mágicamente. Todo fue muy simple y civilizado:

Bastó que Delfina se resistiera a la lectura en voz alta y ante la sociedad de Oaxaca, de sus datos generales en los que se afirmaría su origen como de padres incógnitos, para que el general Díaz enviara a un par de mensajeros de gran confianza con el fin de ayudara entrar en razón al doctor Ortega. Su padre tenía que responsabilizarse y reconocerla ante la sociedad y ante el Estado. No faltaba más. Muy pronto los dos embajadores plenipotenciarios del distinguido militar, armados cada uno con un par de pistolas al cinto, sombreros de paja amarillentos de siglos de sudor, barbas crecidas de tiempo indefinido, ausencia de dientes delanteros, bigotes chorreados de aguamielero, ropas desgastadas y hablar rufianesco, se hicieron presentes en la residencia del ilustre médico y además cartógrafo:

—Pos mire asté, dotorcito, el asunto que nos trai aquí mesmamente es el de nuestra futura patroncita, la seño Delfinita —aseveró el mayor de ellos, un hombre de aproximadamente treinta y cinco años de edad que olía a alcohol barato a tres lunas de camino plano.

Ortega se puso violentamente de pie decidido a no escuchar una palabra más de aquella mujer producto de una aventura amorosa de la que se resistía a recordar, ya no digamos a hablar y menos con extraños. Delfina había estado, estaba y estaría fuera de su vida para siempre. Pero si sólo había sido un desliz, hombre... Alguien podría estar escuchando detrás de la puerta...

—¡Fuera de esta casa, señores! Me tienen sin cuidado los asuntos de su patroncita... ¡Fuera, he dicho!

—Sosiéguese, sosiéguese, dotorcito: nosotros no nos vamos a ir hasta que terminemos de hablar. Si asté se pone bronco, yo me pongo más. Asté no está para saberlo pero yo sí estoy para contarlo: sépaselo que soy de mecha corta, cabroncete. No acaba asté de prenderla cuando ya le tronó el pinche cuete en la meritita jeta, verdá de Dios —agregó el otro diplomático mientras mordía una pajita antes de perder la compostura.

—Mecha o no mecha, ¡fuera de aquí! ¡Rufianes! No tengo nada qué hablar con ustedes. Soy un científico que merece respeto —adujo al ponerse de pie y señalar rabioso la puerta con el dedo índice. Exigía consideración respecto a su jerarquía social, intelectual y académica.

—¡A callar, carajo! Si asté grita, yo grito más. Se sienta o lo siento a chingadazos, dotor —agregó el más ecuánime poniéndose de pie al mismo tiempo que desenfundaba la pistola y la azotaba sobre la superficie del escritorio cubierta por un cuero negro muy bien barnizado—. ¡Siéntese, chingao, y escuche!

El famoso doctor Ortega se sintió intimidado al ver el arma y constatar que el otro personaje se echaba para atrás el sarape y acariciaba la cacha de su pistola. Volvió a su lugar preocupado por su vida. Delfina y su madre Manuela sólo le habían causado problemas y sinsabores. ¿Cómo era posible que un estúpido resbalón, intrascendente, pudiera tener consecuencias a lo largo de toda la existencia? Él era un hombre casado y con una posición social. Imposible tener esta conversación con dos prófugos de la justicia capaces de cometer cualquier fechoría.

—¡Al grano, siñorcito! Vinimos de parte de mi general Díaz —uno le pegó al otro para que se pusieran brevemente de pie al escuchar ese nombre— porque se va casar con su hija Delfina...

Ortega se quedó perplejo. Esta vez quedaban confirmados los rumores. Se abstuvo de externar sorpresa alguna ante la noticia.

—En primer lugar no es mi hija y, en segundo lugar, ¿cómo es posible que el general se vaya a casar con ella si es su sobrina? —preguntó negando en silencio con la cabeza.

—Pos así son las cosas, siñor dotor y naidien de los que estamos aquí en este saloncito astá pa' juzgarlo, allá ellos con sus dicisiones... Lo que vinimos a decirle es que la siñorita Delfina Díaz sí es su hija y que más le vale reconocerlo, no con nosotros, qué chiste, sino ante el público y ante el rigistro civil el mesmísimo día de la boda, siñor...

—Están locos... ¿Quién se los pidió...?

—Pos mi general Díaz, ¿quién más iba a ser, siñor...? Él dice que prifiere una sobrina huérfana, antes que deshonrada...

—Díganle a Díaz que no accederé por ningún concepto. ¿Cómo le explicaré a mi esposa?

—¿Ésa es su última palabra, siñor...? —cuestionó el primero en hablar mientras escupía sobre el tapete como si estuviera en una cantina pueblerina, al tiempo que empuñaba la pistola y se llevaba el dedo al gatillo.

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